29. Rijnsburg y Ámsterdam-1662
Bento, mientras caminaba hacia Ámsterdam, apartaba activamente sus pensamientos del pasado, de las imágenes nostálgicas del Ros Hashaná compartido con su familia que le habían evocado los judíos asquenazíes que celebraban el Tashlij, y los dirigía hacia lo que le aguardaba. En aproximadamente una hora vería de nuevo a Simon, el querido y generoso Simon, su partidario más ferviente. Era bueno que Simon viviese lo suficientemente cerca para hacerle esporádicas visitas, pero también lo era que no viviese más cerca, porque en varias ocasiones había mostrado indicios de querer aproximarse demasiado. A su mente vino una escena de la última visita de Simon a Rijnsburg.
—Bento —dice Simon—, aunque estemos próximos, veo que me eludes. Compláceme, amigo mío, y cuéntame cómo pasas exactamente los días. Ayer, por ejemplo.
—Ayer fue como todos los días. Inicié la jornada recogiendo y escribiendo pensamientos que mi mente había acumulado durante la noche, y luego, durante las cuatro horas siguientes, me entregué a mi trabajo de pulir lentes.
—¿Qué haces exactamente? Háblame del proceso paso a paso.
—Mejor que contártelo, te lo mostraré. Pero llevará tiempo.
—No deseo otra cosa que compartir tu vida.
—Ven conmigo a la otra habitación.
Bento señala en el taller una placa grande de cristal.
—Aquí es donde empiezo. Recogí esto ayer en la fábrica de cristal que queda a un kilómetro de aquí. —Coge una sierra—. Esto es fino pero no lo suficiente. Ahora lo limpio aplicando aceite y arena de polvo de diamante con un paño.
Bento corta un trozo circular de unos tres centímetros.
—El paso siguiente es pulir este círculo de cristal para darle la curva y el ángulo adecuados. Primero lo fijaré en la placa… así.
Bento aplica betún negro con gran cuidado para fijar la pieza en su sitio.
—Y ahora hay que utilizar el torno para el pulido áspero, con feldespato y cuarzo.
Después de diez minutos de pulido, Bento coloca el cristal en un molde sobre un disco de madera que gira rápidamente.
—Y por último pasamos ya al pulido fino. Utilizo una mezcla de corindón y óxido de estaño. Es sólo el principio, no te aburriré con el largo y tedioso proceso de pulido.
Se vuelve hacia Simon.
—Así que ahora ya sabes cómo paso las mañanas y también sabes de dónde vienen los cristales de los anteojos.
—Cuando te observo, Bento —responde Simon—, me siento indeciso. Por un lado, has de saber que admiro muchísimo tus habilidades y tu excelente técnica pero, por otro, la mayor parte de mi mente, clama a grandes voces: «Deja eso a los artesanos. Toda Europa tiene sus artesanos. Y cantidades ingentes de artesanos, pero ¿en qué otra parte del mundo hay otro Bento Spinoza?». Haz lo que sólo tú puedes hacer, Bento. Termina el proyecto filosófico que todo el mundo espera. Todo este ruido, este polvo, este aire insano, estos olores, todo este tiempo precioso consumido… Por favor, te lo suplico una vez más, déjame liberarte de la carga de este trabajo. Deja que te proporcione un estipendio anual para toda la vida, la cantidad que tú desees, de modo que puedas utilizar así todas tus horas para filosofar. Tengo medios suficientes para ello, y me produciría una alegría inconcebible proporcionarte esa ayuda.
—Simon, eres un hombre generoso. Y has de saber que te estimo por tu generosidad. Pero yo tengo pocas necesidades y son fáciles de satisfacer, y un exceso de dinero distraerá mi concentración en vez de ayudarme. Además (y, Simon, tal vez te parezca increíble, pero has de creerme) pulir lentes es bueno para pensar. Sí, me concentro firmemente en el torno, el ángulo y el radio del cristal, el delicado pulido, pero mientras hago eso, mi pensamiento germina al fondo a un ritmo tan rápido que a menudo acabo una lente y descubro que, mirabile dictu, tengo nuevas soluciones a difíciles argumentos filosóficos. Mi yo atento no parece ser necesario. No es inverosímil el fenómeno de que se resuelvan problemas en sueños, un hecho que muchos de los antiguos han testimoniado. Por otra parte, la ciencia de la óptica me fascina. Actualmente, estoy desarrollando un método completamente distinto para pulir las finas lentes de los telescopios que creo que será un avance importante.
