5. Ámsterdam-1656

—Buenos días, Gabriel —dijo Bento cuando oyó que su hermano estaba lavándose para asistir a los servicios del sabbat.

Gabriel se limitó a responder con un gruñido pero volvió a entrar en el dormitorio común y se sentó pesadamente en la imponente cama de cuatro columnas que compartían. La cama, que ocupaba casi toda la habitación, era el único legado familiar de su pasado.

Su padre, Miguel, había dejado todas las posesiones de la familia a Bento, el hijo mayor, pero las dos hermanas impugnaron el testamento de su padre basándose en que Bento había decidido no ser un auténtico miembro de la comunidad judía. Aunque el tribunal judío había fallado en su favor, Bento sorprendió luego a todo el mundo al dejar inmediatamente las propiedades de la familia a sus hermanos, conservando sólo una cosa: la cama de cuatro postes de sus padres. Después de que sus dos hermanas se casaran, él y Gabriel se quedaron solos en la magnífica casa blanca de tres plantas que la familia Spinoza tenía alquilada desde hacía ya décadas. Quedaba enfrente del Houtgracht, cerca de los cruces de calles más concurridos del barrio judío de Ámsterdam, a una manzana justo de la pequeña sinagoga Beth Jacob y las aulas adjuntas.

Luego Bento y Gabriel habían decidido, con pesar, mudarse. Sin sus hermanas, la vieja casa era demasiado grande y estaba demasiado poblada de imágenes de los muertos. Y era también demasiado cara… la guerra anglo-holandesa de 1652 y las capturas por los piratas de los barcos que venían de Brasil habían sido desastrosas para el negocio de importación de Spinoza, obligando a los hermanos a alquilar una casa pequeña a sólo cinco minutos andando de la tienda.

Bento miró detenidamente a su hermano. Cuando Gabriel era niño, la gente solía llamarle «el pequeño Bento», porque tenían la misma cara oval, larga, los mismos ojos penetrantes de búho, la misma nariz potente. Ahora, sin embargo, el Gabriel totalmente formado pesaba dieciocho kilos más que su hermano mayor, era doce centímetros y medio más alto y mucho más fuerte. Y su mirada no parecía perderse ya en la lejanía.

Los dos hermanos estaban sentados uno al lado del otro en silencio. A Bento le encantaba el silencio y se sentía a gusto compartiendo las comidas con Gabriel o trabajando los dos juntos en la tienda sin intercambiar una palabra. Pero aquel silencio era agobiante y engendraba pensamientos sombríos. Bento pensó en su hermana Rebeca, que en el pasado había sido siempre locuaz y expansiva. Ahora también ella le ofrecía silencio y apartaba la vista cuando lo veía.

Y también estaban silenciosos todos los muertos, todos los que habían muerto acostados en aquella misma cama: su madre, Ana, que había muerto diecisiete años atrás, cuando él tenía apenas seis; su hermano mayor, Isaac, hacia seis años; su madrastra, Esther, hacía tres; y su padre y su hermana Miriam, hacia sólo dos años los dos. De sus hermanos (aquella pandilla ruidosa llena de vida que jugaba y se peleaba y se reconciliaba y lloraba por su madre, y que lentamente pasó a querer a su madrastra) sólo quedaban Rebeca y Gabriel, que se estaba alejando rápidamente de él.

Contemplando el rostro pálido e hinchado de Gabriel, Bento rompió el silencio:

—¿Dormiste mal otra vez, Gabriel? Noté que te movías.

—Sí, otra vez. ¿Cómo voy a poder dormir, Bento? Ya no hay nada que esté bien. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué se puede hacer? No soporto este problema que hay entre nosotros. Mira, esta mañana, yo me visto para el sabbat. Brilla el sol por primera vez en la semana, hay un poco de cielo azul arriba, y yo debería sentirme alegre, como todo el mundo, como nuestros vecinos de un lado y de otro. En vez de eso, como mi propio hermano… perdóname, Bento, pero explotaré si no hablo. Mi vida es una desgracia por causa tuya. No siento ningún gozo yendo a mi sinagoga con mi gente para rezar a mi Dios.

—Me duele saber eso, Gabriel. Yo quiero que seas muy feliz.

—Una cosa son las palabras y otra los hechos.

—¿Qué hechos?

—¿Qué hechos? —exclamó Gabriel—. Y pensar que durante tanto tiempo, durante toda mi vida, creía que tú lo sabías todo. A cualquier otro que hiciese esa pregunta, le diría: «bromeas», pero sé que tú nunca bromeas. Aunque estoy seguro de que sabes a qué hechos me refiero.

Bento suspiró.

