28. Despacho de Friedrich, Olivaer Platz 3, Berlín-1925

Porque no son ustedes, caballeros, los que nos juzgan a nosotros. Ese juicio lo decide el tribunal eterno de la historia… Declárennos culpables un millar de veces: la diosa del tribunal eterno de la historia sonreirá y hará pedazos el alegato del fiscal y el veredicto del tribunal; porque ella nos absuelve.

ADOLF HITLER, frases finales de su discurso ante el tribunal en Múnich en 1924.

El 1 de abril de 1925 había vuelto a reaparecer como diario el VB. ¿Y a quién se repuso como director, pese a todas mis peticiones y argumentos?… A Rosenberg, ese mitólogo de farsa, insoportable, estrecho de miras, ese medio judío antisemita, que yo sostengo hasta hoy que hizo más daño al movimiento que ningún otro hombre salvo Goebbels.

ERNST PUTZI HANFSTAENGL

—La nota de Hitler me dejó completamente asombrado. Mira, Friedrich, quiero que la veas con tus propios ojos. La llevo en la cartera siempre. Ahora la guardo en un sobre… está empezando a romperse.

Friedrich cogió cuidadosamente el sobre, lo desdobló y extrajo la nota.

QUERIDO ROSENBERG, DIRIJA EL MOVIMIENTO A PARTIR DE AHORA.

Adolf Hitler

—Así que te fue entregado esto justo después del golpe fallido… ¿hace dos años?

—Al día siguiente. Él lo escribió el 10 de noviembre de 1923.

—Háblame más sobre tu reacción.

—Como digo, me quedé asombrado. No había nada que pudiese indicar que me fuese a elegir a mí para sucederle.

—Sigue.

Alfred movió la cabeza.

—Yo… —se atascó pero sólo unos instantes, tras los que recuperó la compostura y continuó—: Me quedé estupefacto. Desconcertado. ¿Cómo podía ser? Hitler nunca había hablado de que yo dirigiese el partido antes de esa nota… ¡y nunca volvió a hablar de ello después!

Hitler nunca habló de ello ni antes ni después. Friedrich intentó digerir esa extraña idea, pero siguió centrándose en las emociones de Alfred. Su formación analítica le había hecho más paciente. Sabía que todo se desplegaría en su momento.

—Hay mucha emoción en tu voz, Alfred. Es importante analizar los sentimientos. ¿Qué es lo que sientes tú?

—Todo se desmoronó con el golpe. El partido estaba disperso. Los dirigentes estaban o en la cárcel, como Hitler, o fuera del país, como Göring, o escondidos como yo. El gobierno ilegalizó el partido y cerró de forma permanente el Völkischer Beobachter. No se reabrió hasta hace sólo unos meses y yo estoy de nuevo en mi antiguo puesto.

—Quiero que me hables de todo eso, pero de momento vuelve a tus sentimientos sobre la nota. Haz lo que hemos hecho antes: imagina la escena cuando abriste la nota por primera vez y luego di lo que surja en tu mente.

Alfred cerró los ojos y se concentró.

—Orgullo. Mucho orgullo… él me eligió a mí, a mí por encima de todos los demás… me pasó a mí su responsabilidad. Significaba todo. Por eso me lo transmitió a mí. Yo no tenía ni idea de que confiase tanto en mí y me valorase tanto. ¿Qué más? Mucha alegría. Tal vez fuese el momento de mayor orgullo de toda mi vida. No, no tal vez, fue el momento de mayor orgullo. Le estimé tanto por eso… Y luego… y luego…

—¿Y luego qué, Alfred? No pares.

—¡Y luego todo se convirtió en una mierda! La nota. ¡Todo! Mi mayor alegría se convirtió en la mayor… la mayor catástrofe de mi vida.

—De alegría a catástrofe. Infórmame sobre esa transformación. —Friedrich sabía que sus comentarios eran oportunos.

Alfred estaba deseoso de hablar.

