«X» REPRESENTA LO DESCONOCIDO

 

Cuando uno se acerca a la mitad de la vida —como vengo yo haciendo desde hace décadas—, se ve en la necesidad de hacer periódicas visitas a un estomatólogo. Éste es el tipo (por si no lo sabéis) que os dice que vuestros dientes están en perfecto estado y son fuertes como el acero, pero que, si no os cuidáis las encías, se os caerán todos dentro de poco.

Entonces le hace algo a las encías, pero lo peor viene cuando se acerca con el anestésico…

Mi estomatólogo tiene una abuela que —según dice— le llama Deditos de oro. Pero yo prefiero llamarle, afectuosamente, el Carnicero.

En una reciente visita, le indiqué severamente a mi estomatólogo:

—La última vez me dijo que viese a mi dentista porque creía que alguno de mis empastes se estaba deteriorando, y así lo hice; y él me encadenó inmediatamente al sillón, le puso fundas a dos dientes y me cobró mil dólares. Que Dios se lo haga pagar a usted.

—Ya lo ha hecho —repuso tranquilamente el villano—. ¡Usted ha vuelto!

Pues sí, he vuelto, y con el cuarto capítulo de la historia del espectro electromagnético.

En el capítulo anterior hablé de las ondas de radio, esa región de ondas electromagnéticas largas y de baja frecuencia, más allá del infrarrojo. Fueron descubiertas por Hertz en 1888 y, con tal descubrimiento, se demostró plenamente la validez y la utilidad de las ecuaciones de Maxwell.

Según las mismas ecuaciones, si había ondas electromagnéticas más allá e incluso mucho más allá del infrarrojo, tenía que haber igualmente ondas electromagnéticas más allá e incluso mucho más allá del ultravioleta.

Sin embargo, nadie las buscaba.

Lo que despertó el interés de muchos físicos en los años de 1890 fueron los «rayos catódicos». Eran un tipo de radiación que fluía a través de un cilindro vacío desde un electrodo negativo («cátodo»), sellado en su interior, en cuanto se cerraba un circuito eléctrico.

El estudio alcanzó su punto culminante en 1897, cuando un físico inglés, Joseph John Thomson (1856-1940), demostró de modo concluyente que los rayos catódicos no estaban formados por ondas, sino por un chorro de partículas a gran velocidad[1]. Más aún (mucho más), aquellas partículas tenían una masa incluso mucho menor que los átomos menos masivos. La masa de la partícula de rayo catódico era solamente de 1/1837 de la del átomo de hidrógeno, y Thomson la llamó «electrón». Ello le valió el Premio Nobel de Física en 1906.

El electrón fue la primera partícula subatómica descubierta, y constituyó uno de los descubrimientos de la última década del Siglo XIX que revolucionaron completamente la Física.

Sin embargo, no fue el primero de aquellos descubrimientos. El primero en iniciar la nueva Era fue un físico alemán, Wilhelm Conrad Roentgen (1845-1923). En 1895, a los cincuenta años, era jefe del Departamento de Física de la Universidad de Wurzburgo, en Baviera. Había realizado un trabajo importante y publicado cuarenta y ocho estudios bien fundados, pero estaba muy lejos de la inmortalidad y, sin duda, no habría pasado de ser un científico de segunda fila, de no haber sido por los descubrimientos del 5 de noviembre de 1895.

Estaba trabajando sobre los rayos catódicos, y se sentía particularmente interesado por la manera en que dichos rayos hacían que ciertos compuestos brillasen o fulgurasen al ser tocados por ellos. Uno de los compuestos que fulguraba fue el platinocianuro de bario, por lo que Roentgen hizo revestir hojas de papel con, aquel compuesto en su laboratorio.

La luminiscencia resultó muy débil y con el fin de observarla lo mejor posible, Roentgen oscureció la habitación y encerró el aparato experimental entre láminas de cartón negro. De este modo podía observar dentro de un espacio cerrado completamente a oscuras, y cuando introdujese la corriente eléctrica, los rayos catódicos pasarían a lo largo del tubo, penetrarían la fina pared del fondo, incidirían en el papel revestido y provocarían una luminiscencia que él podría ver y estudiar.

