27. Rijnsburg-1662

Al cabo de unos días el miedo de Bento se había apaciguado. Desaparecieron el pulso acelerado, la tensión en el pecho y las desagradables visiones de la agresión del asesino. ¡Y qué bendito alivio respirar con facilidad y dejar de sentirse en peligro! Podía visualizar incluso, con cierta imparcialidad, el rostro del asesino y, siguiendo la sugerencia de Franco, mirar el abrigo negro acuchillado que colgaba bien visible en la pared de su habitación.

Bento, después de la tentativa de asesinato y de la visita de Franco, meditó durante varias semanas sobre los mecanismos para sobreponerse al terror. ¿Cómo había recuperado la ecuanimidad? ¿Había sido por haber llegado a comprender mejor las causas que habían impulsado al asesino? Bento se inclinaba por esta explicación… parecía sólida; parecía razonable. Recelaba sin embargo de su fuerte creencia en el poder del entendimiento. Después de todo, al principio no le había ayudado. La idea no había ganado impulso hasta después de la aparición de Franco. Cuanto más pensaba en ello, más claro veía que Franco había aportado algo esencial para su recuperación. Bento sabía que, cuando había llegado Franco, era cuando peor estaba y que luego había empezado a mejorar con gran rapidez. Pero ¿qué había aportado Franco en realidad? Su aportación principal tal vez hubiese sido la de haber diseccionado los ingredientes del terror y haber demostrado que lo que perturbaba en especial a Bento era el hecho de que su asesino fuese un judío. Dicho de otro modo, el terror estaba potenciado por el dolor oculto que sentía por estar separado de su pueblo. Eso podría explicar el poder de curación de Franco: no sólo le había ayudado en el proceso de razonamiento sino que había hecho algo más que posiblemente tuviese mayor importancia, aportar su pura presencia… su presencia judía.

Y Franco había librado también a Bento de sus celos mortificantes, enfrentándolo a la irracionalidad de anhelar algo que ni deseaba verdaderamente ni estaba a su alcance. Bento recuperó firmemente su tranquilidad y no tardó en restablecer su camaradería con Clara María y Dirk. Aun así se arremolinaron negras nubes en su mente una vez más el día en que apareció Clara María luciendo un collar de perlas, regalo de Dirk. Las nubes se convirtieron en una gran borrasca pocos días después, cuando anunciaron los dos su compromiso. Pero esta vez prevaleció la razón. Bento mantuvo la ecuanimidad y se negó a permitir que las pasiones perturbaran sus relaciones con aquellos dos buenos amigos.

Aun así, Bento se aferraba al recuerdo de Clara María cogiéndolo de la mano a lo largo de aquella noche después del ataque. Recordaba también que Franco le había apretado el hombro y también que él y su hermano Gabriel se habían dado la mano muchas veces. Pero para él no habría más contactos táctiles, por mucho que los anhelase su cuerpo. A veces penetraban furtivamente en su mente fantasías de acariciar y abrazar a Clara María o a su tía Martha, a la que también encontraba atractiva, pero las eliminaba fácilmente. Los anhelos nocturnos eran otro asunto: no podía cerrar ninguna puerta que bloquease el acceso a sus sueños, ni podía impedir aquel flujo nocturno de semilla que a menudo manchaba su ropa de cama. Todo esto, por supuesto, lo mantenía en las bóvedas más profundas de su silencio, pero si lo hubiese compartido con Franco, podía predecir la respuesta: «Siempre ha sido así… la presión sexual es parte de nuestra condición de criaturas; es la fuerza que permite a nuestra especie preservarse».

Aunque Bento se daba cuenta de que el consejo de Franco de que abandonase Ámsterdam era muy razonable, siguió allí durante varios meses más. Sus dotes lingüísticas y su capacidad para la lógica hacían que muchos colegiantes buscasen su ayuda para la traducción de documentos en hebreo y latín. Los colegiantes no tardaron en formar un círculo de filosofía dirigido por su amigo Simon de Vries que celebraba reuniones regulares y discutía a menudo ideas formuladas por Bento.

Pero este creciente círculo de conocidos que le apreciaban, tan saludable para su autoestima, le robaba también mucho tiempo y hacía que le resultase difícil centrarse plenamente en las ideas que surgían dentro de él. Habló con Simon de Vries de su deseo de una vida más tranquila y él no tardó en encontrar, con ayuda de otros miembros del círculo filosófico, una casa en Rijnsburg donde podría vivir. Rijnsburg, una pequeña comunidad junto al río Vliet, a cuarenta kilómetros de Ámsterdam, no sólo era el centro del movimiento de los colegiantes sino que estaba oportunamente próxima a la Universidad de Leiden, donde Bento, que dominaba ya el latín, podía asistir a clases de filosofía y disfrutar de la compañía de otros estudiosos.

