19. Ámsterdam-27 de julio de 1656

El exterior de la sinagoga Talmud Torá, la más importante de los judíos sefardíes, parecía el exterior de cualquier otra casa del Houtgracht, un bulevar grande y bullicioso donde vivían muchos judíos sefardíes de Ámsterdam. Pero el interior de ella, con sus lujosos enseres y adornos moriscos, pertenecía a otro mundo. Adosada a la pared lateral (la más próxima a Jerusalén), con los Sefers de la Torá dentro, y oculta tras una cortina bordada de terciopelo rojo oscuro, había un Arca de la Alianza de complejas tallas. Frente a ella había una bimá que servía como plataforma en la que se colocaban el rabino, el cantor, el lector del día y otros dignatarios. Todas las ventanas estaban cubiertas por gruesos tapices bordados con pájaros y parras, que impedían a los transeúntes ver el interior.

La sinagoga servía como centro de la comunidad judía, como escuela hebrea y como casa de oración para sencillos servicios matutinos, las ceremonias del sabbat más largas y las celebraciones de las festividades solemnes.

No eran muchos los que asistían regularmente a las oraciones breves de los días entre semana; era frecuente que sólo hubiese diez hombres (la minyán necesaria), y si no los había, se iniciaba una apresurada búsqueda callejera para encontrar más fieles. Las mujeres, por supuesto, no contaban para la minyán. Pero la mañana del 27 de julio de 1656, jueves, no había diez fieles devotos y silenciosos sino casi trescientos ruidosos miembros de la congregación que ocupaban todos los asientos y todo el espacio que había para los que permanecían de pie. No sólo estaban presentes los fieles habituales de los días entre semana y los judíos del sabbat sino hasta los «judíos de las festividades solemnes», a los que rara vez se les veía.

La razón de ese alboroto y de esa memorable concurrencia era la misma emoción, el mismo horror y la misma turbia fascinación que había inflamado a lo largo de los siglos a las multitudes que corrían a presenciar crucifixiones, ahorcamientos, decapitaciones y autos de fe. La noticia de que Baruch Spinoza iba a ser excomulgado se había propagado rápidamente por toda la comunidad judía de Ámsterdam.

El que se decretase un hérem era un hecho frecuente en la comunidad judía de Ámsterdam del siglo XVII. Se emitía uno cada tres o cuatro meses y todos los judíos adultos habían presenciado muchos. Pero la enorme multitud del 27 de julio esperaba uno que no tenía nada de ordinario. La familia Spinoza era bien conocida por todos los judíos de Ámsterdam. El padre de Baruch y su tío, Abraham, habían servido a menudo en el mahamad, el consejo rector de la sinagoga, y ambos yacían enterrados en el sector más sagrado del cementerio. Pero la caída en desgracia del que está más alto siempre emociona más a las multitudes: el lado obscuro de la admiración es la envidia, unida al descontento por la propia vulgaridad.

El hérem, de tradición antigua, describe por primera vez en el siglo II a. C., en la Mishná, la compilación escrita más antigua de tradiciones rabínicas orales. Un compendio sistemático de infracciones que implicaban hérem lo compiló en el siglo XV el rabino Josef Caro en su influyente libro La mesa preparada (Shulchan Arukh), que fue ampliamente impreso y conocido por los judíos de Ámsterdam del siglo XVII. Rabí Caro enumeró un gran número de infracciones que merecían hérem, entre las que se incluía el juego, la conducta libidinosa, no pagar los impuestos, insultar públicamente a otros miembros de la comunidad, casarse sin consentimiento paterno, cometer bigamia o adulterio, desobedecer una decisión de la mahamad, faltar al respeto al rabino, enredarse en debates teológicos con gentiles, negar la validez de la ley rabínica de tradición oral y poner en duda la inmortalidad del alma o la naturaleza divina de la Torá.

No eran solamente el quién y el porqué del hérem inminente lo que excitaba la curiosidad entre la multitud de la sinagoga Talmud Torá: había rumores que presagiaban una severidad extrema. El hérem solía ser un castigo suave, que tenía como consecuencia una multa o la marginación por unos días o por unas semanas. En casos más graves que incluían blasfemia, el periodo era más largo, habiendo llegado a ser uno de ellos de once años. Sin embargo, siempre era posible la rehabilitación si el individuo estaba dispuesto a arrepentirse y a aceptar alguna pena prescrita, en general una multa cuantiosa o, como en el caso del infame Uriel da Costa, flagelación pública. Pero en los días anteriores al 27 de julio de 1656 habían circulado rumores sobre un hérem de severidad sin precedentes.