Aquel 5 de noviembre, al conectar la corriente, vio, por el rabillo del ojo, un débil resplandor que no estaba dentro del aparato. Levantó la cabeza, y allí, bastante lejos del aparato, una de las hojas revestidas con platinocianuro de bario fulguraba vivamente.

Cerró la corriente, y el papel revestido se oscureció. La abrió de nuevo y el papel volvió a fulgurar.

Llevó el papel a la habitación contigua y cerró los postigos para oscurecerla también. Volvió a la habitación donde estaba el tubo de rayos catódicos y conectó la corriente eléctrica. Pasó a la habitación contigua y cerró la puerta a su espalda. El papel revestido resplandecía a pesar de estar separado, por una pared y una puerta, del tubo de rayos catódicos. Resplandecía sólo cuando el aparato de la habitación contigua estaba funcionando.

Roentgen creyó que el tubo de rayos catódicos producía una radiación penetrante que nadie había descubierto hasta entonces.

Roentgen pasó siete semanas estudiando la fuerza penetrante de aquella radiación: lo que podía penetrar; qué material y de qué grosor era capaz de detenerla, etcétera. (Más tarde, cuando le preguntaron qué había pensado al hacer su descubrimiento, respondió rápidamente: «No pensé; experimenté»).

Aquel período debió de ser una ordalía para su esposa. Él llegaba tarde a comer y de un humor de perros; no hablaba, engullía rápidamente la comida y corría de nuevo hacia su laboratorio.

El 28 de diciembre de 1895, publicó, al fin, su primer informe sobre el tema. Sabía lo que producía aquella radiación, pero no lo que era. Recordando que en Matemáticas suele emplearse la x para designar una cantidad desconocida, llamó «rayos X» a la radiación.

Al principio se le dio también el nombre alternativo de «rayos Roentgen» en honor de su descubridor, pero la «oe» teutónica es una vocal que los alemanes pueden pronunciar con facilidad, aunque puede hacer que cualquier otra persona que trate de pronunciarla se rompa los dientes. En consecuencia, la radiación sigue llamándose hoy X, aunque su naturaleza haya dejado de ser un misterio.

Inmediatamente se comprendió que los rayos X podían servir como instrumento médico. Sólo cuatro días después de llegar a Norteamérica la noticia del descubrimiento de Roentgen, los rayos X fueron empleados para localizar una bala en la pierna de una persona. (Se tardó unos cuantos y trágicos años en descubrir que los rayos X eran también peligrosos y podían producir cáncer).

En el mundo de la Ciencia, los rayos X llamaron en seguida la atención de la mayoría de los físicos, lo cual condujo a otra serie de descubrimientos, entre ellos —y no el menos importante— el de la radiactividad, en 1896. Un año después del descubrimiento de Roentgen se habían publicado mil artículos sobre los rayos X, y cuando se instituyeron, en 1901, los premios Nobel, Roentgen fue galardonado con el primer Premio Nobel de Física.

Los rayos X causaron también impacto en el público en general. Miembros timoratos de la legislatura de Nueva Jersey trataron de aprobar una ley prohibiendo el uso de los rayos X en los gemelos de ópera, para proteger la modestia de las doncellas, demostrando con ello la capacidad científica de los legisladores elegidos.

El rey de Baviera ofreció un titulo a Roentgen, pero el físico lo rehusó, sabiendo muy bien dónde residía el verdadero honor de la Ciencia. También rehusó patentar cualquier aspecto de la producción de rayos X o ganar dinero con ellos. Pensaba que no tenía derecho a hacerlo. Su recompensa fue que murió, sin un céntimo, en 1923, arruinado por la enorme inflación de posguerra en Alemania.

¿Qué eran exactamente los rayos X? Algunos pensaron que consistían en chorros de partículas, como los rayos catódicos. Otros, incluido el propio Roentgen, los suponían compuestos de ondas, pero ondas longitudinales, como las del sonido, y no electromagnéticas. Y otros los creían ondas electromagnéticas, más cortas que las ultravioletas.

Si los rayos X eran de naturaleza electromagnética (la alternativa que crecía en popularidad), debían mostrar algunas de las propiedades de las otras radiaciones electromagnéticas. Debían presentar fenómenos de interferencia.