Bento encontró Rijnsburg muy de su gusto. La casa era de sólida piedra, con varias ventanas de paños pequeños que daban a una pomerada bien cuidada. En la fachada había pintado un breve poema que se hacía eco del descontento de muchos colegiantes con el estado del mundo:

¡Ay! Si todos los hombres fuesen sabios

y además buenos,

la Tierra sería un paraíso

mientras que ahora suele ser un infierno!

Bento disponía de dos habitaciones en la planta baja, una para su estudio, su creciente biblioteca y la cama de cuatro postes; la otra era un cuarto de trabajo, más pequeño, donde tenía su equipo de pulir lentes. El doctor Hooman, un cirujano, vivía con su esposa en la otra mitad de la casa: una cocina grande que era salón al mismo tiempo y un dormitorio en el piso de arriba, al que se accedía por una empinada escalera.

Bento pagaba una pequeña suma adicional por la cena, que normalmente compartía con el doctor Hooman y su afable esposa. A veces, después de sus largas jornadas escribiendo y puliendo lentes en solitario, anhelaba su compañía, pero cuando estaba particularmente ensimismado en una idea, volvía a los viejos hábitos y cenaba durante varios días solo en su habitación, contemplando los pródigos manzanos de detrás de la casa, mientras pensaba y escribía.

Pasó un año muy agradablemente. Una mañana de septiembre despertó sintiéndose deprimido, apático y con molestias físicas. Decidió sin embargo seguir con sus planes de viajar a Ámsterdam para entregar a un cliente unas finas lentes de telescopio. Además, su amigo Simon de Vries, el secretario del círculo filosófico de colegiantes, había solicitado su presencia en una reunión en que se iba a analizar la primera parte de su nueva obra. Bento sacó de la bolsa la carta más reciente de Simon y la releyó.

Mi muy honorable amigo: espero tu llegada con impaciencia. A veces me quejo de mi suerte, de que estemos separados el uno del otro por una distancia tan grande. Feliz, sí, muy feliz es el doctor Hooman, que habita bajo el mismo techo que tú, que puede hablar contigo sobre los temas más estimables, a la hora de comer, a la de cenar y durante vuestros paseos. De todos modos, aunque esté tan separado de ti con el cuerpo, has estado muy a menudo presente en mi mente, sobre todo a través de tus escritos, mientras los leo y considero. No están del todo claros sin embargo tus escritos para los miembros de nuestro círculo, y ésa es la razón de que hayamos iniciado una nueva serie de reuniones, y estemos deseando oír tu explicación de los pasajes difíciles, para que podamos ser más capaces, bajo tu guía, de defender la verdad contra los que son supersticiosamente religiosos y para hacer frente al ataque del mundo entero.

Tu muy devoto,

S. J. DE VRIES

Bento experimentó al mismo tiempo alegría y desasosiego mientras doblaba la carta… alegría por las buenas palabras de Simon, pero recelo por su propio anhelo de un público admirador. Trasladarse a Rijnsburg había sido sin duda una sabia decisión. Más sabia aún, pensó, podría ser la de trasladarse más lejos todavía de Ámsterdam.

Recorrió la corta distancia hasta Oegstgeest, donde, por veintiún stuivers, abordó el trekschuit, una barca tirada por caballos que llevaba pasajeros por el pequeño trekvaart, el canal recientemente excavado que iba directamente hasta Ámsterdam. Por unos pocos stuivers más podría haberse sentado en el camarote, pero era un magnífico día de sol y se sentó en cubierta, y releyó el principio de su escrito «Tratado sobre la enmienda del entendimiento», que sería analizado al día siguiente por el círculo filosófico de Simon. Empezaba describiendo su búsqueda personal de la felicidad.

Después de que la experiencia me hubo enseñado que todos los entornos habituales de la vida social son vanos y fútiles, al ver que ninguno de los objetos de mis temores contenía en sí mismo nada bueno o malo, salvo en la medida en que mi mente estuviese afectada por ellos, resolví finalmente investigar si podría haber algún bien real que tuviese el poder para manifestarse él mismo, que afectase de forma exclusiva a la mente, con exclusión de todo lo demás. Si podría haber, en realidad, algo cuyo descubrimiento y dominio me permitiese gozar de una felicidad continua, suprema e inagotable.