—Me llevaría todo el día de hoy explicarlo con detalle, de tantas cosas como sucedieron. —Alfred miró el reloj.

—Ya sé que no puedes contarme todo lo que ha pasado en los últimos tres años, pero necesito al menos un breve resumen si quieres que llegue a entender realmente tu problema.

Alfred miró hacia el alto techo del espacioso despacho de Friedrich y ordenó sus pensamientos.

—¿Cómo explicarlo? La nota me asignó una tarea básicamente imposible. Se me pedía que dirigiese un cuadro lamentable de hombres cargados de veneno que conspiraban todos para hacerse con el poder, todos con planes personales, y todos y cada uno decididos a acabar conmigo. Todos superficiales y estúpidos, todos sintiéndose amenazados por una inteligencia superior y completamente incapaces de comprender mis palabras. Profundamente ignorantes, todos ellos, de los principios que defendía el partido.

—¿Y Hitler? Él te pidió que dirigieses el partido. ¿No recibiste ningún apoyo de él?

—¿Hitler? Su actitud ha sido completamente desconcertante y ha hecho mi vida más difícil. ¿Tú no has seguido el drama de nuestro partido?

—Lo siento, pero yo no estoy al tanto de los acontecimientos políticos. Sigo estando absorbido por los nuevos avances en mi campo y por todos los pacientes que acuden a mí, principalmente ex militares. Además, es mejor que lo oiga todo desde tu perspectiva.

—Te resumiré. Como probablemente ya sabes, en 1923 intentamos convencer a los dirigentes del gobierno bávaro para que se unieran a nosotros en una marcha sobre Berlín similar a la marcha de Mussolini sobre Roma. Pero nuestro golpe fue un fracaso. Según opinión de todo el mundo, no podría haber ido peor. Estaba muy mal planeado y se ejecutó muy mal, desintegrándose ante la primera señal de resistencia. Hitler, cuando escribió esa nota para mí, estaba escondido en el desván de Putzi Hanfstalengl, esperando una detención inminente y una posible deportación. Cuando la señora Hanfstalengl me entregó la nota, me explicó lo que había sucedido. Llegaron a su casa tres coches de la policía y Hitler se puso frenético y esgrimió la pistola, diciendo que se pegaría un tiro antes de permitir que aquellos cerdos lo detuviesen. Por suerte su marido le había enseñado jiu-jitsu, y Hitler, con el hombro dislocado, no tuvo nada que hacer frente a ella. Le quitó el arma de las manos y la tiró en un inmenso barril de harina de doscientos kilos. Hitler, después de escribir rápidamente una nota para mí, se fue mansamente a la cárcel. Todo el mundo pensó que su carrera política había terminado. Hitler estaba acabado… era un hazmerreír nacional.

»O eso parecía. Pero fue en su punto más bajo cuando emergió su auténtico genio. Convirtió el fiasco en oro puro. Seré sincero: me ha tratado como si fuese mierda. Estoy destrozado por lo que me hizo, y sin embargo en este momento estoy más convencido que nunca de que es un hombre predestinado.

—Explícame eso, Alfred.

—Su momento de redención llegó en el juicio. Allí, todos los demás que participaron en el golpe se declararon no culpables de las acusaciones de traición. Algunos recibieron sentencias leves, por ejemplo, Hess fue condenado a seis meses. Otros, como el intocable mariscal de campo Ludendorff fueron considerados no culpables y puestos en libertad inmediatamente. Sólo Hitler insistió en declararse culpable de traición y en su juicio dejó extasiados a los jueces, a los espectadores y a los reporteros de todos los grandes periódicos de Alemania con un discurso milagroso de cuatro horas. Fue su momento supremo: un momento que lo convirtió en un héroe para todos los alemanes. Tú estás informado de esto, ¿no?

—Sí. Todos los periódicos informaron sobre el juicio, pero en realidad yo nunca he leído el discurso.