—Bueno, empecemos con el hecho de rechazar las costumbres judías, y rechazar incluso a la comunidad. Y luego el hecho de no honrar el sabbat. Y apartarse de la sinagoga y no hacer prácticamente ninguna donación este año… ésa es la clase de hechos a los que me refiero.

Gabriel miró a Bento, que permanecía callado.

—Te daré más hechos, Bento. Anoche, sin ir más lejos, el hecho de que rechazaras ir a la cena del sabbat en casa de Sara. Sabes que voy a casarme con ella, y que no unirás a las dos familias negándote a celebrar con nosotros el sabbat. ¿Te haces cargo de cómo me sienta eso? ¿Y a nuestra hermana Rebeca? ¿Qué excusa podemos dar? ¿Podemos decir que nuestro hermano prefiere las lecciones de latín con su jesuita?

—Gabriel, es mejor para la digestión de todos que yo no vaya. Lo sabes muy bien. Sabes que el padre de Sara es supersticioso.

—¿Supersticioso?

—Quiero decir «extremadamente ortodoxo». Ya has visto cómo mi presencia le incita a la disputa religiosa. Y has visto cómo cualquier respuesta que yo ofrezco no hace más que sembrar más discordia y más dolor para ti y para Rebeca. Mi ausencia sirve a la causa de la paz… no me cabe la menor duda de eso. Mi ausencia significa paz para ti y para Rebeca. Pienso en eso cada vez más.

Gabriel niega con la cabeza.

—Bento, ¿te acuerdas de que, cuando yo era niño, a veces me asustaba porque creía que iba a desaparecer el mundo cuando cerrase los ojos? Tú me corregiste. Me tranquilizaste hablándome de la realidad y de las leyes eternas de la naturaleza. Sin embargo ahora tú cometes el mismo error. ¿Acaso crees que la discordia por Bento Spinoza desaparece cuando él no está presente para verlo?

»Anoche fue doloroso —continuó Gabriel—. El padre de Sara inició la comida hablando de ti. Estaba furioso una vez más porque desdeñaste nuestro tribunal y llevaste tu pleito al tribunal civil holandés. Dijo que no había constancia de que ningún otro hubiese ofendido al tribunal rabínico de ese modo. Es casi un motivo de excomunión. ¿Es eso lo que quieres tú? ¿Un hérem? Bento, nuestro padre está muerto; nuestro hermano mayor está muerto. Tú eres el cabeza de familia. Sin embargo los ofendes a todos al recurrir al tribunal holandés. ¡Y en qué momento además! ¿No podrías al menos haber esperado hasta después de la boda?

—Gabriel, lo he explicado una y otra vez, pero tú no me has escuchado. Óyelo de nuevo, para que conozcas bien todos los hechos. Y, sobre todo, procura entender, por favor, que yo me tomo mi responsabilidad contigo y con Rebeca seriamente. Considera mi dilema. Nuestro padre, bendito sea, fue generoso. Pero erró en el juicio cuando garantizó una deuda que tenía la afligida viuda Henriques con el usurero Duarte Rodríguez. Su marido, Pedro, había sido sólo un conocido de nuestro padre, ni siquiera un pariente ni, que yo sepa, un amigo íntimo. Ninguno de nosotros lo conoció jamás ni tampoco a ella, y es un misterio por qué nuestro padre decidió salir garante por esa deuda. Pero ya sabes cómo era él… cuando veía a la gente sufrir, acudía a ayudar con ambas manos sin pensar en las consecuencias. Cuando la viuda y su único hijo murieron el año pasado por la peste, dejando la deuda sin pagar, Duarte Rodríguez (ese judío piadoso que se sienta en la bimá de la sinagoga y que posee ya la mitad de las casas de la Jodenbreestraat) intentó endosarnos la deuda a nosotros y presionó para ello al tribunal rabínico, exigiendo que la pobre familia Spinoza pagase la deuda de alguien a quien ninguno de nosotros había conocido siquiera.

Bento hizo una pausa.

—Tú sabes esto, Gabriel, ¿verdad que lo sabes?

—Sí, pero…

—Déjame acabar, Gabriel. Es importante que sepas bien todo esto. Puedes ser algún día el cabeza de familia. El asunto es que Rodríguez presentó la cuestión al tribunal judío, varios de cuyos miembros quieren complacer a Rodríguez, que es el principal donante de la sinagoga. Dime, Gabriel: ¿iban a querer ellos incomodarle? El tribunal decidió casi inmediatamente que la familia Spinoza debía asumir toda la deuda. Y es una deuda que agotará los recursos de nuestra familia durante el resto de nuestras vidas. E incluso peor, decidieron que la herencia que nos dejó nuestra madre se destinase a pagar la deuda a Rodríguez. ¿Entiendes todo esto, Gabriel?

