23. Ámsterdam-27 de julio de 1656

Bento se giró al oír pronunciar su nombre y vio a un desgreñado y lloroso Franco, que cayó de rodillas inmediatamente e inclinó la cabeza hasta que su frente tocó el suelo.

—¿Franco? ¿Qué estás haciendo aquí? Y ¿qué estás haciendo ahí, en el suelo?

—Tenía que verte, que advertirte, que pedirte perdón. Perdóname por favor. Déjame que te explique, por favor.

—Franco, levántate. Es peligroso que te vean hablando conmigo. Voy a mi casa. Sígueme a distancia y luego entra directamente sin llamar. Pero primero asegúrate de que nadie te ve.

Unos minutos después, en el estudio de Bento, Franco continuó diciendo con voz trémula:

—Vengo directamente de la sinagoga. Los rabinos te maldijeron. Crueles… fueron crueles. Pude entenderlo todo porque lo tradujeron al portugués… nunca imaginé que serían tan crueles. Ordenaron que nadie hablase contigo ni te mirase ni…

—Por eso te dije que era peligroso que te vieran conmigo.

—¿Tú ya lo sabías? ¿Cómo podías saberlo? Acabo de venir de la sinagoga. Salí corriendo inmediatamente después de la ceremonia.

—Sabía que iba a pasar. Estaba escrito.

—Pero tú eres un hombre bueno. Te ofreciste a ayudarme. Me ayudaste. Y mira lo que te han hecho. Todo es culpa mía. —Franco cayó de nuevo de rodillas y cogió la mano de Bento y la apretó contra su frente—. Es una crucifixión, y yo soy el Judas. Te traicioné.

Bento liberó su mano y la colocó sobre la cabeza de Franco un instante.

—Levántate, por favor. Tengo cosas que decirte. Sobre todo, debes saber que no es culpa tuya. Ellos estaban buscando una excusa.

—No, hay cosas que tú no sabes. Es hora de que te lo confiese. Te traicionamos, Jacob y yo. Fuimos a ver a los parnassim y Jacob les dijo todo lo que nos dijiste tú. Y yo no hice nada por impedirlo. Me quede allí parado mientras él hablaba, asintiendo con la cabeza. Y cada vez que asentía iba clavando un clavo de tu crucifixión. Pero tuve que hacerlo. No tenía elección… Créeme, no tenía elección.

—Siempre hay elección, Franco.

—Eso suena bien, pero no es verdad. La vida real es más complicada que eso.

Bento, sorprendido, dirigió a Franco una mirada detenida. Aquél era un Franco diferente.

—¿Por qué no es verdad?

—¿Y si te enfrentas a sólo dos elecciones posibles, y las dos son mortíferas?

—¿Mortíferas?

Franco eludió la mirada de Bento.

—¿Significa algo para ti el nombre de Duarte Rodríguez?

Bento asintió.

—El hombre que intentó robar a mi familia. El hombre que no necesitaba ninguna proclamación del rabino para odiarme.

—Es tío mío.

—Sí, ya lo sé, Franco. Rabí Morteira me lo dijo ayer.

—¿Te explicó que mi tío me planteó una alternativa? Si accedía a traicionarte, me sacaría de Portugal y luego, después de que yo hubiese cumplido mi parte del trato, enviaría inmediatamente un barco a Portugal para rescatar a mi madre, a mi hermana y a mi tía, la madre de Jacob. Están todas escondidas y corren gran peligro por la Inquisición. Si me negaba, las dejaría en Portugal.

—Comprendo. Hiciste la elección correcta. Salvaste a tu familia.

—Aun así, eso no borra mi vergüenza. Estoy pensando presentarme ante los parnassim en cuanto mi familia esté segura y confesar que te provocamos para que dijeses las cosas que dijiste.

—No, no hagas eso, Franco. El mayor favor que puedes hacerme ahora es el silencio.

—¿El silencio?

—Es lo mejor para mí, para todos nosotros.

—¿Por qué es lo mejor? Nosotros te engañamos para que dijeses lo que dijiste.

—Eso no es verdad. Yo dije lo que dije libremente.

