LA ÓRBITA DE COMO-SE-LLAME

 

Acabo de regresar del Instituto del Hombre y la Ciencia, de Rensselaerville, Nueva York, donde, por noveno año consecutivo, he contribuido a dirigir un seminario sobre un tema de ciencia-ficción. Esta vez versaba sobre tratados del espacio.

Por ejemplo, ¿cómo regulamos el empleo del espacio limitado en una órbita geosincrónica, considerando que es allí donde sería más adecuado colocar una estación de energía solar?

Hablaba con mi buen amigo Mark Chartranded, que es ahora jefe del Instituto Nacional del Espacio. En varias ocasiones se refirió a la órbita geosincrónica como la «órbita de Clark».

Yo estaba intrigado y, por fin, le pregunté:

— ¿Por qué la órbita de Clark? ¿Quién es Clark?

Chartranded me miró fijamente un instante y respondió:

— Me refiero a Arthur C. Clarke. Seguramente habrás oído hablar de él, Isaac.

Naturalmente, se produjeron grandes carcajadas, y cuando se extinguieron, repuse, indignado:

— Bueno, ¿cómo diablos iba yo a saber que te referías a Arthur? No pronunciaste la «e» muda de su apellido.

¿Creeréis que nadie consideró que fuese una excusa adecuada?

La cuestión es —y esto sí que lo sé bien— que, en 1945, Arthur C. Clarke había comentado la posibilidad de colocar satélites de comunicación en órbita y había descrito la utilidad particular de tenerlos en órbita geosincrónica. Creo que fue la primera vez que se planteó la cuestión, por lo que el término «órbita de Clarke» está plenamente justificado.

Para compensar mi fracaso en reconocer el apellido de Arthur cuando lo oí, examinemos detalladamente la órbita de Clarke.

Imaginemos que observamos varios objetos que giran alrededor de la Tierra a diferentes distancias de su centro. Cuanto más lejos esté un objeto de la Tierra, más larga será la órbita que describa y, al propio tiempo, tendrá que viajar más despacio, ya que la intensidad del campo gravitatorio de la Tierra disminuye con la distancia.

El período de revolución, que depende tanto de la longitud de la órbita como de la velocidad orbital, aumenta con la distancia de una manera que resulta un poco complicada.

Así, pues, imaginemos un satélite que gira alrededor de la Tierra a sólo 150 km de su superficie o (es lo mismo) a unos 6.528 km de su centro. Su período de revolución es de unos 87 min.[12]

Por su parte, la Luna gira alrededor de la Tierra a una distancia media de 384.401 km (de centro a centro). Su período de revolución «sideral» —es decir, su revolución en relación con las estrellas, que es como podemos acercarnos más al concepto de su revolución «real»— es de 27,32 días. La Luna está 58,9 veces más lejos del centro de la Tierra que el satélite, pero el período de revolución de la Luna es 452 veces más largo que el del satélite.

Parece, pues, que el período se alarga más rápidamente que la distancia, pero menos que el cuadrado de la distancia. Podemos expresar esto matemáticamente llamando P a la razón de los períodos de revolución, y D a la razón de las distancias, y diciendo que P > D 1 y que P < D2, donde “>” significa «es mayor que» y “<” «es menor que». En realidad, P=D1,5.

Un exponente de 1,5 significa que, para obtener el período del objeto más lejano, hay que tomar el cubo de la razón de las distancias y tomar después la raíz cuadrada del resultado. Así, la Luna está 58,9 veces más lejos de la Tierra que el satélite. Por consiguiente, tomemos el cubo de aquella razón (58,9 x 58,9 x 58,9 = 204.336) y tomemos después la raíz cuadrada del resultado, que es 452. Ésta es la razón de los períodos de revolución. Si multiplicamos el período del satélite por 452, obtendremos el período de la Luna. O podemos empezar con el período sideral de la Luna, dividirlo por 452, obteniendo así el período del asteroide. O, partiendo de la razón de los períodos, podemos obtener la razón de las distancias.

