LOS EJÉRCITOS DE LA NOCHE

 

La semana pasada asistí en Nueva York a una reunión de «Mensa», pues, al ser su vicepresidente internacional, es tradicional que hable en las reuniones de Nueva York.

«Mensa», como sabéis, es una organización de personas de alto coeficiente de inteligencia, y he conocido allí a mucha gente brillante y adorable, de modo que para mí es un gran placer asistir a las reuniones.

Sin embargo, sospecho que a una persona de alto coeficiente de inteligencia le resulta tan fácil como a otra cualquiera hacer tonterías.

Así, hay mensanos que parecen muy impresionados por la astrología y otras formas de ocultismo, y, la noche en que pronuncié mi charla, fui precedido por un astrólogo que estuvo unos quince minutos soltando paparruchas sin sentido, para mi gran enojo.

Más aún, aquel día no fue mi único encuentro con la astrología.

Los mensanos tienen la costumbre de desafiarse los unos a los otros a toda clase de contiendas mentales, y yo soy un blanco natural para ello, aunque hago todo lo posible por evitarlo y casi me limito a esquivar las estocadas cuando el duelo es inevitable. O, al menos, lo intento.

En esta ocasión, una joven muy atractiva se acercó a mí (desde luego, sabiendo quién era yo) e inquirió, agresivamente:

— ¿Qué posición adopta usted ante la astrología?

No podía haber leído mucho de lo escrito por mí, si no sabía de antemano mi respuesta a su pregunta, por lo cual sospeché que quería entablar un duelo. Yo no lo deseaba, y por esto me limité a una mínima declaración de mi postura, y respondí:

— No me impresiona.

Ella debía esperárselo, pues replicó inmediatamente:

— ¿Ha estudiado alguna vez astrología?

Supongo que se sentía segura al preguntar esto, pues indudablemente sabía que un laborioso escritor sobre cuestiones científicas, como yo, se esfuerza constantemente en estar al día en cuanto concierne a las ciencias legítimas, y que no podía dedicar mucho tiempo a la penosa investigación de cada una de las gansadas marginales con que se contagia al público. Estuve tentado de decirle que sí, pues conocía lo bastante de astronomía como para saber que las presunciones astrológicas son ridículas, y he leído suficientes obras de científicos que han estudiado la astrología para saber que ninguna parte de ella es merecedora de crédito.

Pero si le hubiese dicho que había estudiado astrología, ella me habría preguntado si había leído algún libro insensato del patán número uno o algún volumen idiota del chalado número dos, y me habría acribillado no sólo por no haber estudiado astrología, sino por haber mentido acerca de ello.

Por consiguiente, le contesté, con una amable sonrisa:

— No.

Ella replicó, vivamente:

— Si la estudiase, tal vez descubriría que podía impresionarle.

Limitando todavía mis respuestas, dije:

— No lo creo.

Es lo que ella quería; con aire de triunfo, repuso:

— Esto quiere decir que es usted un fanático de mentalidad estrecha, temeroso de que la investigación haga tambalear sus propios prejuicios.

Habría podido encogerme simplemente de hombros, sonreír y alejarme; pero me sentí impulsado a replicar:

— Como soy humano, señorita, supongo que debe de haber un poco de fanatismo en mí; por eso cuido bien de gastarlo en la astrología, para no caer en la tentación de emplearlo en algo que tenga una sombra de honradez intelectual.

Y ella se marchó, muy enojada.

Bien, el problema no estaba en que yo hubiese dejado de investigar la astrología; estaba en que ella no había estudiado Astronomía, por lo cual ignoraba lo falta de contenido que estaba la astrología.

Precisamente porque los norteamericanos consideran elegante no saber nada de ninguna ciencia, aunque pueden estar bien educados en otras cosas, son fácilmente presa de la charlatanería.

De este modo se convierten en parte de los ejércitos de la noche, proveedores de sandeces, vendedores al por menor de mala comida intelectual, devoradores de patrañas, pues su ignorancia les impide distinguir el néctar de las aguas de albañal.

Sin embargo, en cierto modo mi adversaria astrológica se retiró prematuramente. Todavía le quedaban armas en su arsenal que habría podido llevarme fácilmente a un ulterior debate, por otra parte, completamente inútil.