—A diferencia de todos los otros miedosos que se declararon no culpables, él proclamó su culpabilidad una y otra vez. «Si —dijo— derribar este gobierno de los criminales de noviembre, que apuñalaron por la espalda al valeroso Ejército alemán, es alta traición, entonces yo soy culpable. Si querer restaurar la gloriosa majestad de nuestra Nación es traición, entonces yo soy culpable. Si querer restaurar el honor del Ejército alemán es traición, entonces yo soy culpable». Los jueces estaban tan conmovidos que lo felicitaron, le estrecharon la mano y querían absolverle, pero no podían. Él insistió en declararse culpable de traición. Al final, lo condenaron a cinco años en una prisión de seguridad mínima de Landsberg, pero le garantizaron un pronto perdón. Y así, en una tarde extraordinaria, pasó de pronto de ser un político de poca monta y un hazmerreír a ser un personaje nacional universalmente admirado.

—Sí, ya he visto que ahora todos conocen su nombre. Gracias por informarme. Hay algo que sigue fijo en mi pensamiento y a lo que me gustaría volver, se trata de ese término fuerte que utilizaste, «catástrofe». ¿Qué pasó entre Adolf Hitler y tú?

—¿Qué no pasó? Lo más reciente, y es la verdadera razón de que yo esté aquí, es que me humilló públicamente. Tuvo una de sus grandes rabietas y en un arrebato de cólera me acusó malévolamente de incompetencia, deslealtad y todos los delitos del diccionario. No me pidas más detalles. Lo he borrado todo y sólo recuerdo fragmentos, del mismo modo que uno recuerda una pesadilla fugaz. Fue hace dos semanas y aún no me he recuperado.

—Ya veo lo afectado que estás. ¿Qué fue lo que provocó el arrebato?

—Política de partido. Yo decidí presentar algunos candidatos en las elecciones parlamentarias de 1924. Es evidente que nuestro futuro estará en esa dirección. El desastre del golpe demostró que no teníamos más elección que entrar en el sistema parlamentario. Nuestro partido estaba hecho trizas y se habría disuelto del todo en caso contrario. Como el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes estaba ilegalizado, yo propuse que nuestros miembros uniesen fuerzas con un partido distinto, dirigido por el mariscal de campo Ludendorff. Discutí esto largamente con Hitler en una de mis muchas visitas a la prisión de Landsberg. Se negó durante varias semanas a tomar una decisión pero finalmente me otorgó a mí la autoridad para decidir. Es lo que suele hacer… raras veces toma una decisión política, deja a sus subordinados que se peleen entre ellos defendiendo sus respectivas propuestas. La decisión me correspondió a mí y nos fue bien en las elecciones. Pero después, cuando Ludendorff intentó marginarle, Hitler atacó públicamente mi decisión y proclamó que nadie podía hablar en nombre de él… retirándome así toda autoridad.

—Da la impresión de que esa cólera contra ti es cólera desplazada… es decir, que estuviese mal dirigida y procediese de otras fuentes, sobre todo de la posibilidad de perder su poder.

—Sí, sí, Friedrich. Exactamente. A Hitler le preocupa ahora una cosa y sólo una: su posición como jefe. No hay nada más, ni siquiera nuestros principios básicos, que importe tanto como eso. Después de que recibió el perdón tras trece meses en Landsberg, ha cambiado. Ahora tiene una mirada distante, como si viese lo que no ven otros, como si estuviese por encima y más allá de las cuestiones terrenales. E insiste con toda firmeza en que se le llame «Führer»… nada más. Y muestra conmigo un distanciamiento indescriptible.

—Recuerdo que durante nuestra última reunión hablaste de que tenías la sensación de que se mantenía distante de ti, y que te entristecía mucho cuando veías que establecía relaciones más íntimas con otros… ¿no era a Göring al que te referías?

