22. Berlín-1922

Berlín, aquel primer día de primavera, era muy parecido a como Alfred lo recordaba de su breve estancia en el invierno de 1919. Un cielo de granito, vientos fríos y cortantes, una lluvia ligera persistente que no parecía llegar nunca al suelo y taciturnos tenderos envueltos en varias capas de ropa sentados en tiendas sin calefacción. El Unter den Linden estaba vacío pero en cada esquina había soldados. Berlín era peligroso: las manifestaciones políticas violentas y los asesinatos, tanto de comunistas como de socialdemócratas, eran sucesos cotidianos.

Al final de su último encuentro, cuatro años atrás, Friedrich había escrito «Hospital de la Charité, Berlín» en la nota que Alfred había roto y tirado, sólo para regresar al lugar donde la había tirado a recoger los trozos. Acercándose a un guardia, pidió instrucciones para poder llegar a aquel hospital. El guardia lo inspeccionó desde los zapatos hasta la coronilla y gruñó:

—¿Su voto?

—¿Qué? —preguntó Alfred, desconcertado

—¿Por quién votó usted?

—Ah —Alfred se irguió—. Le diré por quién voy a votar en las próximas elecciones: a Adolf Hitler, del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, por su programa antijudío y antibolchevique.

—Yo no conozco a ningún Hitler —replicó el soldado— y no he oído hablar nunca de ese partido. Pero me gusta el programa. La Charité, dice… no tiene pérdida… es el hospital más grande de Berlín —señaló una calle a su izquierda—. Baje por esta calle y continúe recto hasta que lo encuentre.

—Muchas gracias. Y, caballero, no olvide el nombre de Hitler. Va a votar usted por él muy pronto.

El empleado de recepción del hospital reconoció instantáneamente el nombre de Friedrich Pfister.

—Ah, sí, el doctor Pfister es un especialista de la sección de pacientes externos de trastornos mentales y nerviosos. Siga por ese pasillo a su derecha, salga y vaya al edificio de al lado.

Tan atestada estaba la zona de recepción del edificio contiguo de hombres jóvenes y de edad madura, aún con sus capotes militares grises, que Alfred necesito quince minutos para abrirse paso hasta la mesa de recepción, donde logró finalmente captar la atención de la asediada recepcionista sonriendo cortésmente y proclamando:

—Por favor, por favor, soy un íntimo amigo del doctor Pfister. Le aseguro que él querrá recibirme.

Ella le miró directamente a los ojos. Alfred era un joven guapo.

—¿Cómo se llama usted?

—Alfred Rosenberg.

—En cuanto acabe su sesión le diré que está usted aquí.

Veinte minutos después, dirigió a Alfred una cálida sonrisa y le hizo señas para que la siguiera hasta un despacho grande. Allí le aguardaba Friedrich, con un pequeño espejo redondo sujeto con una cinta en la cabeza, una bata blanca con los bolsillos ocupados por una linterna, una pluma, un oftalmoscopio, depresores linguales de madera y un estetoscopio.

—¡Alfred, qué sorpresa! Menuda sorpresa, sí. Creí que no te vería más. ¿Cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida desde que nos vimos en Estonia? ¿Qué te ha traído a Berlín? ¿O es que vives aquí? Puedes ver lo agobiado que estoy por todas estas preguntas bobas y pretenciosas que te hago cuando no tengo tiempo para escuchar las respuestas. La clínica está atestada, como siempre, pero termino a las siete y media… ¿estarás tú libre entonces?

—Totalmente libre. Estoy, bueno, sólo de paso por Berlín. Pensé que tendría una posibilidad de verte —dijo Alfred, amonestándose silenciosamente: «¿Por qué no le explicas la verdadera razón de que estés aquí?».

—Bien, bien. Cenaremos y charlaremos. Me encantará.

—A mí también.

—Espérame al lado de la mesa de la recepcionista a las siete y media.

