Enero de 1967
La bahía parecía cobalto fundido a aquella hora de la tarde. La luz invernal que se filtraba a través de las nubes daba a la estancia un aspecto irreal y fantasmagórico. A ojos de Ignacio, casi siniestro.
«Hay viento sur», pensó. «Por eso el mar está tan agitado ahí fuera y el viento golpea con esta fuerza insistente los ventanales de la casa».
Suspiró y recordó con nostalgia los momentos atesorados en ese paraíso acuático que ahora se rebelaba con fiereza enfrentándose, levantándose casi sobre la barandilla del embarcadero, más allá del jardín. Esa bahía, ese mar, habían sido para él lo más parecido a la felicidad. Ahora, aquella felicidad de antes parecía más escurridiza que nunca justo en un tiempo en que tendría incluso que haberse acrecentado.
Pero no era así. Se revolvió inquieto en el sillón donde leía perezoso la prensa. Le hubiera gustado poder dar una vuelta por el jardín con las ramas de los árboles zarandeándose furiosas, las manos en los bolsillos del impermeable que se pegaría contra sus piernas y el pelo alborotado, tanto como él. Su ánimo era acorde al del clima de ese día, se notaba tan nervioso e intranquilo como el viento que azotaba la costa. En aquella casa se sentía prisionero, pero sabía que sólo la insinuación de que le gustaría salir un rato fuera alteraría profundamente a las mujeres; a su madre, que dormitaba frente a él en la mecedora, con una aguja de ganchillo en las manos, y a Ana, que iba y venía de un lado para otro de la habitación recolocando cojines, tapetes y cualquier objeto susceptible de ser movido y acomodado.
Sabía que lo hacía por el afán de entretenerse. Ignacio intuía que trajinar por su casa y reorganizar su decoración una y otra vez le producía un secreto placer, un sentimiento de orgullo provocado por saberse dueña y señora de aquella casa.
Sí, sin duda en cada gesto, cada vez que su mujer tocaba una cómoda, una butaca, un simple cubierto de plata que hubiera pertenecido a su madre, se revelaba la vanidad, el regocijo, hasta se diría que la sensualidad que le causaba reconocer que había llegado a dominar ese territorio que a él le parecía, tan lleno de flores, de muebles antiguos y pesados, de polvo que por más que se limpiara nunca se acababa de eliminar del todo, un mausoleo, una casa de muertos que seguían vagando por aquel lugar grande y frío dispuestos a cargarles con su recuerdo.
Oyó un ruido a su espalda y se volvió para ver a Ana enorme y malhumorada recolocando distraídamente las camelias de un florero. Una vez más, su imagen le recordó a la de Clara. Su madre tenía la misma obsesión que ella por las flores frescas. Siempre, en cualquier rincón de la casa con la única excepción de los dormitorios y la cocina, podía encontrarse un jarrón cargado con ellas, daba igual la hora del día o en qué época del año se hallaran. No importaba que fuera otoño, verano o invierno. En aquella casa siempre había flores, preferiblemente acordes a la estación y, en caso de no poder conseguirlas de su propio jardín, hermosos ejemplares de invernadero.
Lo más curioso de todo era que tanto Clara como Ana eran expertas cortadoras de flores, pero no las querían. Veía la imagen de su tía con un enorme sombrero de paja recorriendo incansable el jardín con una cesta de mimbre colgada del brazo y unas aterradoras tijeras en la otra mano dispuesta a dar con los mejores Lilium, los más grandes, los más bonitos. No tenía ningún problema en cortarlos con firmeza porque, para ella, el fin de adornar su salón justificaba la muerte de su belleza. Sin embargo, ni Ana ni su madre eran aficionadas a la jardinería ni habían plantado, cuidado o podado un rosal o cualquier tipo de planta o parterre en su vida.
—Estoy deseando que esto acabe cuanto antes —refunfuñó de pronto su mujer, sacándole de sus reflexiones—; no me puedo mover, casi no puedo ni abrocharme la poca ropa que todavía me sirve. Parezco una ballena —lo decía con resentimiento, mirándole con una luz de reproche que ya era permanente.
—Ya queda menos, luego todo será más fácil —repitió maquinalmente, como venía haciendo en los últimos días, procurando parecer sereno, apacible, dócil.