La conversación había concluido con Simon apretando la mano de Bento con sus dos manos durante largo rato mientras decía:
—No te me escaparás. No cejaré en mis propósitos de facilitar tu tarea. No olvides, por favor, que mi oferta se mantendrá firme mientras yo viva.
Ése fue el momento en que Bento pensó que era bueno que Simon no viviese demasiado cerca.
En Ámsterdam, en un banco junto al Singel, Simon Joosten de Vries esperaba la visita de su amigo. Hijo de ricos comerciantes, Simon vivía a unas cuantas manzanas de los Van den Enden, en una sólida casa de cuatro pisos que duplicaba la anchura de las otras casas adyacentes que daban al canal. Simon no sólo adoraba a Bento sino que se parecía a él físicamente: frágil, de huesos pequeños, rasgos faciales bellos y delicados, y un porte de gran dignidad.
Mientras el sol se ponía y el brillante cielo anaranjado se iba volviendo de un gris carbón, Simon paseaba impaciente delante de su casa cada vez más nervioso, pensando qué sería de su amigo. El trekschuit debería haber llegado hacía ya una hora. De pronto, al localizar a Bento caminando por el Singel a dos manzanas de distancia, Simon le hizo señas con los brazos, corrió a recibirle e insistió en llevar él la pesada bolsa que portaba al hombro, que contenía cuadernos y lentes recién pulidas. Una vez dentro de la casa, Simon condujo a su invitado a la mesa, puesta con pan de centeno y queso, y una Oudewijvenkoek recién hecha, una tarta anisada del norte de Holanda.
Simon, mientras preparaba café, le explicó los planes para el día siguiente.
—El club filosófico se reunirá aquí sobre las siete. Espero a doce miembros, todos los cuales habrán leído las diez páginas que tú me enviaste. Hice dos copias y les pedí que lo leyeran en un día y se lo fueran pasando a los demás. Y por la tarde tendré un regalo para ti del club filosófico, que estoy seguro de que no rechazarás. He encontrado unos interesantes volúmenes en dos librerías (los establecimientos de Abraham de Wees y Lubbert Meyndertsz) y te acompañaré hasta allí para elegir uno de tu gusto de un sabroso menú de Virgilio, Hobbes, Euclides y Cicerón.
Bento no rechazó la oferta. En vez de eso se le iluminaron los ojos.
—Simon, te doy las gracias. Eres demasiado generoso.
Sí, Bento tenía un punto flaco, y Simon lo había descubierto. Estaba enamorado de los libros, no sólo de su lectura sino de su posesión. Aunque coherente y cortésmente rechazaba todos los demás regalos, nunca podía rechazar un libro de mérito, y Simon y muchos de los otros colegiantes estaban proporcionándole gradualmente una excelente biblioteca, que ocupaba ya casi toda la larga librería de su cuarto de estar de Rijnsburg. A veces durante la noche, tarde, cuando no conseguía dormir, Bento acudía allí y contemplaba sonriente los volúmenes. A veces los reordenaba, en ocasiones por tamaño o por tema o simplemente por orden alfabético, y a veces aspiraba el aroma de los libros o los acariciaba, recreándose en el peso o en el tacto de las variopintas encuadernaciones.
—Pero antes de comprar el libro —continuó Simon— habrá una sorpresa. ¡Un visitante! Tengo la esperanza de que te alegrará. Toma, lee esta carta que llegó la semana pasada.
Bento abrió la carta que había estado firmemente enrollada y atada con bramante. La primera línea estaba escrita en portugués y Bento reconoció inmediatamente la letra de Franco. «Mi querido amigo, ha sido una espera demasiado larga». En este punto, para no poca sorpresa de Bento, la carta pasaba a un hebreo excelente. «Tengo muchas cosas que contarte. La primera de todas es que ahora soy un serio estudiante y además padre. Me da miedo escribir demasiado y sólo espero que tu amigo pueda facilitar algún medio para que podamos vernos».
—¿Cuándo llegó esto, Simon?