A continuación describía la imposibilidad de alcanzar ese objetivo si se aferraba aún a las creencias culturales de que el bien más elevado consistía en las riquezas, la fama y los placeres sensuales. Esos bienes, insistía, no eran buenos para la propia salud. Leyó cuidadosamente sus comentarios sobre las limitaciones de esos tres bienes mundanos.

Por el placer sensual la mente queda enajenada hasta el punto de la quiescencia, como si se alcanzase realmente el bien supremo, de tal modo que es completamente incapaz de pensar en cualquier otro objeto. Ese placer, una vez gratificado, va seguido de una melancolía extrema, con lo que la mente, aunque no enajenada, queda perturbada y embotada.

En el caso de la fama, la enajenación de la mente resulta aún mayor, porque la fama se concibe como siempre buena en sí, y como el fin último al que van dirigidas todas las acciones. Además, el logro de riquezas y fama no va seguido, como en el caso de los placeres sensuales, de arrepentimiento, sino que, cuanto más adquirimos, mayor es nuestro gozo, y más incitados nos sentimos, por ello, a aumentar tanto una cosa como la otra. Por otra parte, si sucede que nuestras esperanzas se ven frustradas, nos precipitamos en el abatimiento más profundo.

La fama tiene, además, el inconveniente de que impulsa a los que la persiguen a ordenar sus vidas de acuerdo con las opiniones de sus semejantes, rechazando lo que ellos suelen rechazar y buscando lo que ellos suelen buscar.

Bento asintió, particularmente satisfecho con su descripción del problema de la fama. Ahora el remedio: él había expresado sus dificultades para abandonar un bien seguro y familiar por algo incierto. Luego había atemperado esa idea diciendo que, puesto que él buscaba un bien invariable, no era evidentemente incierto en su naturaleza sino sólo en su consecución. Aunque le complacía el desarrollo de sus argumentos, se sintió incómodo cuando siguió leyendo. Tal vez hubiese dicho y revelado demasiado de sí mismo en varios pasajes:

Percibí pues que me hallaba en una situación de grave peligro, y me obligué a buscar con todas mis fuerzas remedio, por incierto que pudiera ser; igual que el enfermo que lucha con una dolencia mortal, cuando ve que la muerte se abatirá seguro sobre él si no le halla remedio, se ve impulsado a buscarlo con todas sus fuerzas, pues en ello reside su única esperanza.

Sintió que se sonrojada mientras leía y empezó a murmurar para sí:

—Esto no es filosofía. Esto es demasiado personal. ¿Qué he hecho? Esto no es más que un argumento apasionado que pretende evocar emociones. Decido… no, más que decidir, hago voto… de que Bento Spinoza y su búsqueda, sus miedos, sus esperanzas, serán invisibles en el futuro. Escribiré engañosamente si no soy capaz de persuadir a los lectores sólo por la razón de mis argumentos.

Asintió y continuó leyendo pasajes que describían cómo los hombres lo han sacrificado todo, hasta la vida, persiguiendo riquezas, fama y el goce de los placeres sensuales. Faltaba introducir el remedio en pasajes fuertes y breves.

(1) Todos estos males parecen haber surgido del hecho de que se hace que la felicidad o la infelicidad dependa exclusivamente de la cualidad del objeto que amamos.

(2) Cuando no se ama una cosa, no surgen disputas respecto a ella, no se siente ninguna tristeza, ningún odio, en suma ninguna perturbación de la mente.

(3) Estas cosas últimas surgen todas ellas de amar lo que es perecedero, como los objetos ya mencionados.

(4) Pero el amor hacia una cosa eterna e infinita alimenta la mente por entero de gozo, y no hay mezcla en ella de ninguna tristeza, por lo que es indudable que debemos desearla y buscarla con todas nuestras fuerzas.

No pudo leer más. Empezó a palpitarle la cabeza (era evidente que no se sentía bien aquel día), cerró los ojos y se adormiló durante lo que pareció un cuarto de hora. Lo primero que vio al despertar fue un grupo muy denso de veinte a treinta personas que caminaban al lado del canal. ¿Quiénes eran? ¿Adónde iban? No podía apartar la vista de ellos mientras el trekschuit se acercaba al grupo y luego lo rebasaba. En la parada siguiente, a menos de una hora caminando de la casa de Simon de Vries, donde pasaría la noche, se sorprendió cogiendo su bolsa, saltando de la barca y caminando hacia atrás, hacia aquel grupo que iba a pie.