El veneno de la respuesta que Ana iba a lanzarle quedó neutralizado por el sonido estridente del timbre de la puerta.
Ángela se despertó sobresaltada de su siesta involuntaria y ellos quedaron en silencio y expectantes mientras escuchaban cómo los pasos de una doncella se dirigían a la puerta principal y ésta la abría para a continuación saludar a la visita recién llegada.
Aunque en cuanto oyeron su voz supieron que no era ninguna visita:
—¡Qué frío hace ahí fuera! —exclamó Isabel, temblando nada más pisar el hall.
Inconscientemente, tanto las manos crispadas de Ana que sujetaban el florero como el rictus tenso de Ignacio se relajaron.
—¡Isabel, menos mal, qué bien que hayas llegado ya! Estoy a punto… —su hermana, mucho más rápida de lo que pudiera creerse a la vista de su enorme volumen, llegó en un santiamén hasta ella y la cogió de las manos estrechándoselas con cariño o, tal vez, la efusividad egoísta de sentirse por fin segura, protegida por la presencia de un médico en su propia casa.
La tía Ángela, por su parte, había conseguido despejarse de aquel día plomizo y, algo más rezagada, se acercó también hasta su sobrina para abrazarla y besarla, se diría que con cierto alivio.
—Ay, hijita, qué alegría tenerte aquí, hay tantas cosas por hacer, tanto que contarte y tantos consejos que te tengo que pedir que me dan ganas de no soltarte y llevarte directamente a la cocina para que me ayudes a organizar esta casa enorme.
Lo cierto es que la petición de Ángela no estaba carente de razón. En las últimas semanas se había visto algo desbordada por los preparativos que generaba la doble venida de sus nietos, y entre el mal humor de Ana, la apatía de su hijo, tratar con los pintores que adecentaban el nuevo cuarto para los niños y mil cosas más se sentía agotada. Agradeció la llegada de Isabel, que con su eficiencia, sus dotes organizativas y el respeto del servicio ganado tras años de gobernar aquella mansión con firmeza, amabilidad y decisión, era una magnífica ayuda en un momento en que todos, lo reconocieran o no, desde la futura madre a ella misma, se notaban inquietos y nerviosos por la inminencia del parto.
—¡Vaya! ¡Si lo sé me quedo en Madrid! —exclamó ésta entre risas que todos corearon.
Su aparición había sido providencial, de pronto los sentimientos de preocupación e inquietud que oscurecían las cabezas de todos habían desaparecido.
Isabel rodeaba los hombros de Ana con un brazo, mientras con el otro se cogía del brazo de su tía, orgullosísima de tener por fin en la mansión de los Arzaga a toda la familia reunida, cuando se dio cuenta de pronto de que alguien faltaba. Levantó la cabeza inquieta y buscó en torno suyo a Ignacio. Éste se había quedado algo rezagado, un poco apartado de las tres mujeres, y desde el umbral del salón las observaba, apoyado en la arcada que daba acceso a la estancia desde el hall, con las manos metidas en los bolsillos y una indescifrable expresión, difusa, cercana y lejana a la vez, en la mirada.
—Qué gran alegría verte, querida cuñada. Fue una pena que no pudieras venir por Navidad.
Ella le miró directamente a los ojos y esbozó una sonrisa franca que, con todo, ocultaba mucho más de lo que parecía expresar:
—Sí, para mí también es una alegría estar aquí para el nacimiento de vuestros hijos —respondió sin más.
Y se dejó arrastrar por las dos mujeres, que ansiosas la conducían al salón y le ayudaban a quitarse el abrigo y se atropellaban y se quitaban la palabra una a la otra para contarle, sin orden ni concierto, los cotilleos, los cambios en la casa y en la ciudad y cualquier acontecimiento que se hubiera perdido por no estar allí en las fiestas.
