12. Estonia-1918

Al día siguiente de su primer encuentro, Alfred fue pronto a la cervecería y se sentó, y se puso a mirar hacia la entrada fijamente hasta que vio a Friedrich. Se levantó rápidamente para saludarlo.

—Friedrich, qué alegría verte. Gracias por dedicarme un rato.

Después de coger su cerveza en el mostrador, se sentaron de nuevo en la misma mesa tranquila del rincón. Alfred había decidido no volver a ser el foco de toda la conversación y empezó diciendo:

—¿Qué tal tu madre y tú?

—Mi madre aún está muy afectada, intentando asimilar que mi padre ya no existe. A veces parece olvidar que ha muerto. Creyó verle por dos veces en medio de una multitud en la calle. Y su forma de negarlo en sus sueños, Alfred… ¡es extraordinaria! Cuando despertó esta mañana dijo que era terrible abrir los ojos: estaba tan feliz paseando y hablando con mi padre en su sueño que le resultó odioso despertar para volver a una realidad en la que él aún seguía muerto.

»En cuanto a mí —continuó Friedrich—, combatiendo en dos frentes, exactamente igual que el Ejército alemán. No sólo tengo que bregar con el hecho de que mi padre ha muerto sino que, en este breve periodo que llevó aquí, tengo que ayudar a mi madre. Y eso es difícil.

—¿Qué quieres decir con lo de «difícil»? —preguntó Alfred.

—Para ayudar a alguien yo creo que tienes que entrarte en su mundo. Pero siempre que intento hacer eso con mi madre, mi pensamiento revolotea y se aleja, y en cuestión de un instante o dos estoy pensando de pronto en algo completamente distinto. Hace un rato mi madre estaba llorando y, cuando la rodeé con un brazo para consolarla, me di cuenta de que mis pensamientos se desviaban hacia esta cita de hoy contigo. Primero me sentí culpable. Luego recordé que soy sólo un ser humano y que los seres humanos tienen una tendencia congénita a protegerse con distracciones. He estado intentando descubrir por qué no puedo mantenerme centrado en la muerte de mi padre. Creo que la razón es que eso me enfrenta con mi propia muerte y que esa perspectiva es demasiado aterradora para considerarla. No puedo encontrarle otra explicación. ¿Qué piensas tú? —Friedrich se calló y se giró para mirar fijamente a Alfred a los ojos.

—Yo no sé de esas cosas, pero tu conclusión parece plausible. Tampoco yo me permito nunca pensar profundamente en la muerte. Siempre que mi padre se empeñaba en llevarme a la tumba de mi madre me resultaba odioso.

Friedrich guardó silencio hasta que estuvo seguro de que Alfred no se proponía decir más, luego volvió a hablar:

—En fin, Alfred, ha sido una respuesta muy larga a tu cortés pregunta sobre cómo me va, pero, como ves, me encanta observar y analizar todas esas maquinaciones de mi mente. ¿Te he dado una respuesta más compleja de lo que esperabas o querías?

—Fue una respuesta más larga a mi pregunta de lo que yo esperaba, pero fue veraz, fue profunda y fue sentida. Me parece admirable cómo evitas la superficialidad, lo dispuesto que estás a compartir tus pensamientos tan sinceramente y sin cohibirte.

—También tú, Alfred, entraste profundamente dentro de ti mismo al final de nuestra conversación de ayer. ¿Has notado efectos secundarios?

—Confieso que he estado preocupado. Aún sigo intentando entender nuestra conversación.

—¿Qué parte no estaba clara?

—No me estoy refiriendo a la claridad de las ideas sino a la extraña sensación que tuve cuando hablaba contigo. En realidad sólo hablamos un rato… cuánto, ¿tal vez tres cuartos de hora? Y sin embargo revelé tanto y me sentí tan involucrado, tan extrañamente… próximo. Como si te hubiese conocido íntimamente toda la vida.

