1960
La repentina muerte de su padre sumió a las hermanas en la tristeza y el desconcierto y supuso un vuelco a lo que había sido hasta entonces una reciente rutina de encuentros sociales. Más unidas que nunca, Isabel y Ana asistieron impotentes al progresivo deterioro emocional de su madre, que, viuda y sin ninguna celebración importante que organizar, parecía haber perdido todos los objetivos o las metas de su vida.
Sus propias puestas de largo, que se iban a celebrar próximamente a los dieciocho años de Isabel y los dieciséis de Ana, se habían cancelado, para gran disgusto de esta última y alivio de la hermana mayor. Con todo, curiosamente, las más afectadas parecían ser Clara y Ángela. En el caso de su tía, los motivos de su fastidio, un tanto infantil y, sin asomo de disimulo, abiertamente egoísta, eran hasta cierto punto obvios: condenada a una vida gris desde que enviudara de Gerardo, su marido, y la marcha de Ignacio, con el repentino fallecimiento de su cuñado y la condena de Clara y sus hijas a un luto riguroso al menos durante un año había perdido su máxima fuente de diversión. Sus sobrinas eran para ella como muñecas encerradas en un paraíso aislado, pequeñas figuras de porcelana a las que vestir con esmero y con las que jugar a los peinados, a las meriendas de las cinco o a las parejas, combinándolas y ennoviándolas alternativamente con «gente adecuada».
En cambio Clara afrontaba la inesperada muerte de William casi desde el odio. Con asombro, incluso con horror, sus hijas apreciaban en ella un resentimiento descontrolado y desmedido hacia el muerto. Recluida en un exilio forzoso que la mantendría alejada de toda vida social en un momento de plenitud física y personal, parecía interpretar el infarto que acabó con la vida de su marido como una afrenta del Destino precisamente contra ella o, peor todavía, como una venganza.
—Esto no se me puede hacer a mí —murmuraba mientras vagaba por los pasillos de la casa—. Esto no se me puede hacer a mí. Yo soy Clara de Arzaga. Mi vida era perfecta, pero ya no lo es…
Ante esta imagen, Ana solía recluirse en su cuarto y encendía la radio y buscaba un programa de música o una radionovela, en cualquier caso el acceso a una esfera irreal donde poder refugiarse y en la que todo fuera fácil y feliz.
Tenía que ser Isabel, sola ante la desgracia, sin más alternativas que enfrentarse a aquellos arrebatos de locura egocéntrica, la única que corriera por los pasillos a oscuras tras su madre para alejarla de las ventanas, la que cerrara con llave los cuartos de invitados para que Clara no pudiera entrar en ellos a deshacer las camas, desgarrar las cortinas, destrozar los espejos en los que se reflejaba su desesperación.
—Mamá… —susurraba tras ella con cuidado—. Mamá, claro que eres perfecta, y lo seguirás siendo aunque no esté él. Pero ven conmigo, por favor, no salgas a la terraza en camisón, puedes coger frío. Ven conmigo, mamá. Ven conmigo.
—Ella se dejaba llevar, dócil de pronto, confusa y sin rumbo, se agarraba a la mano de su hija y repetía obsesivamente:
—Quién le da derecho… Quién le da derecho a morirse y destrozar mi vida. Yo no lo sé, ¿lo sabes tú que lees tantos libros? ¿Tú lo sabes? Si lo sabes dímelo: ¿quién le da derecho?
Isabel se daba cuenta de la verdadera pregunta que latía bajo esas frases entrecortadas. Lo que Clara había perdido era su verdadera identidad. Ya no sabía ser nadie y su vida no tenía sentido.
Con el paso de los meses la furia de Clara, que muchos de sus antiguos amigos y allegados tomaron por demencia en las contadas ocasiones en que acudían a su casa a visitarla, fue amainando. Clara se cansó de vagar por la casa echando pestes contra alguien que no estaba allí para oírla, de manera que su irritación fue dejando paso, poco a poco, a un aislamiento que la mantenía al margen de todo y de todos.
Encerrada en sí misma, rabiosa con su marido por haberse muerto y «haberle hecho eso a ella», fue aislándose cada vez más en un mundo de rencores y fantasmas y olvidó las necesidades afectivas de sus hijas.
Desde fuera, alguien que no la conociera en profundidad y que la viera en las escasas ocasiones en que iba al centro de compras o cualquier domingo a la salida de misa, alguien que sólo tuviera con ella un trato superficial, podría decir de la viuda que era la de siempre. Una mujer guapa, muy elegante, de exquisita educación, que había optado por pasar una época oscura y aislada de la vida social de la ciudad para guardar el luto debido a su marido.
