Prólogo
Spinoza me ha intrigado durante mucho tiempo, y he deseado a lo largo de los años escribir sobre ese valiente pensador del siglo XVII, tan solo en el mundo (sin familia, sin comunidad) autor de libros que cambiaron verdaderamente el mundo. Se anticipó a la secularización, al Estado democrático liberal y al auge de las ciencias naturales, y preparó el camino para la Ilustración. El hecho de que fuese excomulgado por los judíos a los veinticuatro años de edad y censurado durante el resto de su vida por los cristianos era algo que siempre me había fascinado, tal vez debido a mis propias tendencias iconoclastas. Esta extraña sensación de parentesco con él la reforzaba además el saber que Einstein, uno de mis primeros héroes, era un spinoziano. Cuando Einstein hablaba de Dios, hablaba del Dios de Spinoza, un Dios equivalente del todo a la Naturaleza, un Dios que incluye toda sustancia y un Dios «que no juega a los dados con el universo», con lo que quería decir que todo lo que pasa, sin excepción, sigue las ordenadas leyes de la Naturaleza.
Creo también que Spinoza, como Nietzsche y Schopenhauer, en cuyas vidas y en cuya filosofía he basado dos novelas anteriores, escribió muchas cosas que son muy importantes para mi campo de actividad, la psiquiatría y la psicoterapia; por ejemplo, que las ideas, los pensamientos y los sentimientos están causados por experiencias previas, que hay que estudiar desapasionadamente las pasiones, que entender las cosas nos conduce a su superación. Deseaba, por ello, celebrar sus aportaciones a través de una novela de ideas.
Pero ¿cómo escribir sobre alguien que llevó una vida tan contemplativa, con tan pocos acontecimientos externos? Fue extraordinariamente reservado y se mantuvo invisible como persona en sus escritos. Yo no contaba, pues, con ningún material del que se presta habitualmente a la narración: no había dramas familiares, ni relaciones amorosas, celos, anécdotas curiosas, riñas, enemistades o reuniones sociales. Tenía una abundante correspondencia, pero después de su muerte sus colegas, siguiendo instrucciones suyas, eliminaron casi todos los comentarios personales de sus cartas. No, no había mucho drama externo en su vida. La mayoría de los estudiosos consideran a Spinoza un alma plácida y dulce… algunos comparan su vida con la de los santos cristianos, algunos le comparan incluso con Jesús.
Así que decidí escribir una novela sobre su vida interior. Ahí era donde mi experiencia personal podría ayudar a contar la historia de Spinoza. Después de todo, era un ser humano y debía haber lidiado por tanto con los mismos conflictos humanos básicos que me atribulaban a mí y a los muchos pacientes con los que he trabajado durante décadas. Había debido tener una fuerte reacción emotiva al verse excomulgado, a los veinticuatro años de edad, por la comunidad judía de Ámsterdam, un edicto irreversible que obligaba a todo judío, incluidos los miembros de su familia, a apartarse de él para siempre. Ningún judío volvería a hablarle, a tener relaciones con él, a leer sus escritos o a acercarse a menos de cuatro metros y medio de su presencia física. Y, por supuesto, nadie vive sin una vida interior de fantasías, sueños, pasiones y anhelo del amor. Aproximadamente una cuarta parte de la obra más importante de Spinoza, la Ética, está dedicado a «superar la servidumbre de las pasiones». Yo, como psiquiatra, estaba convencido de que no podría haber escrito esa parte a menos que hubiera pasado por una lucha consciente con sus propias pasiones.
Sin embargo, me mantuvo desorientado durante años el no poder encontrar la historia que una novela exige… hasta que una visita a Holanda cinco años atrás lo cambió todo. Había ido allí a dar clases y, como parte de mi retribución, solicité y se me concedió un «día Spinoza». El secretario de la Asociación Spinoza holandesa, y destacado filósofo spinoziano, accedió a pasar un día conmigo visitando todos los lugares importantes de Spinoza: sus casas, su tumba y la atracción principal, el Museo Spinoza de Rijnsburg. Fue allí donde tuve una epifanía.
Entré en el museo de Rijnsburg, a unos cuarenta y cinco minutos en coche de Ámsterdam, lleno de expectativas, buscando… ¿qué? Tal vez un encuentro con el espíritu de Spinoza. Tal vez una historia. Pero al entrar en el museo me sentí inmediatamente decepcionado. Dudé de que aquel exiguo museo pudiese acercarme más a Spinoza. Los únicos artículos remotamente personales eran los 151 volúmenes de la biblioteca del filósofo y acudí rápidamente a ellos. Mis anfitriones me concedieron acceso libre y cogí un libro del siglo XVII tras otro, oliéndolos y sopesándolos, emocionado por tocar objetos que habían tocado en tiempos las manos de Spinoza.
Pero mi anfitrión no tardó en interrumpir aquel ensueño:
—Por supuesto, doctor Yalom, sus posesiones (la cama, la ropa, los zapatos, las plumas y los libros) fueron subastados después de su muerte para pagar los gastos del entierro. Los libros se vendieron y se dispersaron pero, afortunadamente, el notario hizo una lista completa de ellos antes de la subasta, y doscientos años después un filántropo judío reunió la mayoría de los títulos, las mismas ediciones de los mismos años y ciudades de publicación. Así que la llamamos la Biblioteca de Spinoza, pero es en realidad una reproducción. Sus dedos nunca tocaron esos libros.
