10. Reval, Estonia-noviembre de 1918
—Buenos días —dijo el desconocido, tendiéndole la mano—. Soy Friedrich Pfister. ¿Te conozco? Me resultas familiar.
—Rosenberg, Alfred Rosenberg. Me crié aquí. Acabo de volver de Moscú. Me gradué en la Politécnica justo la semana pasada.
—¿Rosenberg? Claro, sí… por supuesto. Tú eres el hermano pequeño de Eugen. Tienes sus mismos ojos. ¿Puedo sentarme contigo?
—Por supuesto.
Friedrich posó su jarra de cerveza en la mesa y se sentó frente a Alfred.
—Tu hermano y yo éramos amigos íntimos y aún seguimos en contacto. Yo te veía a menudo en tu casa… incluso te llevé a cuestas. Tú eres cuánto… ¿seis, siete años más joven que Eugen?
—Seis. Usted me resulta familiar, pero no consigo recordarle. No sé por qué, pero recuerdo mal la primera parte de mi vida… está todo como borrado. Yo sólo tenía nueve o diez años, sabe, cuando Eugen se fue a estudiar a Bruselas. Apenas lo he visto desde entonces. Dice usted que sigue en contacto con él ahora…
—Sí, estuve comiendo con él en Zúrich hace sólo dos semanas.
—¿Zúrich? ¿Se ha ido de Bruselas?
—Hace unos seis meses. Tuvo una recaída de la tisis y fue a Suiza para una cura de descanso. Yo estaba estudiando en Zúrich y le visité allí y en el sanatorio. Le darán de alta en un par de semanas y entonces se trasladará a Berlín para un curso avanzado de banca. Y casualmente yo me traslado a Berlín dentro de unas semanas para estudiar allí, así que nos veremos a menudo. ¿No sabías nada de esto?
—No, hemos seguido caminos diferentes. Nunca estuvimos muy unidos y ahora hace mucho que perdimos el contacto.
—Sí, Eugen mencionó eso… con tristeza, creo. Sé que tu madre murió cuando eras muy pequeño, eso fue duro para los dos, y recuerdo que tu padre también murió joven, ¿de tisis, no?
—Sí, tenía sólo cuarenta y cuatro años. Eso fue cuando yo tenía once. Dígame, Herr Pfister…
—Friedrich, por favor, tutéame. Un hermano de un amigo es también un amigo. Así que ahora somos Friedrich y Alfred, ¿de acuerdo?
Alfred asintió.
—Y, Alfred, hace un minuto ibas a preguntarme…
—Me pregunto si Eugen me mencionó alguna vez…
—La última vez que nos vimos no. Hacía tres años que no nos veíamos y había muchas cosas nuevas que contar para ponernos al día. Pero hablaba de ti a menudo en el pasado.
Alfred vaciló y luego finalmente dijo:
—¿Podrías contarme todo lo que dijo sobre mí?
—¿Todo? Lo intentaré, pero primero permíteme que te haga una observación: por una parte me dices, con toda naturalidad, que tú y tu hermano nunca habéis estado muy próximos y no parece que hayáis hecho ningún esfuerzo por poneros en contacto. Sin embargo ahora pareces deseoso de noticias suyas, y yo diría incluso que hambriento de ellas. Es un poco paradójico. Eso me hace preguntarme si estás en una especie de búsqueda de ti mismo y de tu pasado…
Alfred echó la cabeza hacia atrás un momento. La perspicacia de la pregunta le sobresaltó.
—Sí, es verdad. Me asombra que te hayas dado cuenta de eso. Estos días son… bueno, no sé cómo decirlo… caóticos. Vi multitudes desbocadas en Moscú regodeándose en la anarquía. Y ahora eso se está extendiendo por toda Europa oriental, por toda Europa. Océanos de gentes desplazadas. Y yo tengo la misma sensación de inestabilidad que ellos, tal vez me sienta más perdido que los demás… separado de todo.
—Y por eso buscas un ancla en el pasado… anhelas el invariable pasado. Puedo entenderlo. Déjame que me sumerja en mis recuerdos buscando los comentarios de Eugen sobre ti. Dame un minuto, déjame concentrarme y evocar las imágenes y hacerlas aflorar.
Friedrich cerró los ojos, luego los abrió brevemente.
