XXXII

Un día, fiel a su costumbre, encontrábase Lavretzky en casa de los Kalitine. A un día de calor sofocante había sucedido una noche tan hermosa, que María Dmitrievna, a pesar de su miedo a las corrientes de aire, hizo abrir puertas y ventanas, y declaró que no jugaría.

- Sería un pecado -decía,- no gozar de la Naturaleza con un tiempo semejante.

No había allí más extraño que Panchine. Bajo la influencia de aquella poética noche, sentíase más inspirado; pero no queriendo cantar delante de Lavretzky se lanzó en la poesía; dijo con algún arte, pero exagerando la entonación y marcando la intención demasiado, algunas poesías de Lermontoff-Pouschkine no había recobrado su antigua boga; -después, como satisfecho de sus bríos, se puso a declamar contra las generaciones modernas, a propósito,de la douma, y no dejó escapar la ocasión de decir de qué modo lo habría cambiado todo si hubiera tenido el poder en sus manos..

- La Rusia -decía,- no está al unísono con Europa; hay que hacerla avanzar a su nivel; por otra parte, nos falta el genio de la invención. El mismo Lermontoff confiesa que no hemos inventado ni siquiera una ratonera. Es, pues, natural que imitemos a los demás. «Estamos enfermos», dice Lermontoff -, soy de su opinión; pero no estamos enfermos sino porque somos europeos a medias; nuestro remedio está en nuestro mal. (El catastro, pensó Lavretzky.) Entre nosotros están convencidas las mejores cabezas; en el fondo todos los pueblos son los mismos; basta darles buenas instituciones, y se conseguirá el objeto. En rigor, se puede respetar los trajes y las costumbres nacionales, esa es cosa nuestra, eso nos toca a nosotros… (iba a añadir: a los hombres de Estado), a nosotros los empleados: y si es preciso, no os inquietéis, las mismas instituciones modificarán los usos más arraigados.

María Dmitrievna aplaudía las palabras de Panchine.

- Es una felicidad -se decía- poseer en su salón un hombre de tanta inteligencia.

Lisa guardaba silencio apoyada en la ventana; Lavretzky se callaba también; Marpha Timofeevna, que jugaba con una de sus amigas en un ángulo de la pieza, murmuraba por lo bajo. Panchine hablaba con abundancia, recorriendo el salón, pero bajo el imperio de un secreto despecho. Se habría dicho que quería provocar una réplica. Un ruiseñor había instalado su domicilio en un bosquecillo de filas del jardín. Los primeros acentos de su concierto nocturno, interrumpían aquellos elocuentes discursos; en el horizonte, teñido de rosa por encima de las copas inmóviles de los tilos, asomaban las pri meras estrellas. Lavretzky se levantó para responder a Panchine y abrióse la discusión. Lavretzky defendía a los jóvenes y las costumbres nacionales; se fustigaba él mismo y a su generación, pero se declaraba vigorosamente en favor de la juventud, de sus convicciones, de sus tendencias de sus nobles inspiraciones. Panchine respondía con tono decisivo, en el que asomaba una vive irritación. La misión de las gentes de talento, decía, era rehacerlo todo. Y se arrebató hasta tal punto que, olvidando su titulo de gentilhombre de cámara y su calidad de empleado, tachó a Lavretzky de conservador retrógrado, y se permitió una ligera alusión a su falsa posición en la sociedad. Lavretzky conservó toda su calma y no alzó la voz. Batió a Panchine en todos los terrenos y le demostró la imposibilidad de improvisar de aquel modo una civilización, de poner en práctica los planes imaginados por el orgullo de las altas esteras administrativas, planes que no justificaban ni el conocimiento de las necesidades del país, ni la firme creencia en un absoluto, aunque fuera negativo. En apoyo de lo que decía citaba su propia educación.

- Ante todo -añadía- hay que reconocer la verdad nacional, hay que inclinarse ante ella; sin este acto de humildad, es imposible atreverse, aun contra la mentira.

No se ofendió contra el reproche merecido a su juicio, de un gasto inconsiderado de tiempo y de fuerzas.

- Todo eso es hermoso y bueno - exclamó Panchine con despecho.- Ya ha vuelto usted a Rusia ¿qué va usted a hacer?

- Labrar la tierra - respondió Lavretzky - y labrarla tan bien como sea posible.

- Eso es muy meritorio, seguramente - respondió Panchine, -y se me ha dicho que ha obtenido usted grandes éxitos, pero convenga en que no todos son aptos para ese género de ocupaciones…

- Una naturaleza poética -interrumpió María Dmitrievna -no puede labrar… Y además, usted está llamado a grandes cosas, Vladimiro Nicolaewitch.

Esto fue demasiado, aun para el mismo Panchine; desconcertóse y trató de llevar la conversación a la belleza del cielo estrellado, a la música de Schubert… Pero ya había perdido interés la conversación, y propuso una partida de píquet a María Dmitrievna. - ¡Cómo! ¡En una noche tan hermosa! -contestó con voz lánguida.

Sin embargo, pidió la baraja. Panchine hizo saltar la cubierta con ruido; durante este tiempo, Lisa y Lavretzky, como si obedecieran a un convenio tácito, fueron a colocarse junto a Marpha Timofeevna. Sentíanse tan dichosos el uno al lado del otro, que tuvieron miedo de quedarse solos. Sentían que la turbación de los últimos días había desaparecido para siempre. La anciana dio un golpecito amistoso en la mejilla a Lavretzky, y mirándolo maliciosamente, moviendo la cabeza:

- Bien has contestado -le dijo al oído -a ese hombre de talento, a ese gran parlanchín.

El salón quedó silencioso; no se oía más que el chisporroteo de las bujías, por momentos, el ruido de una mano sobre el tapete verde, o una exclamación, o la cuenta de los puntos. Al mismo tiempo, el canto del ruiseñor resonaba puro y vibrante, como un desafío, y derramaba en la pieza sus olas melodiosas, con la húmeda frescura de la noche.