Realmente, Isabel tuvo la intención de acudir a su ciudad por Navidad, quería aprovechar las fiestas para estar junto a su familia, reunidos por primera vez en mucho tiempo. A pesar del estricto régimen de guardias que como interna del hospital en el que trabajaba desde su licenciatura debía cumplir, consiguió más de una tarde sacar un par de horas para acercarse hasta el centro y comprar con esmero regalos para todos y, por supuesto, para los dos niños por venir. Sacó con antelación su billete de tren, dispuso sus asuntos pendientes, arregló los turnos con sus compañeros, cuidó que no quedara ningún tema urgente pendiente y, dos días antes del 21 de diciembre, la fecha en que tenía previsto partir para su ciudad, se encontró a sí misma por la noche, ante la maleta abierta sobre su cama, probándose varios vestidos en busca de uno que le sentara especialmente bien para lucirlo durante la cena de Nochebuena.
Acababa de descartar uno de color vino que contrastaba enormemente con su pelo, se lo quitó, lo tiró de cualquier modo sobre la cama y, al girarse, se encontró con su propia imagen en el espejo. Estaba descalza, llevaba una combinación color marfil y en sus ojos brillaba un fuego que no veía desde hace tiempo. Estudió con calma, con ansia, su propio cuerpo, la equilibrada distribución de curvas y rectas que se revelaban bajo la seda y el encaje que la cubría, la voluptuosidad del escote, el relieve de los labios, el contorno de los muslos y tobillos, la brevedad de la cintura y la gracia del cuello, se ahuecó la melena negra y, sin previo aviso, se puso a temblar.
¿Qué era lo que estaba haciendo? ¿Por qué se examinaba con ese afán? ¿Por qué la pulsión de probarse un vestido tras otro y el ansia de encontrar el más perfecto? ¿Por qué, precisamente ahora en que por la presión de su trabajo casi no tenía tiempo ni de fijarse en su aspecto, dedicaba horas y horas de una noche en que debía estar descansando a preocuparse por su aspecto? ¿Para quién?
Buscó una bata, un viejo jersey, cualquier cosa con la que cubrirse. Se puso un camisón de franela feísimo que le había regalado la tía Ángela y siempre se había negado a estrenar, tiró todos los vestidos de cualquier manera sobre una silla y se metió en la cama apresurada, sin querer volver a mirarse al espejo.
Tardó mucho en dormirse pese a que estaba rendida.
Al día siguiente, muy temprano, fue a la estación y anuló su billete de tren.
En casa, sin embargo, no se disgustaron demasiado. Ana estaba de un pésimo humor que apenas empeoró al saberlo, Ignacio pareció algo decepcionado, pero vivía sumido en un estado de indiferencia tal que tuvo que esforzarse por demostrarlo, y sólo su tía supo hacerle llegar por teléfono su profundo pesar y su estupefacción por que en el hospital fueran tan abusivos como para hacerle cambiar sus planes a última hora.
—No lo entiendo, querida, ¿es que no saben que tienes familia?
Ahora, sin embargo, era su tía, sin pena en la voz, algo atolondrada tal vez por aquella explosión de alegría familiar, la que sentada a su izquierda en el sofá parloteaba sin cesar, contándole todos los detalles de la ropita que llevaban meses comprando, de las cunas encargadas al mejor ebanista de la ciudad, de los coches gemelos que habían tenido que encargar a toda prisa. A su derecha se sentaba Ana, muy cerca, y todavía la cogía de las manos; por su parte Ignacio, de pie junto a la chimenea, las miraba desde arriba, algo más alejado, y fue quien impuso un poco de lógica en la reunión:
—Pero basta ya de palabrería, vendrás con hambre y querrás comer algo, ¿no?
—La verdad es que sí, no me vendría mal. Creo que he cogido un poco de frío desde la estación hasta aquí.
—No os preocupéis, ya voy yo a avisar y así me muevo algo —dijo Ana con una sonrisa. Estaba radiante y feliz por tener a su hermana cerca. Al levantarse miró al suelo—. Y también les diré que traigan algo para limpiar el suelo. Tu paraguas debe de haber mojado la madera del parqué, mira cómo se ha puesto todo.
—No ha sido mi paraguas, y me parece que tendremos que dejar la cena para más tarde. Ana: acabas de romper aguas.
Las niñas nacieron después de un parto largo y difícil más de quince días antes de lo previsto. Isabel entró en el quirófano y estuvo todo el tiempo con su hermana, apoyándola y dándole fuerzas cuando ésta se sentía desfallecer.
