22

—Llevo puesto un tampón —aviso con ademán de saltar al suelo.

—Ya me imagino.

Pasando de mis intentos de escape, Morales me deja caer sobre el colchón en su ya habitual gesto. Intento incorporarme para liberarme en el baño y él me lo vuelve a impedir empujándome por los hombros. Resoplo consternada. Que haga lo que le dé la gana.

Y eso mismo hace. De rodillas sobre el suelo, primero me quita los calcetines y después los pantalones y las bragas a la vez, deslizándolos a su debido tiempo por toda la largura de mis piernas temblorosas.

—Sabes lo poco que me gusta que lleves sujetador, ¿verdad?

Asiento en silencio.

—Pues tampoco lleves bragas. No me caen bien.

Se me escapa una risilla recordando lo de esta mañana.

—¿Te sigue doliendo?

Menea la cabeza medio sonriente y guiñándome un ojo.

Yo mantengo las piernas cerradas instintivamente pero él las abre para contemplar mi sexo en todo su esplendor. El cordón debe estar por ahí, a la vista. Reconozco que me espanta.

Morales se saca su jersey y su camiseta por la cabeza. Ambos quedamos a medio vestir. Él desnudo de cintura para arriba y yo al revés.

Espantados, mis ojos son testigos de cómo Morales se enreda el cordón en un dedo y da un pequeño tirón. Me siento hecha un manojo de nervios y le doy un manotazo.

—¿Pero qué haces?

—Sacártelo —contesta indiferente.

—¡No! Si tu mente enferma quiere verlo, haz lo que te dé la gana pero esto ya me lo saco yo.

—No, lo haré yo —Morales me agarra las manos con fuerza y me impulsa con ellas hacia atrás—, túmbate y relájate, ¿vale? Disfruta, Carla.

¿Disfrutar? No puedo disfrutar de esta extravagancia suya. Me choca, me incomoda y me avergüenza. Para él siempre es todo tan sencillo. La verdad, me da envidia. Me gustaría verlo con tanta naturalidad como él. Me empuja de nuevo y yo me recuesto con las manos pegadas a la cara.

No puedo ver esto. Por favor, que termine cuanto antes.

—Mírame, Carla —oigo al notar un nuevo tirón.

—No.

—Mírame o te meto tres dedos detrás de este tampón.

Retiro las manos horrorizada. Morales mantiene la ferocidad de su voz en su mirada. Me observa fijamente, sin pestañear. Y yo le imito. El tirón vuelve y se convierte en un suave resbalamiento de algodón y flujos corporales.

Lo siento escabullirse de mi interior mientras sus ojos sostienen una mirada lujuriosa que me encharca literalmente. Los rasgos de Morales son los de un felino cautivador. Los músculos de mi vagina palpitan, siento que arden alrededor de mi apertura. ¿Alguien me explica cómo puede lograr que esto parezca excitante?

Cuando termina, cierro las piernas, y Morales se va al baño con el tampón en la mano. Imagino que a tirarlo. Menos mal, conociéndole habría jurado que se habría hecho una infusión con él.

Morales regresa y lo hace con calma. Con andares que derrochan sensualidad y seguridad en sí mismo. Trago saliva con la vista clavada en esos maravillosos oblicuos desnudos. Se sitúa en la misma posición que antes y me abre las piernas con poca delicadeza.

Hunde su nariz en mi sexo. Me estremezco. Noto el aire exhalado de sus aletas en mi clítoris. Echo la cabeza hacia atrás tensando la mandíbula. Su lengua me acaricia de improviso y mi cuerpo entero se sacude de placer. Estrujo el edredón con los dedos ante las nuevas invasivas. No me da tregua al descanso. Esa lengua suya vuelve una y otra vez paseándose sobre mis labios y acompañando a sutiles mordiscos en mi clítoris. Gimo deseando desanudar el orgasmo.

Noto las pequeñas contracciones en mis músculos vaginales. Me va a hacer llorar de gusto. El corazón me repiquetea sin descanso y saco el edredón y las sábanas de debajo del colchón en un impulso. Morales aleja entonces su deliciosa boca de mí y, después, vuelve para posar un suave beso en mi clítoris que me derrite por dentro.

Escucho cómo se desabrocha el cinturón y cómo se baja los pantalones. Al tiempo, lo tengo sobre mí, entre mis piernas y ayudándome a deshacerme del jersey y el sujetador. Desciende suavemente hasta mi boca y se relame la suya provocándome seductor.

—Hoy sabes diferente.

Aparto la vista. Contestaría pero su pene se aplasta contra mi sexo y me impide vocalizar.

—Metálica…

Frunzo el ceño. Nuestro frote arrastra una descarga eléctrica punzante que me arquea sobre la cama.