—No, estás siendo compasivo conmigo, aliviando mi dolor. Mi culpa no se borra. Fue todo una comedia, todo estaba planeado. Pequé. Te engañé. Te hice mucho daño.

—Franco, tú no me engañaste. Yo sabía que vosotros daríais testimonio contra mí. Hablé deliberadamente de una forma temeraria. Quería que vosotros dieseis testimonio. Soy yo el culpable de engaño.

—¿Tú?

—Sí, me aproveché de vosotros. Lo peor de todo fue que lo hice a pesar de que tenía la sospecha de que tú y yo podríamos pensar lo mismo.

—Una sospecha acertada. Pero el que pensásemos de un modo parecido no hace más que aumentar mi culpa. Cuando Jacob describió tus ideas a los parnassim yo guardé silencio, cuando debería haber dicho a gritos: «Yo estoy de acuerdo con Baruch Spinoza. Sus ideas son también las mías».

—Si hubieses hecho eso, habría sido una catástrofe. Tu tío habría tomado venganza, tu familia correría un gran peligro, yo sería excomulgado de todos modos y los parnassim te habrían excomulgado a ti conmigo.

—Baruch Spinoza…

—Por favor… ahora Bento. Ya no hay un Baruch Spinoza.

—Está bien, Bento. Bento Spinoza, eres un enigma. Nada de lo de hoy tiene sentido. Contesta a una simple pregunta: ¿si tú querías abandonar tu comunidad, por qué no te limitaste a irte por decisión propia? ¿No acabas de decir que siempre hay una elección?

Bento, impresionado, miró de nuevo a aquel Franco distinto, un Franco prudente, sincero, sin rastro del Franco tímido y bufonesco de sus encuentros anteriores.

—Hay mucha verdad en lo que dices. ¿Cómo llegaste a pensar así?

—Mi padre, que fue quemado por la Inquisición, era un hombre sabio. Antes de que se viese forzado a convertirse, era el rabino y el asesor principal de nuestra comunidad. Después, incluso de que todos nos hicimos cristianos, los aldeanos seguían visitándolo para que los aconsejara en los problemas serios de la vida. Yo me sentaba a menudo a su lado y aprendí muchas cosas sobre la culpa y la vergüenza, la elección y el dolor.

—¿Tú, el hijo de un sabio rabino? Así que en nuestros encuentros con Jacob, ocultaste tus conocimientos y tus auténticas ideas. Cuando yo hablé de las palabras de la Torá, fingiste ignorancia.

Franco bajo la cabeza y asintió.

—Reconozco que obré con engaño. Pero, en realidad, ignoro las tradiciones judías. Mi padre, en su sabiduría y su amor por mí, quiso que no fuese educado en nuestra tradición. Si queríamos seguir vivos, teníamos que ser cristianos. Procuró deliberadamente no enseñarme nada de las costumbres y el idioma judíos porque los astutos inquisidores eran muy hábiles para localizar cualquier rastro de ideas judías.

—¿Y tu arrebato sobre la locura de las religiones? ¿También eso era fingido?

—¡En modo alguno! Sí, el plan de Jacob era que yo manifestase una gran duda religiosa con el fin de empujarte a soltar la lengua. Pero ese papel era fácil… a ningún actor se le ha asignado nunca un papel más fácil. De hecho, Bento, fue un gran alivio pronunciar aquellas palabras. Siempre había ocultado mis sentimientos. Cuanto más dogma cristiano y más historias de milagros me veía obligado a aprender, más cuenta me daba de que tanto la fe cristiana como la judía estaban basadas en fantasías sobrenaturales, infantiles. Pero no podía decir eso delante de mi padre. No podía herirle así. Luego lo quemaron por ocultar páginas de la Torá que él creía que contenían las palabras del propio Dios. Y de nuevo no podía decir nada. Oír tus pensamientos fue tan liberador que mi sensación de engaño disminuyó, aunque compartir sinceramente contigo esas ideas estuviese al servicio de un engaño. Una paradoja muy compleja…

—Lo comprendo muy bien. Durante nuestra charla, también yo me sentí emocionado al poder decir, por fin, la verdad sobre mis creencias. No me contuvo lo más mínimo saber que estaba escandalizando a Jacob. Todo lo contrario… confieso que disfruté más bien escandalizándolo, aunque me diese cuenta de las funestas consecuencias que iba a tener.

