31
—¿Qué estás haciendo aquí? —articulo sin poder salir de mi estupor.
Virginia hace un gesto mostrando su sorpresa.
—Sabes quién soy —afirma con voz calmada y femenina—. Qué pronto circulan los rumores en este maldito sector.
Abre su bolso y saca un sobre blanco.
—Tengo un regalito para ti.
Me lo ofrece y yo lo recojo con desconfianza. No tengo nada que hablar o tratar con esta mujer. Si viene a pedirme trabajo y esto es su currículum, pienso meterlo en la trituradora de papel, aunque cuando descubro lo que hay dentro deseo al momento que realmente hubiera sido su historial laboral. Espantados, mis ojos se agitan mientras ojean las fotografías. Salgo en todas y en ninguna sola. Morales también está conmigo. Reconozco el día y el momento, es la boda de Susana. En ellas se ve cómo Morales me abraza, me levanta en volandas, camina conmigo y nos mete a los dos en un coche negro. No se ve beso alguno, pero esa actitud es ya suficientemente íntima y de confianza como para dejar claro que hay algo entre ambos.
Recuerdo a varios fotógrafos en la boda, pero estas instantáneas están hechas con un teleobjetivo potente. Había alguien escondido en algún sitio cual paparazzi espiándonos. Contengo una arcada, voy a vomitar.
—O le dejas o envío las fotos a Gerardo Santamaría.
Me muerdo un carrillo para no ponerme a gritar de frustración. No puede ser que tenga delante a la misma persona que ha enviado el dichoso cuadro a mi jefe.
—¿Has sido tú? ¿Tú le has enviado el cuadro a Gerardo?
—¿Qué cuadro? —se asombra ceñuda—. ¿Ya os habéis retratado juntos? Sí que vais rápido.
Vale, no ha podido ser ella. Está tan conmocionada con eso como yo con estas fotos en mis manos. Pero aún así, no comprendo qué tiene esta mujer contra mí.
—¿Por qué haces esto? Yo no tengo nada que ver con toda vuestra historia.
—Te equivocas, estás justo en medio —me acusa con altivez—. Tienes suerte de que sea una mujer comprensiva. Te estoy dando la oportunidad de que lo dejes por las buenas y acabéis con toda esta gilipollez.
—¿Para qué? ¡Qué más te da!
Virginia sacude su bolso irritada y con los músculos del cuello tensionados.
—¡Quiero que sufra por lo que me hizo!
—No te hizo nada…
—Si hubiéramos seguido juntos, nada de esto habría pasado —masculla con ojos llorosos—. Yo no habría perdido mi trabajo y mi imagen profesional. ¡Lo sabe todo el mundo! ¡Está en boca de todos! Ya no sé qué hacer, no puedo seguir así. Quiero que muera solo como el ser odioso que es.
Su rencor casi me deja sin aliento.
—¿Tanto le odias?
—No tiene derecho a ser feliz —maldice con labios temblorosos—. Todo es culpa suya. O le dejas y que se joda vivo o te vas derecha al paro y te buscas la vida en otra parte. Tú decides.
De eso nada. No voy a perder mi trabajo por esta lunática.
—Dime cuánto quieres. Te daré todo el dinero que quieras, pero ni se te ocurra mandar estas fotos a nadie…
—¡No quiero tu dinero, pija estúpida! —grita horrorizada—. ¡Púdrete con él! Lo que quiero es joder a Morales y ya no puedo acercarme a él.
Se me acaban las opciones. Si no quiere dinero no sé qué puedo darle a cambio. Una bocina corta mis divagaciones. Hay un coche pidiendo paso detrás del mío.
—Di algo, ¿le vas a dejar o envío ya las fotos?
—¡No! —pataleo—. Dame tiempo, espera. Puedo ayudarte, hablemos…
—¡Que no, joder! ¡Déjale y punto!
La bocina vuelve a sonar e intento agarrar a Virginia, pero ella se aparta y empieza a retirarse hacia la acera. Me duele el pecho y mi respiración se acelera. Estoy muy angustiada, esto tiene que ser una pesadilla. No puedo permitir que venga una cualquiera a chantajearme por cosas en las que ni siquiera he tomado parte.
