IX
El viejo Lavretzky tardó mucho tiempo en resolverse a perdonar a su hijo. Si éste hubiera ido, seis meses después de su matrimonio, a echarse a los pies de su padre, acaso habría sido perdonado en seguida; habría llevado un buen sermón; todo lo más habría visto alzarse sobre é1 la muleta paternal, instrumento de terror saludable. Pero Iván Petrowitch, vivía en el extranjero y parecía preocuparse muy poco de su patria. -¡Cállate, y lleva cuidado! -repetía el viejo a su mujer, siempre que ésta trataba de inclinarlo a la clemencia, -ese tunante debe dar gracias eternamente a Dios de que yo lo haya maldecido; mi difunto padre, lo habría matado con sus propias manos; y a fe mía que habría hecho muy bien.
Ana Pavlowna, al oír estas terribles palabras, hacía la señal de la cruz a escondidas. En cuanto a la joven mujer de Iván Petrowitch, el anciano no quería al principio ni siquiera oír hablar de ella; y en respuesta a una carta de Pestoff, en la que éste le hacía mención de su nuera, le hizo decir que no reconocía ninguna nuera en el mundo, y que las leyes prohiben formalmente dar asilo a los siervos en fuga; lo que se creía en el deber de advertírselo. Pero después, cuando supo el nacimiento del niño, se dulcificó, hizo adquirir noticias de la parida, y le envió, sin dar su nombre, un poco de dinero.
Todavía no tenía un año su nieto Teodoro, cuando Ana Pav1owna cayó gravemente enferma. Algunos días antes de su muerte, sin poderse mover ya de su lecho, dijo a su marido, en presencia de su confesor, y con lágrimas en los ojos apagados, que desearía ver a su nuera, despedirse de ella y bendecir a su nieto. El afligido viejo la tranquilizó en seguida, y envió inmediatamente un carruaje a su nuera, llamándole por la primera vez Malanï a Sergueiewna. Llegó ésta con su hijo y Marpha Timofeevna, que no quiso de ningún modo dejarla partir sola puesta a cualquier ofensa. Medio muerta de miedo entró Malanï a Sergueiewna en el despacho de su suegro. Seguiala una criada que llevaba al niño en brazos. Su suegro la miró en silencio: acercóse la joven para cogerle la mano y sus labios temblorosos apenas pudieron depositar en ella un beso que no se oyó.
- Ea, mi nueva noble -dijo él al fin, -vamos a ver a la señora.
Al decir esto, levantóse y se inclinó hacia su nieto; sonrió el niño y le tendió las manecitas. El viejo se sintió conmovido. -¡Ah -dijo,- pobrecito abandonado! Tú ganas la causa de tu padre. ¡Yo no te abandonaré, hijo mío!
Malanï a Sergueiewna, así que entró en la alcoba de Ana Pav1owna, se arrodilló junto a la puerta. La moribunda le hizo señas de que se acercase a su lecho, la abrazó y bendijo a su hijo; luego, volviendo hacia su marido su rostro enflaquecido por crueles sufrimientos, trató de hablar.
- Ya sé, ya sé lo que quieres pedirme -dijo Pedro Andrevitch- No te apenes, se quedará a mi lado, y por ella perdonaré a mi hijo.
Ana Pav1owna hizo un esfuerzo supremo y besó la mano a su marido… Aquel mismo día dejó de existir. -:Pedro Andrevitch cumplió su palabra. Informó a su hijo de que en memoria de los últimos momentos de su madre, y por lástima al inocente Teodoro, le devolvía su cariño, y que en adelante tendría a Malanï a Sergueiewna en su casa.
Se pusieron dos habitaciones del entresuelo a disposición de la joven; su suegro la presentó a sus conocimientos más importantes, al brigadier Skourechine y a su mujer, y le regaló dos siervas y un criadito para su servicio particular. Marpha Timofeevna se despidió al fin; desde el primer momento tomó horror a Glafyra, y mientras estuvo allí se peleó con ella tres veces.
Muy penosa y muy falsa fue al principio la nueva posición de la joven; pero bien pronto se habituó a su suegro y se resignó. El. también se acostumbró a su nuera; hasta le tomó cariño, aunque nunca, o casi nunca le hablaba; en su misma benevolencia habla un tinte de desdén.