—¿Eso es una sensación desagradable?

—Ambivalente. Fue bueno porque hizo menos doloroso mi aislamiento, mi sensación de desarraigo. Pero inquietante por lo extraño de la conversación de ayer… como ya te he dicho, nunca he tenido una charla íntima como ésa ni confiado tan pronto en un desconocido.

—Pero yo no soy un desconocido, por Eugen. O digamos que soy un desconocido un tanto familiar que ha tenido acceso a las cámaras interiores del hogar de tu infancia.

—He pensado mucho en ti desde ayer, Friedrich. Ha surgido un asunto, y no sé si podría hacerte una pregunta personal…

—Claro, por supuesto. No hace falta que lo preguntes… a mí me gustan las preguntas personales.

—Cuando te pregunté cómo adquiriste esas habilidades para hablar y explorar la mente, me contestaste que fue por tu formación médica. Sin embargo, yo he estado pensando en todos los médicos que he conocido, y ninguno, ni uno sólo de ellos, ha mostrado ni rastro siquiera de esa actitud tuya tan sugestiva. Con ellos era todo práctico y profesional: unas cuantas preguntas apresuradas, nunca una indagación personal, luego escribir rápidamente alguna misteriosa receta en latín, seguido de «el próximo paciente, por favor». ¿Por qué eres tú tan diferente, Friedrich?

—No he sido sincero del todo, Alfred —contestó Friedrich, mirándole a los ojos con su franqueza habitual—. Es verdad que soy médico, pero te he ocultado algo: he recibido también una formación completa en psiquiatría, y esa experiencia ha condicionado la forma que tengo de pensar y de hablar.

—Es algo que parece tan… tan inocuo. ¿Por qué ese afán de ocultarlo?

—Hoy en día hay cada vez más gente que se pone nerviosa, da un paso atrás y busca la salida cuando se entera de que soy psiquiatra. Tienen la idea tonta de que los psiquiatras pueden leer el pensamiento y descubrir todos sus oscuros secretos.

Alfred asintió.

—Bueno, tal vez no sea una idea tan tonta. Ayer era como si pudieses leerme el pensamiento.

—No, no, no. Pero estoy aprendiendo a leer mi propio pensamiento, mi propia mente, y gracias a esa experiencia puedo servirte de guía para que tú leas el tuyo. Ésa es la nueva dirección principal de mi campo de estudios.

—He de confesar que eres el primer psiquiatra que conozco. No sé nada sobre tu campo.

—Bueno, durante siglos, los psiquiatras han sido primordialmente diagnosticadores y custodios de psicóticos hospitalizados, casi siempre pacientes incurables, pero todo eso ha cambiado en la última década. El cambio vino con Sigmund Freud, un médico de Viena, que inventó un tratamiento basado en el diálogo llamado psicoanálisis, que nos permite ayudar a los pacientes a superar problemas psicológicos. Hoy podemos tratar afecciones como la angustia extrema o los dolores inmunes al tratamiento, o una cosa que llamamos histeria, una afección en la que el paciente presenta síntomas físicos como parálisis o incluso ceguera, y que tiene una causa psicológica. Mis profesores de Zúrich, Carl Jung y Eugen Bleuler, han sido innovadores en ese campo. Yo estoy intrigado por ese enfoque y pronto iniciaré mi formación en Berlín con Karl Abraham, un profesor muy reputado.

—He oído algunas cosas sobre el psicoanálisis. He oído mencionarlo como otra intriga judía ¿Son judíos todos tus profesores?

—Desde luego que no, Jung y Bleuler no lo son.

—Pero, Friedrich, ¿por qué te metes en un campo judío?

—Será un campo judío a menos que entremos en él los alemanes. O dicho de otro modo: es demasiado bueno para dejárselo sólo a los judíos.

—Pero ¿por qué contaminarte tú? ¿Por qué convertirte en alumno de judíos?