—Virginia, no voy a dejarle. Ni por ti, ni por nadie —advierto al borde del estallido—. Dime qué puedo hacer para quitarte esa idea de la cabeza. No voy a consentir ni que me metas en esto ni que le culpes a él porque no quisiera nada serio contigo.
Virginia abre la boca como un oso a punto de rugir.
—¡Qué dices, gilipollas! ¡No le culpo por eso! ¡Le culpo porque todo el mundo sabe que mi agencia perdió una cuenta millonaria por algo que yo provoqué!
Otro bocinazo.
—¡Pero ese es tu problema!
—¡No! ¡Él lo desencadenó! ¡Es un manipulador!
—¡Señoras! —berrea una voz masculina. Un hombre delgado y con gafas se asoma en su coche, muy cerca del mío. Me va a dar un ataque—. ¡O mueven el coche o llamo a la policía!
—¡No!
—Tú eres retrasada, vamos —insulta Virginia desde la acera—. Mañana mismo las mando.
—¡No!
Virginia echa a andar en dirección contraria. Quiero salir tras ella e inmovilizarla contra el suelo. Borrarle la memoria de una tunda y que nos deje tanto a Morales como a mí en paz. El claxon resuena con más fuerza y se me mete tan adentro como el dolor y la cólera que me bombean por las venas.
—¡Señoras, por favor!
Basta. Tengo que parar esto. Todo empieza a tener sentido, está todo en contra, no hay nada favorable en esta locura. Va a acabar conmigo de verdad. No quiero terminar en una camilla de hospital por coleccionar desencuentros y sustos como estos. Se acabó, no puedo más. Es verdad, es una gilipollez, no puedo luchar contra lo que medio mundo se pone en contra.
—¡Señoras!
—¡Le dejaré, Virginia! ¡Le dejaré!
Los gritos maltratan mis cuerdas vocales. Me escuece la garganta y las lágrimas me ciegan la vista.
—Buena chica.
Cuando me vuelvo a mirarla, ya corre hacia la oscuridad de otra calle contigua.
—¡Voy a moverlo!
El hombre sale de su coche para lanzarse a por el mío. Hecha una furia, corro hasta él para empujarle desquiciada.
—¡Ya voy, joder! ¡Apártate de ahí!
Asustado, se echa hacia atrás y yo me encierro en mi coche estampando el sobre contra el fondo de la guantera. Llorando y chillando en pleno ataque de nervios, escribo lo mejor que puedo inundando la pantalla en lágrimas.
«Carla: “¿Dónde estás?”».
Tarda dos segundos en contestar. Igual de atento que durante el resto del día de hoy.
«Morales: “En casa”».
«Morales: “Acabo de llegar”».
«Carla: “Voy hacia allí”».
Dejo caer el móvil al suelo, me pongo el cinturón y arranco dispuesta a no dejar pasar más tiempo y zanjar esto de una vez por todas.
Inspiro y espiro de la misma forma que me enseñaron hace años. Me estoy acercando a un ritmo normalizado de constantes vitales, pero me siguen temblando las manos y tengo la cara hecha un desastre. Me seco los ojos con esmero y retoco mi maquillaje con montones de polvos. Tengo la boca seca, bebería algo pero temo echarlo al primer trago. Mi estómago está tan revuelto como los pensamientos que intento ordenar en mi cerebro.
No quiero hacer esto. No quiero dejar de ver a Morales. Cada día que pasa, cuando se aparta de mi lado, le echo más de menos. No obstante, debo tomar la decisión más acertada para los dos. Una vez él me dejó porque no quería hacerme daño. Pues bien, yo lo voy a hacer ahora por lo mismo. Al final, el daño se lo estoy haciendo yo continuamente sin pensar y sin querer. No le puedo ayudar si seguimos comportándonos y discutiendo así. No soy buena para él y su propio círculo me está echando de su vida. Primero Mario y João, luego su trabajo y ahora sus escarceos laborales.