—Arrebatadora…

Ay, Dios.

—Jodidamente metálica y arrebatadora.

Sus labios aprisionan los míos y los abre sin dificultad. Me abro totalmente a él. Ya sea con unos labios o con otros, son todos para él. Cada pedacito de mí, yo se lo entrego con gusto y con tintes de subordinación. Porque lo que me hace sentir este hombre cuando se hunde en mi interior no es de este mundo, no tiene precio ni posible imitación.

Morales concluye su asalto del todo. Se mueve en círculos y contraigo el rostro sin querer. El movimiento escuece ligeramente. Deja de besarme y me calma con voz de terciopelo:

—Es normal, nena. Estás más sensible, es solo eso.

Es verdad, no tardo en sentirle de la forma habitual. Sale hasta casi sacarla entera pero entra de nuevo y cuando lo hace no puedo evitar sorprenderme. No me la ha clavado, no me ha estampado la cabeza contra el cabecero. Digamos que simplemente no ha arremetido contra mí.

Repite su compás. Un nuevo ritmo que concluye en una unión profunda, arqueada y de la que creo ver volar no chiribitas, sino mariposas de colores.

Me encanta.

Me embruja.

Y me preocupa.

—¿Quieres que pare? —pregunta con expectación.

¿Qué cara habré puesto?

—Si me dejas así, te mato.

Morales me regala una sonrisa que me embelesa y continúa moviéndose lentamente sobre mí. Sus manos se entretienen entre mi cabello y mi cintura. Mi cuerpo se riza bajo el suyo, el calor se extiende por mi tronco y mis extremidades de manera deliciosa. Delicada, excelente, primorosa. Es un recorrido que roza la perfección, me deja lánguida y rendida a él y a su soberbio efecto.

Morales reparte besos sobre mi garganta. La intensidad de su entrega es tan dulce que se me para el corazón con cada balanceo. Jadea sobre mi piel. Me deleita su propia excitación. Daniel Morales se puede correr con suavidad. Es fantástico.

Pero no se da cuenta de que me abre el apetito de un modo voraz.

—Quítame el dolor, Dani —imploro entre jadeos.

Morales me mira interrogante, con la respiración entrecortada y sin agilizar su delicadeza.

—Quítamelo como tú sabes.

La sonrisa que le dedico es suficiente arma para doblegarle a mis deseos. Me corresponde con un beso húmedo y del que se sirve para coger aire, impulsarse y taladrarme.

Abro los ojos. Chillo en su garganta. Su cuerpo se agita bajo mis dedos. Sé que le gusta tanto o más que a mí. Morales empuja con potencia. Lo hace con su frente pegada a la mía, con los ojos cerrados en signo de fervor y gruñendo pasional sobre mis labios.

Empiezo a sudar. Mucho. Él también. Le tiro frenética del pelo y él aúlla poniendo todo su empeño en descomponerme a pollazos. Rebotamos contra el colchón. Voy a estallar.

Pero espera. Espera. Todavía quiero más. Quiero mucho más. Con él quiero de todo.

—Para.

No hace ni caso, no creo ni que me haya oído o entendido entre sus labios.

—Para, Dani.

La conmoción es tan repentina que hace un verdadero esfuerzo por procesar mi petición. Pestañea aclarándose la vista. Me apoyo sobre los codos obligándole a apartarse.

—Métemela por el culo.

Estoy tan a punto que esto va a ser mucho más fácil que aquella otra vez. No voy a durar nada pero como el estallido sea como el de aquel día, habrá merecido la pena sin dudarlo.

Morales abre los ojos de par en par.

—¡Lo sabía! —grita emocionado—. ¡Sabía que me suplicarías!

—¿Qué dices? ¡No te estoy suplicando!

—Pues hazlo.

—Y una mierda.

Morales calibra mi mirada.

—¡Bah! ¿Qué más da? —resuelve tranquilo—. Te la iba a meter igual. Date la vuelta.

Meneo la cabeza en actitud desaprobatoria y me libero de su miembro para ponerme boca abajo. Ya lo echo de menos.

Morales me levanta de la cadera poniéndome en la posición adecuada. Quedo de rodillas, en pompa, con la cabeza gacha y los brazos estirados como si estuviera orando. No me hace falta. Sé de antemano que este orgasmo me va a saber a gloria.

Pasan los segundos y aquí nadie hace nada. Muevo la cabeza y veo que Morales mantiene dos dedos suspendidos muy cerca de mi mejilla. Sonrío. Y chupo dos o tres veces hasta que quedan completamente empapados. Cuando desaparecen, siento una mano cálida sobre un cachete y esos mismos dedos bordeando mi agujero anal. Percibo más humedad, y no soy yo. Es su saliva unida a la mía. Gimo mordiéndome el labio de excitación. ¿Desde cuándo me he vuelto tan puerca?

