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Iván Petrovitch era anglomano cuando volvió a Rusia.

Sus cabellos cortados al rape, su almidonada chorrera, su largo levitón de color de garbanzo, con una multitud de esclavinas superpuestas, la expresión agria de sus rasgos, algo de decidido y de indiferente a la vez en su manera de ser, su pronunciación silbante, su risa repentina y contenida, la ausencia de sonrisa, una conversación exclusivamente política o politico-económica, su pasión por el roastbeaf sangrando y por el vino de Porto, todo en él olía a Gran Bretaña a una legua; parecía por completo penetrado de su espíritu; pero ¡cosa extraña! habiéndose transformado en anglomano, Iván Petrovitch se había hecho al mismo tiempo patriota, al menos, se llamaba patriota aunque no conociera muy bien Rusia, aunque no tuviera ninguna de las costumbres rusas y aunque hablaba el ruso de un modo extraño. En la conversación, su lenguaje, pesado y descolorido, se erizaba de barbarismos; pero apenas se llegaba a hablar de algún asunto serio, Iván Petrovitch se expresaba de repente en frases como éstas: «Señalarse por nuevas pruebas de celo individual. Esto no está en acuerdo directo con la naturaleza de las circunstancias,» etcétera. Iván Petrovitch había traído consigo muchos proyectos manuscritos sobre las mejoras que quería introducir en el Gobierno; estaba muy descontento de todo lo que veía; la falta de sistema excitaba su bilis sobre todo. En la primera entrevista que tuvo con su hermana, lo anunció que estaba decidido a introducir reformas radicales en la administración de sus tierras, que todo marcharía con arreglo a un nuevo plan. GIafyra no le contestó; apretó los dientes: «Y yo, pensaba, ¿qué papel voy a tener en todo esto?» Sin embargo así que llegó al campo con su hermano y su sobrino, no tardó en tranquilizarse. Hubo, en efecto, algunos cambios en el interior de la casa; los parásitos y los holgazanes fueron despedidos inmediatamente; en el número de las víctimas se encontraban dos viejas: una ciega, la otra paralítica y un viejo mayor, contemporáneo de Souvaroff, a quien no se alimentaba más que con pan y lentejas a causa de su extraordinaria voracidad. Se dio además orden de no recibir a los visitantes de otros tiempos: fueron reemplazados por un pariente lejano, un cierto barón, rubio y escrupuloso, muy bien educado y muy tonto. Llegaron de Moscú nuevos muebles; escupideras, cordones de campanillas y lavabos hicieron su aparición en las habitaciones; se sirvió el almuerzo de una nueva manera; vinos extranjeros reemplazaron a los licores y a los aguardientes del país; los criados fueron vestidos con nuevas libreas; se añadió al escudo blasonado de la familia la divisa:

In recto virtus. Pero en el fondo el poder de Glafyra no fue disminuido. Todas las compras, todos los gastos los hacía ella como antes; un ayuda de cámara alsaciano, traído de Francia por Iván Petrovitch, trató de resistirse contra la suprema autoridad de Glafyra, y perdió su plaza a pesar de la protección de su amo. En cuanto a lo que concernía a la administración de las tierras (Glafyra Petrowna se había ocupado siempre de ella), quedó en el más completo statu quo a pesar de la intención manifestada más de una vez por Iván Petrovitch de hacer circular una nueva vida en aquel caos; en muchos sitios los censos se hicieron mayores, la corvea más pesada; se prohibió a los campesinos dirigirse directamente a Iván Petrovitch, y esto fue todo. El patriota comenzaba a considerar a sus conciudadanos con desprecio. El sistema de Iván Petrovitch no fue puesto en vigor verdaderamente más que con relación a Teodoro; su educación fue sometida a una completa reforma; su padre se ocupó de ella exclusivamente.