Salgo del coche, compungida y aguantando los sollozos. Voy a explicarle lo que hay. No delataré a Virginia, seguro que me la juega y manda las fotos si se entera de que hablo del tema. Solo voy a dejar claro que lo que estamos haciendo no es sano. La verdad es que creo que lo es y que me estaba haciendo más fuerte pero no se por qué, hay una fuerza extraña que nos empuja a distanciarnos sin rechistar.
Pulso el timbre y rememoro sus facciones, sus gestos y su voz en el acto. Esto no va a ser fácil, tenerle cerca no me permite pensar.
—Hola.
Efectivamente, me va a costar todas mis fuerzas. Mantiene la puerta abierta, descalzo, con una camiseta blanca, unos pantalones azules y un rostro angelical que muestra media sonrisa.
—Pasa.
Bajo la vista y doy unos pasos esperando que él me guíe por su hogar.
—Ven, estaba haciéndome un café. ¿Quieres uno?
—No —susurro.
—Es descafeinado.
—No quiero.
Morales entra en la cocina girándose de vez en cuando para mantenerme bajo vigilancia. Escapo de su mirada como puedo y me siento sobre un taburete mientras él se sirve el café.
—¿No te quitas el abrigo?
No, voy a ser lo más rápida que pueda. Levanto la vista con pachorra paseándola por sus brazos, su pecho, su cuello y hasta sus ojos verdes. Tiene las puntas del pelo mojadas, se habrá dado una ducha. Es la viva imagen del objeto de mi deseo.
—¡Joder, Carla! —maldice de improviso—. Si llego a saber que te ibas a poner así, no te mando nada. ¿Estás así por lo de las bragas? Están arriba, llévatelas si tanto te afecta. Solo quería hacerte rabiar un poco, no pensaba que fuera para tanto.
No me importa, que se quede con lo que quiera. Así tendrá algo con lo que recordarme.
—¿Por qué no has dado señales de vida en todo el día?
Su acusación es desacertada. ¿Qué esperaba?
—Tú tampoco lo hiciste ayer.
—Estaba demasiado ocupado buscando a quien fuera que mandara tu cuadro —contesta secamente.
—¿Lo averiguaste?
Niega con la cabeza y yo suspiro desilusionada.
—Perdóname por haberte culpado.
—Ya está olvidado —Morales levanta una mano zanjando el tema—. No hablemos más de ello.
Alucino. Tiene una facilidad para perdonarme siempre que nunca he encontrado en nadie más.
Desvío la vista para rememorar momentos fantásticos que me afligen aún más. Desde este taburete escuché la historia de su vida y en esa placa me preparó unos crepes deliciosos.
Todo eso se acabará para siempre y estoy segura de que no podré vivir sin ello. Los recuerdos me torturarán hasta matarme. No puedo hacerlo. Definitivamente no puedo.
Hundo la cara entre mis manos. No soy lo suficientemente valiente. Parpadeo buscando su reacción y veo que me contempla arrugando el ceño. Sí, Morales, estoy loca, ¿no te habías dado cuenta? Pues si quieres te lo demuestro.
—Dani, tengo que hablar contigo, necesitamos…
—Espera —me corta bajándose de su asiento y echando a andar—. Antes quiero darte algo, no quiero retrasarlo más.
Boquiabierta, me deja sola y con las palabras más amargas en mi boca. No quiero perder mi trabajo, nunca he antepuesto a nadie por encima de él. ¿Antepondría a Morales aún sabiendo que lo nuestro puede convertirse en el cuento de nunca acabar? No solo hablamos de mi actual trabajo, sino también del futuro. Sería la comidilla del sector durante un buen tiempo y estas cosas no se olvidan con facilidad. Voy a tener que buscarme otro, pero dudo que sea sencillo con la carta de no-recomendación que tendré por presentación. Debería emigrar como Eva. ¿Cómo me he metido en esto?
Morales regresa y se queda observándome en una esquina. Lleva algo escondido a su espalda. Su rostro denota nerviosismo e incluso rubor.
—No te enfades.
Pongo los ojos en blanco. Como sea un disfraz de valkiria, se lo va a poner Rita la cantaora. No creo que me gustasen esos jueguecitos.
