2. Reval, Estonia-3 de mayo de 1910

Hora: cuatro de la tarde

Lugar: un banco del pasillo principal junto a la entrada del despacho del director Epstein de la Petri-Realschule

En el banco espera, inquieto, Alfred Rosenberg, de dieciséis años, que no sabe muy bien por qué ha sido llamado al despacho del director. Tiene un torso enjuto y fuerte y de rasgos marcados, ojos de un gris azulado y una cara teutónica bien proporcionada; le cuelga sobre la frente un bucle de cabello castaño en la posición adecuada. No hay ojeras oscuras rodeando sus ojos… vendrán más tarde. Mantiene alta la barbilla. Aunque su actitud puede que sea desafiante, los puños, que abre y cierra sin parar, indican miedo.

Se parece a todos y a nadie. Ya es casi un hombre, con toda una vida por delante. Dentro de ocho años viajará de Reval a Múnich y se convertirá en un activo periodista antisemita y antibolchevique. Dentro de nueve, en un acto del Partido de los Trabajadores Alemanes, oirá un discurso apasionante de un nuevo miembro, un veterano de la primera guerra mundial llamado Adolf Hitler, e ingresará en el partido poco después de él. Dentro de veinte años posará la pluma y sonreirá triunfalmente cuando termine la última página de su libro El mito del siglo XX. Destinado a convertirse en un éxito, venderá un millón de ejemplares. Aportará gran parte de las bases ideológicas del partido nazi y ofrecerá una justificación para aniquilar a los judíos europeos. Dentro de treinta años sus hombres irrumpirán en un pequeño museo holandés de Rijnsburg y confiscarán la biblioteca personal de 151 volúmenes de Spinoza. Y dentro de treinta y seis años sus ojos de profundas ojeras mirarán desconcertados y dirá que no con la cabeza cuando el verdugo estadounidense le pregunte en Núremberg: «¿Quiere decir unas últimas palabras?».

El joven Alfred oye el rumor de unas pisadas que se acercan por el pasillo y al ver a Herr Schäfer, su tutor y profesor de alemán, se pone de pie rápidamente para saludarlo. Herr Schäfer se limita a fruncir el ceño y a mover la cabeza lentamente mientras pasa y abre la puerta del director. Pero cuando va a entrar, vacila, se vuelve hacia Alfred y, en un tono que no deja de ser amistoso, le susurra:

—Rosenberg, me decepcionó usted, nos decepcionó a todos, con su falta de juicio en ese discurso suyo de anoche. Una falta de juicio que no va a borrar el hecho de que haya sido elegido delegado de clase. Aun así, sigo creyendo que no carece usted de cualidades prometedoras. Se va a graduar dentro de unas semanas. Procure no portarse ahora como un necio.

¡El discurso electoral de la noche anterior! «Oh, así que era eso». Alfred se da una palmada en la cabeza. «Claro… por eso me han dicho que venga aquí». Aunque estaban presentes casi todos los cuarenta alumnos de su clase (principalmente alemanes bálticos con unos cuantos rusos, estonios, polacos y judíos), Alfred había dirigido su discurso de campaña exclusivamente a la mayoría alemana y había conmovido su espíritu hablando de la misión que tenían como depositarios de la noble cultura germana. «Mantened nuestra raza pura —les había dicho—. No la debilitéis olvidando nuestras nobles tradiciones, aceptando ideas inferiores, mezclándoos con razas inferiores». Tal vez debería haberse parado ahí. Pero se dejó llevar. Tal vez hubiese ido demasiado lejos.

Interrumpen su ensueño la inmensa puerta de tres metros de altura al abrirse y la voz tonante del director Epstein:

—Entre, por favor, señor Rosenberg.

Alfred entra y ve a su director y a su profesor de alemán sentados a un extremo de una sólida mesa de madera, larga y oscura. Alfred siempre se siente pequeño en presencia del director Epstein, de un metro ochenta de estatura, que con su apostura señorial, sus ojos penetrantes y su barba tupida y bien cortada es la encarnación de la autoridad.

El director Epstein indica a Alfred que se siente en una silla que hay al otro extremo de la mesa. Es notoriamente más pequeña que las dos de alto respaldo. El director aborda el asunto directamente, sin perder el tiempo:

—Así que yo, Rosenberg, soy de ascendencia judía, ¿verdad? Y mi mujer también es judía, ¿eh? Y los judíos son una raza inferior y no deberían enseñar a los alemanes, ¿verdad? Y, supongo, que no deben ser ascendidos a un cargo directivo, ¿verdad?