Dejé la biblioteca y me paré a mirar el retrato de Spinoza que había colgado en la pared y no tardé en sentirme fundido en aquellos ojos ovalados, de gruesos párpados, inmensos, tristes. Era casi una experiencia mística… algo raro en mí. Pero entonces mi anfitrión dijo:
—Tal vez no lo sepa usted, pero eso no es en realidad un retrato de Spinoza. Es sólo una imagen de la imaginación de algún artista, extraída de unas cuantas líneas de una descripción escrita. Si hubo retratos de Spinoza hechos durante su vida, no ha sobrevivido ninguno.
«Tal vez un relato sobre lo increíblemente esquivo del personaje», me planteé.
Mientras examinaba el aparato de pulir lentes de la segunda habitación (que no era tampoco el suyo, como indicaba la placa del museo, sino otro similar) oí que en la biblioteca uno de mis anfitriones mencionaba a los nazis.
Volví allí.
—¿Cómo? ¿Estuvieron aquí los nazis? ¿En este mismo museo?
—Sí, varios meses después de la blitzkrieg de Holanda, soldados del ERR llegaron aquí con sus grandes limusinas y lo robaron todo, los libros, un busto y un retrato de Spinoza, todo. Luego sellaron y expropiaron el museo.
—¿ERR? ¿Qué significan esas letras?
—Einsatzesitab Reichsleiter Rosenberg. El comando del dirigente del Reich Alfred Rosenberg… el principal ideólogo antisemita nazi. Era él quien estaba al cargo de las operaciones de saqueo cultural del Tercer Reich, y el ERR saqueó toda Europa siguiendo sus órdenes… primero, sólo las cosas de los judíos y luego, en una etapa posterior de la guerra, todas las cosas de valor.
—¿Es decir que a Spinoza le quitaron por dos veces estos libros? —pregunté—. ¿Quiere decir que esos libros tuvieron que comprarse de nuevo y que se reconstruyó la biblioteca por segunda vez?
—No… milagrosamente estos libros sobrevivieron y volvieron a traerse aquí después de la guerra, a falta de sólo unos cuantos.
—¡Asombroso! —«Aquí hay una historia», pensé—. Pero ¿por qué se molestó Rosenberg por estos libros? Sé que tienen un modesto valor, al ser del siglo XVII y hasta más antiguos, pero con que hubiesen entrado en el Rijksmuseum de Ámsterdam y se hubiesen llevado un Rembrandt, valdría cincuenta veces más que toda esta colección…
—No, ésa no es la cuestión. El dinero no tenía nada que ver. El ERR tenía un interés misterioso por Spinoza. En su informe, el oficial al mando de la operación añadió una frase significativa: «Se trata de obras antiguas valiosas, de gran importancia para la investigación del problema de Spinoza». Puede ver el informe en la red, si quiere… está en los documentos oficiales de Núremberg.
Me quedé asombrado
—¿«Investigación del problema de Spinoza»? No entiendo. ¿Qué quería decir? ¿Cuál era el problema de Spinoza para los nazis?
Mis anfitriones se encogieron de hombros y alzaron las palmas de las manos a la vez, como un dúo de mimo.
—¿Quieren decir que debido a ese problema de Spinoza protegieron estos libros en vez de quemarlos como quemaron tantos en Europa?
Asintieron.
—Y ¿dónde estuvo guardada la biblioteca durante la guerra?
—Nadie lo sabe. Los libros simplemente se esfumaron durante cinco años y volvieron a aparecer en 1946, en una mina de sal alemana.
—¿Una mina de sal? ¡Asombroso! —Cogí uno de los libros (un ejemplar de la Ilíada del siglo XVI) y dije, mientras lo acariciaba—: Así que este viejo libro de historias tienen su propia historia que contar.
Mis anfitriones me llevaron a ver el resto de la casa. Había llegado en un momento propicio: pocos visitantes habían visto la otra mitad del edificio, pues había estado ocupado durante siglos por una familia de clase obrera. Pero el último miembro de esa familia había muerto recientemente y la Sociedad Spinoza había adquirido rápidamente la propiedad y estaba empezando por entonces la reconstrucción para incorporarla al museo. Sorteé los escombros de la construcción en mi recorrido por una modesta cocina y un salón, y subí luego una escalera estrecha y empinada que conducía a un dormitorio pequeño y sencillo. Examiné rápidamente aquella modesta habitación y, cuando empezaba a bajar otra vez por la escalera, mis ojos captaron una grieta, de 60 por 60 centímetros, en un rincón del techo.
—¿Qué es eso?
El viejo encargado subió unos cuantos escalones para mirar y me dijo que era una trampilla que conducía a un pequeño espacio en el desván donde habían estado ocultas durante la guerra, por el peligro de los nazis, dos judías, una madre ya mayor y su hija.
—Las alimentamos y cuidamos de ellas.
Una tormenta de sangre y fuego en Europa… Cuatro de cada cinco judíos holandeses asesinados por los nazis… Sin embargo en el piso de arriba de la casa de Spinoza, ocultas en un desván, dos judías habían estado devotamente cuidadas durante la guerra. Y abajo, el pequeño museo Spinoza había sido saqueado, precintado y expropiado por el comando de Rosenberg, porque su biblioteca podría ayudar a los nazis a resolver «su problema de Spinoza». ¿Y cuál era su problema de Spinoza? Me pregunté si aquel nazi, Alfred Rosenberg, habría estado buscando también, a su manera, por sus propias razones, a Spinoza.
Había entrado en el museo con un misterio y salía de allí con dos.
Poco después, empecé a escribir.