Habría podido señalar que muchos grandes astrónomos antiguos habían creído en la astrología. El gran editor de ciencia-ficción John Campbell, por ejemplo, me opuso una vez este argumento.

— ¡Pensad en Juan Kepler! Era un astrónomo de primera fila y el primero que elaboró una imagen adecuada del Sistema Solar. Y, sin embargo, hacía horóscopos.

Pero en aquellos tiempos, los astrólogos ganaban más dinero que los astrónomos, y Kepler tenía que ganarse la vida. Dudo que creyese en los horóscopos que confeccionaba, y, aunque hubiese creído, esto no habría significado nada.

Cuando Campbell empleó este argumento contra mí, le respondí:

— Hiparco de Nicea y Tycho Brahe, dos de los más grandes astrónomos de todos los tiempos, creían que el Sol giraba alrededor de una Tierra inmóvil. Con todo el debido respeto a esas dos mentes auténticamente grandes, no acepto su autoridad en este punto.

La joven hubiera podido alegar también que la Luna nos afecta ciertamente por medio de las mareas y que, no obstante, la mayoría de los astrónomos se burlaron durante siglos de esta idea. Uno de sus argumentos era que una marea alta de cada dos tenía lugar cuando la Luna no estaba siquiera en el cielo.

Cierto. Y si yo hubiese vivido en los tiempos de Galileo, seguramente habría ignorado, como él, la influencia de la Luna; y habría estado equivocado, como lo estuvo él.

Pero la relación entre la Luna y las mareas no era un dogma astrológico; la existencia de aquella relación fue demostrada por astrónomos y no por astrólogos, y, una vez probada la relación, ésta no concedió un átomo más de credibilidad a la astrología.

La cuestión no es si la Luna afecta a las mareas, sino si la Luna —ó cualquier otro cuerpo celeste nos afecta a nosotros hasta persuadirnos de que los menores detalles de nuestro comportamiento deberían guiarse por los cambios en la configuración de aquellos cuerpos celestes.

Sabemos —vosotros y yo lo que es la astrología. Si tenéis alguna duda, leed cualquier columna de astrología en cualquier periódico, y lo veréis. Si nacisteis tal o cual día, dicen los astrólogos, hoy deberíais tener cuidado con vuestras inversiones, o evitar disputas con las personas queridas, o no temer los riesgos, etcétera.

¿Por qué? ¿Cuál es la relación?

¿Habéis oído alguna vez a un astrólogo explicar exactamente por qué una fecha de nacimiento particular tiene que influir en vuestro comportamiento de una determinada manera? Puede explicar que, cuando Neptuno está en conjunción con Saturno, los negocios financieros (pongo por caso) se hacen inseguros; pero, ¿explica alguna vez por qué tiene que ser así, o cómo lo descubrió?

¿Habéis oído alguna vez que dos astrólogos discutan seriamente sobre el efecto de una desacostumbrada combinación celeste sobre los individuos, aportando cada uno alguna prueba de su propio punto de vista? ¿Habéis oído hablar alguna vez de un astrólogo que haya hecho un nuevo descubrimiento astrológico o perfeccionado las nociones astrológicas en tal o cual aspecto?

La astrología sólo hace declaraciones llanas. Lo más a que puede llegarse por encima de esto es cuando alguien sostiene que el número de (digamos) atletas nacidos bajo el signo de Marte (o de cualquier otro planeta) es mayor que el que cabe esperar de una distribución al azar. Generalmente, incluso esta clase de «descubrimiento» dudoso se desvanece al ser estudiado más de cerca.

Tomemos otro ejemplo. Hace algunos años se publicó un libro titulado The Jupiter Effect. Desarrollaba una complicada tesis que incluía los efectos de marea sobre el Sol. Estos efectos de marea existen, y Júpiter es su principal agente, aunque otros planetas —sobre todo, la propia Tierra— contribuyen también.

Se presentaban argumentos en apoyo de la opinión de que estos efectos de marea influían en actividades solares tales como las manchas y las llamaradas. Esto, a su vez, influiría en el viento solar, que a su vez, influiría en la Tierra y podría, en pequeño grado, afectar el delicado equilibrio de los cambios tectónicos de la Tierra.

