47
No.
No, no.
Esto no, por favor.
Esto no.
Con esto no voy a poder.
Cierro los ojos. Estoy soñando, es un mal sueño. Esto no está pasando.
—¡Contéstame!
Me voy a despertar y cuando lo haga, Dani estará en el salón tan felizmente ignorante como siempre.
—¡Contéstame!
Abro los ojos de golpe y se me arrasan en lágrimas. Me quiero morir.
—¿Señorita Castillo? —escucho a la asistenta.
En ese momento, Dani nos mete a los dos en el baño y yo tropiezo sentándome sobre la taza del váter. Intento levantarme, pero él se acuclilla y atrapa mi cara entre sus manos con determinación.
—¿Qué cojones hacías aquí dentro? Dímelo.
Está loco. No voy a admitir algo así, no lo haré nunca.
—¡Dímelo! —ruge de malos modos.
Me estremezco. Quiero buscar una excusa, inventarme algo, pero no puedo. Con él no puedo.
—Dímelo o te juro que salgo ahí fuera y lo grito a los cuatro vientos.
Contengo un grito de terror. Él nunca me haría algo así. ¿O sí?
—Si lo sabes, ¿por qué me obligas a decírtelo?
—Porque necesitas hacerlo.
No entiendo nada. Me siento muy atorada. Esto es demasiado abrumador. Por un lado siento que no puedo hablar de esto con él, alguien que me importa tanto y al que perder, sería como perder parte de mi ser. Pero por otro, vuelvo a tener las mismas dudas y anhelos de siempre, desahogándome y confesándome con él, para ver qué es lo que significa hacerlo en voz alta.
Estoy agotando su paciencia, lo veo en su rostro. Duro e implacable como nunca. No se deja doblegar por mis lloros y eso me dice las pocas, o más bien, nulas posibilidades que tengo de obviar la realidad. Dani se incorpora de un movimiento y mi cerebro se ilumina al instante.
—Me he metido los dedos.
Él se vuelve. Pero su gesto no ha cambiado.
—¿Y? ¿Qué más?
Trago saliva y me froto la cara con las manos. Estoy haciendo esto para evitar que se entere toda la casa de lo que ocurre. No puedo consentir semejante salvajada.
—He vomitado la cena.
Me entran ganas de preguntarle si ya está contento o satisfecho. Si es feliz con este nuevo marcaje o si se cree un poquito más superior, pero me muerdo la lengua y le miro con rudeza. Cuando parece que se va a dulcificar, hace lo mismo y me saca del baño de un tirón.
—Nos vamos.
—¿Dónde?
—A tu casa —decide echando a andar hacia la puerta—. Tenemos que hablar y aquí no tenemos intimidad.
—¡No! —protesto soltándome—. Yo esta noche siempre me quedo aquí.
Dani estudia mi respuesta y me toma de la espalda empujándome hacia el salón.
—Entonces les diremos que nos retiramos ya.
Quiero seguir protestando, negándome y diciéndole que no hay nada de qué hablar. Ya está todo más que claro. Puede largarse por donde ha venido y abandonarme como a una amante más. Otra loca más. No quiero discutir sobre esto con nadie.
Pero él me lo impide cuando anuncia a todos que estamos cansados del vuelo, es tarde y queremos irnos ya. Mi tía, consciente de lo ocurrido hace un rato, comprende al momento sin hacer preguntas e indica a Dani dónde está la habitación de invitados que han preparado para él. Pensará que los recuerdos han podido conmigo y que no puedo continuar con esta fiesta. Y al fin y al cabo, así ha sido.
Dani, haciendo caso omiso de mi tía, me pregunta cuál es mi cuarto y en cuanto llegamos, cierra la puerta y me sostiene de los brazos con ansiedad.
—¿Cuánto tiempo llevas así?
—Mucho —balbuceo.
—¿Siempre? ¿Desde que me conoces?
—Desde mucho antes.