Todo esto es la tercera ley de Kepler, y ahora nos olvidaremos de las matemáticas. Yo haré los cálculos; podéis fiaros de mi palabra[13]

La Tierra gira alrededor de su eje, en relación con las estrellas (el «día sideral»), en 23 horas y 56 minutos. El día sideral de la Tierra es más largo que el período de revolución del satélite que gira cerca de su superficie, y más corto que el periodo de revolución de la Luna.

Si imaginamos una serie de objetos que giran alrededor de la Tierra en órbitas más y más alejadas del centro del planeta, el período de revolución se alargará más y más y, a cierta distancia entre la del satélite (donde el período es demasiado corto) y la de la Luna (donde es demasiado largo) habrá un lugar donde el satélite tendrá un período sideral de revolución exactamente igual al período sideral de rotación de la Tierra.

Este satélite se mueve en una órbita geosincrónica, siendo «geosincrónica» una palabra derivada del griego y que significa «moverse en el mismo tiempo que la Tierra».

Empleando la tercera ley de Kepler, podemos averiguar exactamente dónde debe estar un satélite para hallarse en una órbita geosincrónica.

Resulta que un satélite que gire alrededor de la Tierra a una distancia media de 42.298 km del centro de ésta, completará su revolución exactamente en un día sideral. Este satélite estará situado a 35.919 km sobre la superficie de la Tierra (que está, a su vez, a 6.378 km del centro de la Tierra).

Si os resultan incómodas las medidas métricas, podéis convertir los kilómetros en millas dividiendo el número de kilómetros por 1.609. Entonces encontraréis que un satélite en órbita geosincrónica está situado a una distancia media de 22.324 millas sobre la superficie de la Tierra.

Puede que penséis que, si un satélite está en órbita geosincrónica, se moverá al unísono con la rotación de la Tierra y que, por consiguiente, parecerá que permanece en el mismo punto del cielo, de día y de noche, durante un período indefinido, si es que lo observáis (con un telescopio, en caso necesario) desde la superficie de la Tierra.

¡Nada de eso! Un satélite estará en órbita geosincrónica a una distancia media de 42.298 km del centro de la Tierra, sea cual fuere su plano de revolución. Puede girar alrededor de la Tierra de Oeste a Este (o de Este a Oeste, lo mismo da), siguiendo una ruta encima del ecuador. O puede girar de Norte a Sur (o de Sur a Norte) pasando por encima de ambos polos. O puede estar en órbita oblicua entre aquéllas. Todas ellas serán órbitas geosincrónicas.

Si estuvieseis plantados en la superficie de la Tierra, observando un satélite en órbita geosincrónica en un plano que formase un ángulo con el ecuador terrestre, veríais cambiar su posición en relación con el cenit.

El satélite describiría, en el curso de un día, un número ocho, que es lo que los astrónomos llaman un «analemma». Cuanto mayor sea el ángulo de la órbita con el ecuador, tanto mayor será el analemma.

Un ejemplo: el Sol se mueve a través del cielo en una órbita aparente, que forma un ángulo con el ecuador de la Tierra. Por esta razón, la posición del Sol del mediodía en el cielo varía de un día a otro. Describe un analemma y, en un globo terráqueo grande, un analemma proporcionado suele colocarse en los espacios vacíos del océano Pacífico. Partiendo de este analemma se puede saber exactamente a qué altura del cielo está el Sol de mediodía en cualquier día del año (siempre que tengáis en cuenta la latitud del lugar donde os halláis) y también cuántos minutos antes o después del cenit está el Sol en cualquier día del año. (Está en el cenit el 15 de abril y el 30 de agosto).

Este comportamiento del Sol debía tenerse en cuenta en los viejos tiempos de los relojes de sol, y en realidad, analemma es la palabra latina que designa el bloque que sostiene un reloj de sol.

Una órbita geosincrónica no tiene que ser necesariamente un circulo perfecto. Puede ser una elipse de cualquier excentricidad. Seguirá siendo geosincrónica mientras sea correcta la distancia media. Puede acercarse más en un extremo de su órbita y alejarse más en el otro.

