51

Respiro una bocanada que llena mis pulmones de aire. Al despertar, me encuentro en una cama familiar. La mía. Advierto la mecedora a un lado de la habitación y rememoro las noches en que mi madre dormitaba meciéndose sobre ella.

Las lágrimas empañan mis ojos como por mala costumbre y sollozo ahogando mi rostro en la almohada. De improviso, alguien se retuerce tras de mí. Me aprisiona bajo el edredón y contra un cuerpo fuerte y caluroso. Su nariz se hunde en mi cabello y yo sigo llorando como una tonta hasta dormirme otra vez.

El agua está ardiendo. Como a mí me gusta. Esta vez no hay música. Lo único que oigo es el frote de un cepillo que trabaja sobre mis uñas. Dani limpia mis cutículas con una mueca de concentración. La mugre y los restos de sangre seca desaparecen en el agua. Verlos me revuelve el estómago. Él parece darse cuenta y besa mis nudillos con ternura.

—Hola, nena.

No digo nada. Porque estoy recuperando la lucidez a pasos de elefante y no me puedo creer lo que ha ocurrido o creo que ha ocurrido. ¿He intentado matar a ese chico? Abro la boca y mi respiración se aligera.

Sí, sí que lo he hecho. Joder, algo no está bien en mí. Hay alguna pieza que se ha roto, desprendido o cedido en mi interior. No puedo seguir así, me niego a vivir así. Ni siquiera es vivir, es caminar entre sombras y dejarme torturar por ellas a su antojo.

Dani me ayuda a salir de la bañera con cuidado y al toparse con mi mirada, como si supiera lo que pienso, me permite abrazarle con fuerza y empapar su ropa con mi cuerpo desnudo. Él me devuelve el gesto sin rechistar.

Me niego. No pienso comer nada. Ni siquiera sé de dónde ha salido esa comida, esta nevera lleva años vacía e impoluta. Dani insiste en servirme más carne en salsa aún a sabiendas de que no la voy a probar. Mis cubiertos siguen intactos en su sitio, al contrario que los suyos. Engulle su plato fijando sus ojos en los míos cada vez que se dispone a masticar. Bajo la vista incapaz de sostener tantas atenciones.

Me toco el pelo distraída y me encuentro con lo que parece una trenza. ¿Me ha peinado? Me echo un vistazo a mí misma y veo que también me ha vestido con unos vaqueros y una blusa de mi vestidor. Palpo mi cara. No voy maquillada, pero el regustillo a menta en mi paladar me indica que también me ha cepillado los dientes.

Cuando deslumbrada por su afecto vuelvo a mirarle, Dani rodea la mesa para secuestrar mi silla y sentarme sobre sus rodillas. Trincha un pedacito de carne y me hace sostener el tenedor entre los dedos.

—Vamos, come. No tienes nada en el estómago desde ayer al mediodía.

Niego con la cabeza. Él vuelve a coger el cubierto y se dispone a ofrecérmelo él mismo.

—Abre la boca —ordena ante una nueva negativa—. Ábrela, Carla.

Nunca.

—Hazlo por mí, por favor.

Daniel Morales el suplicante. Es difícil negarle nada cuando se pone así. Pero aún así, persisto en mi cabezonería.

—Vale, se acabó —protesta soltando el tenedor—. O comes o me largo.

Le miro atónita. No veo burla alguna en su bello rostro crispado por la impaciencia. Me empiezo a poner muy nerviosa.

—No voy a volver, Carla.

No puede estar hablando en serio.

—No volveré a verte, ni aquí, ni en Madrid. Te lo juro, nunca te miento.

Rápidamente, y como si me acabaran de decir que me llevan al potro de tortura, me inclino sobre la mesa y engullo la carne. No me molesto ni en masticarla. Del tenedor a la garganta de un solo trago. Todo. Arraso con el plato al completo descubriendo el hambre atroz que escondía sin saberlo.

Al terminar y limpiarme con la servilleta, Dani pestañea un par de veces mostrándome su estupefacción.

—¿También dejas de hablar?

—No —contesto con la boca llena.

Él sirve un vaso con agua y me lo tiende para que pueda pasar la bola de ternera que se me ha atascado por alguna parte. Bebo agradecida percatándome de que no dejo de ser observada en ningún momento.

—¿Quieres que nos vayamos?

Sopeso su pregunta con dilación.

—¿A Madrid?

Asiente.

—Sí —respondo lo más rápido que puedo.

Dani comprende al instante y me da un suave cachete en el culo.

—Levanta, voy a comprar un vuelo.

Lo hago para que pueda apartarse de mí pero al hacerlo, noto su ausencia de un modo tan físico que no se lo permito.