—¿Antes del accidente?
—No.
—¿Por qué lo haces?
Sinceramente, ya no lo sé.
—¿Cuál es tu propósito? ¿Enfermar? ¿Quitarte de en medio?
Abro los ojos aterrorizada. Solo enfoco a su cuello, no soy lo suficientemente valiente como para alzar la vista y encontrarme con su enfado de mil demonios.
—Mírame.
No, no me atrevo.
Al cabo de unos segundos sin éxito, me suelta bufando y sentándose sobre la cama.
Quiero preguntarle si me odia, si le doy pena, si le doy asco… Mil cosas. Pero no puedo, estoy muy bloqueada.
—No me lo ibas a decir nunca —sisea entre dientes—. Pretendías que siguiera haciendo como si no lo supiera.
Oh, joder. ¿Es a esto a lo que se refería hace un rato? Y yo con chiribitas en los ojos. Me quiero morir.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me lo imaginaba. No has parado de darme pistas. Lo poco que comes, cómo odias hablar de comida, tu pudor, tus complejos, tu desmayo. —¿Qué?—. Joder, Carla, ¡te desmayaste! ¿Cuántas veces te ha pasado algo así?
Ahora sí que no tengo palabras.
—¿Cuándo…? ¿Cómo…?
—Me lo contaron Eva y Manu en Cercedilla.
Cierro los ojos fracasada y dolorida. Está saliendo todo mal. Muy mal.
—Joder, joder, Carla —blasfema furioso—. Aquella noche tú te desplomaste inconsciente en el suelo y yo fui y te metí el puño por el coño. ¿Me quieres explicar por qué no me paraste? ¿Por qué no me lo contaste?
Porque no le iba a importar. No éramos nada, ni nos debíamos nada.
—¿No vas a hablar?
Deseo hacerlo pero la vergüenza me lo impide.
—¡Di algo!
Sigo en mis trece y eso a él le acaba por sacar de sus casillas. Soy desesperante, lo sé. No me extraña ver cómo maldice y se encierra en el cuarto de baño. No sé cuánto tiempo después, sale dando un portazo y se me acerca por detrás. Puedo sentir todos y cada uno de los pelillos de mi piel erizándose a la vez al acercarse a mi oído y mascullar:
—Cuando descubriste mis mierdas yo no paré de perseguirte día y noche para que me dejaras explicártelo todo. A pesar de tu cabreo y de todos tus desplantes, no me detuve hasta que me sinceré contigo. Ahora, en cambio, después de que tú me hayas ocultado algo así y me ofrezca a escucharte, tú te cierras en banda y ni me miras a la cara. No puedes ni imaginar lo decepcionante que me resultas en este momento.
Horrorizada, contemplo cómo se queda en calzoncillos y se mete en la cama dándose la vuelta para que ahora sea yo quien no pueda verle la cara. Sin saber muy bien qué hacer y debido a que mi cuerpo reacciona completamente paralizado, pido refuerzos a mi cerebro y este me incita a moverme de una vez.
Yo también voy al baño. Allí me tomo mi tiempo en desmaquillarme y cepillarme los dientes. Cuando termino, me pongo el pijama y con cuidado, me escabullo al otro lado de la cama. Pero no me tumbo. Me siento y me apoyo en el cabecero de hierro.
Ahora lo veo claro. Más que en toda mi vida. Alguien como Daniel Morales no se merece un mutismo como el mío. Le debo mucho, aunque él no lo sabe. Gracias a él, durante estos meses he vuelto a reír con mucha más frecuencia y me he respetado un poco más a pesar del pedrusco negro que tengo por corazón. Y se lo pienso demostrar. Si va a dejarme o a negarme, que sea porque sabe toda la verdad y no por medias tintas. Es el momento de experimentarlo por primera vez. No sé ni por dónde empezar. Estoy tan nerviosa que casi llego a sonreír.