Sin embargo, si la órbita es elíptica además de oblicua, el analemma no será simétrico. Una de las anillas del número ocho será más grande que la otra. Cuanto más elíptica sea la órbita, mayor será la diferencia de tamaño de las anillas.

Así, la Tierra se mueve alrededor del Sol en una elipse ligeramente excéntrica, y por eso el analemma formado por la posición aparente del Sol de mediodía de un día a otro, en el curso del año, es asimétrico. La anilla septentrional es más pequeña que la meridional, razón por la cual el Sol de mediodía está en el cenit unas tres semanas después del equinoccio de primavera septentrional y tres semanas antes del equinoccio de otoño septentrional. Si la órbita de la Tierra fuese circular, el analemma sería simétrico, y el Sol de mediodía estaría en el cenit en los equinoccios.

Pero supongamos que un satélite gira alrededor de la Tierra en el plano del ecuador terrestre. La órbita formaría un ángulo de 0° con el ecuador, y el analemma sería aplastado y quedaría reducido a cero en la dirección Norte-Sur.

Sin embargo, si el satélite girase en el plano ecuatorial en una elipse, se movería más de prisa que su velocidad media en aquella parte de su órbita donde estuviese más cerca de la Tierra que su distancia media, y más despacio cuando estuviese en la otra posición. Parte del tiempo superaría la velocidad de la superficie de la Tierra, y el resto del tiempo se retrasaría con respecto a ésta.

Visto desde la superficie de la Tierra, este satélite describiría una línea recta de Este a Oeste, completando su movimiento de retroceso y adelanto en el curso de un día. Cuanto más pronunciada fuese la excentricidad de la órbita, más larga sería la línea.

Pero supongamos que un satélite no sólo girase en el plano ecuatorial de la Tierra, sino que lo hiciese en un círculo perfecto de Oeste a Este. En este caso, el analemma quedaría totalmente anulado. Los movimientos Norte-Sur y Este-Oeste desaparecerían, y el satélite, observado desde la Tierra, parecería completamente inmóvil. Pendería indefinidamente sobre un punto de la Tierra.

He aquí la diferencia entre una órbita geosincrónica y una órbita de Clarke. Hay un número infinito de órbitas geosincrónicas, con cualquier valor de inclinación orbital y de excentricidad orbital. En cambio, sólo hay una órbita de Clarke.

La órbita de Clarke es geosincrónica con una inclinación orbital de cero y una excentricidad orbital también de cero. La órbita de Clarke es exactamente circular y se halla precisamente en el plano ecuatorial; su importancia es que sólo en una órbita de Clarke permanecerá inmóvil un satélite en relación con la superficie de la Tierra.

Esto puede ser muy útil. Un satélite inmóvil con respecto a la superficie de la Tierra ofrecerá la situación más simple para transmitir comunicaciones o irradiar energía. Clarke imaginó esta órbita en su comunicación de 1945, y de aquí el nombre de «órbita de Clarke».

Como sólo hay una órbita de Clarke y está bastante cerca de la Tierra, representa un recurso sumamente limitado. La longitud de la órbita es de 265.766 km, sólo 6,6 veces la longitud de la circunferencia de la Tierra (porque la órbita de Clarke sólo está 6,6 veces más lejos del centro de la Tierra que la superficie de ésta).

Imaginemos que quisierais poner una serie de estaciones de energía solar en la órbita de Clarke, y supongamos que os encontraseis con que no podéis hacerlo perfectamente. No se puede colocar un satélite exactamente en la órbita de Clarke, y aunque se pudiese, las perturbaciones gravitatorias de la Luna y del Sol le harían bailar un poco. Entonces podría resultar que, como medida de seguridad, hubiese que colocar las estaciones de energía a intervalos de 1.000 km. En tal caso, sólo podríamos meter 265 de ellos en la órbita de Clarke, y eso significaría una limitación de la cantidad de energía que podríamos obtener del Sol.

Si quisiéramos tener satélites de diferentes tipos en la órbita de Clarke —de comunicaciones, de navegación, etcétera— esto limitaría aún más las cosas.