—Hace una semana. El mensajero era una caricatura del sigilo, porque se deslizó dentro de casa en cuanto abrí la puerta. Me entregó inmediatamente la carta y luego, abrió la puerta un poco y examinó cuidadosamente la calle arriba y abajo para asegurarse de que no lo veía nadie y salió rápidamente. No dijo su nombre pero sí que tú le habías dicho que me utilizase como contacto. Supuse que se trata del hombre que te prestó tanta ayuda después del intento de asesinato…
—Sí, se llama Franco, pero hasta eso debería mantenerse en secreto. Corre un gran peligro… recuerda que la excomunión prohibe expresamente a todo judío hablar conmigo. Es mi único vínculo con el pasado, y tú eres mi único vínculo con él. Tengo muchas ganas de verle.
—Bueno. Me tomé la libertad de explicarle que estarías hoy en Ámsterdam y se le iluminaron los ojos tanto que le sugerí que viniese aquí, a verte, mañana por la mañana.
—¿Y qué respondió?
—Dijo que existían obstáculos, pero que haría todo lo humanamente posible por estar aquí en algún momento antes del mediodía.
—Gracias, Simon.
A la mañana siguiente, resonó en toda la casa una sonora llamada en la puerta. Cuando Simon abrió, Franco, que llevaba una capa con capucha que le tapaba la cabeza y gran parte de la cara, entró rápida y furtivamente. Simon le condujo hasta Bento, que estaba esperando en el salón que daba al canal, y luego discretamente los dejó solos. Franco, con una sonrisa radiante, cogió a Bento por los hombros con ambas manos.
—Oh, Bento, es una bendición verte.
—También lo es para mí verte a ti. Quítate la capa y déjame verte bien, Franco —dijo Bento dando una vuelta alrededor de él—. Bien, bien, bien. Has cambiado, has engordado. Tienes la cara más llena, más saludable. Pero esa barba y esa ropa negra… pareces un estudiante talmúdico. Y dime, ¿es muy peligroso para ti estar aquí? Y ¿cómo es lo de estar casado? ¿Y lo de ser padre? ¿Estás contento?
—¡Cuántas preguntas! —dijo Franco riendo—. ¿A cuál de ellas contestó primero? Creo que a la última. ¿No habría considerado tu amigo Epicuro que ésa era la cuestión principal? Sí, estoy muy contento. Mi vida ha cambiado mucho para mejor. ¿Y tú, Bento? ¿Estás contento tú?
—Yo también lo estoy, más contento que nunca. Como tal vez te haya dicho Simon, vivo en Rijnsburg, una aldea tranquila, y vivo exactamente como deseo: sólo y con pocas distracciones. Pienso, escribo y nadie intenta apuñalarme. ¿Podría pretender más? Pero ¿qué me dices de mis otras preguntas?
—Mi esposa y mis hijos son una auténtica bendición. Ella es el alma gemela que tenía la esperanza de encontrar… y evoluciona ya para convertirse en un alma gemela ilustrada. He estado enseñándole a leer en portugués y en hebreo, y aprendemos juntos holandés. ¿Qué más preguntaste? Oh, sí, mi ropa y este matorral. —Franco se acarició la barba—. Puede que te parezca asombroso, pero soy un alumno de tu antiguo escuela, la yeshiva Pereira. Rabí Morteira me ha concedido un estipendio tan generoso de la sinagoga que no necesito ir a trabajar para mi tío ni para ningún otro.
—Eso es extraño.
—He oído el rumor de que se te ofreció a ti una vez ese estipendio. Tal vez haya sido redirigido a mí por algún capricho del destino. Tal vez se me recompense así por traicionarte.
—¿Qué razón te dio Rabí Morteira?
—Cuando le pregunté «¿por qué se me considera digno?», me sorprendió. Dijo que el estipendio es la manera que tiene la comunidad judía de honrar a mi padre, cuya reputación, y la reputación de su larga estirpe de antecesores rabínicos, es mucho mayor de lo que yo nunca había imaginado. Pero añadió también que yo era un estudiante prometedor que podría seguir un día los pasos de mi padre.
—Y… —Bento hizo una profunda inspiración—. ¿Tu respuesta al rabino?
—Gratitud. Bento Spinoza, tú has despertado en mí la sed del conocimiento y, para satisfacción del rabino, me he zambullido en un gozoso estudio del Talmud y la Torá.
—Comprendo. Bueno… en fin… has progresado mucho. El hebreo de tu nota es magnífico.