Clara había aprendido, simplemente, a ocultar su odio, su terrible enfado por lo que ella consideraba una injusta situación que no merecía. Había comprendido al fin que, tarde o temprano, el luto pasaría. Desde otro estatus, por supuesto, y con otros acompañantes. Ya no sería nunca más la señora de Tyler. Todo estaba vetado para las viudas decentes, pero sí podría al menos salir con su cuñada, también viuda, y otras amigas.
Por eso tenía que contenerse, disimular su furia y enmascararla de aflicción, soportar el negro y las medias tupidas y las blusas sobrias y poco favorecedoras a cambio del color que después, poco a poco, muy sutilmente, iría introduciendo pasado el tiempo tanto en la ropa como en su vida.
Nada más morir William, la tía Ángela se ofreció a echar una mano, pero a los pocos días de su estancia en la casa —durante los cuales Clara no se levantó de su cama—, Ignacio telefoneó para comunicarle que iría a la ciudad a pasar unas semanas y, ante la inminente llegada de su hijo, tuvo que abandonar a sus sobrinas pensando que en pocos días Clara estaría repuesta y que sobreponiéndose a la tragedia volvería a coger las riendas de la casa y de su propio destino y el de sus hijas.
Solas con el servicio y una madre que parecía haber perdido el juicio, Ana e Isabel reforzaron su unión y comenzaron a asumir nuevos roles y, sobre todo, nuevas responsabilidades no sólo domésticas sino, fundamentalmente, en la estructura de su familia.
Desde la muerte de William las dos hermanas ya no compartían el mismo dormitorio. Ana se quejaba de que no podía poner la radio porque Isabel, que sólo quería leer o estudiar, no podía concentrarse con el sonido tan alto. Isabel, a su vez, agradecía el silencio que encontraba en la soledad de su nuevo dormitorio porque, aunque jamás se atrevería a decírselo y casi ni quería reconocerlo frente a sí misma, la charla banal de Ana la aburría.
«Es porque estoy agotada de tanto estudiar y llevar esta casa», se decía. «Gobernar una casa tan grande como ésta sin la ayuda de nadie me está presionando y por eso me he vuelto más irritable, hasta el punto de no querer charlar con Ana, como hacíamos antes».
Otras veces sus razonamientos la llevaban a encontrar argumentos con los que defenderse de sí misma mucho más simples y directos:
«Estoy agotada, no puedo más, no tengo tiempo para nada, ni siquiera para mi propia hermana», reconocía con un poco de pena. Y se sentía culpable, y le costaba mirarse al espejo y verse en él sin Ana al lado, o al fondo, detrás, probándose una vez más «algo», y se juraba que al día siguiente le dedicaría más tiempo, y escucharía todos sus cotilleos y pronto mamá volvería a ser la de antes, ella asumiría de nuevo su papel y su lugar en el dormitorio grande con dos camas: junto a su hermana, oyéndola hablar, riendo con ella. Queriéndola.
Pero la recuperación de Clara no se produjo totalmente, y tanto Ana como Isabel terminaron acostumbrándose a su propio espacio de intimidad en habitaciones separadas.
Cuando la madre salió de su letargo de odio y retornó a sus obligaciones, volvió a la cocina a revisar los menús y el estado de la despensa, acudió al despacho de su marido para abrir la caja fuerte y poder pagar a los empleados el sueldo de aquel mes y, además, todos los que creía que se les debía con retraso, se encontró con la inesperada sorpresa de que ya estaba solucionado. Alguien lo había hecho por ella durante su «convalecencia»: Isabel.
—Isabel, he dicho que no y no se hable más —Clara de Arzaga miró a su hija con desaprobación—. No vas a estudiar ninguna carrera; tu padre y yo siempre tuvimos claro lo que queríamos para vosotras y esto no entró jamás en nuestros planes.
Clara se levantó y con la cabeza hizo un gesto a su hija para darle a entender que la conversación había terminado, porque ella había dicho la última palabra.
Pero Isabel, que acababa de cumplir sólo un día antes dieciocho años, no se movió de su sitio.
Ése era el primer enfrentamiento entre ellas en su vida y, después de lo que había sufrido y aprendido durante la larga temporada en que su madre permaneció al margen de todo, trastornada por la muerte de William, no pensaba dar ni un paso atrás.
Contempló a su madre con una expresión hostil y habló con claridad:
—Me da igual, mamá, me voy a estudiar a Madrid tanto si te gusta como si no. Quiero ser médico y lo voy a ser —afirmó tercamente calculando cuánto le quedaba de debate dialéctico para que Clara, hastiada, tirara la toalla. Ahora, después de haberla visto descontrolada, sin la máscara de buena educación, veía con claridad su naturaleza inconstante y terca, además de no demasiado inteligente. No dudaba de que vencería en la discusión y de que ir a estudiar a Madrid era ya algo hecho.