Se quedaron callados. La sensación angustiosa de aislamiento absoluto de Bento después de que Manny, el hijo del panadero, le hubiese evitado empezó a desvanecerse. Aquel encuentro, aquel momento de sinceridad con Franco, le conmovió y lo animó. Tal como tenía por costumbre, no se entregó mucho tiempo a sus sentimientos sino que pasó a adoptar el papel de observador y examinó su mente, apreciando sobre todo la dulzura que le embargaba. Aunque tenía plena conciencia de su carácter fugaz, eso no la hacía menos agradable. ¡Ah, la amistad! Así que ésta es la cola que mantiene unida a la gente, esa calidez, ese estado de ánimo que ahuyenta la soledad. Dudando tanto, temiendo tanto, revelando tan poco, había experimentado la amistad demasiadas pocas veces en su vida.

Franco miró la bolsa de Bento y rompió el silencio.

—¿Te vas hoy?

Bento asintió.

—¿Adónde? ¿Qué vas a hacer? ¿Cómo te ganarás la vida?

—Espero poder llevar ahora una vida sencilla de contemplación. Durante este último año he estado aprendiendo con un constructor de lentes establecido a hacerlas para gafas y, algo mucho más interesante para mí, instrumentos ópticos, tanto telescopios como microscopios. Mis necesidades son pocas y debería ser capaz de ganarme la vida fácilmente.

—¿Te quedarás aquí, en Ámsterdam?

—Por el momento sí. En casa de Franciscus Van den Enden, que lleva una academia de enseñanza cerca del Singel. Más tarde tal vez me traslade a una comunidad más pequeña, donde pueda proseguir mis estudios en un entorno más tranquilo.

—¿Estarás completamente solo? Supongo que el estigma de la excomunión mantendrá a los demás a distancia…

—Todo lo contrario, será más fácil vivir entre gentiles como un judío excomulgado. Y tal vez, sobre todo, como un judío excomulgado para siempre, en vez de un judío renegado que sólo desea la compañía de los gentiles.

—¿Así que ésa es otra razón para que aceptases gustoso un hérem?

—Sí, admito eso y algo más: tengo previsto empezar en algún momento a escribir, y puede que haya más posibilidades de que el mundo lea la obra de un judío excomulgado que la de un miembro de la comunidad judía.

—¿Estás seguro de eso?

—Pura especulación, pero he establecido ya relaciones con varios compañeros de mentalidad similar que me instan a poner por escrito lo que pienso.

—¿Son cristianos?

—Sí, pero un tipo diferente de cristianos de los fanáticos católicos ibéricos que tú has conocido. No creen en el milagro de la resurrección ni en beber la sangre de Jesús durante la misa ni queman vivos a los que piensan de otro modo. Son cristianos de mentalidad liberal que se llaman a sí mismos «colegiantes» y piensan por su cuenta sin predicadores ni iglesias.

—¿Estás pensando entonces en convertirte en uno de ellos?

—Jamás. Mi propósito es vivir una vida religiosa sin la interferencia de ninguna religión. Yo creo que las religiones, todas ellas, el catolicismo, el protestantismo, el islamismo, así como el judaísmo, simplemente bloquean nuestra visión de las verdades religiosas básicas. Albergo la esperanza de que habrá algún día un mundo sin religiones, un mundo con una religión universal en la que todos los individuos utilicen la razón para experimentar y para venerar a Dios.

—¿Eso significa que quieres que desaparezca el judaísmo?

—Que desaparezcan todas las tradiciones que interfieren en el derecho de uno a pensar por sí mismo.

Franco se quedó callado unos instantes.

—Bento, eres tan radical que me da miedo. Me corta el aliento imaginar que nuestra tradición, después de sobrevivir miles de años, vaya a perecer.