Alfred pasó la tarde paseando por la ciudad y comparando las estrafalarias calles de Berlín con los resplandecientes bulevares de París. Cuando el frío se hacía demasiado intenso, se demoraba en las salas más calientes de unos museos sin calefacción. A las siete volvió a la sala de espera del hospital, por entonces casi vacía. Friedrich llegó exactamente a las siete y media, y acompañó a Alfred hasta el comedor de los médicos, un salón grande, sin ventanas, que olía a chucrut, con muchos camareros que iban de un lado a otro sirviendo a sus clientes de bata blanca.

—Ya ves, Alfred, es como en toda Alemania: muchas mesas, servicio abundante pero poco que comer.

La cena en el hospital, invariablemente una comida fría, consistía en finas rodajas de bierwurst, leberwurst, queso de Limburgo, patatas hervidas frías, chucrut y encurtidos. Friedrich se disculpó:

—Lo siento pero es lo mejor que te puedo ofrecer. Espero que hayas hecho una comida caliente hoy…

Alfred asintió:

—Comí salchichas en el tren. No estaban mal.

—Bueno, podemos poner nuestras esperanzas en el postre. Le he pedido al cocinero algo especial… su hijo es uno de mis pacientes y me hace a menudo obsequios apetitosos. Bueno —Friedrich se retrepó y suspiró, claramente exhausto—, por fin puedo relajarme y hablar. Primero déjame que te hable de tu hermano. Acabo de recibir una carta suya en que me pregunta si sé algo de ti. Nos vimos bastante en Berlín, pero hace unos seis meses se trasladó a Bruselas para ocupar un buen cargo en un banco belga. Sigue mejorando de su tisis.

—Oh, no —se lamentó Alfred.

—¿Qué pasa? ¿El que mejore no es una buena noticia?

—Sí, por supuesto. Estaba refiriéndome a lo de Bruselas. Si lo hubiese sabido. Acabo de pasar un día allí.

—Pero ¿cómo podías haberlo sabido? Toda Alemania está trastornada. Eugen me dijo en su carta que no tenía ni idea de dónde estabas viviendo. Ni cómo. Lo único que yo pude decirle de nuestro encuentro en Reval es que tenías la esperanza de poder llegar a Alemania. Si quieres, serviré de intermediario y os daré a cada uno la dirección del otro.

—Sí, quiero escribirle.

—Buscaré su dirección después de cenar… la tengo en mi habitación. Pero ¿qué estabas haciendo tú en Bruselas?

—¿La versión larga o la corta?

—La versión larga. Tengo tiempo de sobra.

—Pero debes estar cansado. ¿No te has estado todo el día oyendo a la gente? ¿A qué hora de la mañana empezaste a trabajar?

—Llevo trabajando desde las siete. Pero hablar con pacientes no es lo mismo que hablar contigo. Tú y Eugen sois todo lo que me queda de mi vida en Estonia… fui hijo único y debes recordar que mi padre murió precisamente poco antes de que nos viésemos tú y yo por última vez. Mi madre murió hace dos años. Atesoro el pasado… tal vez hasta un extremo irracional. Y lamento profundamente que nos separáramos tú y yo la última vez de mala manera… todo por culpa de mi falta de consideración. Así que la versión larga, por favor.

Alfred habló de buena gana sobre su vida durante los últimos tres años. No, más que de buena gana: mientras hablaba empapaba sus huesos una calidez que emanaba del hecho de compartir su vida con alguien que quería verdaderamente compartirla. Explicó cómo había conseguido salir de Reval en el último tren a Berlín, del viaje en el camión de ganado hasta Múnich, del encuentro casual con Dietrich Eckart, su trabajo como redactor en un periódico, su ingreso en el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, su relación apasionada con Hitler. Habló de triunfos importantes: estaba escribiendo La huella del judío y el año anterior había publicado Los protocolos de los sabios de Sión.