—Hay un obstáculo… mis propios recuerdos de ti parecen meterse por medio. Déjame que los saque primero, y luego podré llegar a los comentarios de Eugen. ¿De acuerdo?
—Sí, muy bien —murmuró Alfred.
Pero no estaba bien del todo. Todo lo contrario, aquella conversación era muy extraña: cada palabra que salía de la boca de Friedrich resultaba sorprendente e inesperada. Aun así, Alfred confiaba en aquel hombre que lo había conocido de niño. Friedrich tenía el aroma del «hogar».
Cerrando los ojos de nuevo, Friedrich comenzó a hablar en un tono distante:
—Pelea de almohadas… yo lo intenté pero tú no querías jugar… no podía conseguir que jugaras. Serio… muy serio, mucho. Orden, orden… juguetes, libros, soldaditos de plomo, todo muy ordenado… te gustaban mucho aquellos soldados de juguete… un niño pequeño terriblemente serio… te llevé a cuestas algunas veces… yo creo que te gustaba… pero siempre querías bajarte enseguida… ¿no estaba bien divertirse?… había mucha frialdad en la casa… sin madre… el padre distante, deprimido… tú y Eugen nunca hablabais… ¿dónde estaban tus amigos?… nunca había amigos en tu casa… eras asustadizo… corrías a tu habitación, cerrabas la puerta, corrías siempre a encerrarte con tus libros…
Friedrich dejó de hablar, abrió los ojos, bebió un buen trago de cerveza y miró a Alfred.
—Eso es todo lo que sale del banco de mi memoria sobre ti… tal vez afloren más tarde otros recuerdos. ¿Es eso lo que tú querías, Alfred? Quiero estar seguro. Quiero darle al hermano de mi amigo más íntimo lo que quiere y necesita.
Alfred asintió y luego rápidamente desvió la cabeza, cohibido por su propio asombro. Nunca había oído hablar así. Aunque las palabras de Friedrich eran alemanas, su lenguaje era un idioma extraño.
—Entonces seguiré y extraeré los comentarios de Eugen sobre ti. —Friedrich cerró otra vez los ojos y al cabo de un minuto volvió a hablar en el mismo tono distante y extraño—: Eugen, háblame de Alfred.
Luego Friedrich adoptó una voz distinta, una voz que pretendía tal vez ser la de Eugen.
—Ah… mi tímido y asustadizo hermano, un artista maravilloso… recibió todo el talento de la familia… me encantaban sus bocetos de Reval… el puerto y todos los barcos anclados, el castillo teutónico con su torre imponente… eran dibujos muy logrados incluso para un adulto, y él sólo tenía diez años. Mi hermano pequeño… siempre leyendo… pobre Alfred… un solitario… tan temeroso de los demás niños… no caía simpático… los otros se burlaban de él lo llamaban «el filósofo»… no tenía mucho amor… nuestra madre muerta, nuestro padre muriendo, nuestras tías de buen corazón pero siempre ocupadas con sus propias familias… yo debería haber hecho más por él, pero era difícil de tratar… y yo estaba viviendo también sólo con migajas.
Friedrich abrió los ojos, parpadeó unas cuantas veces y luego, retomando su voz natural, dijo:
—Eso es lo que yo recuerdo. Oh, sí había otra cosa más, Alfred, que no sé si debo decir: Eugen te echaba la culpa de la muerte de vuestra madre.
—¿Me echaba la culpa a mí? ¿A mí? Si sólo tenía un par de semanas.
—Cuando alguien muere, solemos buscar algo o alguien a quien echar la culpa.
—No puedes decirlo en serio. ¿De veras? ¿Es posible? ¿Dijo realmente eso Eugen? No tienen ningún sentido.
—Creemos a menudo cosas que no tienen ningún sentido. Por supuesto que tú no la mataste, pero supongo que Eugen piensa que si su madre no hubiese quedado embarazada de ti, aún estaría viva. De todos modos, Alfred, se trata de una conjetura. No puedo recordar sus palabras exactas, pero sé que tenía un resentimiento hacia ti que él mismo calificaba de «irracional».
Alfred, que había palidecido, guardó silencio varios minutos. Friedrich le miró fijamente, bebió un trago de cerveza y dijo con suavidad:
—Me temo que tal vez haya hablado de más. Pero cuando un amigo pregunta, yo intento darle todo lo que puedo.