—Es un campo de la ciencia. Mira, Alfred, considera el ejemplo de otro científico, el judío alemán Albert Einstein. Toda Europa habla de él, su obra cambiará para siempre nuestra visión de la física. No puedes hablar de la física moderna como física judía. La ciencia es la ciencia. En la Escuela de Medicina uno de mis instructores de anatomía era un judío suizo, no me enseñó anatomía judía. Y aunque el gran William Harvey hubiese sido judío, yo aún creería en la circulación de la sangre, ¿no? Aunque Kepler hubiese sido judío, yo aún creería en que la Tierra gira alrededor del Sol, ¿verdad? La ciencia es ciencia independientemente del descubridor.

—Con los judíos es diferente —exclamó Alfred—. Ellos corrompen, monopolizan, dejan secos todos los campos. Fíjate en la política. Yo vi personalmente a los bolcheviques judíos socavar todo el gobierno ruso. Vi el rostro de la anarquía en las calles de Moscú. Piensa en la banca. Y ya has visto el papel de los Rothschild en esta guerra: manejan los hilos y toda Europa baila. Piensa en el teatro. En cuanto ellos controlan, sólo dejan trabajar a judíos.

—Alfred, a todos nos encanta odiar a los judíos, pero tú lo haces de una manera… con tanta intensidad. El tema ha salido muchas veces en nuestras breves conversaciones. Vamos a ver… la tentativa de alistarte con el sargento judío, y Husserl, Freud, los bolcheviques… ¿Qué te parece si hacemos una investigación filosófica de esa intensidad?

—¿Qué quieres decir?

—Una de las cosas que me encantan de la psiquiatría es que, a diferencia de cualquier otro campo de la medicina, se aproxima a la filosofía. Nosotros, los psiquiatras, como los filósofos, nos basamos en la investigación lógica. No sólo ayudamos a los pacientes a identificar y expresar sentimientos, sino que también preguntamos: «¿Por qué? ¿Cuál es su origen?». ¿Por qué surgen en la mente ciertos complejos? A veces creo que nuestro campo empezó en realidad con Spinoza, que creía que todo, incluso las emociones y los pensamientos, tienen una causa que se puede descubrir con la investigación adecuada.

Al ver la expresión de asombro de Alfred, Friedrich continuó:

—Pareces desconcertado. Déjame que intente aclarártelo. Considera nuestra breve excursión por algo que te obsesiona: la sensación de no sentirte en casa. Ayer, en sólo unos minutos de charla informal, dimos con varias fuentes de tu sensación de desarraigo. Piensa en ellas: estaba la ausencia de tu madre y tu padre enfermo y distante. Luego hablaste de que habías escogido el campo académico equivocado, y ahora tu falta de amor propio, que conduce a que no te sientas a gusto en tu propia piel… ¿de acuerdo? ¿Me sigues?

Alfred asintió.

—Ahora, consideremos cuánto más productiva podría ser nuestra investigación si dispusiésemos de muchas, muchas horas más a lo largo de varias semanas para explorar con más amplitud esas fuentes. ¿Comprendes?

—Sí, comprendo.

—En eso es en lo que consiste mi campo. Y lo que yo quería decir antes es que incluso ese odio tuyo tan intenso a los judíos debe tener raíces psicológicas o filosóficas.

Alfred se echó un poco hacia atrás y dijo:

—En eso discrepamos. Yo prefiero decir que soy afortunado por estar lo suficientemente ilustrado para comprender el peligro que constituyen los judíos para nuestra raza y el daño que han hecho a las grandes civilizaciones del pasado.

—Por favor comprende, Alfred, que no tienes que discutir conmigo sobre tus conclusiones. Los dos tenemos esos sentimientos respecto a los judíos. Lo que yo digo es sólo que, en ti, son demasiado intensos y extraordinariamente apasionados. Y el amor a la filosofía que tú y yo compartimos dicta que podemos examinar la base lógica de todos los pensamientos y creencias. ¿No es cierto?