—No sé qué se te ha perdido en Madrid, lejos de nosotras y de esta casa, que es adonde perteneces —pero, como el gesto decidido de su hija no cambiaba, Clara decidió atacar con un nuevo argumento que esperaba definitivo—: ¿No te das cuenta de que en Madrid no serás nadie, de que te convertirás en una más? Aquí eres querida y respetada, y muchos, pese al luto que ahora mantenemos y a tu rebeldía, estarían dispuestos a hacerte una buena oferta matrimonial. ¿Quieres tirar todo eso por la borda por el afán de estudiar una carrera?
—Sí, mamá, precisamente se trata de eso: no me veo siendo el florero que adorne el matrimonio de nadie. Quiero emprender mi propio camino. Ya te lo he dicho: voy a estudiar Medicina y a seguir mi propio rumbo.
—¿Qué se te ha perdido a ti siendo médico?
Clara, incapaz de realizar cualquier sacrificio por los demás, creía que con este razonamiento conseguiría hacer cambiar a su hija de parecer.
Se equivocaba: Isabel no pensaba ceder un ápice. Su decisión estaba tomada. Discutiría todo el tiempo que hiciera falta.
Mientras esta lucha de voluntades se producía en la biblioteca, Ana rezaba para que su hermana saliera triunfante del cuerpo a cuerpo con su madre. Con dieciséis años se había convertido en una adolescente inconsciente además de preciosa, cómodamente instalada en su belleza y su forma de vida.
Lo cierto es que la muerte del padre, hacía un año ya, había significado, lejos de la tragedia que supuso para Isabel, un disgusto de fronteras difusas para Ana.
—Para mí siempre fue un desconocido. Durante mi infancia apenas lo veía, y ahora, que estaba algo más con nosotras, es como si no supiera quién era. Lo único que teníamos en común realmente era nuestro amor por navegar —le confesó Ana, mientras decidía qué traje ponerse para la cena, a Irene, una de sus amigas más íntimas, que la escuchaba en silencio—. Ay, espero que Isabel haya llegado a un acuerdo con mamá porque si no va a ser horrible, las dos con caras largas y furiosas.
Irene, que envidiaba el mundo sólido y rico de las hermanas, no pudo evitar asombrarse ante la ligereza del comentario de Ana.
«Para ella todo es fácil», pensó con rencor mientras observaba la concentración absoluta de su amiga frente al espejo, ocupada en probarse el vestido que se quería poner para la cena. «Su madre ya no tiene vida ni porvenir, e Isabel está ahora mismo jugándose el suyo, y a ella sólo le importa encontrar el vestido que le quede mejor. Lo que les ocurra a los demás le da igual».
—¿Sabes que viene nuestro primo Ignacio? —le explicó de pronto Ana, sacándola de sus pensamientos—. Hace muchísimos años que no le veo. Es diplomático, pero lo recuerdo aburridísimo —comentaba distraída mientras alisaba con atención los pliegues del vestido.
El constante parloteo de Ana, al que Irene no pensaba aportar nada en absoluto, fue interrumpido por la entrada como una tromba de Isabel.
—Lo he conseguido, mamá ha cedido. ¡Me voy a estudiar a Madrid! —las hermanas se abrazaron alborozadas cantando y bailando por la habitación—. ¡Me voy, me voy!
—¿Y ahora qué haré yo? —preguntó Ana de repente—. Nunca nos hemos separado, no quiero que te vayas. Hazte enfermera aquí, pero no te vayas, por favor.
La alegría de Isabel se evaporó. «Es igual que mamá», pensó con tristeza. «Terca, obstinada y egoísta, ferozmente egoísta. ¿Cómo he podido crecer a su lado y no darme cuenta hasta ahora?»
Ana vio la sorpresa y la desilusión en la cara de Isabel y se recompuso con rapidez, intentando cambiar de tema para hacerle olvidar las palabras que acababa de decir:
—Bueno, luego hablaremos. ¿Recuerdas que viene el primo Ignacio a cenar? Por lo visto tiene una novia que trabaja como médico aquí. Me imagino que te interesará conocerla, viene con ella.
—Serviremos el aperitivo en el salón; luego la cena. Las copas, en la biblioteca —Clara de Arzaga hablaba con el tono insolente que solía aplicar al servicio. El mayordomo era «nuevo», ya que llevaba sólo diez años en la casa. Tanto él como todos los demás sirvientes aceptaban sus órdenes con aparente humildad, pero en el fondo la detestaban—. ¿Han llegado ya las ayudantes?