—Tienes que jurarme que no me lo vas a tirar a la cabeza.
—¿Qué es?
—Júramelo.
Ahora me pica la curiosidad. Asiento medio ceñuda.
Morales camina en silencio hasta la isla y deposita con cuidado una bolsa roja. En ella leo «Cartier».
Abro unos ojos escépticos y fascinados. No emito sonido alguno, la sorpresa los ha engullido en el fondo de mi garganta. Estoy a un paso de desmayarme, noto que me tambaleo ligeramente.
—Lo que quiero darte no es la bolsa. Hay algo dentro, ¿sabes?
Confieso que me encantaría ver qué cara tiene en este momento, pero no consigo despegar mi mirada de esas siete letras. Nunca habría imaginado a Morales entrando en firmas como esa para comprar algo a una mujer. O simplemente comprando algo a una mujer. O mejor aún, comprándomelo a mí.
Extiendo los brazos y me hago con la bolsita. Saco la caja roja de piel que hay en su interior. Por el tamaño, debe ser un collar o algo parecido. La abro y me quedo sin respiración. Una estampida de emociones galopa por mi pecho abrumándome.
Es un violín. El charm de un pequeño violín colgado de una cadena color platino. Las yemas de mis dedos la acarician. Parece oro blanco. En cambio, las piedrecitas del violín tienen aspecto de ser diamantes. Todo el diminuto cuerpo del instrumento está cuajado de ellos. Es bellísimo. Me siento abrumada, no sé qué decir. Es la joya con mayor gusto que me han regalado nunca y lo cierto es que me importa bien poco que eso sean diamantes, cristales o cartón-piedra. Eso es lo de menos.
Daniel Morales me está regalando una joya y no tengo ni idea de por qué, pero el detalle, el gesto o la intención es lo que verdaderamente me tiene embrujada.
—¿Por qué? —pregunto en un hilillo de voz.
Morales esboza una sonrisa tímida mientras se posiciona a mi lado.
—Lo compré en San Francisco —lo miro atónita—. Lo vi en el escaparate y me recordó a ti. En aquel momento ni siquiera sabía si te iba a volver a ver, pero no me pude resistir. Tenía que ser tuyo, ese violín llevaba tu nombre. No tenía muy claro que pudiera llegar a dártelo nunca pero ahora sí. Porque lo aceptas, ¿no? ¿O lo vas a tirar por la ventana?
Si me está provocando, no pienso insultarle. No es el momento, no quiero romperlo. Es algo mágico.
—Claro que no.
—Menos mal. Te lo habría hecho tragar.
Mi mirada hace lo posible para no asesinarle sin piedad, pero este hombre está empezando a tentar demasiado a su suerte.
—¿Te lo pongo?
Asiento entusiasmada. Me quito el abrigo dejándolo sobre la isla con mi bolso y me retiro un poco la trenza para que pueda abrocharlo. Morales pasa el pequeño violín por delante de mis ojos y este se deja caer sobre mi blusa color crema.
—¿Te gusta?
—Me encanta —sonrío agradecida.
La melodía de un móvil resuena por toda la cocina.
—Perdona.
Morales se aleja de mi espalda y rodea la isla para ir a por el móvil que vibra al otro lado. Vaya forma de joderme el momentazo. Está claro que no ha visto la hora que es. Tiene a todos sus empleados tan mal acostumbrados con esto que nunca dejarán de llamarle. Tiene que pararlo.
—¿Es urgente?
—¿Qué? —pregunta sin levantar la vista del móvil.
—Que si es urgente.
Morales me muestra su lado hosco.
—¿Cómo lo voy a saber si ni siquiera he descolgado?
—Pregúntalo.
Él chasquea la lengua molesto y se lleva el móvil a la oreja sin dejar de mirarme. Comienza a hablar en inglés. Tras un par de frases niega con la cabeza en mi dirección.
—Cuelga.
Morales pone cara de haberme vuelto loca y vuelve a sacudir la cabeza.