Lo de Los protocolos de los sabios de Sión llamó la atención de Friedrich. Había oído hablar de ellos en la Sociedad Psicoanalítica Berlinesa hacia sólo unas semanas, en una conferencia de un historiador eminente sobre el tema de la eterna necesidad del hombre de un chivo expiatorio. Se había enterado así de que se decía que eran un resumen de los discursos pronunciados en el Primer Congreso Sionista de 1897, celebrado en Basilea, que ponía al descubierto una conspiración judía internacional para socavar las instituciones cristianas, impulsar la revolución rusa y preparar el camino para la dominación mundial judía. El conferenciante había dicho que un periódico sin escrúpulos de Múnich había vuelto a publicar Los protocolos recientemente en su totalidad, a pesar de que varias importantes instituciones habían demostrado convincentemente que se trataba de una falsificación. ¿Había sabido Alfred que era una falsificación?, se preguntó Friedrich. ¿Los habría publicado pese a todo? Pero de esto no dijo una palabra. En su psicoanálisis personal de los últimos tres años, Friedrich había aprendido a escuchar y había aprendido, también, a pensar antes de hablar.

—A Eckart le falla la salud —continuó Alfred, volviendo a sus ambiciones—. Me entristece porque ha sido un mentor maravilloso, pero al mismo tiempo sé que su inevitable retiro me abrirá el camino para convertirme en director del periódico del partido, el Völkischer Beobachter. El propio Hitler me ha dicho que soy claramente el mejor candidato. El periódico crece y se fortalece mucho, y no tardará en convertirse en diario. Pero tengo la esperanza además de que mi cargo de director, unido a mi proximidad a Hitler, acaben permitiéndome desempeñar un papel importante en el partido.

Alfred concluyó su relato compartiendo un gran secreto:

—Estoy planeando ahora un libro verdaderamente importante que se titulará El mito del siglo XX. Espero que transmita a toda persona sensata la magnitud de la amenaza judía para la civilización occidental. Llevará muchos años escribirlo pero espero que llegue a ser el sucesor de la gran obra de Houston Stewart Chamberlain Los fundamentos del siglo XIX. Ésa es toda mi historia hasta 1923.

—Estoy impresionado con lo que has conseguido en tan poco tiempo, Alfred. Pero no has acabado. Continúa hasta el presente. ¿Qué me dices de Bruselas?

—Ah, sí. ¡Te hablé de todo menos de lo que tú me preguntabas! —Alfred describió entonces con detalle su viaje a París, Bélgica y Holanda.

Por alguna razón que él no pudo discernir, omitió mencionar la visita al museo Spinoza de Rijnsburg.

—¡Qué tres años tan fructíferos, Alfred! Debes estar orgulloso de lo que has conseguido. Me honra que hayas tenido esa confianza conmigo. Tengo el presentimiento de que no debes haber compartido esto, sobre todo tus aspiraciones, con nadie más. ¿Cierto?

—Cierto. Tienes toda la razón. No he hablado de una forma tan personal desde que hablamos la última vez. Hay algo en ti, Friedrich, que me estimula a abrirme.

Alfred estaba a punto de decirle a Friedrich que quería cambiar algunas cosas básicas de su personalidad, cuando apareció el cocinero con generosas raciones de tarta de Linz caliente.

—Recién hecha para usted y su invitado, doctor Pfister.

—Qué amable es usted, Herr Steiner. ¿Y su hijo Hans? ¿Cómo está esta semana?

—De día está mejor, pero de noche sus pesadillas siguen siendo horribles. Casi todas las noches le oigo gritar. Sus pesadillas se han convertido en mis pesadillas.

—Las pesadillas son normales en su estado. Tenga paciencia… desaparecerán, Herr Steiner. Siempre desaparecen.

—¿Qué le pasa a su hijo? —preguntó Alfred cuando el cocinero se fue.

