XII

El joven Lavretzky, después de haber enterrado a su padre, confió a la eterna, a la inmutable Glafyra Petrowna, la administración de sus propiedades y la vigilancia de sus intendentes, y partió para Moscú, adonde lo llamaba un sentimiento mal definido, pero irresistible. Se daba cuenta de los defectos de su educación, y resolvió recobrar, en cuanto pudiera, el tiempo perdido. Durante los últimos cinco años había leído mucho y visto un poco de mundo; en su cabeza se agitaban multitud de pensamientos; más de un profesor habría envidiado acaso algunos de sus conocimientos: y, sin embargo, ignoraba la mayoría de los elementos familiares a todo estudiante. Lavretzky se sentía un ser aparte, lo que le quitaba toda libertad. El anglomano había hecho un flaco servicio a su hijo; la educación caprichosa que había recibido el joven daba sus frutos. Largo tiempo se había resignado a la tiranía paternal; y cuando al fin comprendió a su padre, el mal estaba hecho, las costumbres estaban formadas, arraigadas; no sabía vivir con los hombres, y a los veintitrés años, turbado el corazón y lleno de una ardiente sed de amar, todavía no se había atrevido a alzar los ojos sobre una mujer.

Con su espíritu claro y sano, pero de peso, con su tendencia a la obstinación, a la contemplación y a la pereza habría convenido que fuese lanzado temprano al torbellino de la vida, y, al contrario, se le había circunscrito en un aislamiento ficticio. Cuando se rompió el circulo mágico, quedó clavado en el mismo sitio, inmóvil y como replegado sobre si. A su edad, parecía extraño que vistiese los hábitos estudiantiles, pero no temía las burlas; su educación espartana tenia de bueno el haberlo hecho indiferente al qué dirán, y sin pestañear se puso el uniforme. Dirigió sus estudios del lado de las ciencias físicas y matemáticas. Silencioso, robusto y barbudo, producía una impresión singular en sus compañeros; ¿cómo habían de sospechar aquellos jóvenes que, bajo la envoltura grave de aquel hombre, que seguía tan asiduamente los cursos de la Universidad, se ocultaba un corazón de niño? Para ellos no era más que un pedante original, con el cual no se cuidaban de trabar relaciones; él, por su parte, las evitaba.

Durante los dos primeros años que pasó en la Universidad, Lavretzky no se asoció más que con un solo estudiante, que le daba lecciones de latín. Este estudiante llamado Michalewitch, gran entusiasta y poeta, tomó a Lavretzky un vivo cariño, y fue bien pronto la causa fortuita de un gran cambio en su existencia.

En aquella época estaba en toda su gloria el célebre actor Motchaloft, y Lavretzky no perdía ninguna de sus representaciones. Una noche que estaba en el teatro vio a una joven en un palco del primer piso; aunque toda mujer que pasaba cerca de su sombría persona le hacía habitualmente estremecerse, jamás había sentido una impresión parecida. La joven estaba inmóvil, apoyada en el antepecho del palco; la vida y la juventud animaban los graciosos rasgos de su rostro algo moreno; en sus hermosos ojos, cuyas miradas dulces y atentas estaban protegidas bajo la franja de sus largas pestañas, chispeaba la inteligencia, que se revelaba en la picante sonrisa de sus expresivos labios, en la misma postura de su cabeza, de sus brazos, de su cuello. Vestía de un modo encantador.

Al lado de ella estaba sentada una mujer de unos cuarenta y cinco años, descotada, con una toca negra en la cabeza, sonriendo de un modo cándido y con aire preocupado. En el fondo del palco se ostentaba con aire majestuoso un hombre envuelto en un gran levitón y en una alta corbata. La expresión de sus ojillos era a la vez insinuante y recelosa; tenía el bigote y las patillas teñidas, una enorme frente insignificante y las mejillas arrugadas; todo denunciaba en él un general retirado.

Lavretzky no separaba sus miradas de la joven, cuando de pronto se abrió la puerta del palco para dejar entrar a Michalevitch. La aparición de aquel hombre -el único por decirlo así que conocía en Moscú,- al lado de la joven que absorbía tan vivamente su atención, pareció a Lavretzki un hecho extraño y significativo. Siguió mirando al palco, y notó que todas las personas que allí había parecían tratar a Michalevitch como a un antiguo conocido. Lo que pasaba en la escena dejó de interesar a Lavretzky; el mismo Motchaloff, muy inspirado aquella noche, no produjo en él su impresión habitual. En un pasaje muy patético de la pieza, Lavretzky se volvió involuntariamente del lado de la joven: ésta se había inclinado hacia adelante; su rostro estaba lleno de fuego. Bajo la influencia, la mirada del joven, sus ojos, fijos en la escena, se bajaron lentamente hacia él. Toda la noche estuvo viendo aquellos ojos. El dique, tan hábilmente construido, se había roto al fin; Lavretzky temblaba, se ahogaba, y al día siguiente fue a buscar a Michalevitch. Supo por su amigo que, la hermosa joven se llamaba Varvara PavIowna Korobine, que las dos personas sentadas en el palco eran su padre y su madre, y que Michalevitch había hecho conocimiento con ellos hacía un año próximamente, durante su estancia, como preceptor, en casa del conde N***, su vecino de campo. El poeta hablaba de Varvara PavIowna con grandes elogios. -¡Ah, amigo mío! -exclamó con un acento contenido y musical que le era propio, -esa joven es un ser asombroso; tiene el fuego sagrado, es una naturaleza de artista en toda la extensión de la palabra; y además ¡es tan buena!

Las preguntas multiplicadas de Lavretzky, hicieron notar a su amigo la impresión que Varvara Pavlowna había producido en su espíritu; le propuso presentarlo, añadiendo que era amigo de la casa, que el general no era un hombre orgulloso, y que la madre no era buena más que para comer paja.

Lavretzki enrojeció, balbuceó algo ininteligible, y huyó. Luchó contra su timidez durante cinco días; al sexto, el joven espartano se puso un frac nuevo y se entregó en manos de Michalevitch; éste, que era, por decirlo así, de la casa, se limitó a arreglarse el peinado, y ambos se dirigieron a casa de los Korobine.