—Sí, exactamente. Pero ahora es algo mucho más amplio. En público se mantiene distante de todos. Y ese patán, Göring, es una gran parte del problema. No sólo es zalamero, conflictivo y ofensivo conmigo sino que su drogadicción descarada es una desgracia. Me han dicho que en actos públicos saca su frasco de píldoras a cada hora y se zampa un puñado. Yo intenté expulsarle del partido pero no pude obtener el consentimiento de Hitler. En realidad, Göring es la otra razón principal de que yo esté aquí. Aunque se encuentra aún fuera del país, me he enterado por buenas fuentes de que está difundiendo el rumor malicioso de que Hitler me eligió deliberadamente para dirigir el partido en su ausencia porque sabía que era el candidato más inadecuado posible. En otras palabras, yo era tan inepto que la posición y el poder del propio Hitler no estarían así amenazados. No sé qué hacer. No aguanto la tensión. —Alfred se hundió en su asiento tapándose los ojos con las manos—. Necesito tu ayuda. No hago más que pensar en hablar contigo.

—¿Qué crees que yo puedo decir o hacer?

—En eso estoy en blanco. Nunca llegué tan lejos…

—Intenta imaginar que yo hablase contigo de una manera que aliviase tu dolor. Dime, ¿qué cosa que yo dijese sería la perfecta?

Ésta era una de las tretas favoritas de Friedrich, pues conducía siempre a un análisis más profundo de la relación terapeuta-paciente. Pero aquel día no.

—No puedo, no puedo hacerlo. Necesito oírtelo decir a ti.

Al ver que Alfred estaba tan nervioso que no era capaz de mucha reflexión, Friedrich ofreció apoyo lo mejor que pudo:

—Alfred, esto es lo que he estado pensando mientras tú hablabas. Primero, siento el peso de tu carga. Es una historia horrible. Es como si estuvieses en un nido de víboras y todo el mundo te tratase de una forma injusta y pérfida. Y aunque escuchó con mucha atención, no he oído que haya ningún apoyo, de ninguna fuente.

Alfred exhaló ruidosamente.

—Veo que lo entiendes. Sabía que lo entenderías. Nadie más considera válido algo que haga yo. Tomé la decisión correcta en lo de las elecciones, y el Führer sigue ahora el mismo camino que yo propuse. Pero nunca, nunca oigo que se me alabe.

—¿No hay nadie en tu vida que lo haga?

—Lo hace mi esposa, Hedwig… he vuelto a casarme recientemente… pero sus alabanzas no son importantes. Sólo cuentan las palabras de Hitler.

—Déjame que te pregunte una cosa, Alfred. Esas ofensas que te hace, esos rumores malintencionados, esa filípica humillante de Hitler, la falta total de aprecio… ¿por qué lo soportas? ¿Por qué sigues atrapado, pidiendo más? ¿Por qué no te cuidas más de ti mismo?

Alfred movió la cabeza como si hubiese estado esperando esa pregunta.

—Lamentó parecer banal pero tengo que vivir. Necesito el dinero. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Soy bien conocido como periodista radical, y no tengo ninguna otra oportunidad de trabajo. Mi formación profesional como arquitecto no me proporcionará trabajo. ¿Te he explicado alguna vez que mi proyecto de fin de carrera fueron los planos de un crematorio?

Cuando Friedrich negó con la cabeza, Alfred continuó:

—En fin, me temo que en la católica Baviera nadie está pidiendo a gritos que se construyan crematorios. No, no tengo más opciones de trabajo.

—Pero vincularte a Hitler y soportar esas ofensas y permitir que toda tu autoestima suba o baje según su humor no es una buena receta para la estabilidad y el bienestar. ¿Por qué significa tanto que él te estime?

—Así no es como lo enfoco yo. No es sólo su amor lo que yo busco. Es su apoyo. Mi razón de ser es la purificación racial. Sé en el fondo de mi corazón que ésa es la obra de mi vida. Si quiero que Alemania se levante de nuevo, si quiero una Alemania libre de judíos y una Europa libre de judíos, debo permanecer con Hitler. Sólo a través de él puedo conseguir que pasen esas cosas.