Pronto se acercó lo suficiente para darse cuenta de que los hombres, que vestían atuendos holandeses de trabajadores, llevaban todos yarmulkes. Sí, no había duda, eran judíos, pero judíos asquenazíes, que no lo reconocerían. Se acercó más. El grupo se había parado en un claro junto a las orillas del canal y se había reunido alrededor de su jefe, indudablemente su rabino, que empezó a cantar en el borde mismo del agua. Bento se aproximó más al grupo para oír sus palabras. Una anciana, baja y corpulenta, los hombros cubiertos con un grueso chal negro, miró unos instantes a Bento y luego se acercó lentamente a él. Bento miró su rostro arrugado, tan bondadoso, tan maternal, que pensó en su propia madre. Pero no, su madre había muerto siendo más joven de lo que era ahora él. Aquella mujer tendría la edad de su abuela. La anciana se aproximó más a él y dijo:

Bist an undzeriker? («¿Eres uno de los nuestros?»).

Bento sólo había aprendido un poco de yidish de sus tratos comerciales con judíos asquenazíes, pero entendió perfectamente su pregunta, aunque fuese incapaz de contestar. Finalmente, moviendo la cabeza, susurró:

—Sefardí.

Ah, ir zayt an undzeriker. Ot iz a matone fun Rifke. («Entonces eres uno de los nuestros. Ten, eso es un regalo de Rifke»).

Buscó en el bolsillo de su delantal, sacó un trozo grande de pan recién hecho y se lo dio, señalando hacia el canal.

Bento se lo agradeció con un cabeceo y mientras ella se alejaba, se dio una palmada en la frente y murmuró para sí:

—El Tashlij. Asombroso… es Ros Hashaná, ¿cómo me pude olvidar?

Conocía bien la ceremonia de Tashlij. Las congregaciones de judíos habían celebrado durante siglos una ceremonia de Ros Hashaná cerca de una corriente de agua que terminaba arrojando pan a ella. Las palabras de las Escrituras volvieron a él: «El Señor volverá a compadecerse de nosotros; perdonará nuestras iniquidades y arrojará al fondo del mar nuestros pecados». (Miqueas 7,19).

Se acercó más para escuchar al rabino, que instaba a su congregación, los hombres agrupados a su alrededor y las mujeres en un círculo más alejado, a pensar en todas las cosas que lamentaban del año anterior, todos sus actos de crueldad y sus pensamientos inicuos, su envidia, su orgullo y sus culpas, y les decía que los arrojasen, que se desprendiesen de sus pensamientos ruines lo mismo que ahora tiraban su pan. El rabino lanzó su pan al agua e inmediatamente los demás siguieron su ejemplo. Bento buscó en el bolsillo, donde había metido su trozo de pan, pero retiró la mano enseguida. Le desagradaba participar en cualquier ritual, y además era un transeúnte, y estaba demasiado lejos del canal. El rabino entonó las oraciones en hebreo, y Bento murmuró reflexivamente las palabras con él. Fue, en conjunto, una ceremonia agradable y sumamente delicada. Cuando la multitud dio la vuelta para dirigirse a su sinagoga muchos le saludaron con un cabeceo y dijeron:«Gut Yontef» («Buena fiesta»). Él correspondió con una sonrisa: «Gut Yontef dir» («Buena fiesta a ti»). Le gustaron sus caras, parecían buena gente. Aunque su apariencia difiriese de la de los miembros de su comunidad sefardí, se parecían de todos modos a la gente que él había conocido de niño. Sencillos pero reflexivos. Serenos y a gusto unos con otros. Los echaba de menos. Oh, sí, los echaba de menos.

Mientras iba hacia la casa de Simon, mordisqueando el trozo de pan de la anciana, Bento cavilaba sobre su experiencia. Era evidente que había subestimado el poder del pasado. Su huella es indeleble; no se puede borrar; colorea el presente e influye enormemente en los sentimientos y en las acciones. Bento comprendió, más claramente que nunca, que los pensamientos y sentimientos no conscientes son parte de la red causal. Se aclaraban así muchas cosas: el poder de curación que asignaba a Franco, el dulce atractivo de la ceremonia de Tashlij, incluso el gusto delicioso del pan de Rifke que masticaba lentamente como para extraer cada partícula de sabor. Más aún, estaba seguro de que su mente contenía sin lugar a dudas un calendario oculto: aunque había olvidado Ros Hashaná, una parte de su mente había recordado que aquel día señalaba el comienzo de un nuevo año. Tal vez fuese ese conocimiento oculto lo que estaba tras el malestar que le había aquejado todo el día. Con esa idea, su sensación de agobio y sus molestias se esfumaron. Su paso se avivó mientras se dirigía hacia Ámsterdam y la casa de Simon de Vries.