Ninguna respuesta. Alfred se encoge, procura hundirse más en la silla, baja la cabeza.

—Rosenberg, ¿he expuesto correctamente su posición?

—Señor… bueno, señor, hablé demasiado precipitadamente. Quiero decir que esos comentarios que hice sólo tienen un valor general. Era un discurso electoral, y hablé de ese modo porque era lo que ellos querían oír.

Alfred ve por el rabillo del ojo que Herr Schäfer se hunde en la silla, se quita las gafas y se frota los ojos.

—Ah, ya veo. Así que habló usted de un modo general. Pero ahora estoy aquí, delante de usted, ya no es algo general sino particular.

—Señor, yo sólo digo lo que piensan todos los alemanes. Que debemos preservar nuestra raza y nuestra cultura.

—¿Y en cuanto a mí y a los judíos?

Alfred baja la cabeza de nuevo y no dice nada. Quiere mirar fuera, por la ventana que queda a mitad de la mesa, pero alza la vista, temeroso, hacia el director.

—Sí, claro, no puede contestar. Tal vez le suelte la lengua que le diga que mi linaje y el de mi esposa son alemanes puros, y que nuestros antepasados vinieron a los estados bálticos en el siglo XIV. Más aún, somos luteranos devotos.

Alfred asiente lentamente.

—Sin embargo usted nos llamó «judíos» a mi esposa y a mí —continúa el director.

—Yo no dije eso. Sólo dije que había rumores…

—Rumores que usted se alegró de poder propagar, para su provecho personal en las elecciones. Y dígame, Rosenberg, ¿en qué hechos se basan esos rumores? ¿O es algo que flota simplemente el aire?

—¿Hechos? —Alfred mueve la cabeza—. Bueno… ¿tal vez su apellido?

—¿Así que Epstein es un apellido judío? Todos los Epstein son judíos, ¿no es así? ¿O el cincuenta por ciento? ¿O sólo algunos? ¿O tal vez sólo uno de cada mil? ¿Qué le han indicado sus doctas investigaciones?

Ninguna respuesta. Alfred mueve la cabeza.

—¿Quiere decir que, pese a la formación en ciencias y en filosofía que ha recibido en nuestra escuela, usted nunca piensa en cómo sabe lo que sabe? ¿No es ésa una de las lecciones importantes de la Ilustración? ¿Ha sido un fallo nuestro? ¿O nos ha fallado usted a nosotros?

Alfred parece anonadado. Herr Epstein tamborilea con sus dedos en la gran mesa, luego continúa:

—¿Y su apellido, Rosenberg? ¿Es también su apellido un apellido judío?

—Estoy seguro de que no.

—Yo no estoy tan seguro. Déjeme que le dé algunos datos sobre los apellidos. En el periodo de la Ilustración, en Alemania… —El director Epstein hace una pausa y luego exclama—: Rosenberg, ¿sabe usted qué fue la Ilustración y cuándo fue?

Mirando a Herr Schäfer y con una súplica en la voz, Alfred contesta mansamente:

—En el siglo XVIII y… y fue la edad… ¿la edad de la razón y de la ciencia?

—Sí, eso es. Muy bien. Veo que los esfuerzos de Herr Schäfer no han sido inútiles del todo en su caso. A finales de ese siglo, se aprobaron normas en Alemania para transformar a los judíos en ciudadanos alemanes, y se les obligó a elegir apellidos alemanes y a pagarlos. Si se negaban a pagar, podían recibir apellidos ridículos, como Schmutzfinger o Drecklecker. La mayoría de los judíos accedieron a pagar por un apellido más bonito o más elegante, como una flor (Rosenblum, por ejemplo) o nombres asociados de algún modo con la naturaleza, como Greenbaum. Fueron más populares aún los apellidos de castillos nobles. Por ejemplo, el castillo de Epstein tenía connotaciones aristocráticas y pertenecía a una gran familia del Sacro Imperio Romano y lo eligieron muchos judíos que vivían en sus proximidades en el siglo XVIII. Hubo también algunos que pagaron sumas menores por apellidos judíos tradicionales como Levy o Cohen.

