24

Soy una zorra perversa. Una alimaña repulsiva. El dibujo animado de verrugas en la cara, encorvado y decrépito. El panoli de la película al que quieres que maten primero. La arpía, la indeseable. Un incordio sin alma.

Soy mala para la salud. Y lo peor de todo es que Morales lo sabe y, seguramente, lo siente así.

Estoy despatarrada en el sofá pensando en todas estas verdades mientras Víctor y Vicky se dedican carantoñas que en vez de darme ganas de regurgitar, me arrastran a un lamento que hasta hace poco se me hacía desconocido. Raúl y Carmen se han ido hace un rato y Eva y Manu se preparan una nueva copa. Tienen que tener el hígado a prueba de bombas.

Morales lleva mucho tiempo fuera. No tengo ni la menor idea de dónde estará. Puede que sentado en el mismo porche, aunque no lo creo porque Manu, al salir a fumar, habría dicho algo. Igual está por el cobertizo, o ha ido dando tumbos por la carretera hasta Alpedrete, o ya va camino a casa en un Jaguar negro. Lo desconozco pero me gustaría saberlo. Le llamaría pero debo abstenerme. Si ha huido así es para perderme de vista. Y me duele tanto como si me atravesaran en canal con un sable dentado. Mi moral se precipita por una gusanera hasta lo más oscuro recordándome cómo me he sentido durante las últimas semanas.

Me pregunto si aún me queda algo de corazón. Tiene que ser así, aunque sea muy poquito, porque de lo contrario, no me podría sentir tan desgraciada. Percibo mi dolor, en mi cuerpo por no arrobarme en su calor y en mi mente por no deleitarme con sus continuas ocurrencias. No quiero echarle tanto de menos. Ni siquiera quiero echarle de menos a secas, pero es algo incontrolable y cuando todo esto termine, me va a pasar factura. ¿Qué me dirá cuando vuelva? ¿Me negará como Vicky? Qué locura, no me hago las preguntas adecuadas. La única importante es: ¿volverá?

—Mira lo que tengo para ti.

Eva canturrea sentándose conmigo y ofreciéndome otro gin-tonic. Solo mirarlo me asquea. Todavía tengo el anterior digiriéndose por mi esófago. Es como si en algún punto fuera a rebosar por mi garganta y a salir despedido por mi boca.

—Si me bebo otro más, vomito.

—Ah, no —recula dejándolo sobre la mesa—, entonces no. Tienes que mantenerte fresca para tu semental.

Me entran ganas de llorar. Más de las que ya contenía. Mis amigos han sido testigos del mismo portazo que yo pero no le dan importancia. Creen que es una riña enrabietada y menos mal que no saben mucho más porque si me hubieran oído, ya me habrían arrojado al suelo para patearme. Todos menos Vicky, que me habría entregado una medalla. Su empecinamiento también contribuye a hundirme un poco más.

—¿Tanto se me ha oído?

Eva sonríe guasona.

—A ti y a él. ¿Sabes que Raúl estaba celoso?

No doy crédito. Qué asco más grande, me pica todo el cuerpo.

—¿Qué dices?

—Le ha dicho a Carmen que ella no grita tanto.

Eso me suelta una sonrisa.

—Ya… —mi cabeza se llena de momentos inolvidables—. Es que no basta con tener una broca de metro y medio, también hace falta saber usarla.

—Totalmente de acuerdo. El sexo no son todo genitales, son muchas más cosas.

—Exacto.

—Como muñones.

—¡Eva! —está para que la metan en la cama de una vez—. Te van a oír.

Ella alza los brazos sin coordinación alguna.

—¡Mejor! Si no nos lo aclara ella, que lo haga él.

—Olvídalo, es igual que ella. Además, no tiene pinta de ser de los que lo cuentan todo a sus amigos al día siguiente.

—Y un cojón —farfulla—. Eso lo hacen todos.

La miro cuadrando la vista lo mejor que puedo.