Friedrich miró el reloj. Aún había tiempo de sobra, porque habían programado una sesión doble y otra también doble al día siguiente.

—Alfred, he pensado en el cambio de conducta de Hitler hacia ti. Creo que está relacionado con su cambio de comportamiento, con el hecho de que haya asumido una actitud visionaria. Da la impresión de que está intentando remodelarse a sí mismo, desbordar los límites de lo real. Y creo que quiere distanciarse de todos aquellos que lo conocieron cuando aún no era más que un ser humano ordinario. Tal vez sea eso lo que explica su distanciamiento de ti.

Alfred consideró esta idea.

—No me lo había planteado de ese modo. Pero creo que hay mucho de verdad en lo que estás diciendo. Tiene un nuevo grupo de confianza, y todos los que estamos fuera de él tenemos que trabajar duro para conseguir que nos escuche. Ha excluido a toda la vieja guardia, con la excepción de Göring. Hay un recién llegado particularmente malévolo, Joseph Goebbels, que yo creo que será el Mefisto de nuestro movimiento, honrado en otros tiempos. No puedo soportarle, y el sentimiento es absolutamente recíproco. En este momento, Goebbels es el director de un diario nazi de Berlín, y no tardará en estar controlando todas nuestras campañas. Y hay otro de su círculo íntimo: Rudolf Hess. Lleva tiempo en el partido y estuvo al mando de una división de la SA en el golpe. Pero de todos modos entró en la vida de Hitler mucho más tarde que yo. Estaba en una celda próxima en Landsberg y visitaba a Hitler a diario. Como tenía previsto incorporarse al negocio de su padre, había aprendido taquigrafía y Hitler empezó a dictarle Mi lucha. Confieso que le envidié. Me habría gustado ir a la cárcel si pudiese haberme encontrado allí con Hitler a diario. Terminaron el primer volumen en la cárcel, yo creo que Hess hizo muchas correcciones, y muchas de ellas muy malas. Aquí estoy yo, el primer intelectual del partido y el mejor escritor con mucho… lo lógico sería que me hubiese pedido a mí que lo corrigiese. Podría haberlo mejorado tanto… Desde luego habría cortado varios pasajes que él ahora lamenta abiertamente haber escrito… por supuesto toda la sección demencial sobre la sífilis. Pero ni una vez lo pidió.

—¿Por qué no lo pidió?

—Tengo algunas buenas suposiciones que no puedo compartir con nadie más que contigo. Por una parte, creo que sabía que yo no habría sido un corrector imparcial debido a todas las ideas que me robó. Mira, antes de que él fuese a la cárcel, yo era el filósofo oficial del partido. De hecho, algunos de los periódicos izquierdistas publicaban regularmente comentarios como «Hitler es el portavoz de Rosenberg» o «Hitler ordena lo que Rosenberg quiere». Esto le fastidió muchísimo, y ahora quiere dejar claro como el cristal que él es el único autor de la ideología del partido y que yo no tengo ningún papel en esa tarea. En Mi lucha es muy explícito al respecto. Yo he memorizado este comentario: «Dentro de largos periodos del progreso humano puede suceder esporádicamente que el político práctico y el filósofo político sean uno». Él quiere que se le considere como ese tipo excepcional de dirigente.

Alfred se retrepó en la silla y cerró los ojos un momento.

—Pareces más relajado, Alfred.

—Ayuda hablar contigo…

—Vamos a explorar eso. ¿Cómo ayudo yo?

—Me descubres nuevas formas de mirar lo que me ha sucedido. Es un alivio hablar con una persona inteligente. Estoy rodeado de tanta mediocridad.

—Es como si este lugar, esta forma de hablar brindase cierto alivio a tu aislamiento. ¿Es así?

Alfred asintió.

