XXIV

Encontró a todo el mundo en la casa, pero no expuso desde luego su proyecto. Quería antes comunicarlo a Lisa. La casualidad vino en su ayuda. Los dejaron solos en el salón y se pusieron a hablar. Había ya tenido ella tiempo de acostumbrarse a él, y, además, no se dejaba intimidar fácilmente por nadie. Escuchaba él mirándola fijamente, y repetía para sí las palabras de Lemm, cuya opinión compartía. Sucede algunas veces que de repente se establece una íntima relación entre personas que apenas se conocen el sentimiento de ese misterioso contacto se denuncia en seguida en las miradas, en la dulce y amistosa expresión de la sonrisa, y hasta en los gestos. Esto es precisamente lo que sucedió entre Lisa y Lavretzky.

- He aquí cómo es -pensó ella mirándolo con interés.

- He aquí cómo eres -pensó él por su parte.

Por eso no se sorprendió, cuando ella le anunció, después de vacilar un poco, que hacia tiempo estaba deseando hacerle una pregunta, pero temía disgustarlo.

- No tenga usted ese temor; hable; -dijo parándose ante ella.

Lisa alzó hacia él sus ojos límpidos. -¡Es usted tan bueno! -comenzó, al mismo tiempo que pensaba: «Sí, verdaderamente es bueno…» Dispénseme usted; acaso no debería yo hablarle de estas cosas… ¿Pero cómo ha podido… por qué ha dejado a su mujer?

Lavretzky se estremeció, miró a Lisa y se sentó a su lado.

Hija mía - dijo, -no toque usted, se lo ruego, esa llaga.

Sus manos son delicadas, y, sin embargo me harían sufrir.

- Ya sé -continuó Lisa como si no hubiera oído, -que ella es culpable respecto de usted; no -quiero justificarla; pero, ¿cómo se puede separar lo que Dios ha unido?

- Nuestras convicciones en este punto son muy diferentes, Lisaveta Michailowna -dijo Lavretzky con bastante sequedad. -No nos entenderíamos.

Lisa palideció. Tembló todo su cuerpo, pero no calló.

- Usted debe perdonar -dijo dulcemente, -si quiere que lo perdonen también. - ¡Perdonar!… - exclamó Lavretzky -¿Conoce usted bien a la persona por quien intercede? ¡Perdonar a esa mujer… acogerla de nuevo en mi casa, a ella, a ese ser frívolo y sin corazón:… ¿Y quién le dice a usted que quiere volver a mi lado? Esté usted tranquila; se encuentra muy satisfecha de su posición… ¿Pero de qué hablamos?… Su nombre no debe salir de esa boca. Es usted demasiado pura; es imposible que usted comprenda a una criatura semejante. -¿Por qué insultar? -murmuró Lisa con esfuerzo.

El temblor de sus manos se hizo visible.

- Usted mismo la ha abandonado, Fedor Ivanowitch.

- Pero, se lo repito -replicó Fedor en un arranque involuntario de impaciencia, -usted no conoce a esa criatura.

- Entonces, ¿por qué se casó usted con ella?, Lavretzky se levantó bruscamente. -¡Que porqué me casé!… Yo era joven entonces, sin experiencia. Me engañé. Fui arrastrado por los encantos de una belleza exterior. No conocía a las mujeres, no conocía el mundo ¡Dios quiera que usted haga un matrimonio más dichoso! Pero, créame, por adelantado no se puede responder de nada.

- Y yo también, yo puedo ser desgraciada -murmuró Lisa con voz temblorosa. -Pero entonces habrá que resignarse. No sé hablar, pero si no nos resignamos…

Lavretzky apretó los puños y golpeó el suele con el pie.

- No se incomode usted, perdóneme -dijo Lisa inmediatamente.

En aquel momento entró en el salón María Dmitrievna.

Lisa se levantó y quiso salir. -¡Espere usted! - dijo Lavretzky.- Tengo que dirigir una súplica a su madre y a usted, y es que vengan a visitar mi nueva morada. Ya saben ustedes que he llevado un piano.

Lemm está allí. Las lilas están en flor; podrían respirar un poco el aire del campo, y regresar en el mismo día. ¿Consienten?

Lisa miró a su madre. María Dmitrievna tomó un aire de sufrimiento; pero Lavretzky no le dejó tiempo de abrir la boca, y le besó las manos. María Dmitrievna, sensible siempre a los procedimientos graciosos, y muy sorprendida por tan amable proceder de parte de un lobo marino como Teodoro, se dejó conmover y dio su consentimiento. Mientras que ella hacía sus combinaciones para la elección del día, Lavretzky se acercó a Lisa, y, muy conmovido todavía, le dijo a hurtadillas:

- Gracias, es usted muy buena… he obrado mal.

El pálido rostro de la joven se iluminó con una púdica sonrisa de alegría: sus ojos sonrieron también. Hasta aquel momento, temía haberlo ofendido ella. -¿Podría ir con nosotras Vladimiro Nicholaewitch? - preguntó María Dmitrievna. -¡Por qué no! -contestó Lavretzky. -¿Pero no sería mejor que estuviéramos en familia?

- Me parece…- comenzó María Dmitrievna.

- Por lo demás -añadió Fedor, -será como usted quiera.

Quedó decidido que irían también Lenotchka y Schourotschka. Marpha Timofeevna rehusó ser de la partida.

- Me fatiga -dijo, -mover mis viejos huesos; no se sabrá dónde dormir tranquilamente en tu casa; por lo demás, yo no puedo hacerlo más que en mi cama. La juventud no tiene más que zarandearse.

Lavretzky no tuvo ya otra ocasión de hablar a Lisa; pero la miraba con una expresión que en tanto la hacia dichosa, en tanto la ponía confusa, y a veces le inspiraba un sentimiento de piedad. Al despedirse de ella le estrechó vivamente la mano. Cuando se quedó sola, Lisa se puso pensativa.