»En cuanto al apellido de usted, Rosenberg, es también un apellido muy antiguo. Pero a lo largo del último siglo ha cobrado una nueva vida. Se ha convertido en un apellido judío muy común en la Patria, y le aseguro que si va usted allí, si va, sorprenderá miradas y oirá risillas y rumores sobre los antepasados judíos de su familia. Dígame, Rosenberg, cuando suceda eso, ¿qué hará usted?

—Seguiré su ejemplo, señor, y hablaré de mis antepasados.

—Yo he hecho personalmente una investigación genealógica de mi familia que se remonta varios siglos atrás. ¿La ha hecho usted?

Alfred niega con la cabeza.

—¿Sabe usted cómo hacer esa investigación?

Otra negación.

—Entonces uno de sus proyectos de investigación antes de graduarse tendrá que ser aprender los datos necesarios para ese tipo de investigación y luego efectuar una sobre su propia familia.

—¿Uno de mis proyectos, señor?

—Sí, tendrá usted dos tareas asignadas con la finalidad de disipar todas mis posibles dudas sobre su aptitud para graduarse en esta escuela, y para ingresar en el Instituto Politécnico. Después de nuestra charla de hoy, Herr Schäfer y yo decidiremos el otro proyecto.

—Sí, señor. —Alfred va dándose cuenta de lo precario de su situación.

—Dígame, Rosenberg —continúa el director Epstein—, ¿sabía usted que había estudiantes judíos en la reunión de anoche?

Un leve asentimiento de Alfred.

—¿Y consideró usted —pregunta el director Epstein— sus sentimientos y su reacción ante sus palabras de que los judíos eran indignos de esta escuela?

—Yo creo que mi primer deber es con la Patria y proteger la pureza de nuestra gran raza aria, la fuerza creadora de toda civilización.

—Rosenberg, las elecciónes han terminado. Ahórreme los discursos. Responda a mi pregunta. Le pregunté sobre los sentimientos de los judíos de su audiencia.

—Yo creo que si no tenemos cuidado, la raza judía acabará con nosotros. Son débiles. Son parasitarios. El enemigo eterno. La antiraza para la cultura y los valores arios.

El director Epstein y Herr Schäfer, sorprendidos por la vehemencia de Alfred, intercambian miradas de preocupación. El director Epstein sondea más a fondo.

—Parece que quiere usted rehuir la pregunta que le he hecho. Déjeme que pruebe con otro enfoque. ¿Los judíos son una pequeña raza débil, parasitaria e inferior?

Alfred asiente.

—Entonces, dígame, Rosenberg, ¿cómo puede una raza débil como ésa amenazar a nuestra poderosa raza aria?

Cuando Alfred intenta formular una respuesta, Herr Epstein continúa:

—Dígame, Rosenberg, ¿ha estudiado usted a Darwin en las clases de Herr Schäfer?

—Sí —responde Alfred—. En la clase de historia de Herr Schäfer y también en la de biología de Herr Werner.

—¿Y qué sabe usted de Darwin?

—Sé lo de la evolución de las especies y lo de la supervivencia del más apto.

—Ah, ya, la supervivencia del más apto. Habrá leído usted, claro, todo el Antiguo Testamento en nuestra clase de religión, ¿verdad?

—Sí, en la clase de Herr Müller.

—Entonces, Rosenberg, consideremos el hecho de que casi todos los pueblos y culturas descritos en la Biblia se han extinguido. ¿No es así?

Alfred asiente.

—¿Puede usted nombrar alguno de esos pueblos extintos?

Alfred recita:

—Fenicios, moabitas… y edomitas. —Alfred mira hacia Herr Schäfer, que asiente.

—Muy bien. Pero todos ellos han muerto y desaparecido. Salvo los judíos. Los judíos sobreviven. ¿No diría Darwin que los judíos eran los más aptos de todos? ¿Me entiende usted?

Alfred responde con la rapidez del rayo:

—Pero no por su propia fuerza. Han sido parásitos y han impedido a la raza aria ser más apta aún. Sobreviven sólo chupándonos la fuerza y el oro y la riqueza.

—Ah, no juegan limpio —dice el director Epstein—. Usted sugiere que la justicia figura en el gran plan de la naturaleza. En otras palabras, que el noble animal, en su lucha por la supervivencia, no debería utilizar ni el camuflaje ni el sigilo del cazador, ¿verdad? Extraño, no recuerdo que se hable de la justicia en la obra de Darwin.

Alfred guarda silencio, desconcertado.