—Sí —continuó Friedrich—, y me alegro de poderte ofrecer eso. Pero no es suficiente. Me pregunto si hay algún medio de que pueda ofrecerte algo más sustancial que alivio. Algo más profundo y más duradero.

—Me gustaría mucho. Pero ¿cómo?

—Déjame intentarlo. Empezaré con una pregunta. Hay muchísimos sentimientos negativos procedentes de Hitler y de muchos otros. Mi pregunta es: ¿qué papel juegas tú en ello?

—Ya he contestado a eso. Provocó resentimiento una y otra vez debido a mi inteligencia superior. Tengo una mente compleja, y la mayoría de la gente no puede seguir las complejidades de mi pensamiento. No es culpa mía, pero la gente se siente intimidada por mí. Y al no ser capaces de comprender del todo mis ideas, muchos se sienten estúpidos y entonces me fustigan como si la culpa fuese mía.

—No, eso no es exactamente lo que yo busco. La cuestión a la que yo estoy intentando llegar es la de «¿qué quieres cambiar en ti mismo?». Porque eso es lo que yo intento hacer… ayudar a mis pacientes a cambiar. Tu respuesta de que el problema se debe a tu mente superior nos lleva a un callejón sin salida porque naturalmente tú no quieres sacrificar nada de tu mente superior. Nadie querría eso.

—No me aclaro, Friedrich.

—Lo que quiero decir es que la terapia consiste en cambiar, y estoy intentando ayudarte a determinar qué quieres cambiar en ti mismo. Si dices que tus problemas se deben exclusivamente a los demás, entonces no tengo ningún instrumento terapéutico más que simplemente tranquilizarte y ayudarte a tolerar las ofensas o sugerir que busques otras relaciones. —Friedrich intentó otra táctica que casi siempre era fructífera—. Mira, déjame que lo plantee así: ¿Qué porcentaje de los problemas a los que te enfrentas se debe a los demás? ¿Es el 20 o el 50 o el 70 o el 90 por ciento?

—No hay manera de medir eso.

—Por supuesto, pero no espero exactitud. Sólo quiero que hagas un cálculo a ojo. Sígueme la corriente, Alfred.

—Está bien, digamos un 90 por ciento.

—Bien. Y eso significa que el 10 por ciento de esos acontecimientos ofensivos que tanto te alteran son responsabilidad tuya. Eso puede darnos cierta orientación. Tú y yo necesitamos explorar ese 10 por ciento y ver si podemos comprenderlo y cambiarlo. ¿Estás de acuerdo, Alfred?

—Estoy empezando a sentir esa extraña sensación de mareo que he sentido cada vez que he hablado contigo.

—Eso no es necesariamente algo malo. El proceso de cambio resulta a menudo desestabilizador. Así que volvamos al trabajo. Examinemos ese 10 por ciento. Quiero saber más sobre el papel que juegas tú en que otros te traten tan mal.

—Eso ya lo he explicado. Te dije que era la envidia del hombre ordinario hacia aquel que tiene una inteligencia y una imaginación elevadas.

—La gente que te trata mal debido a tu superioridad entra en ese 90 por ciento. Centrémonos en el 10 por ciento… tu parte de ello. Dices que te excluyen, que te detestan, que eres víctima de rumores. ¿Qué haces tú para que suceda eso?

—Yo he hecho todo lo posible por convencer a Hitler de que se librase de la escoria, de la gente de mente estrecha, los Göring, los Streicher, los Himmler, los Röhms, pero sin resultado.

—Pero Alfred, tú hablas de la superioridad de la raza aria y sin embargo esos mismos hombres se convertirán, si Hitler triunfa, en los gobernantes arios. ¿Cómo puede ser así si ellos son parte de la raza aria? Han de tener sin duda ciertas dotes, ciertas virtudes, ¿no?