Para Clara, las ayudantes eran el último grado del escalafón. Venían a servir cenas o almuerzos cuando eran necesarias, pero no se merecían ni un gesto de apoyo, ni siquiera una sonrisa.
Vestida de riguroso negro y cubierta de perlas, como una coraza ante el mundo, Clara revisaba la mesa y recordaba, con los labios apretados, ese tiempo pasado, no tan lejano, en que William y ella compartían el esfuerzo común de hacer de sus hijas unas mujeres perfectas.
Inspeccionó el mantel de lino bordado, la cristalería de Bohemia, la vajilla Wedgwood y los arreglos de flores y frutas habituales en su mesa: componían un pequeño escenario verdiano en el que todo tenía que funcionar con una sincronía absoluta.
Estudió los uniformes, los guantes y las caras de las doncellas y su gesto, para susto de ellas, se agrió en un acto reflejo al recordar a su marido y su repentino abandono, que la había dejado sola ante el mundo en su lucha. Las muchachas, dos fijas en el comedor y dos más que ayudaban en la cocina trayendo y llevando la comida, no se atrevían a mirarla a los ojos y parecían asustadas. «Eso está bien», pensó. «Que sepan quién manda aquí y que me tengan el respeto que merezco, no en vano soy la señora de esta casa». Y con un rictus de satisfacción cruel se acercó más a ellas para comprobar con atención tiránica que no fueran maquilladas o incorrectamente peinadas.
Todo estaba perfecto, concluyó con orgullo. Su mundo lo era. Había conseguido, una vez más, contra todos, contra todo, volver a alcanzar la perfección, como siempre había hecho.
Y todo seguiría estando siempre perfecto para ella. No importaba cómo ni qué tuviera que hacer para conseguirlo.
A pesar de que su hija mayor quisiera ser médico…
Llamaron al timbre y con un gesto napoleónico Clara ordenó al mayordomo que abriera la puerta y se encaminó hacia el hall extendiendo las manos dispuesta a estrechar las de sus invitados en un alarde de simpatía y educación perfectamente calculado.
Ya oía sus voces; comenzó a andar, un paso, dos, y la ceremonia previa a la cena se inició.
Ignacio llamó al portón con la sensación de incomodidad habitual que le provocaban las visitas a su familia. La tía Clara, la única hermana de su padre, y con la que su madre tenía una estrecha relación, era un recordatorio permanente de todo lo que detestaba y al mismo tiempo le ataba a ellos, a su vida, a su mundo.
Miró con afecto a la joven que le acompañaba y pensó fugazmente que estaba realmente sometiéndola a la posibilidad de un agravio. Dudaba de la aprobación de su tía respecto a ella pero confiaba en que, frenada por su estricta y exquisita educación, la tratara con el respeto que debía merecerle cualquier invitada a su casa.
Un mayordomo serio y desdeñoso les abrió la puerta y, cuando el olor a cera de limón y a jarrones desbordantes de flores frescas le inundó, una vez más, volvió a dejarse llevar por esa atmósfera que le invadía y penetraba en sus sentidos trasladándole a su infancia. Aquélla nunca dejaría de ser para él la casa de sus abuelos. Y él nunca podría dejar de ser en ella un niño.
«Todo está igual», pensó. «Éste ha sido el triunfo de la tía Clara. No ha cambiado nada, los mismos muebles, el mismo olor. Hasta juraría que las flores recién cortadas son las mismas y, por supuesto, también parecen serlo las partículas del polvo que flota en el ambiente y tamiza la luz. Sí, el mismo polvo detenido en esta casa, flotando de un sitio a otro a través de los años, de las décadas. Y ahí está su éxito, en esa idea de permanencia, de inalterabilidad que a mí me espanta pero que a muchísima gente le da seguridad, le da tranquilidad, le da paz. Es una idea burguesa, inmovilista, pero reconozco que a veces, como ahora, es una tentación».
Siguiendo al mayordomo accedieron al salón. Estaba sutilmente iluminado, y lleno de orquídeas y nardos que inundaban de un olor dulzón la habitación creando en ella una atmósfera casi eclesial.
Ignacio reconoció con un rápido vistazo la biblioteca neogótica, los sofás tapizados en terciopelo, los retratos de familia, los muebles pesados de caoba del bisabuelo indiano.
Y fotos, momentos paralizados, flashes de felicidad instantánea que nunca volverían.
«Siempre me deprime volver, pero era inevitable. Sabía que tarde o temprano tenía que hacerlo. En cierto modo, es mi casa también».
Clara recibió a su sobrino cogiéndole las manos y dándole un breve beso en la mejilla. Miró con curiosidad a su acompañante y sonrió:
—Lo siento, no nos conocemos. Soy Clara de Arzaga. Me ha dicho la madre de Ignacio que es usted médico. Encantada.