—En eso no puedo estar de acuerdo contigo, Friedrich. No puedo seguirte. Parece casi indecoroso someter conclusiones tan evidentes a la investigación filosófica. Es como analizar por qué crees que el cielo es azul o por qué te gusta la cerveza o el azúcar.

—Bueno sí, Alfred, quizá tengas razón.

Friedrich recordó lo que Bleuler le había aconsejado en más de una ocasión: «Joven, el psicoanálisis no es un ariete: nosotros no nos limitamos a golpear y golpear hasta que los egos exhaustos alzan harapientas banderas blancas de rendición. Paciencia, paciencia. Gánese la confianza del paciente. Analice y comprenda la resistencia: tarde o temprano esa resistencia se fundirá y se despejará el camino de la verdad». Friedrich sabía que debía abandonar el tema. Pero no pudo contener su impetuoso genio interior que tenía que saber.

—Déjame que plantee una última cuestión, Alfred. Consideremos el ejemplo de tu hermano, de Eugen. Estarás de acuerdo en que es muy inteligente, que ha sido educado en la misma cultura que tú, con la misma herencia, el mismo entorno, los mismos parientes alrededor, y sin embargo él no pone tanta pasión en el problema judío. No está embriagado de germanismo y prefiere pensar en Bélgica como su auténtico hogar. Un enigma fascinante. Hermanos con el mismo entorno pero con puntos de vista tan diferentes.

—Tuvimos entornos similares pero no idénticos. Por una parte, Eugen no tuvo la mala suerte que tuve yo de encontrarse con un director amante de los judíos en la Realschule.

—¿Qué? ¿El director Peterson? Imposible. Lo conocí bien cuando asistí a esa escuela.

—No, Peterson no. Él estaba en su año sabático en mi último curso, y ocupó su lugar Herr Epstein.

—Espera un momento, Alfred… acabo de empezar a recordar que Eugen me contó una historia sobre Herr Epstein y tú, y cierto grave problema en el que te metiste justo antes de graduarte. ¿Qué pasó exactamente?

Alfred le contó toda la historia a Friedrich: lo de su discurso antisemita, la furia de Epstein, su entusiasmo por Chamberlain, el trabajo de recitar de memoria los comentarios de Goethe sobre Spinoza, y su promesa de leer a éste.

—Toda una historia, Alfred. Me gustaría ver esos capítulos de la autobiografía de Goethe. Prométeme que me los indicarás algún día. Y dime una cosa: ¿cumpliste tu promesa de leer a Spinoza?

—Lo intenté una y otra vez pero no pude conseguirlo. Era una cosa tan abstrusa… Y las definiciones y axiomas incomprensibles del principio eran un obstáculo insuperable.

—Ah, empezaste por la Ética. Un gran error. Es una obra difícil de leer sin alguien que te guíe. Deberías haber empezado por su obra más sencilla, el Tratado teológico-político. Spinoza es un paradigma de la lógica. Yo le tengo en mi panteón con Sócrates, Aristóteles y Kant. Tenemos que vernos de nuevo en la Patria alguna vez y entonces, si quieres, te ayudaré a leer la Ética.

—Como te puedes imaginar, tengo sentimientos muy contradictorios sobre lo de leer la obra de ese judío. Sin embargo el gran Goethe lo reverenciaba, y di mi palabra al director de leerlo. Es muy amable tu oferta de ayudarme a entender a Spinoza. Tentadora incluso. Procuraré que nuestros caminos se crucen en Alemania, y estoy deseando aprender de ti sobre Spinoza.

—Alfred, debo volver con mi madre, y como sabes, me voy mañana a Suiza. Pero quiero decirte una última cosa antes de que nos separemos. Me encuentro en un pequeño dilema. Por una parte me importas y sólo deseo tu bienestar, pero por otra poseo cierta información que puede que te duela pero que creo que te llevará, al final, a descubrir algunas verdades sobre ti mismo.