—Sí, estoy satisfecho de mí mismo y mi alegría por aprender aumenta día tras día.
Siguió un breve silencio. Los dos abrieron la boca para hablar al mismo tiempo y luego no lo hicieron. Tras otro breve silencio, Franco preguntó:
—Bento, estabas muy angustiado cuando te vi la última vez después del ataque. ¿Te recuperaste pronto?
Bento asintió.
—Sí, y en gran parte gracias a ti. Has de saber que, incluso ahora en Rijnsburg, sigo teniendo mi viejo abrigo acuchillado colgando a la vista. Fue un consejo excelente.
—Cuéntame más de tu vida.
—Bueno, ¿qué voy a decirte? Pulo cristal la mitad del día y pienso, leo y escribo el resto del tiempo. Tengo poco que contar sobre el exterior. Vivo completamente en mi mente.
—¿Y aquella joven que me acompañó a tu habitación? ¿La que te causaba tanto dolor?
—Ella y mi amigo Dirk tienen planeado casarse.
Un breve silencio. Franco preguntó:
—¿Y? Cuéntame más.
—Seguimos siendo amigos, pero ella es una católica devota y él se está convirtiendo al catolicismo. Supongo que nuestra amistad sufrirá en cuanto yo publiqué mis opiniones sobre la religión.
—¿Y tu interés por la fuerza de tus pasiones?
—Ah… —Bento vaciló—. Bueno, desde que te vi la última vez, he disfrutado de tranquilidad.
Siguió de nuevo un silencio, que finalmente rompió Franco.
—¿Notas que hay algo diferente entre nosotros hoy?
Bento se encogió de hombros, desconcertado.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a los silencios. Antes nunca teníamos silencios. Había siempre demasiado que decir… charlábamos sin parar. No había ni un sólo instante de silencio, nunca.
Bento asintió.
—Mi padre, bendito sea su nombre —continuó Franco—, siempre decía que cuando no se habla de algo grande, no se puede decir nada de importancia. ¿Estás de acuerdo, Bento?
—Tu padre era un hombre sabio. ¿Algo grande? ¿En qué piensas?
—Está relacionado sin duda con mi apariencia y mi entusiasmo por mi educación judía. Yo creo que eso te ha sorprendido y que no sabes qué decir.
—Sí, hay algo de verdad en lo que dices. Pero… bueno… no estoy seguro de que…
—Bento, no estoy acostumbrado a oírte titubear con las palabras. Si me permites hablar por ti, creo que ese «algo grande» es que desapruebas los estudios que estoy haciendo, y sin embargo, al mismo tiempo, tu corazón se interesa por mí, y quieres respetar mi decisión y no decir nada que me incomode.
—Bien dicho, Franco. Yo no podía encontrar las palabras justas. Sabes que eres excepcionalmente bueno en esto.
—¿En qué?
—En comprender los matices de lo que se dice y lo que no se dice entre la gente. Me asombras con tu agudeza.
Franco inclinó la cabeza.
—Gracias, Bento. Es un don de mi bendito padre. Aprendí en sus rodillas.
De nuevo un silencio.
—Por favor, Bento, intenta compartir tus pensamientos sobre nuestro encuentro de hoy hasta ahora…
—Lo intentaré. Estoy de acuerdo, hoy hay algo distinto. Hemos cambiado, y me resulta extrañamente embarazoso enfrentarme a ello. Tienes que ayudarme a hacerlo.
—Lo mejor es que nos limitemos a hablar sobre cómo hemos cambiado. Desde tu perspectiva, me refiero.
—Antes, yo era el maestro y tú el alumno que estaba de acuerdo con mis ideas y quería pasar su vida conmigo en el destierro. Ahora todo ha cambiado.
—¿Porque yo he iniciado el estudio de la Torá y el Talmud?
Bento negó con la cabeza.
—Es más que un estudio: tus palabras han sido «gozoso estudio». Y acertaste en tu diagnóstico sobre mi corazón. Temí ofenderte o aguar tu alegría.
—¿Crees que nuestros caminos se separan?
—¿No es así? Desde luego, ahora, aunque la familia no te lo impidiese, ¿continuarías eligiendo seguir mi camino a mi lado?