Él observó divertido, con un cierto atisbo de escepticismo irónico que pugnó en vano por ocultar, los esfuerzos de su tía para controlar su desaprobación profunda, su perplejidad ante la invasión de una intrusa en su santuario privado que no ostentaba la condición de novia, familiar o mujer del hombre a quien acompañaba.
—Igualmente, señora. Es para mí un placer conocerla, he oído hablar mucho de usted. Es un honor que me reciba en su casa. Es impresionante, siempre he tenido mucha curiosidad por visitarla.
—¿Esta vieja casona? —su tía insinuó una risa que pretendió hacer parecer modesta, pero que él adivinó llena de orgullo. Su acompañante había acertado de lleno alabando su casa. Más que un refugio, para ella era su trono, un testimonio de tiempos pasados de esplendor y gloria en los que fue la reina de la ciudad. Tiempos que no volverían, pero que allí encerrada siempre podría recordar.
—Es una mansión magnífica, tía, y has sabido conservarla de maravilla. Cada rincón, cada habitación son, sencillamente, impresionantes —replicó Ignacio con la intención de ablandar todavía un poco más las reticencias que Clara tuviera hacia la intrusa.
—Ahora vienen las niñas —y cuando Ignacio oyó esta respuesta tuvo la impresión de que su tía las mencionaba porque las consideraba, aun inconscientemente, parte del decorado, como un adorno más—. Por cierto, Isabel acaba de comunicarme que va a estudiar Medicina en Madrid. ¡Qué le vamos a hacer! Es tan terca… Estoy segura de que se arrepentirá, pero en fin…
Isabel y Ana interrumpieron el soliloquio de su madre en el momento preciso en el que iba a iniciar una disertación monocorde sobre los inconvenientes de que una mujer estudiara una carrera.
Vestidas en distintos tonos de azul, casi celeste para la blusa de Ana, que hacía juego con el color de sus ojos, y rabiosamente fuerte para el vestido, de corte sencillo pero muy elegante, de Isabel, las hermanas le parecieron sorprendentemente atractivas y llamativamente diferentes. Saludaron a Ignacio con un gesto impecable y una sonrisa. La de Isabel franca y directa, la de Ana, tímida y curiosa.
—Hola, Ignacio, soy Isabel. Hace años que no nos vemos —dijo ésta con soltura y seguridad al tiempo que le estrechaba la mano con firmeza, como un hombre, y después se ponía de puntillas para besarle en ambas mejillas—, pero todavía te recuerdo de aquella tarde en nuestro jardín.
Ignacio se dejó besar divertido, deslumbrado por su frescura, y se admiró de su prima, que se había convertido en una mujer imponente de físico exótico.
«Parece mexicana», pensó, y observó de reojo a su tía, como temiendo que pudiera captar sus pensamientos y censurarle por ellos. Estaba seguro de que a la aristocrática Clara no le gustaría nada saber con qué comparaba a su primogénita. Después vio acercarse a Ana y no pudo dejar de sorprenderse por la enorme diferencia que ambas guardaban en su aspecto físico.
—Curiosa disparidad —murmuró al tiempo que se inclinaba sobre su prima pequeña, que pareció encogerse cuando él se acercó para besarla y no dejó de contemplarle extasiada, clavándole todo el tiempo sus ojos enormes mientras recibía un solo beso en la mejilla tierna y dulce, palidísima—. No parecéis hermanas.
—Pues son inseparables, querido —intervino Clara con un deje que le pareció levemente cáustico.
—Os presento a Ruth —dijo él entonces, rápidamente ignorando el comentario de su tía—. Ruth, mis primas, Isabel y Ana.
Isabel monopolizó a Ruth preguntándole sobre Medicina, la carrera, la especialidad.
—Quiero ser médico en África —le explicó con entusiasmo—. Me encantaría trabajar en algún campo de refugiados.
—Es duro —contestó Ruth—. Yo voy todos los años dos meses a Togo. Es un país muy pobre, no hay nada. Los niños se mueren por no tener las vacunas más elementales. Vamos todo tipo de especialistas: oculistas, cirujanos, pediatras… La labor de los misioneros es impresionante, de hecho nos dejan vivir en su congregación. Y, sin embargo, nuestros esfuerzos no son suficientes para paliar todos los problemas de esa pobre gente. Tendríamos que hacer mucho más, pero no damos abasto.
Clara de Arzaga, recostada en uno de los sillones franceses del salón, observaba pensativa a su sobrino Ignacio mientras Ana, sonriente, jugaba con los perros que iban y venían trayéndole pelotas y palos del jardín y contestaba con monosílabos a las preguntas de su primo.