—Ellos necesitan educación e ilustración. El libro en el que estoy trabajando proporcionará la educación que nuestros futuros dirigentes arios necesitarán. Si Hitler me respalda, yo puedo elevar y purificar su pensamiento.

Friedrich se sintió aturdido. ¿Cómo podía haber subestimado tanto la fuerza de resistencia de Alfred? Hizo otro intento.

—La última vez que nos vimos, Alfred, hablaste de que había otros en tu trabajo que se referían a ti como la Esfinge y también de que la crítica de Dietrich Eckart te había convencido de que deberías hacer cambios significativos en ti mismo. ¿Te acuerdas?

—Eso es historia pasada. Esa saga y la influencia de Dietrich Eckart han terminado. Murió hace varios meses.

—Siento oír eso. ¿Una gran pérdida para ti?

—Sí y no. Le debo mucho, pero nuestra relación se deterioró cuando Hitler decidió que Eckart estaba demasiado enfermo y era demasiado débil para seguir siendo el director del VB, y me nombró a mí en su lugar. No fue culpa mía, pero Eckart me acuso a mí. Aunque procuré convencerle por todos los medios de que yo no había conspirado contra él no hubo manera. Sólo cuando estaba ya próximo a la muerte se aplacó su rencor hacia mí. En mi última visita me indicó que me acercarse más a su cama y me susurró al oído: «Siga a Hitler. Él será el bailarín. Pero recuerde que fui yo el que llevó la batuta». Después de su muerte Hitler le llamó la «estrella polar» del movimiento nazi. Pero Hitler, lo mismo que en mi caso, nunca reconoció que le hubiese enseñado nada en concreto.

A Friedrich le flaqueaban ya las fuerzas, pero siguió intentando.

—Volvamos a la cuestión que yo estaba intentando aclarar. Cuando tú trabajabas para Eckart, me dijiste que querías hacer cambios en ti mismo, ser menos una esfinge, charlar…

—Eso era entonces. Ahora no tengo ninguna intención de debilitarme para ganarme el favor de mentes mediocres. De hecho ahora esa idea me resulta repugnante. Esa misma idea es un microcosmos del gran problema al que debemos enfrentarnos como Nación: los débiles no son igual que los fuertes. Si los fuertes reducen su voluntad y su poder, si olvidan su destino como seres superiores, o contaminan su sangre a través del mestizaje, socavarán la verdadera grandeza del Volk.

—Alfred, tu ves el mundo sólo en términos de fuertes o débiles. Debe haber sin duda otras formas de mirarlo…

—Toda la historia —lo interrumpió Alfred elevando la voz— es una saga de los fuertes y los débiles. Hablemos con franqueza. La tarea de los fuertes como Hitler, como yo, y como tú, Friedrich, es fomentar el florecimiento de la raza aria superior. Tú propones enfocar la historia de «otras formas». Te estás refiriendo sin duda a como lo hace la Iglesia, que intenta librarnos de los vínculos de sangre y crear un individuo soberano que no es nada más que una abstracción que carece de polaridad o de potencia. Todas las ideas de igualdad son fantasías y contrarias a la naturaleza.

Friedrich estaba viendo aquel día a un Alfred diferente: Alfred Rosenberg, el ideólogo nazi, el propagandista, el orador de los actos públicos nazis. No le gustaba lo que veía pero, como en un acto reflejo, perseveró en su papel.

—Recuerdo que la primera vez que hablamos como adultos, me dijiste que te gustaban mucho las conversaciones filosóficas. Y me dijiste que hacía años que no tenías ninguna.

—Eso es verdad, ciertamente. Y sigue siéndolo.

—Entonces, ¿puedo plantear algunas cuestiones filosóficas sobre tus comentarios?

—Será un placer.

—Todo lo que tú has estado arguyendo esta mañana se apoya en un supuesto básico: que la raza aria es superior y que deberían hacerse grandes y drásticos esfuerzos para aumentar la pureza de esa raza. ¿De acuerdo?

—Continúa.