—Deberíamos estimar las cosas por ser verdaderas, no por ser viejas. Las viejas religiones nos atrapan insistiendo en que, si olvidamos la tradición, deshonramos a todos los que la siguieron en el pasado. Y si uno de nuestros antepasados ha sido martirizado, entonces estamos más atrapados aún porque consideramos que el honor nos obliga a perpetuar las creencias de los mártires, aunque sepamos que están plagadas de errores y supersticiones. ¿Acaso no confesaste tú que sentías eso como consecuencia del martirio de tu padre?

—Sí… que mi vida no tendría sentido si negaba precisamente aquello por lo que él había muerto.

—Pero también carecería de sentido dedicar tu sola y única vida a un sistema falso y supersticioso, un sistema que elige sólo a un pueblo y excluye a todos los demás.

—Bento Spinoza, fuerzas demasiado mi entendimiento. Un poco más y estallará. Nunca me he atrevido a pensar en cosas como ésas. No puedo concebir la idea de no pertenecer a mi comunidad, a mi propio grupo. ¿Por qué a ti te resulta tan fácil?

—¿Fácil? No es fácil, pero es más fácil si tus seres queridos están muertos. Mi excomunión permanente me asigna ahora la tarea de remodelar toda mi identidad y aprender a vivir sin ser ni judío ni cristiano, ni de ninguna otra religión. Es posible que sea el primer hombre de esa clase.

—¡Ten cuidado! Es posible que tu excomunión permanente no sea tan permanente. Es posible que, a ojos de otros, puedas no gozar del lujo de no ser judío. Baruch, ¿qué sabes tú sobre la limpieza de sangre?

—¿Las leyes de sangre ibéricas? No mucho, salvo que España las aplicó para impedir que los judíos conversos alcanzaran demasiado poder.

—Empezaron, me contó mi padre, con Torquemada, el gran inquisidor, que convenció a la reina Isabel hace doscientos años de que la mancha judía persistía en la sangre a pesar de la conversión al cristianismo. Como el propio Torquemada tenía antepasados judíos en la cuarta generación, trazó la línea de las leyes de sangre tres generaciones atrás. Así que los conversos recientes, o incluso los de hace dos o tres generaciones, siguen siendo muy sospechosos y se les impide el acceso a muchos cargos y profesiones, en la Iglesia, el Ejército, en la administración del Estado y en muchos oficios.

—Creencias patentemente falsas, como «tres pero no cuatro generaciones», es evidente que se inventan porque le convienen a su inventor. Las falsas creencias seguirán siempre con nosotros como los pobres de este mundo, y su persistencia queda fuera de mi control. Yo me esfuerzo ahora por cuidarme sólo de aquellas cosas sobre las que puedo tener control.

—¿Como qué?

—Creo que sólo tengo control sobre una cosa: el progreso de mi entendimiento.

—Bento, tengo un deseo muy fuerte de decirte algo que sé que es imposible.

—Pero ¿no es imposible decirlo?

—¡Sé que es imposible, pero quiero irme contigo! Piensas cosas grandes, y sé que las pensarás aún más grandes. Quiero seguirte, ser tu alumno, tu sirviente, compartir lo que tú hagas, copiar tus manuscritos, hacerte la vida más fácil.

Bento hizo una pequeña pausa. Sonrió, luego movió la cabeza.

—Lo que dices me resulta grato, atractivo incluso. Déjame responderte tanto desde dentro como desde fuera.

»Primero desde dentro. Aunque yo desee una vida solitaria e insista en ella para proseguir con mis meditaciones, puedo percibir que otra parte de mí anhela la relación íntima con otros. A veces puedo experimentar un intenso anhelo de sentirme acunado y abrazado por una familia amorosa y esa parte de mí (esa parte ávida) da la bienvenida a tu deseo y me hace desear abrazarte y contestar: “¡Sí, sí, sí!”. Simultáneamente otra parte de mí, mi parte más fuerte y más elevada, clama pidiendo libertad. Me duele que el pasado se vaya y no vuelva nunca. Me duele pensar que todos aquellos que una vez me acunaron estén muertos, y aborrezco también ese dolor que me encadena al pasado y me impide avanzar. No puedo influir en los acontecimientos del pasado, pero he decidido evitar vinculaciones intensas en el futuro. Nunca volveré a envolverme en el deseo infantil de que me acunen. ¿Comprendes?

—Sí, demasiado bien.

