XVI
Al entrar un día en el gabinete de Varvara en su ausencia, Lavretzky vio en el suelo un papelito cuidadosamente doblado. Lo cogió, lo,desdobló maquinalmente, y leyó las líneas siguientes escritas en francés:
«Betty, mi querido ángel (no puedo decidirme a llamarte ni Bárbara, ni Varvara), te he esperado en vano en la esquina del bulevard. Ven mañana a la una y media a nuestro cuartito. A esa hora, el tonto de tu marido está ordinariamente absorto en sus libros. Cantaremos de nuevo aquella romanza de vuestro poeta Pouschkine que me has enseñado.
Viejo rnarido, rnarido feroz. Mil besos en tus manos y en tus lindos pies. Te espero. - Ernesto.»
Lavretzky no comprendió al pronto lo que había leído, lo leyó otra vez y perdió la cabeza. Sentía que el piso se le iba bajo de los pies como el puente de un barco sacudido por las olas. De pronto lanzó un grito, se ahogaba; sus ojos se llenaron de lágrimas. Su razón se extraviaba. ¡Tenía en su mujer una confianza tan absoluta! Jamás se había presentado a su espíritu la idea de que pudiera engañarlo. Aquel Ernesto, el amante de su mujer, un lindo rubio de veintitrés años, era, con su bigotito y su nariz remangada, el ser más nulo entre todas sus relaciones. Pasaron así algunos minutos, hasta una media hora. Lavretzky seguía en el mismo sitio arrugando en su mano el fatal billete y fijando en el suelo una mirada extraviada; pareciale ver, a través de un sombrío torbellino, girar pálidas figuras; sentiase desfallecer; el suelo huía bajo sus pies y se sentía deslizarse en un abismo.
El roce muy conocido de una falda lo sacó de su entorpecimiento. Varvara PavIowna tocada con su sombrero y con su chal sobre los hombros, volvía precipitadamente de paseo. Lavretzky se estremeció y huyó; sentía que en aquel momento era capaz de hacerla pedazos, de aplastarla con la rabia de un mujik, de estrangularla con sus propias manos.
Varvara Pavlowna, sorprendida, quiso detenerlo; él pudo apenas murmurar «Betty», y se precipitó fuera de la casa.
Lavretzky se lanzó en un carruaje y se hizo conducir fuera de la población. Anduvo errante todo el resto del día y toda la noche, hasta la mañana, deteniéndose sin cesar y retorciéndose las manos; en tanto estaba como loco, en tanto experimentaba accesos de absurda alegría. Hacia la mañana, sintiendo que el frío lo penetraba, entró en una mala posada del arrabal, pidió un cuarto y se sentó junto a una ventana.
Acometióle un bostezo nervioso. Apenas podía sostenerse sobre sus piernas, y no sentía la fatiga, aunque su cuerpo estaba rendido. Seguía sentado, mirando ante sí, y no comprendía nada; no comprendía lo que le había sucedido, por qué se encontraba solo, entumecidos los miembros, amarga la boca, oprimido el pecho, en un cuarto vacío y desconocido; no comprendía lo que había podido llevarla a ella, a su Varnika, a entregarse a aquel fatuo, y cómo habría podido, sintiéndose culpable, afectar aquella calma, prodigarle las mismas caricias, atestiguarle la misma confianza. «No comprendo nada - murmuraban sus labios secos. ¿Quién sabe, si ya en Petersburgo…?» Y se interrumpía, volvía a bostezar y a estremecerse, estiran o todos sus miembros. Los recuerdos rientes o tristes lo atormentaban del mismo modo; recordaba que pocos días antes se había puesto ella al piano, en presencia de Ernesto, y a sus propios ojos, y que cantó:
Viejo marido, marido feroz. Recordaba la expresión de su rostro, el extraño brillo de sus ojos, el encarnado de sus mejillas, y se levantaba de la silla, quería correr hacia ellos y decirles: «Habéis -hecho mal en jugar conmigo. Mi abuelo era implacable con sus campesinos y él mismo era campesino.» Luego los habría inmolado a los dos. Pareciale en seguida que todo lo que le sucedía era un sueño, una loca alucinación, que no tenía más que sacudirse y mirar alrededor suyo para que se desvaneciera. Pero el dolor se hundía cada vez más en su corazón como la garra del buitre en las carnes de su presa. Para colmo de desdichas, Lavretzky esperaba ser padre dentro de algunos meses. El pasado, el porvenir, toda su vida estaba emponzoñada. Volvió al fin a París, entró en un hotel, y envió a Varvara Pavlowna el billete de Ernesto con la carta siguiente:
«El papel adjunto se lo explicará todo. A este propósito me permitiré decir a usted que no he reconocido su prudencia habitual: ¿cómo se pueden dejar arrastrar por los suelos papeles de esta importancia? (Esta palabra la había preparado el pobre Lavretzky y acariciado durante muchas horas). Yo no puedo volver a verla; creo que tampoco lo deseará usted.
