XX
Al día siguiente, levantóse Lavretzky muy temprano, habló con el starosta, visitó la granja, e hizo que quitaran la cadena al perro del corral; el animal lanzó algunos ladridos, pero no pensó siquiera en aprovecharse de su libertad.
Vuelto a la casa, Teodoro se entregó a una especie de tranquila somnolencia que no lo abandonó en todo el día.
«¡Heme aquí ya caído en el fondo del río!» se dijo varias veces.
Estaba sentado, inmóvil junto a la ventana, y parecía prestar oído a la calma que reinaba en derredor suyo y a los ruidos sofocados que llegaban de la solitaria aldea. Una voz aguda tararea una canción detrás de las altas ortigas: el mosquito que zumba parece hacerle eco. La voz se calla, el mosquito sigue zumbando. En medio del murmuro importuno y monótono de las moscas, se oye el rumor del abejorro que da de cabeza contra el techo; el gallo canta en la calle, prolongando su nota final; después son las sacudidas de un telega o el rechinar de una puerta cochera en sus goznes. Una mujer pasa y pronuncia algunas palabras con voz chillona. ¡Eh, monina! -dice Antonio a una niña de dos años que lleva en los brazos.
- Llevo el krass -dice aún la misma voz de mujer.
Todo esto va seguido de un profundo silencio. Ni un soplo, ni el menor ruido. El viento no agita ni siquiera las hojas; las golondrinas pasan silenciosas unas detrás de otras, rozando la tierra con sus alas, y el corazón se llena de tristeza al verlas volar así en silencio. -¡Heme aquí, ya caído en el fondo del río! -repite Layretzky.- Y siempre, en todo tiempo, la vida es aquí triste y lenta; el que entra en su círculo debe resignarse; aquí nada de trastorno, nada de agitación; no le es permitido llegar al fin más que al que hace dulcemente su camino, como el labrador que traza el surco con la reja de su arado. ¡Y qué vigor, qué salud en esta paz, en esta inacción! Allí, bajo la ventana, el pomposo cardo sale de entre la espesa hierba y por encima las lágrimas de la virgen cuelgan sus rosados racimos. A lo lejos, en los campos, se ve blanquear, ondulando, el centeno y la avena, que comienzan a subir en espigas, y las hojas se extienden sobre los árboles, como cada brizna de hierba sobre su tallo. ¡Y he inmolado mis mejores años al amor de una mujer!
Pues bien; que el fastidio me devuelva la razón, que me devuelva la paz del alma, y que me enseñe a obrar en adelante sin precipitación.
Y he aquí que se esfuerza en plegarse a aquella vida monótona y en ahogar todos sus deseos; ya no tiene nada que esperar, y sin embargo, no puede impedirse esperar todavía.
Por todas partes lo invade la calma. El sol desciende dulcemente sobre el cielo azul y límpido; las nubes flotan lentamente en el éter azulado; parece que van a alguna parte y que saben adónde van. En,aquel momento, en otros puntos de la tierra, la vida rueda en olas espumantes y tumultuosas; aquí se explaya silenciosa como un agua dormida. Lavretzky no pudo arrancarse antes de la noche a la contemplación de aquella vida que se deslizaba así; los tristes recuerdos del pasado se deshacían en su alma como la nieve de la primavera, Y, ¡cosa extraña!, nunca había sentido tan profundamente el amor al suelo natal.