4. Estonia-10 de mayo de 1910
Después de que Alfred se fuera, los dos viejos amigos se levantaron y se estiraron. La secretaria del director Epstein dejó en la mesa una bandeja con un strudel de nueces y manzana. Se sentaron después y lo comieron silenciosamente mientras ella les preparaba el té.
—¿Así que ésta es la cara del futuro, Hermann? —dijo el director Epstein.
—No es un futuro que yo quiera ver. Me alegro de que haya té caliente… ese muchacho me ha dejado helado.
—¿En qué medida deberíamos estar preocupados por él, por su influencia en sus compañeros de clase?
Pasó una sombra por el pasillo, un estudiante, y Herr Schäfer se levantó para cerrar la puerta, que había quedado entornada.
—He sido su tutor desde que empezó, y ha asistido a muchas de mis clases. Pero curiosamente, no lo conozco en absoluto. Como ves, hay en él algo mecánico y como distante. Veo a los chicos enzarzados en conversaciones animadas, pero Alfred nunca participa. Es como si se mantuviese escondido.
—No se ha escondido mucho durante los últimos minutos, Hermann.
—Eso es completamente nuevo. Por eso me sorprendió. Vi un Alfred Rosenberg diferente. Lo de leer a Chamberlain le ha envalentonado.
—Tal vez eso tenga su lado positivo. Tal vez pueda haber aún otros libros que puedan inflamarle de una forma distinta. Pero ¿dices que no es, en general, un amante de los libros?
—Es extraño, pero no resulta fácil contestar a eso. A veces creo que le encanta la idea de los libros, o el aura, o quizá sólo las cubiertas de ellos. Se dedica a menudo a desfilar por la escuela con un montón de libros bajo el brazo… Hauptman, Heine, Nietzsche, Hegel, Goethe. A veces su pose es casi cómica. Es una manera de exhibir su intelecto superior, de presumir de que elige libros que están por encima de lo popular. He dudado a menudo que se lea realmente esos libros. Hoy no sé lo que pensar.
—Esa pasión por Chamberlain… —comentó el director—. ¿Ha mostrado interés por otras cosas?
—Ésa es la cuestión. Siempre mantiene muy controlados sus sentimientos, aunque recuerdo un relampagueo de emoción con nuestra prehistoria. En unas cuantas ocasiones he llevado a pequeños grupos de alumnos a participar en unas excavaciones arqueológicas al norte de la Iglesia de San Olai. Rosenberg siempre se ofreció voluntario. En una de ellas ayudó a desenterrar útiles de la Edad de Piedra y un hogar prehistórico, y estaba emocionado.
—Extraño —dijo el director mientras repasaba la ficha de Alfred—. Decidió venir a nuestra escuela en vez de ir al instituto, donde podría haber estudiado cultura clásica y luego podría haber hecho literatura o filosofía en la universidad, que parece ser lo que le interesa. ¿Por qué va a la Politécnica?
—Creo que son razones económicas. Su madre murió cuando era muy pequeño y su padre tiene tisis, y trabaja sólo esporádicamente como empleado de banco. El nuevo profesor de arte, Herr Purvit, le considera un dibujante razonablemente bueno y le ha animado a seguir la carrera de arquitecto.
—Así que se mantiene distante de los otros —dijo el director cerrando la ficha de Alfred—. Sin embargo ganó en las elecciones. ¿Y no fue también delegado de la clase hace un par de años?
—Eso tiene poco que ver en mi opinión con la popularidad. Los estudiantes no respetan el cargo, y los chicos populares en general evitan ser delegados de clase por las tareas que implica y porque exige prepararse para ser el orador en la ceremonia de graduación. No creo que los otros chicos se tomen a Rosenberg en serio. Nunca lo he visto en medio de un grupo o bromeando con otros. Lo más frecuente es que sea objeto de sus burlas. Es un solitario, siempre andando sólo por Reval con su cuaderno de dibujo. Así que no me preocuparía demasiado por la posibilidad de que difundiese aquí esas ideas extremistas.