—Eso es lo interior. Ahora déjame que te conteste desde el exterior. Supongo que tu «imposible» se refería a la imposibilidad de abandonar a tu familia. Si yo estuviese en tu situación, también me resultaría imposible. Es bastante difícil para mí abandonar a mi hermano pequeño. Mi hermana tiene su propia familia, y me preocupa menos. Pero, Franco, no es sólo tu familia lo que te impide unirte a mí. Hay otros obstáculos. Hace sólo unos minutos, me dijiste que no podías imaginar la vida sin una comunidad. Sin embargo, mi camino es un camino de soledad y no anhelo más comunidad que la absorción absoluta en Dios. Nunca me casaré. Aunque desease el matrimonio, no sería posible. Como una rareza solitaria pudo lograr vivir sin una afiliación religiosa, pero es dudoso que, incluso en Holanda, el país más tolerante del mundo, se permitiera a una pareja vivir de ese modo y criar hijos sin una fe religiosa. Y mi vida solitaria significa no tener tías ni tíos ni primos ni celebraciones festivas de familia ni comidas de Pascua ni Rosh Hashaná. Sólo soledad.

—Comprendo, Bento. Comprendo que yo soy más gregario y tal vez necesite más cosas. Me maravilla tu extraordinaria independencia. No pareces querer a nadie ni necesitarlo.

—Me han dicho eso tantas veces que empiezo a creérmelo yo. No es que no disfrute de la compañía de los demás… en este momento, Franco, aprecio mucho nuestra conversación. Pero tienes razón, para mí no es esencial una vida social. O al menos no es tan esencial como parece serlo para otros. Recuerdo cuánto les afectaba a mi hermana y a mi hermano cuando no los invitaban a algún acontecimiento sus amistades. A mí no me han afectado nunca lo más mínimo esas cosas.

—Sí —asintió Franco—, es verdad. Yo no podría vivir a tu manera. Es realmente algo ajeno a mí. Pero, Bento, considera mi otra posibilidad. Soy un hombre que comparte muchas de tus dudas y tus deseos de vivir sin supersticiones, y sin embargo estoy destinado a sentarme en la sinagoga y a rezar a un Dios que no me oye, a seguir unos ritos estúpidos, a vivir como un hipócrita, abrazando una vida sin sentido. ¿Es eso lo que me queda? ¿Es en eso en lo que consiste la vida? ¿No me veré obligado a una vida solitaria incluso en medio de una multitud?

—No, Franco, no es tan lúgubre. Llevo observando a esta comunidad mucho tiempo, y habrá un medio de que tú vivas aquí. Todos los días llegan conversos de Portugal y España, y muchos, es cierto, anhelan fervorosamente volver a sus raíces judías ancestrales. Como ninguno ha tenido una educación judía, tienen que empezar a aprender el hebreo y la ley judía como si fuesen niños, y Rabí Morteira trabaja noche y día para volver a traerlos al redil del judaísmo. Muchos se harán más religiosos que el rabino, pero, créeme, habrá otros como tú que, debido a su conversión forzada al cristianismo, estaban libres de la influencia de toda religión y se incorporarán a la comunidad judía sin ningún fervor religioso. Los encontrarás si miras bien, Franco.

—Pero de todos modos el fingir, la hipocresía…

—Déjame que te cuente algo sobre las ideas de Epicuro, un sabio griego de la Antigüedad. Él creía, como debe creer cualquier persona racional, que no hay otro mundo y que deberíamos vivir nuestra única vida lo más pacífica y gozosamente posible. ¿Cuál es el propósito de la vida? Su respuesta fue que deberíamos buscar la ataraxia, que podría traducirse como «tranquilidad», o como «liberación de la angustia emocional». Él sostenía que las necesidades de un hombre sabio son pocas y fáciles de satisfacer, mientras que los que tienen insaciables anhelos de poder o riqueza, quizá como tu tío, nunca alcanzan la ataraxia. Asiéntate en la parte de la comunidad que te cree menos tensión. Cásate con alguien de sentimientos similares a los tuyos… encontrarás muchos conversos que, como tú, se adherirán al judaísmo sólo por la comodidad de pertenecer a una comunidad. Y si el resto de la comunidad, unas cuantas veces al año, pasa por el ritual de la oración, reza con ellos sabiendo que lo haces sólo en pro de la ataraxia, para evitar la perturbación y la angustia de no participar.