Podríamos imaginar un satélite particularmente largo, con su eje mayor paralelo a la órbita de Clarke. Diferentes tipos de funciones podrían montarse entonces en toda su longitud, sin que existiesen interferencias entre ellas, ya que el satélite se movería como una unidad. Las estaciones de energía de ambos extremos no variarían su posición relativa entre sí, ni en lo tocante a las funciones de comunicaciones o de navegación que pudiesen existir entre ambas. De esta manera, podría introducirse un número mucho mayor de unidades de trabajo en la órbita de Clarke.

Incluso podríamos imaginarnos un anillo sólido que llenase la órbita de Clarke, algo similar a lo que describió Larry Niven en Ringworld. En este caso podríamos disponer de funciones de toda clase esparcidas a lo largo de él. Sin embargo, un anillo semejante sería «metaestable», es decir, permanecería de un modo estable en órbita sólo mientras la Tierra permaneciese en el centro exacto del anillo. Si ocurriese algo que empujase ligeramente el anillo a un lado —por ejemplo, perturbaciones gravitatorias—, de modo que la Tierra no estuviese ya en el centro exacto del anillo, éste seguiría desviándose en la misma dirección, se rompería por la acción periódica de vaivén, y partes del aparato se estrellarían contra la Tierra.

Pero podría haber órbitas relacionadas con la de Clarke que tuviesen valores propios.

Imaginemos un satélite en una órbita circular en el plano ecuatorial, a una distancia tal que su período de revolución sea exactamente de dos días siderales, o de tres, o de uno y medio. Un período de dos días siderales significaría que el satélite se movería con regularidad, saliendo en el Este y poniéndose en el Oeste; pero desde cualquier punto del Ecuador se vería directamente sobre la cabeza del observador a intervalos de cuarenta y ocho horas. Otros períodos que estuviesen relacionados de alguna forma con el día sideral, presentarían sus propias normas. (Incluso órbitas geosincrónicas que fuesen inclinadas y excéntricas, y que, por consiguiente, no se tratasen de órbitas de Clarke, podrían estar dispuestas de manera que presentasen simples pautas de comportamiento en el cielo).

No estoy seguro de la utilidad que pudiera tener esto, pero sería interesante desde el punto de vista de la mecánica celeste. Refirámonos a toda la familia de órbitas con inclinación y excentricidad cero como «órbitas de Clarke», con independencia de la distancia y del período de revolución. La órbita de Clarke, donde un satélite tuviese un período de un día sideral, sería la «órbita Clarke-1». Aquella cuyo período fuese de dos períodos siderales sería la «órbita Clarke-2». De esta forma tenemos las siguientes distancias desde el centro de la Tierra:

Cuanto más lejos está la órbita, tanto mayor es el efecto de las perturbaciones lunares sobre ella. No entiendo lo suficiente de mecánica celeste como para poder determinar dónde sería la órbita de Clarke lo bastante grande como para que las perturbaciones impidiesen que fuese útil para este u otro fin, pero sin duda en tiempos venideros se realizarán simulaciones con computadora, que nos darán la respuesta… sí no se hacen ya.

Lo que vale para la Tierra valdría también para cualquier otro cuerpo astronómico. Supongamos, por ejemplo, que quisiésemos colocar un satélite en órbita alrededor de Marte, de manera que pareciese estar suspendido en un lugar del aire al ser observado desde la superficie marciana. (Quizás interesase tener fotografías continuas de un lugar particular de Marte durante un largo período de tiempo, mientras lo permitiesen la inevitable interferencia de la noche y las ocasionales tormentas de polvo).

En el caso de Marte es imposible una órbita geosincrónica, si tomamos en serio nuestro griego, ya que geo se aplica sólo a la Tierra. Habría que hablar de una «órbita aerosincrónica». (Ya sé, ya sé; la gente dirá, de todos modos, órbita geosincrónica, de la misma manera que dice «geología lunar», cuando en realidad debería decir «selenología»).

