XXXIX

Durante aquel tiempo, abajo, en el salón, se jugaba al piquet. María Dmitrievna ganaba y estaba de muy buen humor.

Entró un criado, y anunció a Panchine. María Dmitrievna dejó caer las cartas y se agitó en el sillón; Varvara Pavlowna la miró con aire burlón, y luego dirigió sus miradas hacia la puerta. Asomó Panchine; llevaba un frac negro abotonado hasta arriba y un gran cuello postizo inglés.

«Mucho me ha costado, pero ya ve usted cómo he venido». Esto era lo que expresaba su cara recién afeitada y sin la menor sombra de una sonrisa. -¿Qué le sucede a usted, Valdemar? -le dijo María Dmitrievna. -Hasta ahora entraba sin hacerse anunciar.

Panchine no contestó más que con una sonrisa; le saludó respetuosamente, pero no le besó la mano. María le presentó a Varvara Pav1owna; él retrocedió un paso, saludó a ésta con igual cortesía, pero con un poco más de gracia y de respeto, y se sentó a la mesa de juego.

La partida terminó en seguida. Panchine preguntó por Lisaveta Michaï lowna; supo que estaba enferma; expresó su sentimiento, y se puso a hablar con Varvara Pav1owna, pesando diplomáticamente las frases y acentuando cada palabra, y escuchando con deferencia las respuestas hasta el fin.

Pero la gravedad de su tono diplomático no producía efecto en Varvara Pavlowna. Le miraba a la cara, alegremente atenta, y hablaba con facilidad, mientras que una risa contenida parecía estremecer su delicada nariz. María Dmitrievna comenzó por alzar hasta las nubes el talento de la joven.

Panchine inclinó cortésmente la cabeza, tanto como se lo permitía su cuello muy almidonado, diciendo que «estaba convencido de antemano», y emprendió una conversación, donde llegó hasta a hablar de Metternich.

Varvara PavIowna entornó sus aterciopelados ojos, y dijo en voz baja:

- Pero usted también es artista.

Y añadió más bajo todavía: -¡Venga usted!

Y señaló al piano con un movimiento de cabeza. Esta sola frase caída de sus labios: «¡Venga usted!». cambió en un momento, como por magia, toda la manera de ser de Panchine. Desapareció su aire preocupado, sonrió, se animó y desabotonó el frac: -¡Yo un artista, oh! -dijo- Usted es quien, a lo que se dice, es una verdadera artista..

Y siguió a Varvara Pavlowna al piano.

- ¡Hágale usted cantar su romanza a la luna! -exclamó María Dmitrievna. ¿Canta usted? -preguntó Varvara Pavlowna, lanzándole una mirada luminosa y rápida.

Panchine quiso resistirse.

Siéntese usted -dijo ella golpeando imperiosamente en el respaldo de la silla.

Panchine se sentó, tosió, se separó el cuello y cantó su romanza. - ¡Encantadora! - murmuró Varvara Pavlowna.- Canta usted muy bien: tiene usted estilo. Repítala.

Dio la vuelta al piano y se colocó enfrente de. Panchine.

Este repitió la romanza, imprimiendo a su voz una vibración declamatoria. Varvara PavIowna, apoyada de codos sobre el piano, y sus blancas manos a la altura de los labios, lo miraba fijamente. Panchine acabó de cantar. ¡Encantadora! ¡Encantadora idea! -dijo ella con la tranquila seguridad de un inteligente. Dígame usted: ¿ha escrito algo para voz de mujer, para rnezzo-soprano?

- No escribo casi nada -respondió Panchine. -No lo hago más que de paso, en mis momentos perdidos… Pero, ¿usted canta?

- Sí, canto. -¡Oh, cántenos algo! -exclamó María Dmitrievna.

Varvara Pavlowna echó atrás la cabeza, y con la mano separó sus cabellos de las mejillas, que se habían coloreado.

- Nuestras voces deben unir bien - dijo volviéndose hacia Panchine. -Cantemos un dúo. ¿Conoce usted Son geloso, o La ci darem la mano, o Mira la bianca luna?

- Hace tiempo cantaba Mira la bíanca luna, pero hace ya mucho de esto, y la he olvidado.

- Eso no importa; la ensayaremos a media voz. Déjeme usted sentarme.

Varvara PavIowna se puso al piano. Panchine se colocó al lado de ella. Cantaron el dúo en voz baja; Varvara lo comenzó en diferentes pasajes; luego lo cantaron en voz alta, y después lo repitieron aún dos veces:

Mira la bianca lu… n… na. Varvara Pavlowna no tenía la voz fresca, pero sabía manejarla con mucho arte. Panchine parecía intimidado al pronto; sus entonaciones eran falsas; pero pronto adquirió valor, y si no cantó de un modo irreprochable, al menos movía los hombros, balanceaba todo el cuerpo y alzaba de cuando en cuando la mano como un verdadero cantante.