—Ya has visto a mi tía. Es muy guapa, ¿verdad? —comienzo temblorosa—. Pues mi madre lo era más, si cabe. Tenía unos ojazos azules preciosos y siempre brillantes. Era muy alta y estilizada. Con clase. Muy elegante. Sí, eso es, elegante. Sus movimientos también lo eran. Desde pasar la página de un libro hasta despertarme por las mañanas. Trabajaba como oncóloga. Llevaba casos de niños con cáncer, estaba todo el día rodeada de ellos y se desvivía tanto por ellos como por mí y por mi padre.
Ella lo tenía todo, ¿sabes? Belleza, éxito, dinero, familia… Yo quise seguir sus pasos desde que tenía uso de razón. Quería todo lo que tenía ella. Y a eso me dedicaba. A desvivirme con el violín, la equitación, el ballet… Para ser o intentar lograr compararme con mi madre. No podía ser su sombra. Me preparaba para ser una eminencia en lo que fuese y alcanzar exactamente lo mismo.
Pero el día en que se dieron cuenta de que no servía para la medicina se armó un pequeño alboroto en casa. Y es verdad. Recuerdo que cuando veía «House» y se metían en quirófano tenía que apartar la vista. Para eso hay que tener vocación y yo no la tengo. Me volví loca de alegría cuando supe que iba a tener una hermanita. Si yo fracasaba, mi hermana era la segunda oportunidad de mis padres.
Lo cierto es que me decanté por derecho, y eso calmó un poco los humos de mis padres —sonrío—. Aunque, como comprenderás, después del accidente fue impensable que quisiera dedicarme a ello. Tampoco me entusiasmaba, así que no vacilé cuando escogí periodismo. Creo que es algo que siempre quise hacer.
Pero poco después, al arrebatármelos, a todos ellos, me sentí tan vacía que estuve meses internada en un hospital. Si te soy sincera, no me acuerdo de gran cosa. Creo que me pasaba la mayor parte del día sedada.
Al salir, fue como si no supiera cuál era el siguiente paso que había que dar. Yo me había pasado toda mi vida persiguiendo un ideal que me había planteado como objetivo y ese ideal había desaparecido de la noche a la mañana. Sin los mentores adecuados para ello me sentí perdida, sin rumbo. Ya no tenía ejemplo a seguir. Ni sabía cómo conseguirlo si me lo proponía. Lo primero que pensé fue en ¿por qué ellos y no yo? ¿Cuál es el misterio? ¿Por qué alguien con un rol esencial en la sociedad, que nos da tanto y aporta tanto desaparece y en su lugar queda alguien como yo? Una niñata estúpida e inmadura sin metas y llena de remordimientos.
No era justo, nada justo. Parecía que alguien ahí arriba le hubiera dado al botón equivocado. Así que, sin saber qué hacer, me he dedicado todos estos años a hacer comparaciones y sacar la inevitable conclusión de que nunca conseguiré su orgullo o aprobación estén donde estén.
¿Que por qué me hago esto? No creo que haya una única razón. Supongo que lo hago a modo de vía de escape… O porque hay situaciones en que no me siento con fuerzas para seguir adelante… O porque soy débil, porque soy una desalmada o… Porque llevo tanto tiempo en ello, que me cuesta concebir mi vida sin hacerlo.
Y ahí está. Ahí la tienes. Esa es la Carla que esconde tanto. Puedes respirar tranquilo, ya no te esconde nada.
Más o menos.
Al terminar, suelto aire embargada por las emociones y me paso la lengua por los labios. Son pura aspereza. Me fijo en que Dani está apoyado en un codo mientras me escucha con atención. Por suerte, ya no veo rabia en su mirada, sino indulgencia. Tampoco me complace.
Toma mi mano mientras me limpio la cara lacrimosa con la otra. Siento los latidos del corazón en plena garganta.
—No sé cómo decirte lo que quiero decirte sin parecer que te esté llamando estúpida.