Entra un dedo. Suelto oxígeno conmocionada. Es un pulgar. Ha ido directo al grano esta vez. Puede que porque me crea más que preparada o porque no se haya podido resistir. Quién sabe.

Juguetea con él, pero mi sexo también recibe visita. Una mano sujeta mi cadera con firmeza casi dolorosa y su polla me penetra con rudeza. Casi me desplomo, pero esa mano ha hecho lo propio para llevar a mi cuerpo en dirección contraria. Lo repite otra vez y grito extasiada. Los de fuera van a pensar que me están torturando aquí dentro, pero no puedo evitarlo. Es demasiado bueno para reprimirse.

El pulgar huye y en su lugar aparecen otros dos dedos. Sí, dos. La dilatación me quema, pero al siguiente encontronazo vuelvo a gritar de gusto puro y duro. Menos mal que no puede ver mi cara, creo que hasta llego a bizquear. ¿Dónde ha estado este hombre durante todos mis años de sexo roñoso y miserable?

Morales me golpea repetidas veces. Me abrasa. Gorjeo.

—No sé qué son esos ruidos, Carla —dice su voz exhausta a mi espalda.

Yo tampoco. Creo que podría inventar un idioma nuevo con esto.

—¿Significa que duele?

Hablo. Creo.

—¿Qué coño dices? —inquiere partiéndose de risa.

Mi cabeza se mueve de un lado a otro con energía.

—No duele.

Asiento acercándome más a él.

—Sí duele.

Vuelvo a negar entre sonidos incomprensibles y él se troncha.

—Veamos si puedes con esto.

Los dedos se marchan y la punta de su polla se abre paso resquebrajándome. Duele. Duele. Mi cara es una mueca indescriptible. Contengo la respiración soportando la intrusión, pero necesito ayuda.

Por suerte, la recibo sin que tenga que aprender a hablar otra vez. Unos dedos encuentran mi clítoris y lo amasan con dedicación. Su carne se adentra por mi apretadísimo culo mientras un esperado clímax revolotea a través de mi perineo y expandiéndose por toda la zona.

—Dime que vas bien —demanda en tensión.

Asiento. Me doy de cabezazos contra el edredón y retuerzo la almohada con las manos.

—Vas bien… Vas bien… Voy bien…

Vamos bien.

—Vamos bien…

Pero cuando me llena un poco más al fondo soy consciente de que no puedo más. Reúno valor y entono.

—¡Ya!

—Ya…

Sale muy poquito y vuelve a entrar. Así hasta que el movimiento se multiplica con relativa sencillez. Morales gime sin control al desenvolverse con maestría en mi ano. Sus dedos siguen con una labor de ingeniería metódica en mi sexo. Se le da muy bien. Demasiado. Ululo. No he ululado en mi vida.

Ya no puedo contenerme. Viene a por mí, está aquí mismo. La presión se convierte en una humareda erótica. Después en vendaval y, por último, en torbellino.

—¡Me corro, Dani! ¡Me corro!

Me deshago. Y él también.

Su semen emigra en mi culo con violencia exquisita y su mano resbala entre flujos que se derraman entre mis muslos. Ruge. Grito. Nuestros cuerpos se sacuden y nos desplomamos uno sobre el otro. Algo que sirve para incrustármela más y elevarme hasta las nubes.

Pasado un tiempo que no sé calcular con certeza, el miembro de Morales deja de palpitar entre mis músculos. Me remuevo un poco bajo su cuerpo, el cual yace traspuesto sobre mi espalda. No se aparta. Intento levantarlo. No se quita. Echo un codo hacia atrás que habla por sí solo pero él ni se inmuta.

—No quiero.

Por más que gire la cabeza, no logro verle la cara.

—Estoy muy a gusto —asegura soltando aire sobre mi cuello.

Suspiro desistiendo. Finalmente, Morales despeja mis oprimidas nalgas y quedamos los dos tumbados bocarriba. No sé qué decir, no sé qué se puede decir después de algo así que lo mejore. Por eso mismo me dedico tan solo a mirarle. Mi vista se encariña de sus muslos delgados y fibrosos, su vientre plano, sus brazos fuertes y bronceados, y su rostro ceñudo. ¿Ceñudo? ¿Qué ha pasado en el último minuto?

—¿Estás bien?

—Tienes una regla muy irregular, ¿no?

Intento ocultar mi asombro como puedo. Hace cuentas con los dedos y murmura por lo bajo:

—Desde que te conozco no la has tenido ni una sola vez.

—Sí —tartamudeo como una chiquilla—, es muy irregular.

Tanto, que casi ni tengo.