Se daba el caso de que los planetas estarían arracimados más juntos que de costumbre en el cielo en el mes de marzo de 1982, y sus efectos de marea combinados serían un poco más extensos que de costumbre. Si se producía en 1982 el máximo de la mancha solar, esta seria quizás más rica en consecuencias que de costumbre, y el efecto sobre la Tierra se vería incrementado. Entonces, si la falla de San Andrés estuviese a punto de resbalar —como cree la mayoría de los sismólogos, el efecto del viento solar podría proporcionar aquella última gota y provocar un terremoto en 1982.

Los autores no ocultaban que la cadena era larga y muy insegura.

El editor me entregó las galeradas y me pidió una introducción. Me intrigó la tesis y escribí la introducción…, lo cual fue un error. Yo no tenía idea de cuántas personas leerían el libro, y, prescindiendo de las advertencias, tomé muy en serio el trabajo. Fui bombardeado por un montón de cartas temerosas, preguntándome qué ocurriría en marzo de 1982. Al principio, contesté con postales en las que decía: «Nada». Al final, el mensaje decía: «¡¡¡Nada!!!».

En realidad, el máximo de la mancha solar se produjo mucho antes de 1982, y esto lo estropeó todo. No existía necesariamente una relación entre la actividad de marea planetaria y el cielo de la mancha solar. Uno de los autores del libro renegó muy pronto de la teoría. (Y, aunque no lo hubiera hecho, lo único que había sostenido era que un terremoto que iba a producirse de todos modos podía ocurrir un poco antes debido a los efectos planetarios; digamos en marzo, en vez de octubre).

Sin embargo, cuando el autor repudió la teoría, era ya demasiado tarde. El efecto Júpiter había captado la atención de los ejércitos de la noche, que se enamoraron de la «alineación planetaria».

De las cartas que recibí, deduje que se imaginaban que los planetas estarían alineados uno detrás de otros, en línea recta. (En realidad, estaban desparramados en una cuarta parte del cielo, cuando se hallaban más próximos).

También pensaban que era un suceso arcano que sólo ocurría cada millón de años, poco más o menos. De hecho, tales agrupaciones se producen aproximadamente cada siglo y cuarto. Y no hace muchos años tuvo lugar una alineación todavía más próxima que la de marzo de 1982; pero en aquella ocasión algunos planetas estaban a un lado del Sol, y los otros, en el otro.

Desde el punto de vista de la marea, no importa que todos los planetas estén a un lado del Sol o distribuidos a ambos lados, con tal de que estén aproximadamente en línea recta; pero, por lo visto, sólo el mismo lado contaba para la gente de la alineación.

Supongo que, al estar todos en el mismo lado, debía de parecerles que iba a volcar todo el Sistema Solar.

Más aún: los entusiastas de la alineación planetaria no se contentaban con un terremoto. La consigna era que California se hundiría en el mar.

En realidad, ni siquiera la pérdida de California era bastante para muchos. Circuló el rumor de que vendría el fin del mundo, y presumo que muchas personas se despertaron el día de la alineación dispuestos a enfrentarse con cualquier destino cuando apareciese en el cielo el gran rótulo de FIN.

A propósito: yo no podía dejar de admirarme de que se preocupasen en fijar la alineación en un solo día. Los planetas se movían lentamente en el cielo, siguiendo sus rutas separadas, y un día en particular sería mínima la zona dentro de la cual se encontrasen todos ellos. Pero el día antes y el día después, la zona era sólo ligeramente mayor que aquel mínimo, y dos días antes y dos días después, sólo un poquitín mayor que ésta. Fuese cual fuere la influencia material de la alineación, no podía ser mucho mayor en el momento de la zona mínima que en cualquier otro instante en un período de varios días. Sin embargo, sospecho que los adeptos de la alineación tenían la idea de que todo aquello funcionaba gracias a alguna influencia mística que sólo se ejercía cuando todos los planetas se deslizaban uno detrás de otro para formar una línea exactamente recta (cosa que, desde luego, no ocurría nunca).

En todo caso, el día de la alineación llegó y pasó, y no sucedió nada anormal.