—¿Me hablas condescendientemente, Bento? ¿Quieres decir que yo debería conformarme con la ataraxia mientras tú alcanzas algo superior? ¿O buscarás tú también la ataraxia?

—Una cuestión difícil. Yo creo… —De pronto sonaron las campanas de una iglesia. Bento se detuvo un instante para escuchar y mirar su bolsa—. Desgraciadamente, el tiempo para la reflexión es breve. Tengo que irme muy pronto, antes de que haya demasiada gente en las calles. Pero te lo resumiré: yo no he elegido concretamente la ataraxia como mi objetivo sino que persigo más bien el objetivo de perfeccionar mi razón. Aunque tal vez se trate del mismo objetivo, aunque el método sea distinto. La razón me está conduciendo a la extraordinaria conclusión de que todas las cosas de este mundo son una sustancia, que es la Naturaleza o, si lo prefieres, Dios, y que todo, sin ninguna excepción, se puede entender a través de la ley natural. Cuando logro mayor claridad sobre la naturaleza de la realidad, a pesar de ser sólo una pequeña onda en la superficie de Dios, experimento un estado de gozo o beatitud. Tal vez sea ésa mi variante de la ataraxia. Tal vez Epicuro tenga razón al aconsejarnos que busquemos la tranquilidad. Pero cada persona, de acuerdo con sus circunstancias externas y la tendencia natural de su pensamiento y sus características mentales, debe buscarla a su propia manera particular.

Volvieron a sonar las campanas.

—Antes de separarnos, Franco, tengo una última cosa que pedirte.

—Dime. Tengo una gran deuda contigo.

—Lo que te pido es simplemente silencio. Te he dicho cosas hoy que son sólo pensamientos a medio hacer. Tengo por delante mucho que pensar. Prométeme que todo lo que te he dicho hoy es un secreto entre los dos. Que será un secreto para los parnassim, para Jacob, para todos, para siempre.

—Tienes mi promesa de que me llevaré tus secretos a la tumba. Mi padre, bendito sea él, me enseñó mucho sobre la santidad del silencio.

—Ahora debemos decirnos adiós, Franco.

—Aguarda un momento, Bento Spinoza, porque yo también tengo una última petición. Acabas de decir que debemos tener objetivos similares en la vida y dudas similares pero que cada uno de nosotros debe seguir un camino distinto. Así que, en cierto modo, llevaremos vidas alternativas que conducirán hacia el mismo objetivo. Es posible que si el destino y el tiempo hubiesen variado ligeramente y hubiesen alterado nuestras circunstancias externas y temperamentos, tú podrías haber vivido mi vida y yo podría haber vivido la tuya. Mi petición es ésta: quiero saber sobre tu vida de vez en cuando, aunque sólo sea una vez al año o cada dos o tres años. Y quiero que tú sepas cómo se desarrolla mi vida. Así podremos ver cada uno de nosotros lo que podría haber sido… la otra vida que podríamos haber llevado. ¿Me prometes que seguirás en contacto conmigo? Aún no conozco el mecanismo a través del cual puede suceder eso. Pero ¿me permitirás saber de tu vida?

—Deseo eso tanto como tú, Franco. Veo claramente que necesito abandonar mi hogar, pero mi corazón flaquea más de lo que yo esperaba, y doy la bienvenida a su intrigante oferta de seguir mi vida alternativa. Conozco a dos personas que sabrán siempre de mi paradero, Franciscus Van den Enden y un amigo, Simon de Vries, que vive en el Singel. Hallaré un medio de comunicarme contigo a través de ellos, por carta o a través de encuentros personales. Ahora debes irte. Ten cuidado, procura que no te vean.

Franco abrió la puerta, miró a un lado y a otro, y salió. Bento lanzó un último vistazo a su casa, trasladó su nota para Gabriel a una silla próxima a la entrada para que resultara más visible y, bolsa en mano, abrió la puerta y salió hacia una nueva vida.