De quien Malanï a Sergueiewna tenía más que, sufrir, era de su cuñada. Esta, aun en vida de su madre, había llegado poco a poco a apoderarse de la dirección de la casa; comenzando por su padre, todo el mundo le estaba sometido; no se podía disponer de un terrón de azúcar sin su autorización; antes habría consentido en morir que partir su poder con otra ama de casa. ¡ Y qué ama de casa, gran Dios! El matrimonio de su hermano la había irritado más aún que a su padre; resolvió dar una lección a la advenediza. Desde el momento de su instalación en la casa, Malanï a Sergueiewna se convirtió en su esclava. ¿Y cómo habría podido luchar con la obstinada y orgullosa Glafyra, aquella pobre mujer sin defensa, siempre turbada, siempre temerosa y de una salud tan débil? No pasaba día sin que Glafyra le recordase su origen y le. hiciese valer el puesto que ocupaba. Malanï a Sergueiewna habría pasado por alto estas recriminaciones y estos elogios, por amargos que le pareciesen, pero le habían quitado a su hijo y concibió una triste desesperación. Con el pretexto de que no era capaz de ocuparse en su educación, casi no le permitían que lo viese; Glafyra se encargó de todo: el niño pasó enteramente a su poder.
Malanï a Sergueiewna, presa de una violenta pena, suplicaba a su marido en todas sus cartas que volviese lo más pronto posible. Pedro Andrevitch mismo, deseaba volver a ver a su hijo; pero éste, muy pródigo de cartas, se limitaba a dar gracias a su padre por sus bondades con su mujer y por el dinero que le enviaba; le prometía volver muy pronto, y no llegaba. El año 1812 lo trajo al fin a su patria. El padre y el hijo, al verse después de seis años de separación, cayeron el uno en brazos del otro sin pronunciar una sola palabra que hiciese alusión a sus pasadas discordias; se tenía entonces otra cosa en la cabeza: toda Rusia se alzaba contra el enemigo, y ambos sintieron que por sus venas corría sangre rusa.
Pedro Andrevitch equipó a sus espensas un regimiento de voluntarios. Pero terminó la guerra, se alejó el peligro, y otra vez Iván Petrovitch se sintió dominado por el aburrimiento.
Aquella sociedad lejana, con la que se había familiarizado, donde se sentía en su centro, lo atraía. Su mujer era impotente para retenerle; ¡entraba por tan poco en su existencia!
La misma esperanza que Malanï a Sergueiewna había puesto en él no se había realizado; su marido había encontrado, como todo el mundo, que era mucho más conveniente confiar a Glafyra. la educación del niño. La pobre mujer de Iván Petrovitch no pudo soportar este golpe, no pudo tampoco soportar una segunda separación, y se murió en pocos días sin murmurar. Durante toda su vida no había podido resistir a nadie; ni siquiera trató de combatir su mal. No podía hablar, extendíase ya sobre su rostro las sombras de la muerte; y sus rasgos expresaban todavía una paciencia inalterable y la constante dulzura de una resignación infinita; miraba a Glafyra! con dulce sumisión; lo mismo que Ana PavIowna en su lecho de muerte, había besado la mano de Pedro Andrevitch, posó sus labios en la de Glafyra recomendándole ¡a ella, a Glafyra! su hijo único. Así es como este ser, tan dulce y tan bueno, terminó su destino en la tierra. Arrebatada violentamente, Dios sabe por qué, del suelo que la había visto nacer y arrojada un instante después, lo mismo que un arbolillo arrancado, desarraigado, se marchitó y desapareció sin dejar huellas, y nadie la lloró. Fue echada de menos algún tiempo por su suegro y por sus doncellas. Faltaba al viejo el dulce rostro de su nuera y su presencia silenciosa. «Adiós, adiós para siempre,» murmuró saludando a la muerta por última vez; y lloraba al echar un puñado de tierra sobre su ataúd.
El mismo no sobrevivió mucho tiempo a su nuera. Cinco años después, durante el invierno de 1819, murió tranquilamente en Moscú, donde había ido a establecerse con Glafyra y su nieto. Quiso ser enterrado al lado de su mujer y de su querida Malanï a. Iván Petrovitch se encontraba en París entonces divirtiéndose; había dejado el servicio poco después de 1815. Al saber la muerte de su padre, se decidió a volver a Rusia; había que tomar la dirección de su fortuna; por otra parte, su hijo Teodoro cumplía trece años, y era llegado el momento de ocuparse seriamente de su educación.