Éstos podían demostrarse mediante retículas de difracción: una hoja de materia transparente en la que se han marcado líneas opacas a intervalos regulares. La radiación, al pasar a través de una de tales retículas, produciría imágenes de interferencia.

La dificultad estribaba en que, cuanto más pequeña fuese la longitud de onda de la radiación, menos espaciadas tenían que estar las líneas opacas para producir algún resultado, y si los rayos X se componían de ondas mucho más cortas que las ultravioleta, no existía técnica conocida capaz de hacer una retícula lo bastante estrecha

Entonces, un físico alemán, Max Theodor Felix von Laue (1879-1960), tuvo una de esas sencillas ideas que resultan de un brillo cegador. ¿Por qué preocuparse en intentar hacer una retícula de finura imposible, cuando la Naturaleza ya se ha encargado de ello?

En los cristales, los diversos átomos componentes de las sustancias están colocados con absoluta regularidad en hileras y filas. De hecho, esto es lo que hace que la sustancia sea un cristal, cosa que era conocida desde hacía un siglo. Las hileras de átomos corresponden a las rayas de la retícula de difracción, y el espacio entre ellos, al material transparente. Y se daba el caso de que la distancia entre los átomos era aproximadamente igual a la longitud de onda que los físicos calculaban que debían de tener los rayos X. Entonces, ¿por que no hacer pasar rayos X por cristales y ver lo que ocurría?

En 1912 se intentó el experimento bajo la dirección de Laue, y funcionó perfectamente. Los rayos X, al pasar a través de un cristal antes de incidir en una placa fotográfica, eran difractados y producían una imagen regular de manchas. Se comportaban exactamente como se esperaría que lo hiciesen ondas electromagnéticas de muy corta longitud de onda. Esto aclaró de una vez para siempre la naturaleza de los rayos X, y la «X» fue ya inadecuada (pero, de todos modos, se ha conservado hasta hoy).

En cuanto a Laue, se le otorgó el Premio Nobel de Física en 1914 por su trabajo.

Esto significaba algo más que la mera demostración de la difracción de los rayos X. Supongamos que se usase un cristal de estructura conocida, en el que la separación entre las hileras y filas de átomos pudiese determinarse con razonable precisión por algún método. En tal caso, partiendo de los detalles de la difracción, podría determinarse la exacta longitud de onda de los rayos X utilizados.

Y a la inversa, en cuanto se conociese la longitud de onda de un chorro de rayos X, se podría bombardear un cristal de detalles estructurales desconocidos y, partiendo de la naturaleza de la imagen de difracción, determinar la localización y el espacio entre los átomos que constituían el cristal.

El físico australiano-inglés William Laurence Bragg (1890-1971) estudiaba en Cambridge cuando leyó algo sobre la obra de Laue y pensó inmediatamente en sus implicaciones. Se puso en contacto con su padre, William Henry Bragg (1862-1942), profesor de la Universidad de Leeds e interesado también en los trabajos de Laue.

Juntos elaboraron el aspecto matemático de la cuestión y realizaron los experimentos necesarios, que funcionaron perfectamente. Los resultados se publicaron en 1915 y, al cabo de unos meses, padre e hijo compartieron el Premio Nobel de Física de aquel año. El joven Bragg tenía sólo veinticinco años cuando recibió el premio, y es el más joven de cuantos lo han recibido hasta ahora. Vivió para celebrar el cincuenta y cinco aniversario del premio, lo cual constituye también un hecho sin precedentes.

La longitud de onda de los rayos X se extiende desde los límites del ultravioleta, a 10 nanómetros (l0—8 metros) hasta 10 picómetros (10 —11 metros). En frecuencias, los rayos X van desde 3 x 1016 hasta 3 x 1019 ciclos por segundo, o sea, unas 10 octavas.

La distancia entre los planos de átomos en un cristal de sal es de 2,81 x 10—10 m, y la anchura del átomo es aproximadamente de 10—10 m. Vemos, por consiguiente, que las longitudes de onda de los rayos X son casi iguales a la extensión atómica. No es de extrañar, pues, que la difracción del cristal dé resultado para los rayos X.

Como ya anteriormente he comentado en este ensayo, el descubrimiento de los rayos X condujo directamente al de la radiactividad, que se produjo un año después[2].