—Y eso es una buena cosa. Minuciosidad, sinceridad… buenas y nobles virtudes alemanas. Te alabo, Friedrich. Y mucho de lo que dices suena a cierto. Tengo que confesar que yo a veces me preguntaba por qué Eugen no hacía más por mí. Y esa burla, lo de «el filósofo», ¡cuántas veces oí decir eso a los otros chicos! Creo que influyó mucho en mí, y planeé vengarme de todos ellos convirtiéndome finalmente en un filósofo.
—¿En la Politécnica? ¿Cómo es posible eso?
—No exactamente un filósofo titulado… mi título es en ingeniería y arquitectura, pero mi verdadero hogar era la filosofía, e incluso en la Politécnica encontré algunos profesores cultos que me orientaron en mis lecturas privadas. Acabé rindiendo culto por encima de todo a la claridad de pensamiento alemana. Es mi única religión. Pero en este momento, en este momento preciso, me siento desorientado, en un estado de confusión mental. De hecho estoy casi mareado. Puede que simplemente necesite tiempo para asimilar todo lo que tú has dicho.
—Alfred, creo que puedo explicar lo que sientes. Lo he experimentado yo mismo y lo he visto en otros. No estás reaccionando ante los recuerdos que he compartido contigo. Es algo diferente. Puedo explicarlo mejor hablando de una forma filosófica. También yo he tenido mucha formación filosófica, y es un placer hablar con alguien que tiene una inclinación parecida.
—Sería también un placer para mí. He estado varios años rodeado de ingenieros y anhelo una conversación filosófica.
—Bien, bien. Empezaremos de este modo: ¿recuerdas la conmoción y la incredulidad que te produjo la revelación de Kant de que la realidad externa no es como la percibimos?… es decir, que elaboramos la naturaleza de la realidad externa en virtud de nuestros constructos mentales internos… conoces bien a Kant, me imagino…
—Sí, muy bien. Pero no entiendo en qué sentido es importante eso para…
—Bueno, lo que quiero decir es que, de pronto, tu mundo, me refiero ahora a tu mundo interior, tan dependiente de tus experiencias del pasado, no es como tú pensabas que era. O, dicho de otro modo, permíteme que use un término de Husserl, y diga que tu noema ha estallado.
—¿Husserl? Yo evito a los pseudofilósofos judíos. ¿Y qué es un noema?
—Te aconsejo, Alfred, que no desdeñes a Edmund Husserl, es uno de los grandes. Su término noema alude a las cosas tal como las experimentamos, las cosas como objetos estructurados por nosotros. Piensa, por ejemplo, en la idea de un edificio. Luego piensa que te apoyas en un edificio y que descubres que ese edificio no es sólido, y que tu cuerpo pasa sin más a través de él. En ese momento tu noema de un edificio estalla… tu Lebenswelt, tu vida-mundo, de pronto, no es como tú pensabas.
—Respeto tu consejo. Pero, por favor, acláramelo más: yo comprendo el concepto de que imponemos una estructura al mundo, pero de todos modos sigo sin entender la importancia que eso tiene para Eugen y para mí.
—Bueno, lo que quiero decir es que tu idea sobre la relación que tuviste a lo largo de tu vida con tu hermano se ha visto, de golpe, alterada. Tú pensabas de él de un modo, y de pronto el pasado cambia, sólo un poco, y descubres ahora que a veces te miraba con resentimiento… aunque, por supuesto, el resentimiento era injusto e irracional.
—¿Así que estás diciendo que me siento mareado porque el suelo firme de mi pasado ha cambiado?
—Exactamente. Bien dicho, Alfred. Tu mente se halla sobrecargada porque está totalmente centrada en reconstruir el pasado, y no tiene capacidad por ello para ocuparse de sus tareas normales… por ejemplo, de tu equilibrio.
Alfred asintió.
—Friedrich, ésta es una conversación asombrosa. Me estás dando muchas cosas en que pensar. Pero déjame que te diga que parte de ese mareo precedió a nuestra conversación.
Friedrich aguardó tranquilamente, expectante. Parecía saber muy bien cómo esperar.
Alfred vacilaba.