Franco vaciló y lo consideró unos instantes antes de contestar:
—Mi respuesta, Bento, es sí y no. Creo que no seguiría tu camino en la vida. Sin embargo, a pesar de eso, nuestros caminos no se han separado.
—¿Cómo puede ser eso? Explica.
—Aún sigo apoyando todas las críticas de la superstición religiosa que expusiste en aquellas conversaciones con Jacob y conmigo. En eso estamos de acuerdo.
—Pero ahora a ti te proporciona un gran gozo el estudio de unos textos supersticiosos, ¿no?
—No, eso no es correcto. Experimento gozo en el proceso de estudiar, pero no siempre en el contenido de lo que estudio. Como tú sabes, maestro, hay una diferencia entre esas dos cosas.
—Por favor, maestro, explícame eso. —Bento, muy aliviado ya, esbozó una amplia sonrisa y extendió la mano para acariciar el cabello de Franco.
Franco sonrió a su vez, hizo una pequeña pausa para disfrutar de la caricia de Bento y continuó:
—Con lo de «proceso» quiero decir que me complace en extremo entregarme al estudio intelectual. Gozo con el estudio del hebreo y disfruto viendo cómo se abre ante mí todo el mundo antiguo. Mi clase de estudio del Talmud es mucho más interesante de lo que yo había imaginado. El otro día sin ir más lejos analizamos la historia de Rabí Yohanán…
—¿Cuál de ellas?
—La de cuando cura a otro rabino dándole la mano, y luego cuando cae enfermo él y le visita otro rabino y le pregunta: «¿Son aceptables para ti esos sufrimientos?», y él contesta: «No, no lo son, ni tampoco su recompensa». Y el otro rabino le cura entonces dándole la mano.
—Sí, conozco esa historia. ¿Y en qué sentido te pareció interesante?
—En nuestro análisis planteamos muchas preguntas. Por ejemplo, ¿por qué Rabí Yohanán no se curó simplemente él mismo?
—Y, por supuesto, la clase abordó el tema de que el prisionero no puede liberarse él mismo y que la recompensa del sufrimiento se encuentra en el otro mundo.
—Sí, sé que es algo muy conocido, tal vez tedioso para ti, pero para alguien como yo, esas discusiones son emocionantes. ¿Dónde iba a tener yo, si no, la oportunidad de mantener conversaciones espirituales como ésa? Una parte de la clase decía una cosa, la otra discrepaba, otros se preguntaban por qué se utilizaban determinadas palabras cuando otra palabra podría haber proporcionado mayor claridad. Nuestro maestro nos anima a considerar cada pequeño fragmento de información del texto.
»Y, por dar otro ejemplo —continuó Franco—, la semana pasada estudiamos la historia de un rabino famoso que se hallaba paralizado al borde de la muerte, padeciendo una dolorosa agonía, y al que mantenían vivo las oraciones de sus alumnos y de sus compañeros, los otros rabinos. Su criada se apiadó de él y tiró una jarra desde el tejado que se hizo pedazos con tal estruendo que se sobresaltaron todos y dejaron de rezar. En ese mismo instante, el rabino murió.
—Ah, sí, Rabí Yehudá haNasi. Y estoy seguro de que discutisteis cosas como si la criada obró correctamente o si fue culpable de homicidio y también si los otros rabinos no tuvieron piedad al mantenerlo vivo y retrasar su llegada a la dicha del otro mundo.
—Puedo imaginar tu respuesta a eso, Bento. Recuerdo demasiado bien tu actitud hacia la fe en la otra vida.
—Exactamente. La premisa fundamental de ese otro mundo carece de base. Sin embargo, en tu clase no se podría poner en duda esa premisa.
—Sí, estoy de acuerdo, hay limitaciones. Pero aun así, es un privilegio, un gozo, sentarse con otros durante horas y debatir sobre esos serios asuntos. Y nuestro maestro nos instruye sobre cómo hay que argumentar. Si algo nos parece claramente obvio, debemos plantearnos por qué el escritor llegó a incluirlo… quizá hubiese una cuestión más profunda, oculta por detrás de las palabras. Cuando nos mostramos demasiado satisfechos con nuestra interpretación, se nos enseña a descubrir el principio general subyacente. Si alguna cuestión es irrelevante, aprendemos a investigar por qué la planteó el autor. En suma, Bento, el estudio talmúdico me está enseñando a pensar, y creo que eso puede haber sucedido también en tu caso. Tal vez fue tu estudio talmúdico el que aguzó tanto tu mente.