—Mi pregunta es, simplemente, ¿qué pruebas tienes de ello? Yo estoy seguro de que cualquier otra raza, si se le preguntase, proclamaría su propia superioridad.

—¿Pruebas? Mira a tu alrededor, a los grandes alemanes. Utiliza los ojos, los oídos. Escucha a Beethoven, Bach, Brahms, Wagner. Lee a Goethe, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche. Mira nuestras ciudades, nuestra arquitectura, y mira las grandes civilizaciones que nuestros antepasados arios pusieron en marcha y que acabaron desmoronándose al contaminarse con sangre semita, sangre inferior.

—Yo creo que estás citando a Houston Stewart Chamberlain. He leído una parte de su obra y, francamente, no me impresionaron las pruebas que aporta, que consisten en poco más que proclamar que de cuando en cuando se ven arios rubios y de ojos azules en pinturas de personajes de la corte de Egipto o la India o Roma. Eso no son pruebas. Los historiadores a los que he consultado dicen que Chamberlain simplemente se inventa la historia que podía apoyar sus pretensiones originales. Por favor, Alfred, dame alguna prueba sustancial para tus premisas. Dame una prueba que respetasen Kant o Hegel o Schopenhauer.

—¿Prueba, dices? Los sentimientos de mi sangre son mi prueba. Nosotros, los verdaderos arios, confiamos en nuestras pasiones y sabemos cómo utilizarlas para recuperar el puesto al que tenemos derecho como soberanos.

—Oigo pasión, pero no oigo aún ninguna prueba. En mi campo investigamos las causas de las pasiones fuertes. Déjame que te hable de una teoría de la psiquiatría que parece muy relevante en nuestra discusión. Alfred Adler, un médico vienés, ha escrito mucho sobre los sentimientos universales de inferioridad que se acumulan simplemente como consecuencia de crecer como un ser humano, y de experimentar un periodo prolongado en el cual nos sentimos desvalidos, débiles y dependientes. Hay muchos a los que este sentimiento de inferioridad les resulta insoportable y lo compensan desarrollando un complejo de superioridad, que no es más que la otra cara de la misma moneda. Alfred, creo que esa dinámica puede estar actuando en ti. Hablamos sobre lo desgraciado que te sentías de niño, de que no te sentías en casa en ningún lugar, de que los demás te rechazaban y que te esforzabas por triunfar para «demostrarles»… ¿te acuerdas?

Ninguna respuesta de Alfred, que le miraba fijamente. Friedrich continuó:

—Yo creo que tú estás cometiendo el mismo error que los judíos, que durante dos milenios se han considerado un pueblo superior, el pueblo elegido por Dios. Tú y yo coincidimos en que Spinoza echó abajo ese argumento y no tengo la menor duda de que, si estuviese vivo, el poder de su lógica echaría abajo también tu argumento ario.

—Te advertí que no entrarás en este campo judío. ¿Qué saben los psicoanalistas sobre la raza, la sangre y el alma? Te lo advertí y ahora temo que hayas sido ya corrompido.

—Y yo te dije que este conocimiento y este método son demasiado buenos y demasiado poderosos para ser propiedad exclusiva de los judíos. Mis colegas y yo hemos utilizado los principios de este campo para prestar una enorme ayuda a legiones de arios heridos. Y tú también estás herido, Alfred, pero, a pesar de tus propios deseos, no me dejas ayudarte.

—Y yo que creí que estaba tratando con un Übermensch. ¡Qué equivocado estaba!

Alfred se levantó, extrajo un sobre con marcos del bolsillo, lo colocó con gran precisión en una esquina del escritorio de Friedrich y se dirigió hacia la puerta.

—Te veré mañana a la misma hora —dijo Friedrich desde su asiento del escritorio.

—¡Ni mañana —dijo Alfred desde el vestíbulo— ni nunca! Y me aseguraré de que esas ideas judías abandonen Europa junto con los judíos.