Yo sabía demasiado para sospechar que una sola persona podía levantarse y confesar: «Vaya, me he equivocado». Todos están demasiado ocupados esperando el próximo anuncio del fin del mundo: quizás el cometa Halley.

Los ignorantes ni siquiera se preocuparon en cuidar el vocabulario.

Cuando una teoría es formulada por un científico competente, es un intento primoroso y detallado de explicar una serie de observaciones por lo demás inconexas y aparentemente no relacionadas entre sí. Se funda en numerosas observaciones, en un razonamiento estricto y, cuando procede, en una cuidadosa deducción matemática. Para triunfar, una teoría tiene que ser confirmada por otros científicos a través de numerosas observaciones y pruebas adicionales, y, cuando es posible, se deben hacer predicciones que puedan comprobarse y confirmarse. La teoría puede ser, y es, refinada y mejorada, cuando se hacen más y mejores observaciones.

He aquí unos cuantos ejemplos de teorías triunfales, con la fecha en que cada una de ellas fue anunciada por primera vez:

La teoría atómica: 1803.

La teoría de la evolución: 1859.

La teoría de los quanta: 1900.

La teoría de la relatividad: 1905.

Cada una de ellas ha sido reiteradamente ensayada y comprobada desde su primer anuncio y, con las necesarias mejoras y refinamientos, ha superado todos los desafíos.

Ningún científico estimable duda de que existan los átomos, la evolución, los quanta y el movimiento relativista, aunque puedan ser necesarios ulteriores refinamientos y mejoras.

¿Qué NO es una teoría? No lo es una «adivinación».

Muchas personas que nada saben de la Ciencia rechazarán la teoría de la evolución porque «no es más que una teoría». El mismísimo Ronald Reagan, un hombre inteligente, en el curso de su campaña electoral de 1980, al dirigirse a un grupo de fundamentalistas, rechazó la evolución como «sólo una teoría».

Yo denuncié una vez a uno de esos amigos de «sólo una teoría», en la Prensa, declarando que estaba claro que nada sabía de Ciencia. Como resultado de ello, recibí una carta de un chico de catorce años que decía que las teorías no eran más que «descabelladas conjeturas», y que lo sabía porque era lo que le enseñaban sus maestros. Después atacaba la teoría de la evolución en términos desaforados y me decía, orgullosamente, que rezaba en el colegio para que ninguna ley le impidiese hacerlo. E incluía un sobre franqueado y con su dirección, porque deseaba que le respondiese sobre la cuestión.

Pensé que debía complacerle. Le escribí unas líneas pidiéndole que pensase seriamente si no era posible que sus maestros ignorasen la Ciencia tanto como él. También le aconsejé que, en su próxima oración, implorase a Dios para que le diese una educación, de modo que no siguiese siendo un ignorante durante toda su vida.

Y esto suscita una grave cuestión. ¿Cómo podemos impedir que la gente sea ignorante, si los que les enseñan son, a menudo, igualmente ignorantes?

Está claro que el sistema docente norteamericano tiene sus defectos, y que las escuelas norteamericanas flojean en Ciencia por varias razones.

Supongo que una de las razones es aquella buena y vieja tradición de los pioneros, que sospechó siempre profundamente de la «erudición» y sostenía que el «sentido común» era lo único realmente necesario.

Si los Estados Unidos han buscado y alcanzado el liderazgo mundial en Ciencia y tecnología, ha sido, en parte, gracias a sus ingeniosos pensadores —los Thomas Edison y los Henry Ford— y, en parte, gracias a la influencia de muchos que habían recibido una educación europea y absorbido el respeto europeo por el conocimiento, y procurado que sus hijos fuesen debidamente educados.

Adolfo Hitler fue responsable de que, literalmente, docenas de científicos de primera categoría huyesen a los Estados Unidos en los años treinta, y los efectos beneficiosos de su presencia y de los discípulos a los que contribuyeron a educar, persisten todavía entre nosotros y ayudan a reducir las deficiencias de las prácticas docentes norteamericanas.

Esto puede continuar eternamente. Al hacerse nuestra tecnología más y más compleja, cada vez es menos probable que podamos depender del remendón independiente. Y no es de suponer que se repita el error de Hitler. Los soviéticos, por ejemplo, hacen grandes esfuerzos por impedir que salga de su país cualquier persona que pueda ser de utilidad a aquellos que consideran como sus enemigos.