A mí ya no me jode la noche ni Virginia Ferrer, ni el inútil de turno que tenga al otro lado del teléfono. Me levanto del taburete y traspaso su prado esmeralda con mi tempestad de cobalto.
—Cuelga ahora mismo Daniel Morales o lo haré yo.
Morales enmudece por unos segundos para excusarse después y colgar el móvil. Eso es. Vamos progresando. A lo mejor esto ni es tan horrible como parece ni está todo perdido. ¿Significa este precioso detalle y esa inusual sumisión un paso hacia la evolución?
—¿Por qué querías que hiciera eso? —cuestiona volviendo junto a mí.
—Lo sabes perfectamente.
Morales resopla apoyándose en la isla con la cintura y cruzándose de brazos.
—A ver, ¿qué querías decirme?
—¿Perdona?
—Has dicho que tenías que hablar conmigo.
Sí, quería decirte que hay una perturbada que me obliga a dejarte para hacerte sufrir; que yo en uno de mis habituales arrebatos he claudicado pensando que era lo mejor para los dos, pero me he dado cuenta de que solo conseguiría hacernos más daño del que ya nos hacemos juntos sin querer.
Ahora, después de descubrir que has pasado delante de una tienda a nueve mil kilómetros de distancia desde donde me encontraba y has visto algo que te ha recordado a mí, pienso con más rotundidad todavía que tenemos alguna salvación.
—No me has vuelto a pedir tu trol. Quería saber si lo quieres de vuelta.
Morales entorna los ojos con desconfianza.
—¿Has venido hasta aquí para preguntarme eso?
—Tú una noche te presentaste en mi casa porque no podías dormir —contraataco con rintintín.
—Cierto —sonríe arrastrándose por la mesa para acercarse más—. Puedes quedártelo.
—¿En serio?
Asiente.
—Me he dado cuenta de que le das un mejor uso que yo.
Hago un extraño sonido a medio camino entre la risa y el resoplido. Sus ojos caen prendidos de la joya sobre mi pecho y yo hago lo mismo.
—¿Me queda bien?
Sus nudillos me acarician una mejilla con suavidad.
—A ti todo te queda bien.
Su boca se apodera de la mía, primero con la mansedumbre de sus labios y después con la humedad de su lengua juguetona. Se aparta y yo pestañeo enfocando una vista turbia.
—No sé cómo agradecértelo.
—Quédate a dormir esta noche —pide y hace un pequeño gesto con los dedos—. Ayer estuve a esto de acercarme a tu casa, pero no me ibas a tomar en serio vestido del dios del trueno.
Sonrío. Sus dientes mordisquean mi nariz y mis carrillos. El hormigueo atraviesa todo mi rostro, el cuello, el pecho, el abdomen y mi entrepierna con celeridad.
—¿Lo pasasteis bien?
—Sí —afirma descendiendo por mi cuello—, pero hubiera sido mucho mejor si hubieras aparecido envuelta en látex y te hubiera puesto cara a la pared.
Jadeo cuando lame la piel junto a mi oído. Las palpitaciones hacen eco por cada rincón de mi cuerpo.
—Puedes hacerlo ahora.
Advierto su bella sonrisa sobre mi oreja.
—Lo estás deseando, ¿verdad?
Morales acaricia el interior de mis muslos sin dejar de saborearme con su boca e introduce los dedos bajo mis bragas. Me agarro de sus brazos. Pellizco descargando el gusto de su manos anegadas en mis fluidos y rozando mi clítoris protuberante.
—Mmm… mi poción mágica —ronronea—. ¿Todo esto es por los diamantes?
Cierro los ojos rendida al disfrute de sus atenciones, pero me da tiempo a negar sus suposiciones.
—¿Entonces es por decirme lo que tengo que hacer? —inquiere burlón—. ¿Te pone cachonda darme órdenes, Carla?
No, pero veo que aquí abajo tenemos otro asunto similar. Desciendo mi mano hasta su querida estaca y la envuelvo bajo la ropa interior. Morales gime exhalando en mi cara.
—¿Y a ti? ¿Te pone cachondo que te las dé?
Ante mi asombro, hace un mohín. ¿Eso es que sí?