Creo que prefiero eso a que me mire con compasión.
—No puedes medir tu vida y la de tu madre por el mismo rasero.
—Ella era perfecta.
—No. Nadie lo es —frunzo el ceño—. Ni tu madre, ni la mía, ni tú, ni yo. Nadie, Carla. Pero eso no significa que haya gente que, a pesar de sus imperfecciones, no nos aporten algo a los demás. ¿Me dices por favor, qué sería de tus amigas sin ti? ¿De la asociación de tus tíos ahora que va a crecer todo lo que no ha podido sin la suma que les has regalado? ¿Crees que lo que haces o dices no sirve para nada? Todo lo que viene directo de aquí —dice señalando mi pecho—, impacta en algo o en otros para algo bueno. Y que yo sepa no has tenido que ser rubia, ni cirujana, ni letrada para eso.
Entiendo lo que quiere decirme pero me cuesta mucho verlo.
—Eres una mujer preciosa y excepcional. No sé por qué no puedes verlo. Ojalá pudieras verte como te veo yo a ti.
Sus ojos, llenos de dulzura, me obsequian con una mirada que penetra en mi interior como una marejada verde. Me inunda en ternura pura y hace que mi corazón palpite con más fuerza. Contestaría a esa máxima tan bella que ha afirmado con tanta rotundidad, pero creo que todo lo que tenía que decir, lo he dicho ya. Es más, hoy he hablado más de lo que he hablado en nueve años y admito que me ha sentado fenomenal. A pesar del lamento y del dolor casi tangible, siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Y todo gracias a él.
Este hombre está consiguiendo conmigo todo lo que nadie ha podido en el pasado. No andaba desencaminada cuando pensaba que podría hacer de todo. Ahora también obra milagros.
—No quiero que vuelvas a hacerte algo así —me pide con cariño—. Dime que tú tampoco lo quieres.
Resoplo.
—Claro que no.
—Dime que quieres curarte.
—Claro que sí.
Dani asiente en silencio. Parece otra persona totalmente distinta a la que me he encontrado en el baño hace unos minutos. Ahora es el hombre atento, protector y encantador del que me enamoré sin darme cuenta. ¿Está mal que en este momento no pueda pensar en otra cosa que no sea en besarle y que me devuelva el beso? No llevo bien estar tan cerca y, a la vez, no recibir todo su calor como a mí me gusta.
—Cuando volvamos a Madrid irás a ver a mi psicólogo.
Mi mente hace sonar la alarma. Código rojo. Me echo a temblar. De la cabeza a los pies.
—No.
—Sí. Ya le he hablado de ti.
Le aparto la mano de la misma manera en que él me ha negado la suya estos días. Al principio le sorprende pero luego lo acepta con toda la deportividad que puede.
—La mañana en que te encerraste en el baño en Cercedilla me diste la última pista que necesitaba —explica con tranquilidad—. Le llamé para confirmar mis sospechas y me dijo que todo apuntaba a que tenía razón pero que era necesario verte.
—No pienso ir. No me vas a llevar ni a ningún psicólogo ni a ningún centro.
—Necesitas terapia.
—Nunca me ha servido de nada.
—¿Ya has ido antes? —inquiere alzando las cejas.
—Cuando ocurrió el accidente. Antes de mudarme a Madrid.
Él comprende que lo que acaba de hacer es una pregunta estúpida pero vuelve al ataque.
—No podrás superarlo sin ayuda de profesionales.
Puede que sí o puede que no. El caso es que no quiero volver a pasar por eso. La terapia requería demasiadas horas, demasiados recuerdos y demasiados disgustos en definitiva. Si repaso mentalmente los últimos meses, encuentro fácilmente otras opciones que inusualmente me han alejado de este estilo de vida.
—No es tan dramático como crees. Desde que te conozco me he relajado muchísimo, tú has hecho que piense en otras cosas, que me valore y…
Me trabo. No me reconozco a mí misma. ¿Estoy diciendo esto en voz alta?