En cambio, podemos hablar de una órbita de Clarke en cualquier mundo. El término no está relacionado etimológicamente con la Tierra. Se puede definir una órbita de Clarke como aquella en que un objeto se moverá alrededor de otro más grande, con una inclinación orbital y una excentricidad orbital de cero, y con un período igual al de rotación sideral del objeto más grande.

La cuestión es la siguiente: ¿Cuál es la distancia desde el centro de Marte hasta su órbita de Clarke?

El día sideral marciano es ligeramente más largo que el de la Tierra, ya que Marte gira sobre su eje, en relación con las estrellas, en 24,623 horas. Esto produciría el efecto de aumentar la distancia de la órbita de Clarke en comparación con la de la Tierra, ya que el satélite tiene que viajar más despacio para seguir exactamente la rotación marciana.

Por otra parte, la intensidad del campo de gravitación marciana es de sólo una décima parte del de la Tierra, de modo que la órbita de Clarke debería estar más cerca de Marte si el satélite tuviese que circundarlo en poco más de veinticuatro horas. Este segundo efecto es el más importante, y por ello la órbita de Clarke en Marte está a una distancia de 20.383 km del centro del planeta.

La órbita de Clarke correspondiente a Marte está aproximadamente a una distancia de éste equivalente a la mitad de la que hay entre la órbita de Clarke terrestre y la Tierra.

El satélite marciano más exterior, Deimos, está a una distancia de 23.500 km de Marte y, por consiguiente, muy poco por fuera de la órbita de Clarke. Por tanto, se mueve alrededor de Marte en poco más de un día sideral marciano (exactamente en 1,23 días marcianos siderales).

Cualquier objeto situado fuera de la órbita de Clarke (si continuamos suponiendo que todas las revoluciones y rotaciones se efectúan de Oeste a Este) saldrá en el Este y se pondrá en el Oeste, visto desde la superficie del mundo alrededor del cual gire. Así ocurre con Deimos, que surge en el Este marciano y se pone en el Oeste, aunque parece moverse muy lentamente, ya que el movimiento de rotación de la superficie marciana coincide casi con el de traslación del satélite.

El satélite interior de Marte, Fobos, tiene una órbita situada dentro de la de Clarke, ya que se halla a una distancia de sólo 9.350 km del centro de Marte. Por consiguiente, gira alrededor de Marte en menos de un día sideral marciano (de hecho, en 0,31 días) y gira más de prisa que la superficie marciana.

Cualquier objeto situado dentro de una órbita de Clarke parecería salir en el Oeste y ponerse en el Este, visto desde el mundo alrededor del cual gira, y esto es ciertamente lo que pasa con Fobos.

Júpiter constituye un caso particularmente interesante. Tiene un campo de gravitación enormemente intenso, equivalente a 318 veces el de la Tierra, y su rotación es singularmente rápida, ya que describe un giro completo sobre su eje en sólo 9,85 horas.

¿A qué distancia de Júpiter tendría que estar un satélite para circunvalarlo en 9,85 horas? La respuesta es que la órbita de Clarke en Júpiter está a una distancia de 158.500 km del centro del planeta. Esto es casi cuatro veces la distancia de la órbita de Clarke terrestre al centro de la Tierra, pese al hecho de que un satélite que se mueve alrededor de Júpiter debe completar su órbita en sólo dos quintas partes del tiempo que necesitaría un satélite en la órbita de Clarke terrestre para mantener la sincronía.

Recuérdese, empero, que 158.500 km representan la distancia desde el centro de Júpiter. Pero Júpiter es un planeta grande, y su superficie ecuatorial está a 71.450 km de su centro. Esto significa que un satélite, en una órbita de Clarke alrededor de Júpiter, estaría sólo a 87.050 km sobre la superficie visible de la capa de nubes de Júpiter.

Imaginad entonces un satélite colocado en una órbita de Clarke alrededor de Júpiter, de manera que estuviese casi encima de la Gran Mancha Roja, que, por desgracia, no está en el ecuador de Júpiter. Por lo cual no podría estar exactamente sobre él. ¡Qué continuo panorama tendría, durante las cinco horas de luz diurna!