Tras un asentimiento renuente de su hermano, Spinoza continuó.

—Así que hace tres meses recurrí a la justicia holandesa porque es más razonable. Por un lado, el nombre de Duarte Rodríguez no tiene ningún poder sobre ella. Y las leyes holandesas dicen que el cabeza de familia debe tener veinticinco años para que se le pueda considerar responsable de una deuda de ese género. Como yo aún no tengo esos años, nuestra familia se puede salvar. No tenemos por qué asumir las deudas de nuestro padre, y, más aún, podemos recibir el dinero que nuestra madre nos dejó. Y en cuanto a vosotros, me refiero a ti y a Rebeca… tengo intención de entregaros toda mi parte. Yo no tengo familia y no necesito dinero.

»Y una última cosa —continuó—. Sobre el momento elegido. Como cumplo los veinticinco antes de la fecha de vuestra boda, tenía que actuar ya. Ahora dime, ¿te das cuenta de que actúo responsablemente por el bien de la familia? ¿Acaso no valoras la libertad? Si yo no hubiese hecho nada, habría significado la servidumbre para todos nosotros durante toda nuestra vida. ¿Quieres tú eso?

—Yo prefiero dejar las cosas en manos de Dios. No tienes ningún derecho a desafiar las leyes de nuestra comunidad. Y en cuanto a la servidumbre, la prefiero al ostracismo. Además, el padre de Sara no habló sólo de lo del pleito. ¿Quieres saber qué más dijo?

—Creo que necesitas contármelo.

—Dijo que el «problema de Spinoza», como dice él, podría remontarse muchos años atrás. A tu impertinencia cuando te preparabas para el bar mitsvá. Recordó que Rabí Morteira te puso por encima de todos los demás estudiantes. Que pensaba en ti como su posible sucesor. Y luego tú dijiste que la historia bíblica de Adán y Eva era una «fábula». El padre de Sara dijo que, cuando el rabí te reprendió por negar la palabra de Dios, tú respondiste: «La Torá es confusa, porque si Adán fue el primer hombre, ¿con quién se casó entonces su hijo Caín?». ¿Dijiste tú eso, Bento? ¿Es verdad que dijiste que la Torá era «confusa»?

—Es verdad que la Torá llama a Adán «el primer hombre». Y es verdad que dice que su hijo Caín se casó. Es indudable que tenemos derecho a hacernos la pregunta obvia: si Adán fue el primer hombre, ¿cómo podía haber entonces alguien con quien se casase Caín? Este asunto (se llama la «cuestión de los preadamitas») ha sido analizado en los estudios bíblicos durante un millar de años. Así que si me preguntas si es una fábula debo contestar sí… no cabe duda de que esa historia es sólo una metáfora.

—Tú dices eso porque no lo entiendes. ¿Acaso tu sabiduría sobrepasa la de Dios? ¿No sabes que hay razones por las que no podemos saber y debemos confiar en nuestros rabinos para que ellos nos interpreten y aclaren las escrituras?

—Esa conclusión es maravillosamente conveniente para los rabinos, Gabriel. Los profesionales de la religión han procurado siempre, a través de los siglos, ser los únicos intérpretes de los misterios. Les es muy útil.

—El padre de Sara dijo que esa insolencia de poner en entredicho la Biblia y a nuestros dirigentes religiosos es ofensiva y peligrosa no sólo para los judíos sino también para la comunidad cristiana. La Biblia también es sagrada para ellos.

—Gabriel, ¿tú crees que deberíamos abandonar la lógica, abandonar nuestro derecho a preguntarnos y a razonar?

—Yo no discuto tu derecho personal a la lógica y tu derecho a dudar de la justicia rabínica. No estoy discutiendo tu derecho a dudar de la santidad de la Biblia. Ni siquiera pongo en entredicho, en realidad, tu derecho a irritar a Dios. Eso es asunto tuyo. Tal vez sea una enfermedad tuya. Pero nos perjudicas a tu hermana y a mí al hacer públicas esas opiniones tuyas.

—Gabriel, la conversación sobre Adán y Eva con Rabí Morteira tuvo lugar hace más de diez años. Después de eso dejé de hacer públicas mis opiniones. Pero hace dos años hice el voto de regir mi vida de una forma santa, lo que incluye no volver a mentir nunca más. Así que, si me preguntan mi opinión, la expondré verazmente… y por eso no quise ir a cenar con el padre de Sara. Pero, sobre todo, Gabriel, recuerda que somos almas separadas. No te confunden a ti conmigo. No te consideran responsable de las aberraciones de tu hermano mayor.

Gabriel salió de la habitación moviendo la cabeza y murmurando:

—Mi hermano mayor habla como un niño.