—¿No te importa que Manu hable con sus amigos de cómo eres en la cama?

Eva se desploma en mi hombro dándole todo igual.

—Si lo hace bien, no.

A esta amiga mía le importa todo un pimiento. Nunca le afectan este tipo de cosas. Será interesante comprobar si pone la misma cara cuando Manu le hable de su ex.

—A mí Morales me habla como un colega más.

—¿Qué? —grita en mi oreja.

—Sí, a veces —y es verdad—. Cuando me lanza ciertos comentarios. Es como si no recordara que soy una mujer. Una con la que mantiene cierta… intimidad. No pido que me diga cosas bonitas o me regale los oídos continuamente pero podría cortarse un poco con algunas cosas. No hace distinción alguna.

—¿Y por qué debería hacerla? Yo solo veo que está siendo él mismo y que no te oculta nada. Es mejor para ti, ¿no?

No lo sé. El análisis de Eva me parece poco meditado. No es que me moleste que Morales me hable así, es que me llama la atención su confianza y espontaneidad.

Otro portazo. ¿Quién se ha ido ahora?

Me equivoco. No se ha ido nadie. Es Morales. Ha vuelto. Me pongo derecha como un palo y Eva cae como un peso muerto detrás de mí. Reúno todo el raciocinio que me queda para mantenerme alerta a su primer movimiento pero los rápidos latidos de mi corazón rebotan en mi sien dificultándome hasta respirar. Estudia a cada uno de los presentes sin detenerse demasiado. Tampoco lo hace conmigo. Eso me duele. Físicamente.

—Me voy a la cama.

La música hace que casi resulte imposible oírle, pero consigo leerle los labios. Me levanto con precipitación.

—¡Yo también!

Ansiosa, arrepentida y con miles de remordimientos, corro por la estancia dando tumbos entre mesitas, alacenas y butacas buscando su indulto. Y su mano. Se la estrecho cuando llego asfixiada hasta él. Morales me arroja una mirada tan confusa como gélida, pero no la aparta. Una chispa de esperanza prende en mi interior. Andamos por el pasillo en busca de nuestra habitación.

No puedo dejar de ojearle. Ha debido de nevar por la zona porque tiene algunos copos blancos colándose entre sus preciosos mechones castaños casi rubios. Adoraría revolvérselos para sacudírselos. Y no con lascivia, con cariño.

—¿Qué miras? —pregunta secamente cuando me suelta y cierra la puerta tras él.

—Eres guapísimo.

Morales no sonríe. Es del todo inexpresivo.

—¿Un yonqui guapísimo?

Su aspereza me mata. No acostumbra a ser así y este cambio me derrumba dejándome caer sentada sobre la cama con la cabeza gacha.

—No creo que seas un yonqui.

Ni siquiera lo es.

—¿Entonces por qué lo has dicho?

—Porque me he calentado.

Escucho la bocanada de aire que expira con lentitud.

—No de la forma en que a mí me gusta.

—No, no de la forma en que a ti te gusta.

Su abrigo aterriza al otro lado del colchón. Me aparto asustada siendo medio consciente de los pasos que da de un lado a otro sin detenerse.

—Estoy limpio, Carla. La última vez que me metí fue cuando discutimos hace un mes. Si quieres creerme, bien. Y si no, también.

Su justificación es innecesaria. Ya sé que no me miente.

—Te creo.

Se para resoplando.

—Deja de mentirme.

—¡No te miento! —protesto atreviéndome a mirarlo.

Tiene los brazos en jarras y la cabeza alta con el mentón hacia arriba. No puede ni mirarme a la cara, esto es un completo desastre.

—Dime lo que piensas de mí, Carla —demanda autocontrolándose—. Necesito saberlo. Y dime la verdad. No te voy a consentir que me mientas.

