III

- ¡Buenas tardes, María Dmitrievna -gritó el jinete con voz sonora y agradable.- ¿Qué le parece mi nueva compra?

María Dmitrievna se acercó a la ventana: _¡Ah, soberbio caballo! -dijo. -¿A quién se lo ha comprado?

- Al oficial de remonta. ¡Caro me lo ha hecho pagar el brigante! -¿Cómo se llama? -¡Orlando!… Pero este nombre es tonto, y quiero cambiárselo… ¿Qué es eso, hijo mío? ¡No.quieres estar quieto!

El caballo relinchaba, piafaba y sacudía sus narices cubiertas de espuma.

- Lenotchka, acarícialo… No tengas miedo…

La niña sacó la mano fuera de la ventana; pero Orlando se encabritó de pronto y se tiró de lado. El jinete no perdió la cabeza, oprimió al caballo con las rodillas, le dio un latigazo en el cuello, y, a pesar de su resistencia, consiguió volverlo al pie de la ventana.

- ¡Tenga usted cuidado, tenga cuidado! -repitió María Dmitrievnia.

- Lenotchka, acarícialo -repitió el caballero: -no le permitiré que haga su gusto.

La niña sacó de nuevo la mano y rozó tímidamente las narices temblorosas de Orlando, que se estremeció y tascó el freno. -¡Bravo! -exclamó María Dmitrievna; -y ahora, apéese usted y entre en casa.

El jinete volvió bruscamente el caballo, picó espuelas, y atravesando la calle al galope, entró en el patio. Un minuto después se precipitaba en el salón blandiendo el látigo. En el mismo instante, en el umbral de otra puerta aparecía una joven, alta, esbelta, de hermosos cabellos negros. Era Lisa, la hija mayor de María Dmitrievna; tenía diecinueve años.