—Yo no suelo compartir estas cosas. En realidad casi no hablo de mí mismo con nadie, pero hay algo en ti que es muy… no sé cómo decirlo… que inspira confianza, que invita a hablar.
—Bueno, en cierto modo soy de la familia. Y, por supuesto, tú sabes que ya no puedes hacer viejos amigos.
—Viejos amigos… —Alfred se quedó pensando un momento, luego sonrió—. Comprendo. Muy inteligente. Bueno, empecé el día sintiéndome distanciado… llegué justamente ayer de Moscú. Y estoy solo. Estuve casado durante un breve periodo… mi mujer tiene tisis y su padre la ingresó en un sanatorio de Suiza hace unas semanas. Pero no es sólo la tisis. Su familia es rica y me rechaza firmemente, a mí y a mi pobreza, y estoy seguro de que nuestro brevísimo matrimonio ha terminado. Hemos pasado poco tiempo juntos y hasta hemos dejado casi de escribirnos.
Alfred bebió precipitadamente un trago de su cerveza y continuó:
—Cuando llegué aquí ayer, mis tías y tíos, sobrinas y sobrinos parecieron alegrarse de verme y me recibieron muy bien. Eso me dio una sensación de pertenencia. Pero no duró mucho. Cuando desperté esta mañana me sentí de nuevo ajeno y desarraigado, y paseé por la ciudad buscando y buscando… ¿qué? Supongo que el hogar, los amigos, incluso rostros familiares. Pero sólo vi desconocidos. Ni siquiera en la Realschule encontré a alguien conocido, únicamente a mi profesor favorito, el de arte, y sólo fingió reconocerme. Y luego, hace menos de una hora, llegó el golpe final. Decidí ir a donde pertenecía realmente, dejar de vivir en el exilio, conectarme de nuevo con mi raza y regresar a la Patria. Intenté incorporarme al Ejército alemán, fui al cuartel general, que queda al otro lado de la calle. Allí, el sargento encargado de los alistamientos, un judío llamado Goldberg, me despachó de un manotazo como si fuese un insecto. Me dijo que el Ejército alemán era para los alemanes, no para ciudadanos de países ocupados.
Friedrich asintió, comprensivo.
—Tal vez ese golpe final fuese una bendición. Tal vez tuviste suerte de que te rechazaran, te libraste de una muerte sucia y absurda en las trincheras.
—Tú dijiste que yo era un niño extrañamente serio. Supongo que aún sigo siendo así. Por ejemplo, yo me tomo a Kant en serio: considero un imperativo moral alistarme. ¿Cómo sería nuestro mundo si todos abandonásemos a la Patria mortalmente herida? Cuando ella llama, sus hijos deben responder.
—Es extraño, verdad —dijo Friedrich—, el que nosotros, los alemanes bálticos, seamos mucho más alemanes que los alemanes. Quizá todos nosotros, los alemanes desplazados, tengamos el mismo poderoso anhelo que describes tú… del hogar, de un sitio al que pertenezcamos realmente. Nosotros, los alemanes bálticos, vivimos con una gran sensación de desarraigo. Lo siento con especial intensidad en este momento porque mi padre murió a principios de esta semana. Por eso estoy en Reval. Ahora yo tampoco sé adónde pertenezco. Mis abuelos maternos son suizos, y sin embargo no pertenezco allí tampoco.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo Alfred.
—Gracias. Yo lo he tenido más fácil que tú en muchos sentidos: mi padre tenía casi ochenta años cuando murió, y disfruté de su presencia sana y plena durante toda mi vida. Y mi madre aún vive. Me he pasado todo el tiempo aquí ayudándola a trasladarse a casa de su hermana. De hecho, la dejé hace un rato echando un sueñecito y he de volver con ella. Pero antes de irme, quiero decirte que creo que lo de encontrar un sitio en el que puedas sentirte en casa es algo profundo y urgente en tu caso. Puedo quedarme un poco más si te apetece explorar eso.
—Yo no sé cómo explorarlo. De hecho, me asombra tu capacidad para hablar de cosas profundamente personales con esa facilidad. Nunca he oído a nadie expresar sus pensamientos internos tan abiertamente como tú.
—¿Te gustaría que te ayudase a hacer eso?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a ayudarte a identificar y entender tus sentimientos sobre lo de sentirte en casa.