Bento asintió.
—No puedo negar que haya mérito en eso, Franco. Considerando la cuestión retrospectivamente habría preferido una ruta más racional y menos tortuosa. Euclides, por ejemplo, va directamente al asunto y no enturbia las aguas con historias enigmáticas y a menudo contradictorias.
—¿Euclides? ¿El inventor de la geometría?
Bento asintió.
—Euclides es mi asignatura siguiente en mi educación mundana. Pero por ahora el Talmud está cumpliendo su misión. Por una parte, a mí me gustan las historias. Añaden vida y profundidad a las lecciones. A todo mundo le encantan las historias.
—¡No, Franco, a todo el mundo no! Considera las pruebas que tienes para afirmar eso. Es una conclusión sin base que yo sé que es falsa.
—Ah, a ti no te gustan las historias. ¿Ni siquiera te gustaban cuando eras niño?
Bento cerró los ojos y recitó:
—«Cuando yo era niño, hablaba como un niño, pensaba como un niño, razonaba como un niño…».
Franco le interrumpió y continuó en el mismo tono:
—«Cuando me hice hombre, dejé atrás los hábitos de niño». Pablo, Corintios I.
—¡Asombroso! Eres tan rápido ahora, Franco, tienes tanta seguridad… Qué diferencia con aquel joven ignorante y desgreñado que acababa de bajar del barco, recién llegado de Portugal.
—Ignorante de las tradiciones judías. Pero no olvides que nosotros, los conversos, tuvimos una educación católica, forzada pero plena. Conozco el Nuevo Testamento palabra por palabra.
—Eso lo había olvidado. Y ya veo que has iniciado parte de tu segunda educación. Eso está bien. Hay mucha sabiduría tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. Sobre todo en Pablo, precisamente en el versículo anterior expresa exactamente mi punto de vista sobre las historias: «Cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá».
Franco hizo una pausa, repitiendo para sí:
—¿Imperfecto? ¿Perfecto?
—Lo perfecto —dijo Bento— es la verdad moral. Lo imperfecto es el envoltorio… en este caso la historia, que ya no es necesaria una vez que se ha alcanzado la verdad.
—No estoy seguro de que deba aceptar a Pablo como un modelo de vida. La suya, tal como se nos enseña, parece desequilibrada. Tan severo, tan fanático, tan triste, condenando tanto todos los placeres mundanos. Eres tan duro contigo mismo, Bento… ¿Por qué rechazar el placer de una buena historia, un placer que parece tan benigno, tan universal? ¿En qué cultura no hay historias?
—Recuerdo un joven que clamaba contra las historias de milagros y profecías. Recuerdo un joven agitado, inquieto y rebelde que arremetía contra la ortodoxia de Jacob. Recuerdo sus reacciones ante el servicio religioso en la sinagoga. Aunque no sabía nada de hebreo, seguía la traducción portuguesa de la Torá y estaba escandalizado por las historias que leía y hablaba de la locura y la insensatez tanto del culto católico como del judío. Recuerdo que preguntaba: «¿Por qué se ha acabado el periodo de los milagros? ¿Por qué no hizo Dios un milagro y salvó a mi padre?». Y aquel mismo joven se sentía torturado por el hecho de que su padre hubiese entregado su vida por una Torá llena de creencias supersticiosas en milagros y profecías.
—Sí, todo eso es así. Lo recuerdo.
—Y entonces, ¿dónde están esos sentimientos ahora, Franco? Sólo hablas ya del gozo que te proporcionan tus estudios de la Torá y el Talmud. Y sin embargo dices que sigues estando de acuerdo con mi crítica de la superstición. ¿Cómo puede ser eso?
—Bento, es la misma respuesta… lo que me causa gozo es el proceso del estudio. No me tomo muy en serio el contenido. Me gustan las historias, pero no las considero verdades históricas. Me atengo a la moral, a los mensajes de las Escrituras sobre el amor y la caridad, la bondad y la conducta ética. Y prescindo del resto. Además, hay historias e historias. Algunas historias de milagros son, como dices tú, el enemigo de la razón. Pero otras historias despiertan la atención del estudiante y eso me parece útil para mis estudios y para la práctica de la enseñanza en la que estoy iniciándome. Hay una cosa segura: a los estudiantes siempre les interesan las historias, mientras que nunca habrá una larga fila de estudiantes ansiosos por estudiar a Euclides y su geometría. Y, por cierto, lo de mencionar mi tarea de magisterio me hace recordar algo que he estado deseando contarte: Estoy empezando a dar clases elementales de hebreo y creo que uno de mis alumnos es… prepárate para una sorpresa: ¡tu presunto asesino!