—No puedo hablarte de ningún paciente concreto, Alfred…, por el código de confidencialidad del médico. Pero puedo contarte esto: ¿Recuerdas aquella multitud de hombres que viste en la sala de espera? Son todos, absolutamente todos, víctimas de lo mismo: neurosis de guerra. Y lo mismo sucede en todas las salas de espera de las secciones de trastornos nerviosos de todos los hospitales de Alemania. Están sufriendo mucho todos ellos: se sienten irritables, incapaces de concentrarse, padecen terribles accesos de angustia y depresión. Reviven sin cesar su trauma. Durante el día invaden su pensamiento imágenes horribles. Durante la noche ven en sus pesadillas a sus camaradas despedazados y sus propias muertes aproximándose. Aunque se sienten afortunados por haber escapado a la muerte, padecen todos del remordimiento del superviviente, se sienten culpables por haber sobrevivido mientras tantos otros perecieron. Cavilan sobre lo que podrían haber hecho para salvar a sus compañeros caídos, que podrían haber muerto en su lugar. En vez de sentirse orgullosos, muchos se sienten unos cobardes. Es un problema gigantesco, Alfred. Estoy hablando de toda una generación de alemanes afectados. Y, por supuesto, además de eso está el dolor de las familias. Perdimos tres millones en la guerra y casi todas las familias de Alemania perdieron un hijo o un padre.

—Y lo más probable es que todo —añadió inmediatamente Alfred— probablemente haya empeorado por la tragedia del satánico Tratado de Versalles, que convirtió en inútiles todos sus sufrimientos.

Friedrich percibió la habilidad con que Alfred dirigía la discusión hacia su base de conocimientos, la política, pero decidió pasarlo por alto.

—Una especulación interesante, Alfred. Para abordarla necesitaríamos saber lo que está pasando en las salas de espera de los hospitales militares de París y Londres. Te encuentras en una excelente posición para investigar este asunto para tu periódico y, francamente, me gustaría que escribieses sobre ello. Toda la publicidad que podamos lograr ayudará. Alemania necesita tomarse más en serio esto. Necesitamos más recursos.

—Tienes mi palabra. Escribiré un artículo sobre eso en cuanto regrese.

Mientras disfrutaban los dos lentamente de su tarta de Linz, Alfred preguntó a Friedrich.

—¿Así que has acabado ya tu formación?

—Sí, la mayor parte de mi formación oficial. Pero la psiquiatría es un campo extraño porque, a diferencia de cualquier otro campo de la medicina, nunca acabas en realidad. Tu instrumento más importante eres tú, tú mismo, y la tarea de entenderse a uno mismo es interminable. Si ves algo en mí que pudiese ayudarme a saber más sobre mí mismo, no dejes de decírmelo, por favor.

—No puedo imaginar siquiera eso. ¿Qué iba a poder hacer yo? ¿Qué iba a poder decirte?

—Cualquier cosa que veas. Podrías sorprenderme, por ejemplo, mirándote de un modo raro, o interrumpiéndote, o utilizando una palabra impropia. Quizá te malinterprete o te haga preguntas torpes o irritantes… cualquier cosa. Lo digo en serio, Alfred. Quiero que me lo digas.

Alfred se sentía incapaz de hablar, casi como mareado. Había sucedido de nuevo. Había entrado una vez más en el extraño mundo de Friedrich, con normas del discurso radicalmente distintas… un mundo que no encontraba en ninguna otra parte.

—Así que —continuó Friedrich— decías que habías estado en Ámsterdam y que tenías que regresar a Múnich. Pero Berlín no queda exactamente en el camino.

Alfred buscó en el bolsillo del abrigo y sacó el Tratado teológico-político.

—Un largo viaje en tren era la ocasión perfecta para leer esto. —Le pasó el libro a Friedrich—. Lo terminé en el tren. Tenías razón al sugerírmelo.

—Estoy impresionado, Alfred. Eres un intelectual serio. No hay muchos como tú. Aparte de los filósofos profesionales, muy poca gente lee a Spinoza después de la universidad. Yo había pensado que, a estas alturas, con tu nueva profesión y todos los terribles acontecimientos de Europa, te habrías olvidado completamente del amigo Benedictus. ¿Dime, qué te pareció el libro?