Varvara PavIowna tocó dos o tres trozos de Thalberg -, y dijo con mucha coquetería una romanza francesa. María Dmitrievna no sabía cómo expresar su satisfacción: quiso más de una vez enviar a buscar a Lisa -, por su parte, Guedeonofski no encontraba palabras y se contentaba con mover la cabeza; pero de pronto se le escapó un bostezo, y apenas tuvo tiempo de taparse la boca con la mano. Aquel bostezo lo vio Varvara PavIowna; volvió la espalda al piano, y añadió:

- Basta ya de música; hablemos.

Y cruzó las manos.

- Sí; basta de música -repitió alegremente Panchine.

Y emprendió con ella en francés una conversación animada y ligera.

- Se creería uno en un salón parisién escuchando su conversación fina é ingeniosa -se decía María Dmitrievna.

Panchine estaba muy contento; sus ojos brillaban, sus labios sonreían. Al principio, cuando encontraba la mirada de María Dmitrievna, se pasaba la mano por la cara, fruncía las cejas y lanzaba grandes suspiros; pero pronto olvidó por completo su papel y se abandonó sin reserva al placer de una charla, mitad mundana, mitad artística. Varvara Pavlowna se mostró filósofa completa; tenia respuestas para todo; nada la detenía, de nada dudaba;, era fácil ver que había hablado mucho, y a menudo con hombres de ingenio de diferente naturaleza. París era el eje de todos sus pensamientos, de todos sus sentimientos. Panchine llevó la conversación sobre la literatura, y encontró que ella, lo mismo que él, no había leído más que obras francesas. Jorge Sand le inspiraba indignación; admiraba a Balzac; en Eugenio Sué y Scribe veía profundos conocedores del corazón humano; adoraba a Dumas y a Feval; en su fuero interno prefería a todos a Paul de Kock, pero no hay que decir que ni siquiera pronunció su nombre. A decir verdad, la literatura le interesaba poco. Varvara PavIowna evitaba con cuidado todo lo que pudiera, aun de lejos, recordar su posición; para nada del mundo salió a relucir el amor en lo que decía; al contrario, sus discursos respiraban más bien cierto rigorismo con los arranques del corazón, y señalaban el desencanto y la modestia. Panchine la refutaba, ella le hacía frente… Pero, ¡cosa extraña!, mientras que dejaba caer de sus labios palabras de censura, con frecuencia implacables, el sonido mismo de su voz era acariciador y tierno, y sus ojos parecían decir… Lo que decían precisamente sus hermosos ojos, habría sido difícil definirlo; pero su lenguaje, dulce y volado, no. tenia nada de severo.

Panchine se esforzaba por penetrar su sentido íntimo; se esforzaba también por hacer hablar a sus miradas; pero sentía su impotencia; se daba cuenta de la ventaja que tenia sobre él Varvara Pavlowna, aquella leona llegada del extranjero, aquella cuasi-parisién, y ante ella no se sentía por completo dueño de sí mismo. Varvara Pavlowna tenia la costumbre al hablar de rozar ligeramente la manga de su interlocutor: estos contactos momentáneos turbaban mucho a Vladimiro Nicolaewitch. La joven poseía el arte de inspirar en seguida confianza a todo el mundo: no se habían pasado aún dos horas, y ya le parecía a Panchine que la conocía una eternidad; mientras que Lisa, aquella misma Lisa, a quien amaba, sin embargo, todavía, cuya mano había pedido la víspera, Lisa quedaba para é1 muy lejana, y parecía perderse en una niebla. Se sirvió el té.

La conversación tomó un giro todavía más íntimo. María Dmitrievna ordenó -al lacayo cosaco que subiese a decir a Lisa que bajara al salón si se le había pasado la jaqueca. Al oír el nombre de Lisa, Panchine comenzó a disertar sobre la abnegación y el sacrificio, y a debatir esta cuestión: «¿Quién es más capaz de ellos, el hombre o la mujer?» María Dmitrievna entró en fuego en seguida; afirmó que la mujer era en ciertos casos más capaz: declaró que lo probaría en dos palabras; se enredó, y después de haber aventurado una comparación bastante desgraciada, acabó por callarse. Varvara Pavlowna tomó un cuaderno de música, se tapó a medias la cara, y volviéndose hacia Panchine, le dijo en voz baja, con una dulce sonrisa en los labios y en los ojos, mientras mordía un bizcocho:

- Me parece que esta buena señora no ha inventado la pólvora.