El director Epstein se levantó y se acercó a la ventana. Fuera había árboles de hojas anchas, el nuevo follaje primaveral, y, más allá, blancos y majestuosos edificios con tejados de ladrillos rojos.
—Háblame más de ese Chamberlain. Mis intereses como lector estaban en otra parte. ¿Cuál es la amplitud de su influencia en Alemania?
—Aumenta deprisa. Alarmantemente deprisa. Su libro se publicó hace unos diez años y su popularidad sigue aumentando. He oído que se han vendido ya cien mil ejemplares.
—¿Tú lo has leído?
—Empecé pero perdí la paciencia enseguida y el resto me limité a hojearlo. Muchos de mis amigos lo han leído. Los historiadores serios comparten mi opinión… lo mismo que la Iglesia y, por supuesto, la prensa judía. Sin embargo muchas personas prominentes lo ensalzan… el káiser Guillermo, Theodore Roosevelt… y muchos periódicos extranjeros destacados han hecho recensiones positivas de él, algunos incluso entusiastas. Chamberlain utiliza un lenguaje elevado y pretende dirigirse a nuestros impulsos más nobles. Pero yo creo que alienta los más bajos.
—¿Cómo explicas su popularidad?
—Escribe persuasivamente. E impresiona a los incultos. Puedes encontrar en cualquier página citas que suenan a muy profundas de Tertuliano o de san Agustín, o tal vez de Platón o de algún místico indio del siglo VIII. Pero es sólo una apariencia de erudición. En realidad lo único que ha hecho ha sido espigar citas del pasado, no relacionadas entre sí, para apoyar sus ideas preconcebidas. Contribuye a su popularidad, sin duda, su reciente matrimonio con la hija de Wagner. Muchos lo ven como el heredero del legado racista de Wagner.
—¿Coronado por Wagner?
—No, no llegaron a conocerse. Wagner murió antes de que Chamberlain cortejara a su hija. Pero Cosima Wagner le ha dado su bendición.
El director se sirvió más té.
—Bueno, nuestro joven Rosenberg parece tan absolutamente embelesado con el racismo de Chamberlain que no será fácil apartarlo de él. Pero, si te pones a pensarlo, ¿qué adolescente impopular, solitario y un poco inepto no ronronearía de placer al enterarse de que es de una raza superior? Que sus ancestros fundaron las grandes civilizaciones… especialmente un muchacho que no ha tenido madre que lo admire, cuyo padre está a un paso de la muerte, cuyo hermano mayor está enfermo, que…
—Ay, Karl, oigo los ecos de ese visionario del que usted se ha vuelto tan devoto, ese doctor Freud vienés, que también escribe persuasivamente y que también se sumerge en los clásicos, aflorando luego siempre con una cita sustanciosa sujeta entre los dientes.
—Mea culpa. Confieso que sus ideas me parecen cada vez más razonables. Por ejemplo, acabas de decir que se han vendido cien mil ejemplares del libro antisemita de Chamberlain. De esas legiones de lectores, ¿cuántos lo desdeñan como tú? ¿Y cuántos quedan electrizados por él, como Rosenberg? ¿Por qué el mismo libro produce una variedad tan grande de reacciones? Tiene que haber algo concreto en el lector que le haga lanzarse a abrazar un libro. Su vida, su psicología, su imagen de sí mismo. Tiene que haber algo acechando en lo profundo de la mente (o como dice ese Freud del «inconsciente») que hace que un lector determinado se enamore de un escritor determinado.
—¡Un debate esencial para nuestra próxima discusión de sobremesa! Entre tanto mi pequeño alumno, Rosenberg, estará, sospecho, nervioso y sudando ahí fuera. ¿Qué haremos con él?
—Sí, estábamos olvidándonos de eso. Le prometimos tareas y necesitamos encontrar alguna. Tal vez estemos excediéndonos. ¿Es posible asignarle una tarea que pudiese ejercer una influencia positiva en las pocas semanas de que disponemos? Veo tanto rencor en él, tanto odio hacia todo lo que no sea el fantasma del «verdadero alemán»… Creo que necesitamos apartarnos de las ideas y llevarle a algo tangible, algo que pueda tocar.