Cuando por fin todo acabó y pudo salir junto con una de las comadronas a enseñarle a Ignacio a sus dos hijas, él pudo comprobar que eran absolutamente diferentes. El poco pelo que casi tuvieron que adivinar en la pequeña cabecita de Teresa era rubio, del mismo color, quizá un poco más claro, que el de su madre; en cuanto a María, nació con una pelusa oscura que recordaba al de su padre y su tía Isabel.
Ana tardó más de una semana en regresar del hospital con sus hijas e instalarse en la casa. A pesar de haber pasado buena parte de su embarazo ilusionada y ocupada preparándolo todo para que su bebé fuera el mejor vestido y equipado de la ciudad, cuando empezaron a llegar las visitas, deseosas de conocer a las recién nacidas, las recibió con apatía.
Tenía sólo veintitrés años, pero su recuperación fue lenta y dolorosa. La tía Ángela calificó su estado con una frase que le había oído siempre decir a su abuela:
—Es melancolía de madre —vaticinó—. Muchas veces había oído hablar de ella, pero nunca la había visto antes, o no al menos de una manera tan acentuada. Sin embargo todo encaja: al caer el día se echa a llorar y no puede parar, dice que está agotada, se le está yendo poco a poco la leche, no quiere coger a sus hijas ni dejar que la toque Ignacio, al que no puede ni ver, y se ha vuelto tan indiferente a todo que da la sensación de que las niñas le dan totalmente igual.
—Eso es una dolencia que estudia la psicología y que se llama depresión posparto —la corrigió Isabel—. Es un término médico muy poco extendido, pero básicamente los síntomas coinciden con los que tú has descrito: Ana cada vez está más retraída y ajena, incluso conmigo, pero no es culpa suya, ni tampoco es una mala madre por no estar pendiente de sus gemelas. Es su organismo, que ha reaccionado mal al parto y a los cambios que supone la maternidad. Seguro que se le pasa pronto, tía, no te preocupes.
Pero luego, más tarde, solos los dos en el salón como solían hacer en Damasco después de que Ana se retirara, Isabel le confesó a Ignacio sus temores:
—Le dije a tu madre que las crisis de astenia, llanto y apatía de mi hermana pasarían, que mejoraría y volvería a ser la de siempre: le mentí. Lo cierto es que dudo que vuelva a ser la de antes.
—Sí, yo también he pensado lo mismo. Siempre ha sido impredecible, pero según mi experiencia con ella de todos estos años, ninguno de los cambios que con el tiempo ha experimentado ha sido para mejor. ¿Es posible que una depresión posparto, como tú la llamas, pueda prolongarse mucho tiempo?
—Por lo que sé, podríamos decir que en el caso de Ana, de tendencias depresivas desde siempre, el parto podría desencadenar una melancolía crónica, por decirlo de algún modo. Si quieres saber mi opinión y dejando el lenguaje médico a un lado, te diré que ella es, por educación, por herencia, una perpetua descontenta. Siendo así, es previsible que los trastornos de su personalidad sean permanentes y que, con el paso del tiempo, se acentúen.
Ignacio agradeció su franqueza, ese ejercicio de sinceridad sin tapujos que formaba parte del germen de su personalidad, de su auténtica manera de ser, pero no por ello dejó de analizar el peso enorme que su veredicto tendría sobre su vida.
—Creí que la maternidad podría cambiarla a mejor. Pero veo que me equivoqué —confesó abatido.
—A veces pasa, me han hablado de casos en que ha sido así. Sin embargo Ana…
—Ya, es lo que te dije antes: va cambiando con los años, pero siempre para peor —Ignacio hizo un gesto con la mano como para querer apartar ese pensamiento, parecía comprender que el carácter y la relación con su mujer estaban predestinados a no mejorar jamás, por lo que no valía la pena dedicar un solo minuto a lamentarse o intentar buscar una solución. Lo cierto es que tenía cosas mucho más importantes en que pensar—. Lo que me preocupa son las niñas: ella se niega a regresar conmigo y yo me debo a mi cargo, pero me aterra dejar a las gemelas solas con su madre.
—Eso no ocurrirá. Yo estaré pendiente desde Madrid, su abuela ahora vive también en la casa, y el servicio, y Amalia, aunque algo mayor ya…
—Sabes como yo que no es suficiente, sólo que no se me ocurre qué medidas tomar o cuáles podrían ser menos dolorosas o, al menos, más fácilmente aceptadas por ella.