Sin embargo, aparte y por encima de las inadecuaciones generales, se diría que el sistema docente norteamericano se ha deteriorado enormemente en los últimos veinte años. Constantemente se cuentan historias terroríficas de gente que ingresa en la Universidad sin ser capaz de escribir una frase coherente. Y está muy claro, para aquellos que quieran observar el escenario norteamericano con los ojos bien abiertos, que estamos perdiendo rápidamente nuestro liderazgo científico, tecnológico e industrial.

¿Por qué? He aquí lo que yo pienso.

Hace unos veinte años, el Tribunal Supremo declaró que la Constitución norteamericana no permitía que en las escuelas hubiese segregación por motivos de raza, y los tribunales ordenaron que los niños fuesen transportados fuera de sus barrios para igualar la proporción de negros y blancos. A ello siguió, como todos sabemos, una marcha de blancos a los suburbios y a los colegios privados, con el resultado de que las escuelas públicas de la mayor parte de nuestras grandes ciudades tengan ahora fuerte y creciente mayoría negra.

Con esto se produjo una rápida pérdida de interés en apoyar las escuelas públicas por parte de la clase media blanca, que proporcionaba la mayor parte de los fondos, y también por parte de la mayoría de los maestros.

Debéis daros cuenta de que se necesita dinero para enseñar bien las Ciencias. Se necesitan buenos libros de texto, profesores instruidos y laboratorios bien equipados. Al disminuir el dinero disponible, la educación científica sufre desproporcionalmente las consecuencias. Y las perspectivas de futuro tampoco parecen halagüeñas. La Administración Reagan reduce constantemente el apoyo al sistema de escuelas públicas y propone créditos para la enseñanza en las escuelas privadas.

Bueno, podéis argüir, ¿y no enseñarán Ciencias las escuelas privadas?

¿Lo harán?

El sistema público de escuelas es financiado por el Gobierno. El contribuyente individual no puede influir fácilmente en el destino que se dará a los impuestos que paga, y la Administración educativa, si es profesionalmente competente, insistirá en una educación perfeccionada. Los maestros, como funcionarios civiles, son difíciles de despedir por el delito de pensar, y la Constitución sirve para evitar los más enormes abusos contra la libertad. (Esto fue en los viejos tiempos, antes de que el sistema de escuelas públicas fuese virtualmente desmantelado). Por otra parte, las escuelas privadas son financiadas con lo que pagan los padres por la enseñanza, y la mayoría de los padres, que rehúyen el sistema de escuelas públicas por las razones que sean, no pueden pagar fácilmente los gastos de enseñanza además de los impuestos que satisfacen para educación. Como es natural, no quieren aumentar innecesariamente aquellos gastos.

Como una buena educación científica significa una elevación de los gastos de enseñanza, es posible que los padres vean las virtudes de la antigua y tradicional «lectura, escritura y aritmética». En realidad, ésta es una educación de cuarto grado, pero con algunos adornos adicionales, como el juramento de fidelidad y las oraciones escolares, debería ser bastante.

Las escuelas privadas tienen que ser responsables ante los padres y sus carteras, de modo que podamos buscar en ellas una educación segura, algo que habilite a los estudiantes para la labor de jóvenes ejecutivos y les capacite para consumir tres martinis antes del almuerzo. Pero, ¿una buena educación? Me lo pregunto.

Sin embargo, no quiero dividir el mundo en buenos y malos, de una manera simplista. Muchos no científicos son inteligentes y sensatos. Y, por otra parte, hay científicos, incluso grandes científicos, que, tanto en el pasado como en el presente, se han convertido en tramposos.

En realidad, no es sorprendente que así sea. El método científico es un ejercicio austero y espartano del cerebro. Representa un lento avance en el mejor de los casos, provoca el fenómeno Eureka raras veces y sólo para unos pocos, e incluso para éstos, de tarde en tarde. ¿Por qué no habrían de sentirse los científicos tentados a dar media vuelta y buscar otro cambio hacia la verdad?