—De acuerdo. Es más difícil odiar a un individuo que a una raza —dijo Herr Schäfer—. Tengo una idea. Conozco un judío que tiene que importarle. Hagámosle entrar otra vez y le asignaré su primera tarea.
La secretaria del director Epstein se llevó los platos del té e hizo entrar a Alfred, que volvió a ocupar su asiento al final de la mesa.
Herr Schäfer llenó lentamente su pipa, la encendió, aspiró, exhaló una nube de humo y empezó:
—Rosenberg, tenemos que hablar de unas cuantas cuestiones más. Ya veo cuáles son sus sentimientos sobre los judíos en términos raciales amplios, pero tiene que haberse cruzado con judíos buenos. Sé casualmente que usted y yo hemos tenido el mismo médico personal, Herr Apfelbaum. He oído que le ayudó a usted a nacer.
—Sí —dijo Alfred—. Ha sido mi médico durante toda mi vida.
—Y ha sido también íntimo amigo mío todos estos años. Dígame, ¿es él ponzoñoso? ¿Es un parásito? No hay nadie en Reval que trabaje más que él. Cuando usted era un niño de pecho, vi con mis propios ojos cómo trabajaba día y noche intentando salvar a su difunta madre de la tuberculosis. Y me han dicho que lloró en su funeral.
—El doctor Apfelbaum es un buen hombre. Nos prodiga siempre buenos cuidados. Y siempre le pagamos, por otra parte. Pero puede haber judíos buenos. Eso ya lo sé. No digo ninguna cosa mala de él como persona, sólo de la semilla judía. Es indudable que todos los judíos llevan las semillas de una raza odiosa y que…
—Vaya, esa palabra de nuevo, «odiosa» —le interrumpió el director Epstein, esforzándose por contenerse—. Oigo hablar mucho de odio, Rosenberg, pero no oigo nada sobre el amor. No olvide que el amor es el centro del mensaje de Jesús. No sólo hay que amar a Dios sino al prójimo como a uno mismo. ¿No ve usted cierta contradicción entre lo que lee en Chamberlain y lo que oye sobre el amor cristiano todas las semanas en la iglesia?
—Yo no voy a la iglesia todas las semanas, señor. He dejado de ir.
—¿Y qué piensa su padre de eso? ¿Qué pensaría Chamberlain?
—Mi padre dice que nunca ha puesto un pie en una iglesia. Y tanto Chamberlain como Wagner afirman que la doctrina de la Iglesia nos debilita a menudo más que fortalecernos.
—¿No ama usted al Señor, a Jesús?
Alfred hizo una pausa; percibía trampas por todas partes. Aquél era un terreno traicionero: el director se había referido ya a sí mismo como un luterano devoto. La seguridad residía en mantenerse con Chamberlain, y se esforzó por recordar las palabras de su libro.
—Yo, como Chamberlain, admiro muchísimo a Jesús. Chamberlain dice que es un genio moral. Tenía una fuerza y un valor muy grandes, pero por desgracia sus doctrinas fueron judificadas por Pablo, que convirtió a Jesús en un hombre sumiso y resignado. Todas las iglesias cristianas muestran cuadros o vidrieras de Jesús crucificado. Ninguna muestra imágenes del Jesús fuerte y valiente, el Jesús que se atrevió a desafiar a los rabinos corruptos, ¡el Jesús que expulsó él solo a los mercaderes del templo!
—Así que Chamberlain ve a Jesús el león, no a Jesús el cordero.
—Sí —dijo Rosenberg, envalentonado—. Chamberlain dice que fue una tragedia que Jesús apareciese en el lugar y en la época que lo hizo. Si hubiese predicado al pueblo alemán o, por ejemplo, al pueblo indio, sus palabras habrían tenido una influencia completamente distinta.