—Lúcido, valiente, inteligente. Es una crítica devastadora del judaísmo y del cristianismo… o, como dice mi amigo Hitler, de «toda la estafa religiosa». Sin embargo, pongo en entredicho las ideas políticas de Spinoza. No hay duda de que es ingenuo en su apoyo de la democracia y la libertad individual. No hay más que ver adónde nos han llevado a nosotros esas ideas en Alemania. Casi parece que está abogando por un sistema norteamericano, y todos sabemos hacia dónde se dirige Norteamérica… un desastre de país mestizo y mulato…

Alfred hizo una pausa y los dos saborearon sus últimos bocados de tarta de Linz, un verdadero lujo en un periodo como aquél de tantas escaseces.

—Pero cuéntame más de la Ética —le animó—. Ése fue el libro que proporcionó tanta tranquilidad y claridad de visión a Goethe, el libro que él llevó en el bolsillo durante un año. ¿Te acuerdas de que te ofreciste a hacerme de guía, a ayudarme a aprender a leerlo?

—Lo recuerdo y la oferta sigue en pie. Sólo espero que sea capaz de hacerlo, porque he estado llenándome la cabeza con las grandes y pequeñas ideas de mi profesión. No he pensado en Spinoza desde que estuve contigo. ¿Por dónde empezar? —Friedrich cerró los ojos—. Estoy transportándome de nuevo a los tiempos de la universidad y escuchando las lecciones de mi profesor de filosofía. Le recuerdo diciendo que Spinoza era una figura sobresaliente de la historia de las ideas. Que fue un hombre solitario al que excomulgaron los judíos, cuyos libros fueron prohibidos por los cristianos y que cambió el mundo. Afirmaba que Spinoza había introducido la era moderna, que la Ilustración y el ascenso de las ciencias naturales empezaron con él. Algunos consideran a Spinoza el primer occidental que vivió abiertamente sin ninguna afiliación religiosa. Recuerdo cómo tu padre se burlaba públicamente de la Iglesia. Eugen me contó que se negó a poner los pies en una, incluso en Pascua o en Navidad. ¿No es cierto?

Miró a Alfred a los ojos y Alfred asintió:

—Es cierto, sí.

—Así que en cierto modo real tu padre estaba en deuda con Spinoza. Antes de él una oposición tan abierta hacia la religión habría sido inconcebible. Y fuiste muy sagaz al darte cuenta de su papel en el surgimiento de la democracia en Norteamérica. La declaración de independencia de Estados Unidos estuvo inspirada por el filósofo británico John Locke, que, a su vez, se inspiró en Spinoza. Veamos. ¿Qué más? Bueno, recuerdo a mi profesor de filosofía destacando especialmente el hecho de que Spinoza se adhiriese a la inmanencia. ¿Sabes lo que significa eso?

Alfred parecía inseguro mientras giraba las manos enigmáticamente.

—Se contrapone a la trascendencia. Alude a la idea de que esta existencia terrenal es todo lo que hay, que las leyes de la Naturaleza lo gobiernan todo y que Dios es completamente equivalente a la Naturaleza. El rechazo de cualquier vida futura por parte de Spinoza tuvo una importancia enorme para la filosofía que siguió, porque significó que toda ética, todos los códigos de conducta y de significado de la vida deben empezar con este mundo y esta existencia —Friedrich hizo una pausa—. Eso es todo lo que me viene a la cabeza… Ah, sí, una última cosa. Mi profesor afirmaba que Spinoza era el hombre más inteligente que había pisado la Tierra.

—Comprendo que lo dijese. Estés de acuerdo con él o no, no cabe duda de que es brillante. Estoy seguro de que Goethe y Hegel y todos nuestros grandes pensadores se dieron cuenta de eso.

«Y sin embargo ¿cómo podían venir esas ideas de un judío?», iba a añadir, pero se contuvo. Tal vez los dos se esforzasen por evitar el tema que había provocado tanta acritud en su último encuentro.

—Así pues, Alfred, ¿sigues teniendo tu ejemplar de la Ética?

El cocinero se paró junto a la mesa y les sirvió té.

—¿Estamos entreteniéndole? —preguntó Friedrich después de mirar a su alrededor y descubrir que Alfred y él eran los únicos comensales que quedaban en el comedor.