—¿Tú también querrás ir a la universidad?
—No, no creo. No me gusta estudiar; yo prefiero casarme y tener muchos hijos, eso es lo que quiero.
Ante la sinceridad de la respuesta, rió divertido.
—Pues entonces tendrás que ir preparándote. ¿Tienes novio?
—No, todavía no. Pero lo tendré —respondió con decisión.
Ignacio no supo bien qué respuesta dar a esa afirmación y, temiendo perturbar a su prima, tan tímida, con más preguntas que quizá pudieran parecerle entrometidas o indiscretas, bebió un martini pausadamente y se volvió hacia su tía para contarle anécdotas y curiosidades de su destino como diplomático en un país africano que casi no se encontraba ni en el mapa.
—Qué horror, no sé cómo puedes, todo negros. Yo desde luego no sería capaz de soportarlo. ¿Es peligroso? —Clara preguntaba con desidia, tratando de arrinconar a su presa—. Willy, nuestro querido y añorado Willy, tenía un amigo inglés que vivía en Rhodesia. En una ocasión nos invitó a un safari en su finca y estuvimos quince días allí. Fue divertido, pero debo confesarte que volví encantada de dejar aquel país. Aunque era una colonia había mucha inseguridad y, no nos engañemos, no deja de ser un lugar tercermundista por más colonizado que esté. Me imagino que en cuanto puedas te irás a otro destino.
—No depende de mí, tía. En este momento soy el funcionario más insignificante en el escalafón del cuerpo diplomático. Ya veremos luego, más adelante.
El aperitivo transcurrió sin sobresaltos. Clara insistió en hacer alusiones a viejos amigos y conocidos para dejar a Ruth en evidencia y hacer resaltar sin disimulos que la amiga de su sobrino era una advenediza que no pertenecía en absoluto a su mundo ni a su clase.
—En esta ciudad nos conocemos todos —comentó con cierta agresividad, bebiendo el tercer gin-tonic. Pero Ruth no se inmutó y con una tranquilidad exasperante para Clara respondió a todas sus preguntas sobre familia y orígenes, algunas francamente indiscretas y fuera de lugar, con una docilidad que contribuía a resaltar lo inadecuado del comportamiento de la anfitriona.
Era hija de un funcionario del ayuntamiento y no, no era del club de tenis. Se había educado en colegios públicos y había estudiado con una beca, palabra que sorprendió a Clara.
—¿Beca? —preguntó despectivamente.
Ignacio escudriñaba pensativo a su tía; nunca hubiera imaginado que le gustara beber, y menos aún que bebiera mal. Su aspecto impoluto se iba deteriorando a medida que transcurrían las horas.
«Veremos qué ocurre en la cena», pensó, y entonces se percató de que Ana le contemplaba a su vez con algo parecido a la vergüenza.
«Pobrecilla», se compadeció. «Qué madre, qué planes, qué familia».
Y la cena se inició. Clara dispuso que ella presidiría la mesa sentada frente a Ignacio.
—Ahora tú eres el hombre de esta familia —le dijo, con sus manos huesudas sobre sus hombros y empujándole suave pero firmemente hacia la cabecera de la misma.
Las hermanas flanqueaban a su primo y a Ruth se le designó un sitio al lado de la anfitriona, que no volvió a dirigirle la palabra durante el resto de la noche.
Cuando tras una cena interminable por fin llegaron los postres, los comensales tenían ánimo y sentimientos muy diversos: Isabel estaba furiosa; Ana, aburrida; Ignacio, perplejo y Ruth, asombrosamente serena. Todos contemplaban sin saber bien qué decir a Clara, que, incapaz de articular una sola frase coherente, seguía bebiendo compulsivamente y no parecía que pensara dejar de hacerlo hasta el final de la velada.
Las hermanas, abochornadas y conscientes del espectáculo que estaba dando, absolutamente a la deriva, trataron inútilmente de convencerla para que se retirara a descansar. Pero Clara, obcecada, declinó con brusquedad su oferta y, con una grosería impensable en ella, acorraló a Ignacio y lo llenó de reproches echándole en cara su debilidad, su falta de valor e incapacidad para asumir el mando en el negocio familiar, del que ahora, con su padre y William muertos, tendría que ser el máximo responsable en vez de dejar su dirección en manos de asalariados no vinculados a la familia. ¿Por qué prefería una profesión aburrida en un país en el fin del mundo si su verdadero destino, como buen Arzaga, se prometía brillante desde su nacimiento?