—Volvamos a mi pregunta anterior —dijo el director, que se dio cuenta de que había emprendido un camino equivocado—. Se trata de una cuestión muy simple: ¿a quién ama usted? ¿Quién es su héroe? ¿Aquel al que usted admira por encima de todos los demás? Además de ese Chamberlain, quiero decir.
Alfred no tenía una respuesta inmediata. Reflexionó antes de contestar.
—Goethe.
Tanto el director Epstein como Herr Schäfer se enderezaron un poco en sus asientos.
—Interesante elección, Rosenberg —dijo el director—. ¿Es elección suya o de Chamberlain?
—De ambos. Y creo que es también la elección de Herr Schäfer. Él alabó a Goethe en nuestra clase más que a ningún otro.
Alfred miró a Herr Schäfer buscando confirmación y obtuvo un cabeceo afirmativo.
—Y dígame, ¿por qué Goethe? —preguntó el director.
—Es el genio alemán eterno. El más grande de todos los alemanes. Un genio como escritor y en la ciencia, y en el arte y en la filosofía. Es un genio en más campos que ningún otro.
—Una respuesta excelente —dijo el director Epstein, súbitamente estimulado—. Y creo que se me acaba de ocurrir el proyecto perfecto para usted antes de su graduación.
Los dos profesores conferenciaron en privado, cuchicheando suavemente entre ellos. El director Epstein salió de la habitación y volvió poco después con un libro grande. Schäfer y él se inclinaron sobre el libro y los dos estuvieron recorriendo páginas varios minutos buscando en el texto. El director, después de anotar algunos números de página, se volvió a Alfred.
—Éste es su proyecto. Tiene que leer, muy cuidadosamente, dos capítulos, el catorce y el dieciséis, de la autobiografía de Goethe, y anotar todas las frases que se refieran a su propio héroe personal, un hombre que vivió hace mucho tiempo llamado Spinoza. Seguro que le agradará esta tarea. Será gozoso para usted leer algo de la autobiografía de su héroe. Usted ama a Goethe, y supongo que le interesará saber lo que dijo sobre el hombre al que él amaba y admiraba. ¿De acuerdo?
Alfred asintió, recelosamente. Estaba perplejo por el buen ánimo del director, sospechaba alguna trampa.
—Así que —continuó el director— dejemos muy claro en qué consiste la tarea, Rosenberg. Tiene usted que leer los capítulos catorce y dieciséis de la autobiografía de Goethe y copiar todas las frases que él escribió sobre Benedicto Spinoza. Debe hacer tres copias, una para usted y una para cada uno de nosotros. Si comprobamos que se salta usted alguno de los comentarios sobre Spinoza, se le exigirá que haga el trabajo completo de nuevo hasta que lo haga bien. Le veremos dentro de dos semanas. Entonces leeremos su trabajo y discutiremos todos los aspectos de su lectura. ¿Está claro?
Otro cabeceo de asentimiento.
—Señor, ¿puedo hacer una pregunta? Antes dijo usted que dos tareas. He de hacer la investigación genealógica, he de leer dos capítulos y he de escribir tres copias del material sobre Benedicto Spinoza.
—Así es —dijo el director—. ¿Y su pregunta?
—Señor, ¿no son tres tareas en vez de dos?
—Rosenberg —intervino Herr Schäfer—, seríamos indulgentes aunque le asignásemos veinte tareas. Decir que su director no es adecuado para su cargo porque es judío es motivo suficiente para expulsarle de cualquier escuela aquí, en Estonia, o en la Patria.
—Sí, señor.
—Un momento, Herr Schäfer, puede que el chico tenga un poco de razón. La tarea de Goethe es tan importante que quiero que la haga con mucha minuciosidad. —El director Epstein se volvió hacia Alfred—. Está usted excusado del proyecto genealógico. Concéntrese plenamente en las palabras de Goethe. Se acabó la reunión. Le veremos a usted aquí dentro de dos semanas exactamente. A la misma hora. Y no se olvide de entregarme el día anterior sus copias de la tarea escrita.