—¡Oh! ¡Mi asesino! ¡Una sorpresa ciertamente! ¡Tú el maestro de mi asesino! ¿Qué puedes contarme?
—Se llama Isaac Ramírez y tus suposiciones sobre sus circunstancias eran absolutamente correctas. Su familia estaba aterrorizada por la Inquisición, sus padres fueron quemados y él estaba enloquecido de dolor. El hecho de que su historia fuese tan similar a la mía me impulsó a ofrecerme voluntariamente para enseñarle, y hasta el momento la cosa va funcionando bien. Tú me diste consejos firmes que no he olvidado sobre cómo debería juzgarle. ¿Te acuerdas?
—Recuerdo que te dije que no revelases a la justicia dónde estaba.
—Sí, pero luego dijiste algo más. Dijiste: «Sigue un camino religioso». ¿Te acuerdas? Eso me desconcertó.
—Tal vez no haya sido claro. Amo la religión, pero odio la superstición.
Franco asintió.
—Si, eso fue lo que yo entendí… que debía mostrar comprensión y compasión y perdón. ¿Es así?
Bento asintió.
—También eso, un código moral de conducta, está en la Torá, no sólo historias de milagros.
—Por supuesto que sí, Franco. Mi historia favorita del Talmud es aquella de un pagano que se dirige a Rabí Hillel y le ofrece convertirse al judaísmo si es capaz de enseñarle toda la Torá mientras él se mantiene apoyado sólo en un pie. Hillel contestó: «Lo que es odioso para ti, no se lo hagas a tu prójimo. Eso es en esencia la Torá… el resto son comentarios. Ve y estúdialo».
—Veo que te gustan las historias…
Bento empezó a responder, pero Franco se corrigió rápidamente:
—… o al menos una historia. Las historias pueden obrar como un instrumento de la memoria. Para muchos, con más eficacia que la pura geometría.
—Entiendo lo que quieres decir, Franco, y no dudo de que tus estudios están aguzando tu mente. Estás convirtiéndote en un adversario formidable en un debate. Está claro por qué te eligió Rabí Morteira. Esta noche voy a analizar algunos de mis escritos con los miembros de un club filosófico, y ojalá el mundo fuese de otro modo y tú pudieses estar allí. Atendería más a tus críticas que a las de ningún otro.
—Me sentiría muy honrado si pudiese leer algo tuyo. ¿En qué idioma escribes? Mi holandés está mejorando.
—En latín, desgraciadamente. Esperemos que forme parte de tu segunda educación, pues dudo que lo que escribo vaya a tener una traducción al holandés.
—En mi formación católica aprendí los rudimentos del latín.
—Procura tener una educación latina completa. Rabí Morteira y Rabí Menassé tienen una buena formación latina y deben permitírtelo, tal vez hasta te animen a hacerlo.
—Rabí Menassé murió el año pasado, y me temo que Rabí Morteira no tarde también en faltar.
—Vaya, tristes noticias. Pero aun así encontrarás otros que te animen. Tal vez haya un medio de que puedas pasar un año en la yeshiva veneciana. Es importante: el latín abre todo un nuevo…
Franco se levantó de pronto y corrió a la ventana para mirar más detenidamente las figuras de tres hombres que se alejaban. Se volvió.
—Perdona, Bento… creí ver a alguien de la congregación. Me pone un poco nervioso que puedan verme aquí.
—Sí, no has respondido a mi pregunta sobre el peligro que corres. Dime, Franco ¿hasta qué punto corres peligro?
Franco inclinó la cabeza.
—El peligro es muy grande… tan grande que es la única cosa que no puedo compartir con mi mujer. No puedo contarle que estoy arriesgando todo aquello que hemos luchado por construir en este nuevo mundo. Es un riesgo que corro sólo por ti, y que no correría por ningún otro. Y tendré que irme pronto. No tengo ninguna explicación que darle a mi esposa ni a los rabinos por mi ausencia. He estado pensando que, si me viesen, podrían mentir explicando que me había abordado Simon para proponerme que le diese clases de hebreo.