—Tendríamos que buscar a una o dos personas que se ocupen tanto de las niñas como de Ana, y no me refiero a niñeras, sino tal vez a una enfermera habituada a tratar con gente con los problemas de mi hermana y a otra persona que se encargaría exclusivamente de las gemelas —planeó Isabel en alto, poniendo a funcionar la extraordinaria capacidad práctica que tanto le había alabado su tía Ángela.
—Sí, pero ¿cómo justificamos que vengan dos personas en vez de una sola para cuidar a las niñas? —preguntó Ignacio—. Porque queda descartado explicarle que una estaría encargada de vigilarla y atenderla. Ana es muy suspicaz.
—Lo sé, por eso es tan importante que demos con dos profesionales cualificadas y de total confianza. Les diríamos a ella y a tu madre, porque de conocer la verdad tía Ángela se asustaría muchísimo y, lo que es peor, probablemente terminaría metiendo la pata y contándoselo todo, que contratamos a dos niñeras internas porque así habrá una para cada niña, Amalia ya está mayor y los gemelos, al nacer con menos peso, siempre requieren más cuidados al principio. Además, si todo sale bien, eso es lo que harán. Espero que no haya complicaciones, pero de ocurrir tendríamos a una persona dedicada a vigilar y atender a Ana exclusivamente y a la otra al cuidado de las gemelas.
—No me expliques más —atajó él—, confío plenamente en ti. Busca a quienes te parezcan más adecuadas y ofréceles lo que pidan. En esta familia, por desgracia, el dinero no es un problema y sí lo es el tener que soportarnos entre nosotros.
Mes y medio después del nacimiento de sus hijas, a mediados de marzo, Ignacio volvió a Próximo Oriente. Intentó por todos los medios conseguir algunos días más, pero le resultó imposible. Sus superiores del Ministerio ya le habían requerido varias veces y estaba seguro de que un paso en falso daría al traste para siempre con una brillante y ascendente carrera profesional.
Isabel, por su parte, regresó algo más tarde a Madrid. Durante los días que permaneció en su ciudad se dedicó en cuerpo y alma al cuidado de las niñas, a atender a Ana y soportar con paciencia sus continuos cambios de humor, sus llantinas, su indiferencia y, como siempre, su inagotable descontento. En los breves lapsos en que no la requerían ni su hermana ni sus sobrinas, que por haber nacido algo más pequeñas que la media habitual necesitaban más atención y cuidados específicos, se dedicaba a entrevistar a las enfermeras que habían contestado a los anuncios que, antes de partir, Ignacio había ordenado poner en los periódicos locales.
Las entrevistaba en el salón de una en una y procuraba ser lo más fría y cerebral posible a la hora de descartar o elegir a las candidatas. Era consciente de que se iría en breve y dejaría a dos niñas indefensas en manos de unas desconocidas en las que tendría que confiar más incluso que en su propia madre. Finalmente, la presión se le hizo insoportable, se veía incapacitada para tomar una decisión, la responsabilidad la desbordaba y le impedía concentrarse.
Para colmo, Ana, al tanto de su trabajo de selección, aparecía a veces de improviso en el salón cuando alguna de las aspirantes al puesto y ella estaban enfrascadas en una conversación sobre cuidados de recién nacidos o cómo tratar a una histérica durante sus crisis y las obligaba a cambiar de tema rápidamente o, en el mejor de los casos, se sentaba allí prometiendo no molestar y, en cambio, no dejaba de intervenir en la charla, poniendo más nerviosa si cabe a la entrevistada y estropeando su contratación.
—Por la noche me meto en la biblioteca cargada con un montón de carpetas llenas de currículos y cartas de referencia y te juro que todos me parecen iguales, o demasiado diferentes unos de otros, o me da por pensar que todas las interesadas en los puestos mienten y no me puedo fiar de ninguna —se quejó amargamente una noche a Ignacio.
—Estás bloqueada, te está venciendo la ansiedad de dar con las enfermeras perfectas y va a llegar un momento en que pierdas cualquier asomo de objetividad. Tienes que calmarte —le aconsejó Ignacio.
—Para ti es fácil decirlo, tú siempre has tenido un don especial para decidirte sobre las cosas sin vacilar.
