VI
Panchine dio los primeros acordes de su sonata con fuerza y resolución (tocaba la segunda parte). Pero Lisa no comenzaba la suya. Se detuvo y la miró. Los ojos de Lisa fijos en él, expresaban el descontento; sus labios no sonreían, su rostro estaba severo, casi triste. -¿Qué tiene usted?- preguntó él. -¿Por qué no ha cumplido su palabra? Le enseñé la cantata de Lemm, con la condición de que no le hablaría usted de ello.
- Perdóneme usted, Lisa; se ha presentado la ocasión.
- Lo ha disgustado usted, y a mi también. Ahora ya no tendrá confianza en mi siquiera. -¡No lo puedo remediar, Lisaveta Michaloilovna! Desde mi infancia no puedo ver a un alemán, sin que me entren ganas de hacerle rabiar. -¡Qué está usted diciendo, Vladimiro Nicolaewitchi Ese alemán es pobre, está aislado, destrozado por la desgracia, ¿y no tiene usted compasión de él? ¿Y tendrá usted alma para hacerle rabiar?
Panchine se turbó.
- Tiene usted razón- dijo. -La culpa de todo está en mi aturdimiento. No, no me diga nada, me conozco bien. Mi aturdimiento me daña a menudo. Gracias a él, paso por egoísta.
Panchine se calló un instante. Por cualquier asunto que comenzase la conversación, acababa de ordinario por hablar de sí mismo, y esto tan bien, con tanta naturalidad, que se habría dicho que lo hacía ingenuamente y sin pensar en ello.
- En esta casa, -continuó- su mamá de usted me demuestra seguramente mucha benevolencia… pero en el fondo no sé bien la opinión que usted tiene de mí, y en cuanto a su tía, se ve claramente que no me puede soportar. Preciso es que la haya ofendido con alguna palabra muy necia, muy irreflexiva. ¿Verdad que no me quiere?
- No -respondió Lisa después de alguna vacilación- no le agrada usted.
Panchine recorrió rápidamente las teclas con los dedos; por sus labios se deslizó una sonrisa imperceptible.
- Y bien, ¿y usted? -continuó. -¿También usted me toma por un egoísta? -¡Lo conozco todavía tan poco! -respondió Lisa,- pero no lo tengo por egoísta; al contrario, debo estarle reconocida…
- Ya sé, ya sé lo que va usted a decir -interrumpió Panchine recorriendo otra vez las teclas: - reconocida por las notas, los libros que le traigo, por los medianos dibujos con que adorno su álbum, etc., etc. Puedo hacer todo esto, y ser, sin embargo, un egoísta. Me atrevo a esperar que no se aburre usted conmigo y que no le parezco un mal hombre; no obstante, está usted bien persuadida de que por una palabra ingeniosa sacrificaría, de buena gana padre y amigos.
- Es usted distraído y olvidadizo como todas las gentes de sociedad -dijo Lisa,- nada más.
Panchine frunció ligeramente el entrecejo.
- Escuche usted -dijo,- no hablemos más de mí; toquemos más bien esta sonata. No le pido más que una cosa - añadió pasando la mano por las hojas del cuaderno abierto sobre el pupitre; -piense de mi todo lo que quiera ¡llámeme hasta egoísta! pero no me llame nunca hombre de sociedad; este nombre es insoportable…
Anch'io son pittore. Yo también soy un artista, aunque mediano, como se lo voy a probar en seguida. Comencemos, pues.
- Comencemos- dijo Lisa.
El primer adagio pasó con felicidad, aunque Panchine se equivocaba a menudo. Sus propias composiciones, y lo que había aprendido, lo tocaba bastante bien, pero leía débilmente. Así, la segunda parte de la sonata- un allegro vivace -no salió bien; al vigésimo compás, Panchine que se había retrasado en dos compases lo menos, no se contuvo más, y se levantó riendo.
- No -exclamó,- no puedo tocar hoy. ¡Es una felicidad que no nos oiga Lemm Se pondría malo de indignación.