No sé si es por cómo me desinhibe la ginebra, por la cargazón del ambiente, la culpabilidad de herir a un ser maravilloso o el terror a que se marche de nuevo, pero mis labios articulan toda clase de pensamientos desestimados y desde siempre encarcelados.

Pongo en orden mis ideas y me confieso sin pudor.

—Creo que eres un hombre muy inteligente. Brillante, para ser exactos —comienzo—. Has catapultado una simple startup a un imperio internacional prácticamente tú solo. Has sabido qué decisiones tomar y cuándo era el momento exacto de tomarlas. Un negociador de primera división, un cerebrito con la cabeza llena de fórmulas, números y planes extraordinarios que solo tú comprendes y que hace que nos sintamos bobos los demás.

No puedo callarme, necesito soltarlo todo de golpe, es como una liberación, pero mi voz se empieza a quebrar y no entiendo por qué.

—Eres sin duda alguna un luchador, con una historia a tus espaldas admirable y que me maravilló cuando me la contaste. Con un pasado en un entorno lleno de amor y muy femenino que te ha convertido en el hombre que eres hoy. Un protector nato, alguien que cuando quiere es bondadoso, educado, tierno y asquerosamente encantador.

Se me emborrona la vista. Mis labios tiemblan al hablar.

—También eres muy impulsivo. Me sorprendes sin parar, pero nunca con lo que quieres o crees. Me haces reír, aunque no te des cuenta. Dices muchas tonterías, tienes un humor en ocasiones muy cerdo y en otras, simplemente, peculiar. Pero me gusta igual.

Tiene que gustarle el monólogo porque no le oigo que diga absolutamente nada.

—Estás bastante loco. Tienes salidas que me descolocan y otras que ni siquiera pillo. También eres un poco arrogante, pero supongo que con ese cuerpo yo también lo sería. De tu físico mejor no te hablo. Ya sabes que eres un maldito bombón.

Nerviosa por su silencio, levanto la vista retorciéndome las manos sobre el vestido. Morales es un pasmarote de brazos a los lados y ojos perplejos.

¿Qué acabo de hacer? Tiene que saber que no todo es tan fantástico como parece. Retomando este pensamiento, vuelvo a decaer y a confesar mis temores.

—Eres todas esas cosas, Dani. Pero también eres otras que detesto.

Me muerdo el labio y me hago daño. No quiero llorar.

—Odio que recurras a las drogas en cuanto te deprimes porque algo no va bien…

Seguiría hablando pero Morales cae de rodillas frente a las mías y coge mis manos envolviéndolas entre las suyas con todo su calor. Y fuerza, mucha fuerza. Un par de lágrimas caen sobre mi regazo.

—Ya no lo hago —alega limpiando mis lacrimales con el pulgar.

—¿Hasta cuándo?

Con suavidad, acomoda mi cara entre sus manos para que pueda leerme con claridad. Está mucho más calmado que antes, como si hubiera soltado lastre.

—Ten un poco de fe en mí, Carla. Cuando estás conmigo, me parece mucho más fácil.

Y sigo sin entenderlo. No puedo entender que mi presencia le haga más llevadero nada a nadie. No obstante, en su rostro tan solo detecto alivio, ternura y sinceridad cristalina.

Asiento abrumada por su necesidad de mí. A mí me pasa algo muy parecido con él. Vuelve a limpiarme la cara con cuidado y después se dispone a quitarme los tacones.

—Dani.

—Dime.

Me sostiene de las manos para levantarme con él. Me doy la vuelta para que prosiga con su tarea. No poder verle me facilita la confesión.

—También odio que me obligues a comer.

Basta. Tengo que parar. No puedo seguir por ahí o entonces sí que se largará para siempre.

—Ya me he dado cuenta —suspira.

La cremallera desciende y baja mi vestido con las medias hasta los pies descalzos. Su actitud me deslumbra. Es una completa entrega de cuidador innato. Retira ambas prendas y en su gesto me indica que me dé la vuelta. Da un paso atrás y, cogidos de las manos, eleva mis brazos un poco por encima del pecho. Inspiro sobrecogida. Sus ojos recorren cada uno de mis recodos sin pudor. Una sonrisa de pura satisfacción se forma en su cara.