—Lo confieso, nena. A veces cuando te pones así, me entran ganas de mandarte a la mierda. Y otras, sencillamente me la pones durísima.
Su mano busca la mía y juntas masturban su miembro de hierro.
—Como ahora.
Me relamo los labios alzando el mentón y reclamando contacto, pero Morales actúa con premura.
—Date la vuelta que te dé lo tuyo —apremia.
Aunque no es capaz de esperarme. Me gira con un movimiento y me aprisiona contra la isla. Me sube la falda hasta la cintura y me quita las medias y las bragas deshaciéndose de mis tacones también. Cuando creo que me va a aplastar la polla en el culo, me abre las piernas y su boca toma posición en mi vagina. Trastabillo sujetándome del mármol negro como puedo.
Pierdo toda fortaleza al sentir su lengua recorriendo mis labios arriba y abajo. Utiliza los dientes arañando la sensibilidad de mis músculos, sacudiéndome de placer. El calor de sus manos se extiende a lo largo de mis muslos. Me sostienen con fuerza cuando presiente mi flaqueza con sus idas y venidas.
Con la cabeza hacia atrás, escucho los últimos chupetones antes de que esparza su saliva por mi perineo y también por el ano. Me propina tal mordisco en un cachete que aúllo adivinando la marca que me habrá dejado de recuerdo.
Oigo cómo se quita los pantalones. Al fin, se pega a mí atrapándome entre la isla y su cuerpo. Olvidando las sutilezas, desabotona mi blusa con ansia y yo me llevo la mano a la pequeña joya que adorna mi cuello.
—¡Cuidado! —amonesto—. ¡No me lo rompas el primer día!
—Te compraré otro —propone lanzando mi sujetador por el aire.
—¿Vas a volver a San Francisco a por él?
Mis tetas se dejan envolver por sus manos y estas, a su vez, se ven cubiertas por las mías. Morales arrulla por mi cuello mientras masajeamos mis pechos en círculos y estimulamos mis pezones.
—Depende de cómo te portes.
Me muerdo el labio y vuelvo el rostro buscando una sonrisa. Lo que encuentro es una boca entreabierta, una mirada ardiente y unos mechones castaños que cosquillean mi cara. Morales engancha mi labio entre los suyos.
—Desnúdate entero —pido entre besos.
Su pecho se aparta un poco y al volver, puedo apreciar el fino vello y la tersura de sus músculos en mi espalda. Tengo el sexo hinchado, latiendo a destiempo y hambriento como nunca. Bailo magreando su pedazo de tranca contra mi culo. Necesito atiborrarme, quiero empacharme de él.
Morales suelta mis tetas y me arquea sobre la mesa. Suelto un gritito al sentir el frío mármol rozando mi piel, pero él insiste con los dedos enroscando mi nuca. Quedo totalmente pegada a la encimera de cintura para arriba y él prosigue inmovilizándome al tiempo que la punta de su polla se fricciona en mi sexo.
Sigue torturándome un poco más. Aprieto los dientes y mi organismo vibra impacientado. Al poco, su pulgar acaricia mi mandíbula y atendiendo a las súplicas de mi cuerpo, al que ya conoce más que de sobra, me llena entera de un brutal empellón.
Chillo desquiciada y obnubilada.
—¿Estás bien? —se preocupa deteniéndose.
—¡Sí!
A pocos escalones del cielo.
Sale despacio y me la vuelve a meter con brusquedad. Me desgañito. No entiendo cómo he pensado que podría renunciar a esto. El frío de la isla bajo mis tetas, el vaho condensándose con cada grito, las oleadas de placer en mi sexo, nunca me he sentido tan bien como en este lugar. Abierta para él, chorreante, boqueando y recibiendo toda su sexualidad a golpes deliciosos. Eso es todo cuanto quiero. A él entero.
Sus acometidas son bestiales, propias del Morales más insaciable. Sabe lo mucho que me gusta así, pero también advierto su propio disfrute con cada resuello a mi espalda. Acalorada, empiezo a sentir las primeras sacudidas que me llevan directa al clímax. Gimoteo cerrando los ojos con fuerza.