De acuerdo con la costumbre en los casos de hérem, el interior de la sinagoga estaba iluminado sólo por velas de cera negra, siete colocadas en un candelabro colgante grande y doce más alrededor en hornacinas de las paredes. Rabí Morteira y su ayudante, Rabí Aboab, que había vuelto después de trece años en Brasil, estaban uno al lado del otro en la bimá, delante del Arca de la Alianza, flanqueados por los seis parnassim. Tras esperar solemnemente a que la congregación se callara, Rabí Morteira alzó un documento en hebreo y, sin palabras introductorias ni salutación, leyó en hebreo con su voz tonante la proclama. La mayoría de los miembros de la congregación escucharon en silencio. Los pocos que entendían el hebreo hablado traducían en cuchicheos al portugués para sus vecinos, que, a su vez, pasaban la información de fila en fila. Cuando Rabí Morteira terminó de leer, el talante de la congregación había pasado a ser sobrio, casi sombrío.

Rabí Morteira dio dos pasos atrás cuando Rabí Aboab se adelantó y empezó a traducir el hérem del hebreo, palabra por palabra, al portugués:

—Los Señores del Parnassim proclaman que, siendo conocedores desde hace mucho de las malas ideas y obras de Baruch de Spinoza, han procurado por diversos medios y promesas apartarle de sus malas costumbres. Mas, al no conseguir que se enmendase, y recibir, por contra, continua noticia de las herejías abominables que practicaba y enseñaba, y sobre sus hechos monstruosos, y teniendo de todo esto numerosos testigos fidedignos que han depuesto y prestado testimonio a estos efectos en presencia del dicho Spinoza, quedaron convencidos de la veracidad de lo dicho; y una vez investigado todo ello en presencia de los honorables rabinos, éstos han decidido que el dicho Spinoza debía ser excomulgado y expulsado del pueblo de Israel.

¿«Herejías abominables»? ¿«Malas obras»? ¿«Actos monstruosos»? Se elevó un murmullo en la congregación. Se miraban unos a otros, asombrados. Muchos habían conocido a Baruch Spinoza toda su vida. La mayoría lo admiraba y ninguno sabía que hubiese tenido participación alguna en maldades, en hechos monstruosos o herejías abominables. Rabí Aboab continuó:

—Por el decreto de los ángeles y por el mandato de los santos, anatematizamos, expulsamos, maldecimos y condenamos a Baruch Spinoza con el consentimiento de Dios, bendito sea, y con el consentimiento de toda la Santa Congregación, y delante de estos libros sagrados, con los 613 mandamientos que hay escritos en ellos, le maldecimos con el anatema con que Josué anatematizó a Jericó y con la maldición con la que Elías maldijo a los muchachos y con todos los castigos que están escritos en el Libro de la Ley.

Gabriel, desde la zona de los hombres buscó con la mirada a Rebeca, en la zona de las mujeres, intentando calibrar su reacción ante aquella violenta condena de su hermano. Gabriel nunca había presenciado un hérem tan terrible. E inmediatamente se hizo aún peor. Rabí Aboab continuó:

—Maldito sea Baruch Spinoza de día, y maldito de noche; maldito al acostarse, maldito al levantarse. Maldito sea al salir y maldito al entrar. Que el Señor no le perdone nunca, que caiga sobre él su cólera y su furia, y que borre su nombre de todo lo que se extiende bajo los cielos. Y que el Señor le separe de todas las tribus de Israel, con todas las maldiciones de la Alianza escritas en el Libro de la Ley. Pero vosotros estáis unidos al señor vuestro Dios, todos vosotros estáis vivos hoy.

Cuando Rabí Aboab retrocedió, se adelantó Rabí Morteira y lanzó una mirada terrible a la congregación, como si estableciese contacto ocular con cada uno de sus miembros, y lentamente, pronunciando enfáticamente cada sílaba, proclamó el anatema:

—Ordenamos que nadie se comunique con Baruch Spinoza, ni de palabra ni por escrito ni le haga ningún favor ni esté con él bajo el mismo techo ni a menos de cuatro codos de él, ni lea ningún tratado compuesto o escrito por él.

Rabí Morteira hizo una seña con la cabeza al Rabí Aboab. Sin pronunciar palabra, se cogieron del brazo y bajaron los dos de la bimá. Luego, seguidos por los seis parnassim, recorrieron el pasillo central y salieron de la sinagoga. La congregación estalló en un clamor ronco. Ni siquiera los miembros más viejos podían recordar un hérem tan duro. No se había hecho mención alguna de arrepentimiento o rehabilitación. Todos los miembros de la congregación parecían comprender las implicaciones de las palabras del rabí. Aquel hérem era para siempre.