—Sí, yo pensé en eso, también. Pero no utilices el nombre de Simon. Mi relación con él es algo conocido, al menos en el mundo gentil. Mejor dar el nombre de algún otro que podrías haber conocido aquí, por ejemplo Peter Dyke, un miembro del club filosófico.
Franco suspiró.
—Es triste tener que entrar en el país de las mentiras. Es un territorio que no he pisado desde que te traicioné a ti, Bento. Pero antes de irme, por favor, comparte algo de tus progresos filosóficos. En cuanto aprenda latín, tal vez Simon pueda proporcionarme tu obra. Pero de momento, hoy, todo lo que tendré será lo que me cuentes. Tus ideas me intrigan. Aún estoy desconcertado por cosas que nos dijiste a Jacob y a mí.
Bento alzó la barbilla enigmáticamente.
—Cuando nos conocimos dijiste que Dios era pleno, perfecto, sin insuficiencias y que no tenía necesidad alguna de que nosotros lo glorificáramos.
—Sí, eso es lo que pienso y ésas fueron mis palabras.
—Y luego recuerdo el comentario que le hiciste a Jacob y que fue una afirmación que me hizo estimarte. Dijiste: «Por favor, permíteme amar a Dios a mi manera».
—Sí, ¿y tu desconcierto?
—Sé, gracias a ti, que Dios no es un ser como nosotros. No es como ningún otro ser. Tú dijiste enfáticamente (y ese fue el golpe final para Jacob) que Dios era la Naturaleza. Pero explícame, enséñame. ¿Cómo puedes estar enamorado de la Naturaleza? ¿Cómo puedes amar algo que no es un ser?
—Primero, Franco, yo utilizo el término «Naturaleza» de un modo especial. No me refiero a los árboles o los bosques o la hierba o el mar o cualquier cosa que no esté hecha por el hombre. Me refiero a todo lo que existe: la unidad absoluta, necesaria, perfecta y lógica. Es la causa inmanente de todas las cosas. Y todo lo que existe, sin excepción, trabaja de acuerdo con las leyes de la Naturaleza. De tal modo que, cuando hablo sobre el amor a la Naturaleza, no me refiero al amor que se tiene por la esposa o el hijo. Estoy hablando de un género de amor completamente distinto, un amor intelectual. En latín lo llamo «amor Dei intellectualis».
—¿Un amor intelectual a Dios?
—Sí, el amor a la comprensión más plena posible de la Naturaleza, o Dios. Captar el lugar de cada cosa finita en su relación con causas infinitas. Es la comprensión, en la medida que es posible, de las leyes universales de la Naturaleza.
—Así que cuando hablas de amar a Dios, a lo que te refieres es a la comprensión de las leyes de la Naturaleza.
—Sí, las leyes de la Naturaleza son sólo otro nombre más racional para los decretos eternos de Dios.
—¿Y difiere del amor humano ordinario en que incluye sólo a una persona?
—Exactamente. Y amar a alguien que es invariable y eterno significa que no estás sometido a los cambios de estado de ánimo caprichosos de la persona amada ni a la inconstancia ni a la finitud. Significa, también, que no hay que intentar completarse a uno mismo a través de otra persona.
—Bento, si te comprendo bien, debe significar también que no debes esperar ningún amor a cambio.
—Exactamente, de nuevo. No podemos esperar nada a cambio. Obtenemos el sobrecogimiento gozoso de una visión, una comprensión privilegiada del plan vasto, infinitamente complejo de la Naturaleza.
—¿Otro proyecto de toda una vida?
—Sí, Dios o la Naturaleza tiene un número infinito de atributos que eludirán eternamente mi comprensión plena. Pero una comprensión limitada me proporciona ya un gozo y un sobrecogimiento grandes, y a veces hasta una alegría extasiada.
—Una religión extraña, si es que se le puede llamar religión. —Franco se levantó—. Debo dejarte, perplejo aún. Pero una última pregunta: dime, ¿deificas a la Naturaleza o naturalizas a Dios?
—Una frase brillante, Franco. Necesito tiempo, mucho tiempo para elaborar mi respuesta a esa pregunta.