Su mano libera mi nuca y enrosca mi trenza para ponerme derecha. O eso se propone pero es imposible, no puedo mantener la compostura. Son el borde la de la isla y su cadera las que evitan que vaya derecha al suelo.
Me huelo, puedo oler mi propia excitación y escuchar cómo colisionan nuestros genitales embadurnados en mis fluidos. Abro más las piernas como si la enorme polla de Morales pudiera entrar todavía más al fondo.
—Te vas a correr —sisea en mi oído.
Y no es una pregunta, es una afirmación. Lo tiene tan claro como el agua. Él y todo mi circuito nervioso.
Tras unos segundos, me pongo de puntillas, se me encogen los pulmones y mi sexo se anestesia. Es como si por un momento todo quedara en suspensión. Solo hay cabida para la gran lengua de fuego que abraza mi cuerpo y me combustiona. Me propulsa al paraíso y a jurar en voz alta.
El orgasmo me atonta, pero Morales sigue penetrándome con ganas y ahora aumenta su velocidad. Presiento otro petardazo y me pongo a trepar por la mesa. Va a triturarme.
—¿Adónde coño crees que vas? —ruge clavándome las uñas en la cadera.
—¡Córrete ya, Dani! —ruego zarandeada—. ¡No puedo más!
Mis pies ya no tocan el suelo. Estoy estancada del todo entre su polla y la encimera.
—¿No te gusta fuerte, Carla?
—¡No! —miento con la cabeza dando vueltas.
—¿No te gusta rápido?
—¡No!
Me da un empujón que se me saltan las lágrimas.
—¡No mientas, coño!
Madre mía. Soy como la piel de un tambor, vibro con cada trompazo, con cada redoble, me voy a desoldar. Es espléndido.
—¿Es lo suficientemente rápido? —vocifera entre dientes.
—¡No!
—¡Joder!
Sí. Ahora sí. Ahora me está matando de gusto.
Es impresionante la respuesta de mi cuerpo a todo lo que me hace Morales. Me activa, me enciende, me aplasta y me resucita. Justo como ahora. No puedo reprimir las ganas que tengo de que me empalague hasta empacharme.
—¡Oh, Dios, Dani! ¡Me encanta! ¡Lléname! ¡Lléname con tu leche!
—¡Sí! ¡Toda para ti, Carla! ¡Toda para ti!
—Toda para mí…
—¡Sí! ¡Solo para ti!
—Solo para… —¿cómo?— mí…
Se me agarrota todo el tejido muscular. Morales se corre y su simiente navega por mis profundidades. Salgo despedida a otro orgasmo colosal y los dos gritamos más que satisfechos.
Me pesa todo el cuerpo. No tengo voz. Pasa un rato hasta que Morales retira su polla de mi interior y nos sostiene en pie, no sin esfuerzo. Me sujeto de sus poderosos brazos con mi entrepierna echando chispas y el culo y la cadera aguijoneados por las huellas de sus uñas.
No busco su mirada, prefiero no hacerlo porque no sé bien cómo corresponderla. Estoy impresionada por sus últimas palabras. Sé que ya no se tira a todo lo que se le pone por delante. Fue una condición que impuse hace tiempo para continuar esto con dignidad. Sin embargo, el hecho de que lo haya subrayado con tanta contundencia y en ese preciso momento me indica que no solo acata la orden sino que también le complace hacerlo.
Este hombre está cambiando. ¿A mejor? Espero que sí.
—¿Me he perdido algo? —intuye alzándome la barbilla con delicadeza.
Niego en silencio apartándome un poquito y cogiendo apoyo torpe sobre la isla.
—¿Carla?
Huyo de sus insistencias recogiendo mi ropa desperdigada por la cocina, pero él no se da por vencido y me acorrala otra vez. Entre sus brazos, contra la mesa y frente a su tórax henchido, me obliga a compensar sus ansias de información.
—¿Qué pasa, Carla? Dímelo.
Me toco el pelo mirando a todas partes menos a su cara.