Alfred pareció ponerse tenso pero, tras un trago largo y lento de su cerveza letona, accedió.
—Intenta esto. Haz justo lo que yo hice cuando extraje mis recuerdos de ti cuando eras niño. Esto es lo que te sugiero: piensa en la frase «no estoy en casa» y dila varias veces para ti. «No estoy en casa», «no estoy en casa», «no estoy en casa»…
Los labios de Alfred modularon silenciosamente las palabras durante un minuto o dos, y luego movió la cabeza.
—No surge nada. Mi mente está en huelga.
—La mente nunca se pone en huelga. Está siempre trabajando, pero suele haber algo que bloquea nuestro conocimiento. Normalmente es tímida. En este caso, imagino que su timidez se debe a mí. Inténtalo de nuevo. Permíteme que te sugiera que cierres los ojos y me olvides, que olvides lo que yo pueda pensar de ti, que olvides cómo podría juzgar lo que digas. Recuerda que estoy intentando ayudarte, y recuerda que tienes mi palabra de que esta conversación quedará sólo entre tú y yo. No la compartiré ni siquiera con Eugen. Ahora cierra los ojos, deja que surjan los pensamientos en tu mente sobre «no estoy en casa» y luego exprésalos. Basta que digas lo que te venga a la cabeza… aunque no tenga sentido.
Alfred cerró de nuevo los ojos, pero no le llegaba ninguna palabra.
—No oigo nada. Más alto, un poco más alto, por favor.
Alfred empezó a hablar suavemente.
—No estoy en casa… En ningún lugar. Ni con tía Cäcilie ni con tía Lydia… no hay ningún lugar para mí, ni en la escuela, ni con los otros chicos, ni en la familia de mi mujer, ni en la arquitectura, ni en la ingeniería, ni en Estonia, ni en Rusia… Madre Rusia, menuda broma…
—Bien, bien… sigue —le urgió Friedrich.
—Siempre fuera, mirando hacia dentro, siempre queriendo enseñarles… —Alfred se quedó callado, abrió los ojos—. No llega nada más…
—Dijiste que querías enseñarles. ¿Enseñarles qué, Alfred?
—A todos los que se burlaban de mí. En el barrio, en la Realschule, en la Politécnica, en todas partes.
—¿Y qué les enseñarás, Alfred? Continúa en esa actitud mental relajada. No tiene por qué tener sentido.
—No sé… Les haré fijarse en mí de algún modo.
—Si se fijan en ti, ¿te sentirás entonces en casa?
—«Casa» no existe. ¿Es eso lo que estás intentando decirme?
—No tengo ningún plan preconcebido, pero se me ocurre una idea. Es sólo una suposición pero, si no puedes sentirte nunca en casa en ninguna parte, me pregunto si no será porque «casa» no es un lugar, sino un estado mental. En realidad estar en casa es sentirte en casa en tu propia piel. Y, Alfred, yo no creo que tú te sientas en casa en tu piel. Tal vez no te hayas sentido nunca. Tal vez hayas estado buscando tu casa en el sitio equivocado toda tu vida.
Alfred se quedó atónito. Abrió la boca, clavó los ojos en Friedrich.
—Tus palabras me llegan directas al corazón. ¿Cómo puedes saber tú esas cosas, esas cosas asombrosas? Dijiste que eras un filósofo. ¿Es de ahí de donde procede eso? Tengo que conocer esa filosofía.
—Yo soy un aficionado. Lo mismo que tú, me habría encantado dedicar mi vida a la filosofía, pero tengo que ganar dinero para vivir. Fui a la Escuela de Medicina de Zúrich y aprendí mucho sobre ayudar a otros a hablar de cosas difíciles. Y ahora —Friedrich se levantó de su asiento— tengo que dejarte. Mi madre está esperándome y debo volver a Zúrich pasado mañana.
—Qué lástima. Esto ha sido iluminador, y tengo la impresión de que no has hecho más que empezar. ¿No tenemos tiempo para continuar con esto antes de que te vayas de Reval?
—Sólo me queda mañana. Mi madre siempre descansa por la tarde. ¿Quizás a la misma hora? ¿Aquí?
Alfred contuvo su avidez y su deseo de exclamar: «Sí, sí». En vez de eso inclinó la cabeza educadamente:
—Estoy deseándolo.