—Bueno, eso no importa —dice el director—. Consideremos otra cuestión. Estará usted de acuerdo sin duda, Rosenberg, en que la raza judía ha producido grandes hombres. Piense que, Jesús, Nuestro Señor, era judío.

Alfred contesta de nuevo rápidamente:

—He leído que Jesús nació en Galilea, no en Judea, donde estaban los judíos. Aunque algunos galileos llegaron a practicar el judaísmo, no tenía ni una gota de auténtica sangre israelita en sus venas.

—¿Qué? —El director Epstein alza las manos y se vuelve a Herr Schäfer y pregunta—: ¿De dónde proceden esas ideas, Herr Schäfer? Si fuese un adulto, le preguntaría que había estado bebiendo. ¿Es eso lo que enseña usted en su clase de historia?

Herr Schäfer niega con la cabeza y se vuelve hacia Alfred.

—¿De dónde ha sacado usted esas ideas? Dice usted que lo leyó, pero no ha sido en los libros de mi clase. ¿Qué está usted leyendo, Rosenberg?

—Un noble libro, señor. Fundamentos del siglo XIX.

Herr Schäfer se da una palmada en la frente y se hunde en su asiento.

—¿Qué es eso? —pregunta el director Epstein.

—El libro de Houston Stewart Chamberlain —dice Herr Schäfer—. Es un inglés, yerno de Wagner. Escribe historia imaginativa, es decir, una historia que él se va inventando sobre la marcha. —Se dirige a Alfred—. ¿Cómo dio usted con el libro de Chamberlain?

—Leí un poco de él en casa de mi tío y luego fui a comprarlo a la librería del otro lado de la calle. No lo tenían pero lo encargué. He estado leyéndolo este último mes.

—Me gustaría que se mostrase tan entusiasta con los libros de clase —dice Herr Schäfer, indicando las estanterías de libros encuadernados en piel que se alinean en la pared del despacho del director—, ¡aunque sólo fuera con uno de ellos!

—Señor Schäfer —pregunta el director—, ¿conoce usted la obra de ese Chamberlain?

—Todo lo que podría querer conocer yo a cualquier pseudohistoriador. Se trata de un divulgador de Arthur Gobineau, el racista francés cuyos escritos sobre la superioridad básica de las razas arias influyeron en Wagner. Tanto Gobineau como Chamberlain hacen afirmaciones extravagantes sobre el liderazgo de los arios en las grandes civilizaciones griega y romana.

—¡Ellos fueron grandes! —interviene de pronto Alfred—. Hasta que se mezclaron con razas inferiores… con los ponzoñosos judíos, los negros, los asiáticos, y entonces todos las civilizaciones decayeron.

Tanto el director Epstein como Herr Schäfer se sorprenden ante el hecho de que un estudiante se atreva a interrumpirles. El director mira a Herr Schäfer como si fuese responsabilidad suya.

Herr Schäfer traslada la culpa a su alumno:

—Ojalá hubiese mostrado ese fervor en clase. ¿Cuántas veces se lo he dicho, Rosenberg? Parecía usted muy poco interesado en su formación. ¿Cuántas veces intenté animarle a participar en nuestras lecturas? Y de pronto aquí está usted, revolucionado por un libro. ¿Cómo podemos interpretar esto?

—Tal vez se deba a que nunca había leído ley un libro como ése… ¡un libro que dice la verdad sobre la nobleza de nuestra raza, que explica que intelectuales y estudiosos han descrito erróneamente la historia como el progreso de la humanidad, cuando lo cierto es que fue nuestra raza la que creó la civilización en todos los grandes imperios! No sólo en Grecia y Roma, sino también en Egipto, Persia, hasta en la India. Y todos esos imperios se desmoronaron cuando nuestra raza fue contaminada por razas inferiores del entorno.

Alfred mira al director Epstein y añade con todo el respeto posible:

—Si me permite, señor, ésta es la respuesta a su pregunta anterior. Por eso no me preocupa herir los sentimientos de un par de estudiantes judíos, ni de los eslavos, que son también inferiores, aunque no estén tan organizados como los judíos.

El director Epstein y Herr Schäfer intercambian de nuevo miradas, dándose cuenta por fin de la gravedad del problema. No se trata de una simple travesura ni de un adolescente impulsivo.

—Rosenberg —dice el director Epstein—, aguarde usted fuera por favor. Tenemos que hablar en privado.