Le fijo una pensión de 3.000 pesos; no puedo darle más.
Envíe usted sus señas a mi administrador. Haga lo que quiera. Viva donde le plazca. Sea usted dichosa. Es inútil que responda.»
Aunque decía a su mujer que no le escribiera, Lavretzky esperaba con ansiedad una respuesta que le explicara aquella extraña aventura. Varvara le envió aquel mismo día una carta escrita en francés, que le dio el último golpe; se desvanecieron las dudas que le quedaban y se avergonzó de haberlas conservado. Varvara Pavlowna no se justificaba; deseaba únicamente verle y le suplicaba que no la condenase de una manera irrevocable. La carta era fría y, afectada, aunque se vieran en muchos sitios de ella trazas de lágrimas. Lavretzky sonrió amargamente, y contestó con el mensajero, que estaba bien. Tres días después ya no estaba en París; pero en vez de volver a Rusia, tomó el camino de Italia. El mismo no sabía por qué había escogido aquella comarca más bien que otra; ¿qué le importaba el sitio con tal que no tuviera que volver a su casa? Envió a su administrador órdenes concernientes a la pensión de su mujer, mandándole al mismo tiempo que recibiese inmediatamente de manos del general Korobine la dirección de todos sus asuntos, sin esperar a que rindiese cuentas, y que tomase las medidas necesarias para la partida de su excelencia. Se representaba la turbación, la dignidad herida del general despedido, y, a despecho de su propia desgracia, experimentaba una especie de alegría rencorosa. Escribió también a Glafyra Petrowna rogándola que volviese a Lavriki y le envió su poder; pero Glafyra Petrowna no volvió a Lavriki e hizo publicar en los periódicos que el poder era nulo y no convenido, y que por lo demás era completamente inútil.
Retirado en una pequeña población de Italia, Lavretzky no pudo renunciar a seguir los movimientos de su mujer.
Supo por los periódicos que, según su antiguo proyecto, había salido de París para Baden. Su nombre apareció bien pronto en un artículo firmado por aquel mismo Edouardo: se veía asomar allí, a través de la sequedad natural del estilo, cierta conmiseración afectuosa que produjo en Fedor Ivanowitch un sentimiento de repugnancia. Supo después que era padre de una niña; al cabo de dos meses su administrador le anunció que Varvara Pav1owna había reclamado el primer trimestre de su pensión. Comenzaban a circular los rumores más desagradables y, en fin, todos los periódicos se hicieron eco de una historia tragicómica, en la que su mujer desempeñaba un papel poco honroso. Aquello era un hecho: Varvara Pavlowna había llegado a ser una, celebridad.
Lavretzky dejó de ocuparse de ella; pero le costó mucho.
Algunas veces sentíase acometido de un deseo tan ardiente de volver a verla, que habría dado todo, que lo habría perdonado todo por oír aún aquella voz acariciadora y sentir su mano entre las suyas. Sin embargo, el tiempo reclamaba sus derechos. No había nacido para sufrir; su naturaleza vigorosa se sobrepuso. Explicóse entonces muchas cosas: el mismo golpe que le había herido no le pareció tan improvisto; comprendió a su mujer. No se conoce bien a aquellos con quien se vive habitualmente sino cuando se está lejos de ellos. Pudo volver al estudio, aunque ya no fue con el mismo ardor; el escepticismo para el cual estaba preparado, tanto por la experiencia de su vida como por la educación que había recibido, se apoderó definitivamente de su alma. Se hizo indiferente a todo. Así pasaron cuatro años, y entonces sintió la fuerza de regresar a su patria y de volver a ver a los suyos. No se detuvo ni en Petersburgo ni en Moscú, y llegó a la ciudad de O… donde lo hemos dejado y adonde rogamos al lector benévolo que vuelva ahora con nosotros.