—Nada, es una tontería. Es que cuando has dicho «solo para mí» me ha sorprendido.
Morales levanta las cejas.
—¿Prefieres que vaya repartiendo mi lefa por todo Madrid?
—No, no, no —me atropello—. Voy a ducharme.
A regañadientes, me da paso y me dirijo a la entrada, pero no me gusta dejarle tan frío. Me giro y le veo subiéndose los pantalones.
—¿Vienes conmigo?
Él me dedica un par de segundos de su atención y sacude la cabeza.
—Ve tú, yo voy en un momento.
—Vale.
Dispuesta a no protestar y romper una velada para recordar, salgo de la cocina soñando con esa ducha que me refresque y limpie el sudor que baña todo mi cuerpo.
Tras ducharme y vestirme con la camiseta de La Fuga y unos calzoncillos negros a modo de pijama, entro en la habitación de Morales. Aquí tampoco está. Pensé que se me uniría en el baño pero por más que he esperado hasta que los dedos se me arrugaran, me he rendido. Estoy que me caigo de sueño, el agua hirviendo me ha amodorrado más. Mañana me levantaré como si hubiera corrido una maratón.
Bajando las escaleras de vuelta a la cocina pienso en lo relajada que me siento. Qué gozada. ¿Qué mejor forma de quitarte las penas que echando un buen polvo con Daniel Morales?
Cuando llego, me desilusiono notablemente al verlo trabajando con su portátil. Arrastro los pies para que capte mi presencia y enseguida levanta la vista del teclado y pone cara de «joder, me has pillado, lo siento».
—Perdona, pensaba que iba a acabar antes. Ahora mismo subo.
Va listo si piensa que le voy a dejar aquí así. Acerco otro taburete a su lado y me siento apoyando la cabeza y los brazos sobre la mesa. No quiero discutir, voy a optar por la sutileza por una vez.
—¿Qué haces?
—¿No puedo ver cómo trabajas?
Morales sacude los hombros y se pone a ello. En tiempo récord le veo mandar un par de e-mails y exportar varios informes tan incomprensibles y aburridos que se me cierran los ojos. Me concentro para evitarlo pero me pesan demasiado los párpados.
Escucho un «clac». Abro los ojos, Morales ha cerrado su portátil.
—Anda, venga —apura recogiendo mis despojos en volandas—. Estás molida, ¿verdad?
Asiento contra su pecho desnudo mientras subimos por las escaleras.
—Me gusta dejarte molida.
Sonrío, a mí también.
—¿Vas a dormir conmigo?
—Sí.
—Despiértame a las seis, por favor.
—¿Por qué tan pronto?
—Quiero pasar por casa para cambiarme antes de ir a trabajar.
Afortunadamente no es preciso que vaya a primera hora a la oficina. La reunión con Arcus es a media mañana e iré directamente en coche, pero quiero lavarme el pelo e indiscutiblemente necesito ropa interior limpia.
—¿Puedo saber por qué yo no puedo robarte unas míseras bragas y tú ya vas por mis segundos calzoncillos?
—No es lo mismo, lo hago por un tema funcional. Tú no coges mis bragas para ponértelas —levanto la cabeza de golpe—. ¿O sí?
Morales me deja en el suelo atravesándome con la mirada.
—Espero que estés hablando en sueños.
Giro la cara para que no me vea la guasa que llevo encima porque, evidentemente, sí, estoy de coña. Él abre la cama dejando a la vista sus cálidas y ya habituales sábanas negras.
—Mete tus preciosas piernas ahí dentro.
Con un gesto ligeramente infantil, hago lo que me pide encogiéndome sobre el colchón. Casi a la vez, lo tengo pegado a mi espalda y rodeándome de piernas y brazos.
—Quítate esto —susurra tirando de mi pequeño violín—. Se te va a enredar.
—No quiero.
—Carla, te vas a ahogar.
—No seas exagerado —reprendo entrelazando mis dedos con los suyos y llevándome su mano al pecho—. Vamos, cállate y duerme conmigo.
Una sonrisa se amplía sobre mi cabello.
—Que descanses, nena.
—Tú también.