—¿Cómo puedo yo, como filósofo, rechazar la búsqueda de la verdad?

—No esperaba una respuesta menos noble de ti, Alfred. Lo que debo decirte es que tu hermano, a lo largo de los años, e incluso el mes pasado, ha estado horas hablando conmigo sobre el hecho de que la abuela de su madre, vuestra bisabuela, era judía. Me dijo que él la visitó una vez en Rusia y que, aunque ella se había convertido al cristianismo en la infancia, reconoció que sus antepasados eran judíos.

Alfred miró furioso a lo lejos, sin decir palabra.

—¿Alfred?

—Niego eso. Es un rumor insidioso que lleva mucho tiempo corriendo por ahí y lamento que tú lo propagues. Lo niego. Mi padre lo niega. Mis tías, las hermanas de mi madre, lo niegan. ¡Mi hermano es un idiota y está equivocado! —Tenía la cara teñida de cólera y, esquivando la mirada de Friedrich, añadió—: No puedo entender por qué Eugen abraza esa mentira, por qué se la cuenta a otros y por qué tú me la cuentas a mí.

—Por favor, Alfred —Friedrich bajó la voz hasta casi un susurro—. Primero déjame decirte que yo no lo propago. Tú eres la única persona a la que le he mencionado esto, y seguirá siendo así. Tienes mi palabra, mi palabra de alemán. En cuanto a por qué te lo he dicho, razonémoslo. Te mencioné ya que tenía un dilema: decírtelo parecía doloroso y sin embargo no decírtelo me parecía aún peor. ¿Cómo puedo yo pretender ser tu amigo y no decírtelo? Tu hermano me dijo eso y pareció un tema importante en nuestra conversación. Los buenos amigos, y no digamos ya los filósofos, pueden y deberían hablar de todo. ¿Estás muy enfadado conmigo?

—Estoy asombrado de que me digas eso.

Friedrich pensó en su profesor, Bleuler, que le había aconsejado muchas veces: «No tiene usted que decir todo lo que piensa, doctor Pfister. La terapia no es un lugar para que se sienta usted mejor descargando ideas problemáticas. Aprenda a contenerlas. Aprenda a ser un vehículo de pensamientos rebeldes. La elección del momento oportuno es algo decisivo». Miró a Alfred.

—Entonces, tal vez me equivoqué y debería habérmelo guardado. He de aprender que hay algunas cosas que no se deben decir. Perdóname, Alfred. Te lo dije por amistad, por creer que tu pasión desbocada podía ser en el fondo autodestructiva. Piensa lo cerca que estuviste de que te expulsarán de la Realschule. Tus estudios superiores, tu título, un futuro brillante, todo eso habría sido sacrificado. Pretendía asegurar que no te sucediesen otra vez en el futuro cosas como ésa.

Alfred no parecía ni mucho menos convencido.

—Déjame pensarlo. Y ya sé que tienes que seguir tu camino.

Friedrich sacó una hoja de papel doblada del bolsillo de la camisa y se la entregó a Alfred, diciendo:

—Si por alguna razón quieres volver a verme (para que continuemos nuestra conversación, para guiarte en la lectura de Spinoza, para cualquier cosa) aquí tienes mi dirección en Zúrich y mi información de contacto en Berlín, donde estaré dentro de tres meses. Espero que volvamos a vernos, Alfred. Adiós.

Alfred siguió sentado allí, hosco y caviloso, quince minutos más. Hasta que vació su jarra y se levantó para irse. Abrió la hoja de papel que Friedrich había dejado, miró las direcciones y luego la hizo cuatro pedazos y los tiró al suelo. Se dirigió a la salida de la cervecería. Pero cuando llegó a ella, se detuvo, se lo pensó mejor, volvió hasta su mesa y se inclinó para recuperar los trozos de papel.