—Yo te lo diré —balbuceaba Clara trabajosamente, respondiendo, sin esperar a la reacción de su sobrino, a la pregunta que ella misma había formulado con la única intención de insultar—: Por cobardía. Por eso, porque eres un cobarde y prefieres huir de tus deberes familiares y abandonarnos a nosotras y a tu madre, todas mujeres solas, sin un hombre que nos proteja, y marcharte a esa merienda de negros antes que dar la cara. Qué vergüenza, ¿y para eso quisiste ser diplomático, para estar en el medio de África comiendo moscas y haciendo nada?
—Mamá, no te enteras de nada —Isabel, exasperada y abochornada por su falta de respeto, intentaba acallar a su madre—. Sólo tu ignorancia puede amparar esa estúpida idea de que un diplomático comienza su carrera profesional como embajador en París. No tienes ni idea. Y ése es tu problema: hablas sin saber, juzgas sin saber y tergiversas la realidad. Te dejas llevar por la envidia, no piensas lo que dices y con tu actitud nos haces daño a Ana y a mí.
El silencio se instaló pesadamente, convirtiéndose en algo tangible, espeso, demoledor. Ruth, sintiéndose completamente fuera de lugar, fijaba la vista en el mantel. Ana miraba horrorizada a su madre y a su hermana alternativamente. Isabel, por su parte, no podía quitar los ojos, que echaban chispas, de la cara de Clara, y en cuanto a Ignacio, su atención saltaba y se centraba a la vez en todas y en ninguna de las mujeres de la sala, observando sus reacciones.
Finalmente Clara se irguió, pretendiendo hacerlo con dignidad, y, tras ladearse un poco a fin de conservar el equilibrio, se dirigió al hall con paso vacilante. Una vez alcanzada la puerta del salón, se volvió desde allí y, con voz sorprendentemente clara, se despidió de los presentes:
—Disculpa este alarde de mal gusto, querido Ignacio. Encantada de conocerla, Ruth. Me retiro, buenas noches… —paseó su mirada, errática pero inusitadamente intensa, sobre los presentes y, con un gesto de la mano déspota pero vacilante, le indicó a una de las doncellas que aguardaban de pie en el comedor que acudiera junto a ella. Renqueante, escoltada y ayudada por la joven, se dejó guiar hacia el piso de arriba.
—No lo sabía, lo siento muchísimo. Nunca imaginé que vuestra madre, siempre tan inalcanzable, fuera víctima de pasiones y defectos humanos —dijo Ignacio dirigiéndose a Isabel en un intento de romper el silencio que, como una losa, se había instalado en la habitación.
—No es humana —respondió Isabel con dureza—. O no lo es al menos en la medida en que lo somos nosotros. Se rige por leyes diferentes a las nuestras y mañana estará como si no hubiera pasado nada. Es como una cobra, ataca de repente y una vez que suelta el veneno se repliega. Y es alcohólica. Digámoslo abiertamente: alcohólica. Desde que murió papá, ha sido incapaz de conducir su vida ni la nuestra. Creo que nunca fue feliz, pero ahora además está amargada. Pobre Ana, quedarte con ella y en su cueva.
—A mí me da pena —intervino Ana con sencillez—. Yo creo que sufre mucho. Desde que murió papá no es la misma.
Ignacio estaba consternado.
—Lo siento, mi madre no tiene ni idea del punto de no retorno al que ha llegado la tía Clara, se lo contaré, espero que no os moleste, son casi como hermanas y creo que podría apoyaros. Tiene que saberlo, no creo que lo haya percibido con tanta crudeza. Y al saberlo, ayudará a Ana a lidiar con vuestra madre cuando tú, Isabel, ya no estés aquí.
Las dos hermanas intercambiaron una mirada mientras Ignacio aguardaba expectante. Asombrado, vio que sin hablar, como si se leyeran el pensamiento, consiguieron que una chispa de entendimiento se cruzara entre ellas. Ana arqueó una ceja, Isabel movió imperceptiblemente la cabeza y, al unísono, las dos se volvieron hacia él para hablarle casi al mismo tiempo:
—Por supuesto —dijo Isabel, clavando muy seria sus ojos en los de él.
—Te estaré muy agradecida, y a tu madre también —aceptó Ana algo más azorada.
—Es un alivio para mí que nos dejéis ayudaros —sonrió por fin su primo—. Así me quedo mucho más tranquilo —y haciendo un gesto a Ruth le indicó que se despidiera, pues ya debían marcharse—. Espero que la próxima vez que nos veamos todo vaya mejor, queridas primas.
—¿Cuándo te vas, Ignacio? —preguntó Ana.
—Mañana iré a Madrid a ver a algunos amigos y después volveré a ese país que tanto horroriza a vuestra madre —explicó con un deje de humor algo triste.