Lisa se levantó, cerró el piano, y volviéndose hacia Panchine: -¿Qué hacemos ahora? -preguntó. -¡La reconozco bien en esa pregunta! No puede usted estar en la inacción. Si quiere, dibujaremos mientras queda luz. Acaso otra musa, la musa del dibujo (he olvidado cómo se llama) me será más propicia. ¿Dónde está el álbum? Recuerdo que no acabó mi paisaje.
Lisa fue a buscar un álbum a otra habitación; Panchine se quedó solo, sacó del bolsillo un pañuelo de fina batista, se frotó las uñas y examinó sus manos. Las tenía blancas y bellas; en el índice de la mano izquierda llevaba una sortija en espiral. Lisa volvió; Panchine se sentó junto a la ventana y abrió el álbum. -¡Ah! -exclamó.- Veo que ha comenzado usted a copiar mi paisaje, y está muy bien. ¡Muy bien! Solamente aquí… deme el lápiz, no son bastante vigorosas las sombras. Mire usted.
Y Panchine trazó algunos rasgos con el lápiz. Dibujaba constantemente el mismo paisaje: en primer término algunos árboles desgreñados; luego una llanura, y montañas dentadas en el horizonte. Lisa le miraba dibujar por encima del hombro.
- En el dibujo, como en general en la vida -decía Panchine, inclinando la cabeza, en tanto a la izquierda, en tanto a la derecha, -la ligereza y el atrevimiento son las primeras condiciones del éxito.
En aquel instante, entró Lemm, en el salón; saludó secamente y quiso alejarse, pero Panchine dejó a un lado el álbum y el lápiz para cerrarle el camino. -¿Adónde va usted, señor Lemm? ¿No toma el té con nosotros?
- Me voy a mi casa -dijo Lemm con aire sombrio, -me duelo la cabeza. - ¡Qué idea! Quédese. Discutiremos sobre Shakespeare.
- Tengo jaqueca -repitió el viejo.
- Hemos querido abordar, sin usted, una sonata de Beethoven -continuó Panchine echándole amistosamente el brazo por la cintura y sonriendo, -pero ha salido mal. Imagínese que no podía tomar dos notas juntas seguidas.
- Mejor habría usted hecho en volver a comenzar su romanza -replicó Lemm, apartando las manos de Panchine y saliendo de la habitación.
Lisa corrió tras él y se le reunió en el vestíbulo.
- Señor Lemm, escúcheme -le dijo en alemán, acompañándole por el jardín hasta la puerta de la calle, -soy muy culpable, perdóneme usted.
Lemm no contestó.
- He enseñado su cantata al señor Vladimiro Nicolaewith; estaba segura de que la apreciaría, y en efecto le ha gustado mucho, mucho.
Lemm se detuvo.
- Eso no vale nada -dijo en ruso.
Luego añadió en su lengua materna:
- ¿Pero cómo no ve usted que no puede comprender nada? Es un dilettanti y nada más.
- Es usted injusto con él -replicó Lisa- Lo comprende todo y casi puede hacerlo todo él mismo.
- Sí, esas son cualidades de segundo orden, una mercancía ligera; mala labor. Eso gusta, él mismo gusta, y esto le enorgullece; pues bien, tanto mejor; no me he incomodado; mi cantata y yo somos dos viejos imbéciles; estoy solamente un poco avergonzado, pero esto no es nada.
- Perdóneme, señor- Lemm -repitió Lisa.
- Eso no vale nada, eso no vale nada -dijo en ruso, - usted es una buena joven… y mire uno que viene a su casa.
Adiós. Es usted una buena joven.
Y Lemm se dirigió con paso apresurado hacia la puerta por la cual entraba un individuo, para é1 desconocido, con levita gris y gran sombrero de paja. Lemm le saludó cortésmente (se había fijado como regla de conducta saludar a todas las caras extrañas y ocultarse de las conocidas), pasó por su lado y desapareció detrás de la verja. El desconocido lo miró con asombro; luego, visto a Lisa, se adelantó hacia ella.