Podría observar durante cinco horas y descansar otras cinco por un largo período de tiempo, aunque habría algunas complicaciones. Primera: la Gran Mancha Roja se mueve de un modo bastante errático y no permanecería indefinidamente en la posición esperada. Segunda: el intenso campo magnético de Júpiter podría dificultar los trabajos del satélite. Tercera: ahora sabemos que Júpiter tiene un anillo de desperdicios cerca de su órbita de Clarke, lo cual podría también interferir.

Sin embargo, la vista sería magnífica si pudiese conseguirse, y, como jamás he oído decir que se hubiese hablado de ello —lo cual no quiere decir que no se haya hablado—, puedo al menos soñar que algún día esta órbita de Clarke particular sea llamada órbita de Asimov.

Saturno, que en comparación con Júpiter posee un período de rotación ligeramente más largo (10,23 horas) y un campo de gravedad considerablemente menos intenso, tiene la órbita de Clarke a una distancia de 109.650 km o de sólo 49.650 km sobre la capa de nubes.

Sin embargo, aquí se presenta un grave inconveniente. El gigantesco sistema de anillos de Saturno se halla en el plano ecuatorial del planeta, de manera que la órbita de Clarke en Saturno está exactamente dentro de los anillos, dentro del anillo B, cerca del borde interior de la división de Cassini.

Esto significa que el anillo B, la porción más brillante del sistema de anillos, se encuentra casi enteramente dentro de la órbita de Clarke y, por tanto, se adelanta a la superficie de Saturno al girar éste sobre su eje. Si desde Saturno pudiesen distinguirse las partículas individuales del anillo B —y de los anillos todavía más cercanos—, se verían surgir en el Oeste y ponerse en el Este. En cambio, las partículas situadas más allá de la división de Cassini saldrían en el Este y se pondrían en el Oeste.

En principio, podríamos elegir alguna partícula cerca del borde interior de la división de Cassini y montar en ella nuestros instrumentos. Podríamos escoger una que estuviese en una órbita de Clarke. Pero entonces las innumerables partículas todavía más próximas a Saturno impedirían la visibilidad de la porción de la superficie del planeta situada directamente debajo.

También hay una órbita de Clarke alrededor del Sol. Estaría a una distancia de unos 26.200.000 km del centro del astro. Lo cual significa menos de la mitad de la distancia entre el Sol y Mercurio.

A finales del Siglo XIX se especuló sobre la existencia de un pequeño planeta llamado Vulcano, situado dentro de la órbita de Mercurio (véase «The Planet That Wasn’t», en el libro del mismo nombre, Doubleday, 1976).

Por desgracia, Vulcano no existe. ¡Qué lástima! Su órbita habría tenido que estar muy cerca de la órbita de Clarke solar. Supongamos que estuviese exactamente en la órbita de Clarke, y que pudiésemos llegar y colocar en él nuestros instrumentos, y que estos instrumentos pudiesen resistir el tremendo calor del cercano Sol.

Imaginemos la vista de las manchas solares. Podrían ser seguidas de cerca durante buena parte de su tiempo de vida. (Se presentaría una complicación, y es que la superficie del Sol gira a diferentes velocidades en diferentes latitudes, de modo que las manchas solares parecerían alejarse gradualmente).

Venus tiene un período de rotación muy lento (243,09 días), y la intensidad de su campo de gravitación es de sólo 0,815 veces la de la Tierra. En este caso, sería de esperar una órbita de Clarke muy distante, lo cual resultaría cierto. La órbita venusiana de Clarke se halla a una distancia de 1.537.500 km del centro del planeta, o sea, cuatro veces más lejos de Venus de lo que lo está la Luna de la Tierra. A tal distancia, la órbita de Clarke sería casi inútil.

La órbita de Clarke de Mercurio estaría a 240.000 km de éste, o sea, a una distancia considerablemente menor que la de la Luna a la Tierra.

Y ésta es toda la publicidad que voy a dar a la vieja Como-se-llame.