Dani me muestra unos ojos estupefactos y una boca abierta. Me empiezo a sonrojar. Esto no se me da bien. Exponerse es muy fácil, pero las consecuencias pueden ser tan complicadas…
—¿Me estás diciendo que has notado una mejora gracias a mí?
Asiento lloricona. Dani me coge entonces de las manos y me arrastra tumbándome sobre el colchón.
—No llores, por favor —implora limpiándome las lágrimas con los pulgares—. Odio verte llorar.
No puedo remediarlo. Me sale solo y más cuando pienso en lo que viene después.
—Voy a ayudarte si tú quieres, pero vas a tener que aprender a hacerme caso y dejar de protestar por todo.
Pestañeo. Mi cara tiene que ser todo un poema. Creo que no he oído bien.
—¿No vas a marcharte?
—¿Adónde?
Me encojo de hombros.
—Pensé… pensé que tú… te irías. Que esto te espantaría y que huirías de mí.
Dani arruga el ceño indicándome que no estoy en lo cierto y eso hace que las mariposas de mi estómago aleteen de felicidad.
—A veces no sé por quién me tomas. Me jode muchísimo que te estés haciendo esto. Quiero verte sana y feliz, no enferma. Me encanta verte sonreír, nena, y juro que voy a conseguir que lo hagas más. Eres una mujer inteligente y con toda la vida por delante. Tienes que ser más lista que esto y dejar esta mierda.
No sé qué decir.
—Prométeme que lo harás.
Asiento plenamente hechizada por sus palabras.
Sé que suena estúpido, pero que sea él quien me aliente a cambiar y a verlo todo desde otra perspectiva, me da cierta seguridad. Que sea él quien quiera ayudarme y estar a mi lado, hace que parezca más sencillo. Y supongo que el hecho de que sea una persona a la que amo con todo mi corazón es la razón por la cual lo siento así.
Si lo pienso con detenimiento, después de lo que hemos vivido juntos no me parece extraño que quiera seguir con esto. Vicky decía que yo estaba demasiado involucrada emocionalmente. Pero intuyo que a Dani le ha ocurrido exactamente lo mismo y ya no puede separarse de mí, como yo no puedo separarme de él.
Sí, definitivamente creo que tener a alguien que me aprecia y desea ayudarme puede ser beneficioso para luchar contra esto. Puede que mi mayor problema todo este tiempo haya sido no haber confiado en nadie para confesarlo y averiguar si había una solución. Puede que de la mano de alguien cercano resulte más fácil.
—Y ahora, tras este arranque tuyo de sinceridad, prepárate porque voy a besarte.
Suspiro sonriente y desesperada. Todo a la vez.
—Muy bien.
—Lo digo en serio. Prepárate porque te voy a besar como no te han besado nunca.
—¿Y eso por qué?
—Porque nunca nadie te ha querido tanto como sé que te quiero yo.
Y sin más detenimiento, desciende con lentitud hasta mi boca y me besa como llevo días deseando que lo haga. Primero manso, luego apremiando y sobre todo, repleto de sentimiento. Lo acepto dichosa, como si pudiera sentir decenas de brotes floreciendo por todo mi pecho. Nos abrazamos fundiéndonos el uno en el otro y rodamos hasta quedar sobre la almohada.
Soy consciente de que este beso es especial y dice muchas cosas. Lo disfruto tanto como si fuera el primero que nos diéramos, como si desvirgáramos nuestras bocas. Pero llega un momento en que el cansancio me vence y la lengua de Dani sigue haciendo de las suyas sin importarle.
—Dani, para. Me vas a desgastar la boca.
—Cállate, tengo que recuperar el tiempo perdido.
Sonrío sobre sus labios dejándole hacer.
—Nena.
—¿Mmm?
—¿Por qué nunca me has dicho que te gusta Sôber?