—No, no, doctor Pfister. Aún hay mucho que hacer. Aún estaré aquí horas.

Después de que el cocinero se fuera, Alfred dijo:

—Aún tengo la Ética pero hace años que no la abro.

Friedrich sopló en su té, y bebió un sorbo mirando a Alfred.

—Yo creo que ahora es el momento de empezar a leerla. Es una lectura difícil. Yo estuve dedicado a ella un curso entero de un año, y muchas veces en clase tardábamos una hora entera en desentrañar una página. Mi consejo es ir despacio. Es de una riqueza indescriptible y aborda casi todos los aspectos importantes de la filosofía: virtud, libertad y determinismo, la naturaleza de Dios, el bien y el mal, la identidad personal, la relación mente-cuerpo. Puede que sólo La República de Platón tenga un alcance tan vasto.

Friedrich miró de nuevo el restaurante vacío.

—Pese a que Herr Steiner se demore cortésmente, me temo que estamos haciéndole retrasarse. Vamos a mi habitación, a ver si puedo dar un empujoncito a la memoria echando un vistazo a mis notas sobre Spinoza. También buscaré la dirección de Eugen para dártela.

La habitación de Friedrich en el dormitorio de los médicos era espartana, sólo contenía una estantería de libros, un escritorio, una silla y una cama pulcramente hecha. Friedrich, tras ofrecer la silla a Alfred, le entregó su ejemplar de la Ética para que lo hojease mientras él se sentaba en la cama a repasar el contenido de una vieja carpeta. Al cabo de diez minutos, empezó:

—Veamos, unos cuantos comentarios generales. Primero (y esto es importante) no hay que descorazonarse por su estilo. Yo no creo que a ningún lector le haya parecido nunca agradable. Parece Euclides, con definiciones precisas, axiomas, proposiciones, pruebas y corolarios. Es endiabladamente difícil de leer, y nadie sabe muy bien por qué Spinoza decidió escribir de esa manera. Recuerdo que tú dijiste que habías renunciado a intentar leerlo porque parecía impenetrable, pero te pido que sigas con él. Mi profesor dudaba de que Spinoza pensase realmente de ese modo, creía más bien que consideraba que era un instrumento pedagógico superior. Tal vez pareciese la forma natural de presentar su idea fundamental de que nada es contingente, de que todo en la Naturaleza es ordenado, comprensible y necesita ser exactamente aquello que es. O tal vez quisiese que reinara la lógica, hacerse completamente invisible y dejar que sus conclusiones se defendiesen por la lógica, sin recurrir a la retórica o la autoridad, ni prejuzgar sobre la base de sus antecedentes judíos. Quería que la obra se juzgase como se juzga un texto matemático: por la pura lógica de su método.

Friedrich cogió el libro de manos de Alfred y buscó en sus páginas.

—Está dividido en cinco partes —señaló—. «Sobre Dios», «Sobre la naturaleza y el origen de la mente», «Sobre el origen y la naturaleza de los afectos», «Sobre la servidumbre humana», «Sobre la libertad humana». La cuarta sección, «Sobre la servidumbre humana», es la que me interesa más porque es la que tiene más importancia para mi campo. Antes te dije que no había pensado en él desde la última vez que nos vimos, pero al hablar me di cuenta de que eso no era verdad. Con mucha frecuencia, cuando veo o escucho conferencias de psiquiatría o hablo con los pacientes, cavilo sobre la influencia inmensamente ignorada de Spinoza en el campo de la psiquiatría. Y la quinta parte, «Sobre el poder del entendimiento, o sobre la libertad humana», es importante también para mi trabajo y debería interesarte también a ti. Ésa es la parte que creo que fue más beneficiosa para Goethe.

»Un par de ideas sobre las dos primeras partes… —Friedrich miró su reloj—. Son para mí las partes más difíciles y más abstrusas, y nunca he sido capaz de entender todos los conceptos. La cuestión principal es que todo en el universo es una sustancia eterna única, Naturaleza o Dios. Y no olvides que él utiliza los dos términos indistintamente.