—Eres preciosa, Carla.

Cierro los ojos. Los remordimientos me impiden tenerlos abiertos.

Noto cómo se aproxima y pega nuestras manos entre ambos cuerpos.

—Preciosa… —repite dándome un beso en la punta de la nariz— y un poco loca.

Sonrío. No se le escapa una. Descubro mi mirada y me encuentro con la media sonrisa más bonita del mundo entero.

—¿Como tú?

Asiente.

—Somos dos bichos raros.

Sí, cada día lo tengo más claro. Suelto sus dedos para agacharme y coger mi pijama de manga corta que guardo en la mesita de noche. Morales me ayuda a vestirme y me lleva al baño de la mano. Desconcertada, veo que coge sitio en la taza del váter y me sienta sobre sus rodillas. Después se hace con mi enorme neceser y rebusca en su interior. Saca una toallita desmaquillante y se lanza a por mi cara. Sujetándome de la barbilla, va limpiando los restos del maquillaje por mis mejillas, la frente y la nariz. Su mueca de concentración me hace sonreír dificultando su cometido.

—¿Por qué te echas tanto pote? —musita muy bajito—. ¿Qué te vas a echar cuando seas una vieja? ¿Argamasa?

Reprimiendo un berrido, le arrebato la toallita y cojo una bola de algodón. La empapo en desmaquillador de ojos y se la entrego. Morales pone cara de «cuánto mejunje para lo mismo» y vuelve a por mi mejilla. Paciente, agarro su muñeca y lo dirijo a mi párpado izquierdo. El algodón masajea mi piel en delicados círculos sin ejercer demasiada presión. Cambia de ojo y reincide en sus movimientos, pero se recrea demasiado. Abro mi ojo libre. Está ensimismado con la mente en otra parte. Me va a desgastar la piel.

—¡Ay!

Las hebras se adhieren a mi córnea y me irritan.

Morales deja de frotar al instante y besa mi ojo parpadeante con dulzura.

—Perdona, nena.

Le dedico media sonrisa dándole a entender que está perdonado.

Morales nos levanta y coge mi cepillo de dientes llenándolo de pasta. Vuelve a sujetarme por la barbilla y me pide con la mirada que abra la boca. Lo hago pasmada y sin rechistar. Me lava los dientes examinando su obra con ojos entrecerrados pero con un amago de sonrisa en la boca. Eso tiene que ser por la cara que debo tener ahora mismo. Mis ojos deben denotar mi asombro. Reacción que se acrecienta en cuanto se mete el cepillo en su boca y lo usa con soltura y decisión. No protesto. Nuestras bocas han saboreado tantas partes de nuestros cuerpos que no es posible que pueda tener escrúpulos por esto.

Escupo antes de ahogarme con la espuma. Me imita. Nos aclaramos con agua y me conduce a la habitación. Una vez junto a la cama, en silencio, se desviste quedándose en calzoncillos negros y mostrando un cuerpo esbelto, apetitoso y creado para hacerme la vida un poco menos amarga.

Solidarizándome, desabrocho mi sujetador y me lo saco por una manga. Procuro obviar su gesto socarrón y me meto en la cama con él. Le dejo adoptar una forma de cucharita que me reconforte y me haga entrar en el más personal de los calores pero me gira sin miramientos para quedar frente a frente.

Encojo mis brazos junto a su pecho desnudo, sus brazos me rodean y enroscamos nuestras piernas bajo las sábanas. Cierro los ojos sintiendo cómo el calor penetra en mi piel como si pudiera humear como el hielo seco. Bostezo somnolienta.

—Me gusta que me cuides.

Morales posa sus labios en mi frente y le escucho antes de abandonarme al mundo de los sueños:

—Me gusta cuidarte.