Yo estuve una vez suscrito a una revista científica para estudiantes de escuela superior, y llegó un momento en que me produjo inquietud. Me pareció que su director mostraba una evidente simpatía por el velikovskianismo y la astrología. En una ocasión, cuando varios astrónomos firmaron una declaración denunciando la astrología, la revista protestó y preguntó si los astrónomos habían investigado realmente la astrología.

Me creí obligado a escribir una enérgica repulsa de tan tonta observación.

El director respondió con una larga carta en la que trataba de explicar que la razón y método científico no eran necesariamente los únicos caminos hacia la verdad, y que yo debía ser más tolerante con los métodos competidores.

Esto me irritó. Le envié una carta bastante breve que —por lo que puedo recordar— rezaba aproximadamente así:

Recibí su carta en la que explicaba que la razón no es el único camino hacia la verdad.

Sin embargo, su explicación no es más que un intento de razonar el asunto.

No me diga: ¡demuéstremelo! Convénzame soñando conmigo o intuyendo.

O si no, escríbame una sinfonía, pínteme un cuadro o medíteme una meditación.

Haga algo —cualquier cosa— que me atraiga a su bando sin que intervenga el razonamiento.

No he vuelto a saber nada de él.

Veamos algo más. Hace algunos meses, Science Digest proyectaba publicar un articulo sobre varios científicos actuales de primera fila, incluidos algunos premiados con el Nobel, que desarrollaron extrañas y misteriosas nociones sobre la mente humana, que tratan de penetrar los secretos de la Naturaleza con la meditación, que están fuertemente influidos por filosofías orientales, etcétera. Science Digest me envió el manuscrito y me pidió un comentario.

Respondí con una carta incluida en una caja (bajo el título de Science Follies, que acompañaba el artículo que fue publicado en el número de la revista correspondiente al mes de julio de 1982. He aquí la carta, transcrita literalmente:

A lo largo de la Historia, muchos grandes científicos han trabajado sobre algunas ideas rebuscadas.

Johannes Kepler fue astrólogo profesional. Isaac Newton trató de transmutar metales bajos en plata y oro.

Y John Napier, que inventó los logaritmos, concibió una interpretación monumentalmente tonta del libro del Apocalipsis.

La lista continúa. William Herschel, el descubridor de Urano, pensaba que el Sol era oscuro, fresco y habitable, bajo su llameante atmósfera. El astrónomo norteamericano Percival Lowell insistió en que veía canales en Marte. Robert Hare, químico norteamericano muy práctico, inventó un aparato para comunicarse con los muertos. William Weber, físico alemán, y Alfred Wallace, coautor de la moderna teoría de la evolución, eran fervientes espiritistas. Y el físico inglés Sir Oliver Lodge era firme partidario de la investigación psíquica.

Conociendo este historial, me sorprendería enormemente si, en el año 1984, dejase súbitamente de haber grandes científicos enamorados de nociones especulativas que, a mentes inferiores como la mía, les parecen irracionales.

Por desgracia, la mayor parte de estas teorías especulativas no pueden ser comprobadas de alguna manera razonable, no pueden emplearse para hacer predicciones y no son presentadas con argumentos sólidos que puedan convencer a otros científicos.

Entre todos estos devotos de la imaginación, en realidad, no hay dos que estén enteramente de acuerdo. Dudan recíprocamente de su racionalidad.

Desde luego, es posible que de todas estas aparentes tonterías se desprendan algunas pepitas de oro útiles y geniales. El hecho de que tales cosas hayan ocurrido antes de ahora es bastante para justificarlo todo. Sin embargo, sospecho que estas pepitas serán muy escasas y muy distanciadas las unas de las otras. La mayor parte de las especulaciones que parecen tontas —incluso cuando se deben a grandes científicos— resultarán, en definitiva, tonterías.

Conque así estamos. Yo defiendo enteramente la razón y me opongo a todo lo que me parece irracional, sea cual fuere su origen.

Si estás de mi parte en esto, debo advertiros que el ejército de la noche tiene la ventaja de la superioridad numérica y que, por su misma naturaleza, resulta inmune a la razón, de modo que es muy improbable que vosotros y yo podamos vencer.

Siempre seremos una pequeña y probablemente impotente minoría, pero no debemos cansarnos de exponer nuestra opinión y de luchar por nuestra justa causa.