—¿Abundan en todas las páginas las menciones a Dios? —preguntó Alfred—. No creo que él fuese un creyente.

—Ése es un asunto polémico. Muchos lo califican de panteísta. Mi profesor prefería considerarle un ateo taimado, que utilizaba el término «Dios» para animar a los lectores del siglo XVII a seguir leyendo. Pero lo que es indudable es que no utilizaba «Dios» en el sentido convencional. Él arremete contra la ingenua pretensión humana de que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. En algún sitio, creo que en su correspondencia, dice que si los triángulos pudiesen pensar crearían un dios triangular. Todas las versiones antropomórficas de Dios son sólo invenciones supersticiosas. Para Spinoza, la Naturaleza y Dios son sinónimos; podríamos decir que naturaliza a Dios.

—No he oído nada sobre ética hasta ahora.

—Tienes que esperar hasta las partes cuarta y quinta. Primero Spinoza establece que vivimos en un mundo determinista cargado de obstáculos que se oponen a nuestro bienestar. Todo lo que ocurre es el resultado de las leyes invariables de la Naturaleza, y nosotros somos parte de la Naturaleza, estamos sujetos a esas leyes deterministas. Además, la Naturaleza es infinitamente compleja. Según dice, la Naturaleza tiene un número infinito de modos o atributos, y nosotros, los humanos, sólo podemos captar dos de ellos, el pensamiento y la esencia material.

Alfred hizo unas cuantas preguntas más sobre la Ética, pero Friedrich se dio cuenta de que parecía estar esforzándose por mantener la conversación. Así que, eligiendo cuidadosamente el momento, aventuró un comentario.

—Alfred, es maravilloso para mí recordar y analizar contigo a Spinoza. Pero quiero estar seguro de que no me he perdido nada. Como terapeuta he aprendido a prestar atención a los presentimientos que cruzan mi mente, y tengo un presentimiento respecto a ti.

Alfred enarcó las cejas. Esperó expectante.

—Tengo el presentimiento de que tú has venido no sólo a hablar de Spinoza sino también por otra razón.

«Dile la verdad —se dijo Alfred—. Háblale de tu tensión. De que no puedes dormir. De que no te quieren. De que eres un marginado al que se mantiene siempre aparte, en vez de dejarle participar». Pero en lugar de eso dijo:

—No, ha sido estupendo verte, que nos contemos nuestras cosas, aprender más sobre Spinoza… después de todo, ¿cuántas veces se tropieza uno con alguien que te asesore sobre él? Y más aún, tengo un artículo para el periódico. Si puedes proporcionarme alguna lectura médica sobre la neurosis de guerra, lo escribiré durante el viaje en tren a Múnich y saldrá en la edición de la semana que viene. Ya te lo mandaré.

Friedrich se acercó a su escritorio y hojeó varias revistas.

—Aquí tienes un buen artículo del Diario de enfermedades nerviosas. Llévate el ejemplar y me lo envías luego por correo cuando acabes. Y aquí tienes también la dirección de Eugen.

Cuando Alfred, despacio, con cierta renuencia, empezaba a levantarse, Friedrich decidió intentar una última vez con otro instrumento que había aprendido de su propio analista y que había utilizado a menudo con los pacientes. Rara vez fallaba.

—Espera un momento, Alfred. Tengo una última cuestión. Déjame pedirte que imagines una cosa. Cierra los ojos e imagina que te vas ya. Imagina que se acabó nuestra charla y te vas e imagina luego que estás sentado en el largo viaje en tren a Múnich. Cuando tu imaginación esté allí, dímelo.

Alfred cerró los ojos y pronto asintió indicando que ya estaba listo.

—Ahora, lo que me gustaría que hicieses es esto. Piensa otra vez en nuestra charla de esta noche y hazte estas preguntas: ¿hay cosas que lamente de mi charla con Friedrich? ¿Hubo cuestiones importantes que no planteé?

Alfred mantuvo los ojos cerrados y, tras un largo silencio, asintió lentamente.

—Bueno, hay una cosa…