Panchine quedó sorprendido y asustado de la osadía, de Varvara Pavlowna; pero no comprendió cuánto desprecio hacia él mismo envolvía aquella reflexión inesperada; y, olvidando el cariño y las atenciones de María Dmitrievna, olvidando las comodidades que le había dado, el dinero que le había prestado en secreto, respondió ¡el desdichado! con un acento y una sonrisa semejante:

- «¡Tal creo!» Y hasta añadió: «¡Con seguridad!»

Varvara PavIowna le echó una mirada amistosa y se levantó. Entró Lisa, Marpha Timofeevna había intentado en vano retenerla; la joven quería apurar la prueba hasta el fin.

La mujer de Lavretzky fue a su encuentro, lo mismo que Panchine, cuyo rostro recobró su expresión diplomática. -¿Cómo se encuentra usted? -preguntó a Lisa.

- Estoy mejor, gracias.

- Nosotros hemos hecho un poco de música: siento que no haya oído a la señora de Lavretzky. Canta admirablemente, como una consumada artista. -¡Venga usted aquí! -dijo María Dmitrievna.

Varvara se levantó en seguida con la sumisión de un niño, y se sentó a sus pies, en un taburete. María Dmitrievna no la llamaba más que para facilitar a Panchine una corta conversación con Lisa; esperaba todavía que su hija cambiara de parecer. Ocurriósele una idea en seguida, y quiso ponerla en práctica inmediatamente. -¿Sabe usted -dijo muy bajo a Varvara Pavlowna -que voy a intentar reconciliarla con su marido? No respondo del éxito, pero lo intentaré. Sabrá usted que él me estima mucho.

Varvara Pavlowna alzó los ojos lentamente hacía María Dmitrievna y cruzó los brazos con gracia.

- Usted es mi salvadora, tía mía -dijo con voz triste, -no sé cómo agradecerle tantas bondades; pero soy muy culpable respecto de Teodoro Ivanowitch, y no puede perdonarme. -¿Pero… es que en efecto?… -comenzó a decir María Dmitrievna con curiosidad.

No me pregunte usted nada -interrumpió Varvara Pavlowna bajando los ojos. -He sido joven, inconsiderada…

Por lo demás, no quiero justificarme.

- Sin embargo, ¿por qué no intentarlo? No se desespere usted.

Y quiso acariciarle las mejillas; pero al mirarla a la cara quedó intimidada. «Por modesta que sea, pensó, siempre es una leona.» -¿Está usted enferma? -decía al mismo tiempo Panchine a Lisa.

- Sí, no me encuentro bien.

- Lo comprendo -dijo él después de un largo silencio -Sí; lo comprendo. -¿Qué quiere usted decir?

- Lo comprendo -replicó con énfasis Panchine, que no sabía qué decir.

Lisa se turbó un momento, pero no tardó en tomar valerosamente su partido.

Panchine afectaba un aire misterioso; se calló, volviéndose y adoptando un grave continente.

- Creo que son ya las once -observó María Dmitrievna.

La reunión comprendió y comenzó a despedirse.

Varvara PavIowna se vio obligada a prometer que volvería a comer al día siguiente y que llevaría con ella a Adda;

Guedeonofsky que estaba muerto de sueño, sentado en un rincón, se ofreció a acompañarla a su casa.

Panchine saludó a todo el mundo con maneras muy solemnes. Al encontrarse en el vestíbulo con Varvara Pavlowna y ayudarla a subir al carruaje, le estrechó la mano y le dijo de nuevo:

- Hasta la vista.

Guedeonofsky se sentó al lado de Varvara, que durante todo el camino se divirtió en poner, como por casualidad, la punta de su piececito sobre el de su vecino; él se turbaba, se deshacía en excusas: ella sonreía coquetamente y lo acariciaba con la mirada cuando el reflejo de un reverbero de la calle entraba en el carruaje.

El vals que había tocado giraba todavía en su cabeza y, la preocupaba. En cualquier sitio que se encontrase, bastábale representarse un salón de baile, las arañas, un rápido torbellino al son de la música, para que se encendiese en seguida en su alma una agitación febril; sus ojos brillaban con un fuego interior, por sus labios vagaba una sonrisa, y por toda su persona parecía esparcirse una gracia lasciva.

Al llegar a su casa, Varvara PavIowna, saltó ligeramente del carruaje -sólo las leonas saben saltar así, -se volvió hacia Guedeonofsky y se echó a reír en sus narices.

«Es una encantadora criatura», pensaba el consejero de Estado, al dirigirse a su casa, donde lo esperaba su criado con un frasco de bálsamo de Opodeldoch; «es una fortuna que yo sea un hombre formal; pero ¿por qué se ha echado a reír?»

Marpha Timofeevna pasó toda la noche a la cabecera de Lisa.