—¿Puedo darte un beso? —pregunto tomándole del brazo.

Su desconcierto da paso a la acción cuando es él quien toma mi cara y sus labios se posan sobre los míos con urgencia.

—No vuelvas a preguntarme una tontería como esa —advierte sobre mi boca.

Sonrío sin querer. Aunque antes de que pueda borrar mi sonrisa, él atrapa las comisuras de mis labios con sus dedos y las mantiene en su sitio.

—Me gustas mucho más así.

Resoplo.

—¿Qué hora es?

—Creo que sobre las cuatro.

—¿Es viernes?

—Sí.

Hago memoria cayendo en la cuenta de que nada está saliendo como debía.

—Deberías estar en Madrid.

—Vine anoche, de madrugada. Me trajeron en coche.

—Pero, pero… Tenías una reunión.

Dani se encoge de hombros.

—Ya me pasarán un acta el lunes.

Me estampo las manos en la cara detestándome como hace años que no me detestaba.

—¡Lo siento muchísimo, Dani! ¡Esto es de locos! No tendrías que estar aquí, estoy desbaratando toda tu vida, vas a acabar odiándome.

—Eh, nena, para —dispone sujetándome de las manos para mirarle—. Cuando tu prima me llamó y me contó lo sucedido, ya se podían haber prendido fuego las oficinas de IA, que yo el único sitio donde quería estar era aquí contigo. Tienes un montón de perdidas mías en tu móvil. No sabía ni en qué estado te encontrabas y ella estaba tan nerviosa que ni sabía decírmelo. No tenía ni idea de que esto llegara a afectarte tanto. De haberlo sabido, ni me habría marchado, habría hecho la reunión por conferencia o la habría aplazado…

—Yo tampoco imaginaba que le volvería a ver —interrumpo excusándome—. Es una de las razones por las que no me gusta regresar.

Dani acaricia mi mejilla con el dorso de sus dedos y me dedica un verde titilante.

—Me dijeron que casi le matas.

Suspiro avergonzada.

—Creo que a estas alturas ya puedo decir que has visto lo peor de mí.

—Pues acojona muchísimo.

—Lo siento.

—Sé que lo sientes —dice con dulzura—. Pero comprendes que no voy a permitir que vuelvas a hacer algo así, ¿verdad?

Asiento ceñuda y algo confundida.

—Quiero que sepas que nos marcharemos a Madrid pero que aquí tendrás que volver. Siempre. Por una razón o por otra, acabarás regresando. Y esto no puede volver a pasar, bajo ningún concepto. Una vez te dije que cuando quisieras matar a alguien, me llamaras primero.

—No podía pensar, ni siquiera sabía lo que estaba haciendo…

—Entonces tienes que aprender a controlarlo.

—¿Cómo?

—Que te lo explique mi psicólogo.

—Ni lo sueñes.

—Eres muy cabezota —resopla.

—Y tú muy insistente.

—Voy a comprarte un saco de boxeo para que canalices esa mala hostia o lo que sea que tengas ahí dentro.

—Pues como no sea tamaño bolsillo y me quepa en el bolso, de poco me va a servir.

—Inventaré una aplicación para que te la bajes en el móvil.

—Destrozaré la pantalla.

—Hablemos de esto en Madrid, ¿quieres? —sugiere rindiéndose—. Voy a ver si encuentro un vuelo para hoy mismo.

—Vale —acepto antes de enzarzarnos en otra discusión—. ¿Qué vas a hacer con tu coche?

—¿Qué coche?

—Has dicho… Ah, es verdad. Has dicho que te trajeron. ¿Por qué no condujiste tú?

Dani se cruza de brazos apoyándose en el quicio de la puerta.

—Carla, sabes que no conduzco. Lo que no tengo tan claro es que sepas por qué no lo hago.

¿Y por qué no iba a conducir? Tiene varios coches, es un derroche estúpido que llame cada dos por tres a alguien que coja el volante por él. Ni que le tuviera…

Oh.

Oh, mierda.

—Le has cogido miedo.

Asiente.

—Algo así.

No me lo puedo creer.

—Pero si solo tienes treinta y un años. ¿Qué pretendes, no volver a conducir jamás?

—Así me apaño muy bien —responde despreocupado.

—¿Cuánto dinero te gastas en esa empresa de chóferes?

—Eso no me supone ningún problema.

Meneo la cabeza desaprobando su actitud obtusa y a la defensiva.

—¿Y luego dices que yo tengo que ir al psicólogo? Me parece que vamos a tener que ir juntitos de la mano.

Su cara se ilumina.

—El día que vayas tú, yo iré contigo —sonríe guiñándome un ojo.