—No le hagas ni caso, vive en su pequeño mundo y todo lo que ocurra más allá de la isla del faro no le interesa —Isabel hablaba con rabia y decisión, y por eso, vehemente, se dirigió a Ruth para hablarle también a ella—. Perdónanos, siento muchísimo que hayas tenido que asistir a este espectáculo. Disculpa la insolencia de mi madre, es su manera de defenderse de lo que no conoce, y tú representas muchas facetas de un mundo nuevo que ella ve como un enemigo.
Ignacio cogió del brazo a su acompañante, que sonreía a Isabel para darle a entender que no debía excusarse por una actitud de la que no era culpable, y sonrió con afecto a sus primas:
—Cuidaos mucho y llamadme si necesitáis algo.
—¿Al país africano? —la pregunta de Ana arrancó la primera carcajada espontánea de Ignacio en toda la noche.
—Al país africano. Y no dudéis que vendré…
Después de la despedida Isabel y Ana se quedaron solas y melancólicas.
—Mira la bahía, Isabel, está tan triste como nosotras. ¿Tendrá alma el mar?
Isabel rió, sorprendida:
—No, Ana, ni el mar ni nuestra madre tienen alma. Pero no te preocupes, algún día lo entenderás.
Cogidas de la mano entraron en el lóbrego hall de su casa pensando en el primo que había vuelto para irse y en la nostalgia del adiós.
Ignacio, desde la que había sido su habitación juvenil en casa de sus padres, contemplaba también la bahía. Los recuerdos se cruzaban hasta confundir unos momentos con otros en el tiempo. Se veía de niño jugando en el misterioso jardín de la casa de sus abuelos, solo ante la exuberante profusión de arbustos, setos, parterres y enredaderas en diversos verdes. Sentía, notaba todavía como si fuera entonces, un vago temor a monstruos indefinidos que fueran a abalanzarse sobre él surgidos del amparo que les proporcionaban las hojas.
Repentinamente otra imagen empañaba ésta, la de Clara, su tía, joven y guapa, soltera todavía, feliz, radiante, anunciando a la familia, reunida una tarde de primavera en el mirador del jardín, su inminente compromiso. Sonreía, sus dientes eran pequeños y puntiagudos como los de un pescado, pensó, y la devoción que sentía por ella, tan guapa, tan joven, tan simpática con su único sobrino, un niño aún pero, a pesar de sus ocho años, ya un admirador en potencia, fue dejando paso a una inquietud indefinida que no sabía muy bien describir. Las palabras de los cuentos de hadas de su madre acudieron a su mente, y las frases que siempre repetían los malos no dejaban de sonar en su cabeza. ¡Son para comerte mejor!, reía su tía, y ahora sus hijas, sus propias hijas, como las princesas de los cuentos, valiente la mayor, inocente la pequeña, eran quienes estaban a punto de ser devoradas por ella, un insecto enorme y hostil, que las perseguía y acechaba tras los árboles del jardín.
De golpe despertó de sus ensoñaciones y volvió confuso a la realidad. Había bebido demasiado quizá, o tal vez era la falta de sueño lo que le hacía pensar en cosas tan extrañas. Pero era comprensible que no pudiera dormir. No se le iba de la cabeza la cena y la patética conducta de Clara durante ésta.
«Qué cena, qué madre, pobres niñas; atrapadas en una tela de araña que las asfixia y atrae al mismo tiempo, que nos asfixia y atrae a todos porque, es innegable, es muy fácil dejarse fascinar por la locura que empaña a la soberbia tía Clara pero, al tiempo, la hace brillar. Hablaré con mamá y le contaré el grado de deterioro al que ha llegado su cuñada. ¿Cómo es posible que viéndola con frecuencia no se dé cuenta? —decidió sin dudar—. Isabel se va a estudiar a Madrid, es independiente e inteligente, pero Ana… Es una niña, infantil y dócil. Hay que rescatarla de este mundo pequeño y provinciano. No podemos ignorar su situación y dejarla sola. No podemos ser tan mezquinos».
Volvió a la cama y, vencido por el cansancio y la tensión vivida aquel día, ahora sí se durmió. Tuvo pesadillas. Las protagonizaban sus primas: una vivía atrapada en una casona enorme, la de sus abuelos, cuyas ventanas estaban cegadas por la tela que tejía sin cesar una enorme araña. La prima atrapada en la casa no tenía cara, no era más que un bulto que desde el exterior podía verse tras la ventana, tapada por hilos gruesos como cuerdas. Él supuso que se trataría de la pequeña. La otra prima se había convertido en médico y cuidaba niños en África. Niños con moscas en los ojos, con hambre, que lloraban. Pero, curiosamente, su cara no era la de Isabel, sino la de Ana.