—Claro, y así me ha ido —reconoció con ironía.
—Qué torpe he sido —se lamentó Isabel azorada—, no quise decir eso, yo…
—Tú estás ahí, en mi lugar, ocupándote del bienestar de mi mujer y mis hijas mientras yo estoy a miles de kilómetros de distancia, así que no tienes que disculparte por nada —atajó Ignacio antes de que su cuñada pudiera continuar—. Y en cuanto a esas decisiones que tienes pendientes, yo te recomendaría seguir el dictado de tu instinto. Estoy seguro de que acertarás.
Y así fue. Se acostó muy pronto después de hablar con Ignacio y durmió por primera vez tranquila y relajada en muchos días, dejando por una noche los llantos de sus sobrinas al cuidado de Ángela, su abuela, y Amalia, la niñera que tanto hiciera por ella misma.
Al día siguiente, nada más levantarse, con una taza de café en las manos, tuvo una intuición repentina, ya sabía lo que tenía que hacer.
Esa misma mañana telefoneó a dos de las candidatas más jóvenes e inexpertas. Apenas tenían experiencia, pero sus calificaciones eran altísimas y, sobre todo, su juventud y su entusiasmo unidos a unas sonrisas expresivas y sinceras la llenaron de tranquilidad. No se trataba de buscar sargentos para sus sobrinas ni su hermana, sino de dar con personas flexibles, conocedoras de su trabajo y sus responsabilidades pero lo suficientemente inteligentes como para adecuar todos sus estudios a las necesidades de la vida misma, con su cuota de imprevistos.
Ya en Madrid, se dejó absorber por el ritmo de su vida profesional como recién licenciada aceptada como interna en el hospital. Desde su condición, tan baja en la jerarquía médica del centro, no podía hacer otra cosa que someterse con cierta alegría a aquella sucesión de días y noches dedicadas exclusivamente a aprender y dormir lo mínimo para seguir adelante, sin poder apenas robar unos minutos al tiempo para pensar, lo cual era muy de agradecer a la vista de las complicaciones de su vida personal.
El ambiente del hospital era agradable y en general los médicos jóvenes trataban de sostenerse unos a otros en el laberinto de horas y guardias que monopolizaban su vida. Vencida por el cansancio, pero mucho más relajada en aquel ambiente cargado con la intensidad de las urgencias y las llamadas imprevistas para atender un caso tras otro, logró sacar fuerzas para entretenerse, hasta ilusionarse, con algún que otro flirteo con otros médicos tan jóvenes, tan inexpertos y tan confusos como ella.
A veces ellos querían que la cosa fuera a más, pasar del grado de acompañantes, de parejas ocasionales, al de novios, pero ella era muy firme en ese aspecto: no quería compromisos más allá del de verse al día siguiente en el hospital o desayunar juntos tras toda una noche de guardia. No quería hacer planes para la semana próxima, para el mes siguiente. No quería comprometer su futuro, ni siquiera sus fines de semana, porque ahora, en plena etapa como residente, era en éstos cuando conseguía escaparse hasta su ciudad y su casa.
Desde el mismo instante en que Isabel entraba por la puerta, Ana se desentendía más si cabe de sus hijas y se enfrascaba en interminables conversaciones telefónicas con sus amigas de la ciudad encaminadas a quedar a una hora y en algún lugar concreto del centro. Sólo quería salir de casa. Su única preocupación era retomar su vida de adolescente donde la había dejado.
La de Isabel, en cambio, consistía en negarse a tener vida propia a cambio de escaparse unas pocas horas más junto a Teresa y María.
Algunos de sus amantes ocasionales llegaban a comprenderlo. Otros, en cambio, seducidos más aún por esa misteriosa renuencia a compartir su tiempo fuera del hospital o de las horas inmediatamente anteriores o posteriores a su horario laboral, se encaprichaban más todavía, empeñados en descubrir qué era lo que la atrapaba cuando no estaba con ellos, el resto de su vida.
Fue así como Isabel se ganó su fama de mujer altiva, misteriosa, infranqueable.
Ana, entretanto, seguía adelante empeñada en borrar todos sus años de matrimonio y maternidad. Quería volver a su adolescencia de princesa prometida. Quería volver a ser otra vez esa niña a la que todos pretendían.