Radiactividad significa (como indica el nombre mismo del fenómeno) producción de radiación. Esta radiación resultó ser penetrante, como los rayos X. Entonces, ¿eran las radiaciones radiactivas idénticas, o al menos similares, a los rayos X?

En 1899, el físico francés Antoine Henri Becquerel (1852-1908), que había descubierto la radiactividad, advirtió que las radiaciones radiactivas podían ser desviadas por un campo magnético en la misma dirección en que lo eran los rayos catódicos.

Esto demostró inmediatamente que las radiaciones radiactivas no podían ser de naturaleza electromagnética, ya que las radiaciones electromagnéticas no respondían en absoluto a un campo magnético.

Casi inmediatamente después, e independientemente, el físico neozelandés, Ernest Rutherford (1871-1937) advirtió también la capacidad de un campo magnético para desviar radiaciones radiactivas. Sin embargo, sus observaciones fueron más detalladas. Observó la existencia de al menos dos clases diferentes de radiaciones radiactivas: una, que se desviaba de la manera observada por Becquerel, y otra, que era desviada en dirección opuesta.

Como los rayos catódicos constan de partículas cargadas negativamente, estaba claro que la radiación radiactiva que se desviaba en la misma dirección constaba también de partículas con carga negativa. La radiación radiactiva que se desviaba en la otra dirección debía consistir en partículas con carga positiva.

Rutherford llamó «rayos alfa» a la radiación con carga positiva, empleando la primera letra del alfabeto griego, y llamó a la otra «rayos beta», por la segunda letra de dicho alfabeto. Estos nombres se emplean todavía en la actualidad. Las veloces partículas que componen estos rayos son llamadas, respectivamente, «partículas alfa» y «partículas beta».

Durante 1900, Becquerel, Rutherford y los esposos Curie, Pierre (1859-1906) y Marie (1867-1934), trabajaron en radiaciones radiactivas. Y demostraron que los rayos beta eran unas 100 veces más penetrantes que los alfa. (Becquerel y los Curie compartieron el Premio Nobel de Física en 1903, y Rutherford fue galardonado… con el de Química, con gran disgusto suyo, en 1908).

Los rayos beta de carga negativa eran desviados hasta tal punto, que tenían que estar compuestos de partículas muy ligeras, y también en esto se parecían mucho a las partículas de los rayos catódicos. Y, ciertamente, cuando Becquerel, en 1900, calculó la masa de las partículas beta por su velocidad, el grado de su desviación y la fuerza del campo magnético, quedó claro que las partículas beta no sólo se parecían mucho a las de los rayos catódicos, sino que eran idénticas a éstas. En una palabra, las partículas beta eran electrones, y los rayos beta estaban compuestos de chorros de electrones a gran velocidad.

Este descubrimiento puso de manifiesto que los electrones se encontraban no sólo en las corrientes eléctricas —que era lo que indicaba la investigación sobre los rayos catódicos—, sino también en átomos que, aparentemente, no tenían nada que ver con la electricidad. Ésta fue la primera indicación de que los átomos tenían una estructura complicada, e inmediatamente los físicos empezaron a intentar comprender cómo podían los átomos contener electrones cargados eléctricamente y permanecer, empero, eléctricamente neutros.

En cuanto a los rayos alfa, eran muy poco desviados por un campo magnético de una intensidad tal, que producía grandes desviaciones en los rayos beta. Esto significaba que los rayos alfa eran mucho más masivos que los electrones.

En 1903, Rutherford pudo demostrar que las partículas alfa eran tan masivas como los átomos, y en 1906 había refinado sus mediciones hasta el punto de que pudo demostrar que eran tan masivas como los átomos de helio. De hecho, en 1909 demostró que las partículas alfa se convertían en átomos de helio.

Y fue también Rutherford quien, en 1911, elaboró el concepto de átomo nuclear. Sostuvo que todo átomo se componía de electrones con carga negativa, que rodeaban a un pequeñísimo «núcleo» con carga positiva. Así se equilibraban las cargas de los electrones y se producía un átomo neutro. Más aún: el nuevo concepto dejó bien claro que las partículas alfa eran núcleos de helio.

Pero se daba el caso de que los rayos alfa y los beta no eran las únicas radiaciones producidas por la radiactividad.

Había un tercer tipo de radiación, descubierta en 1900 por el físico francés Paul Ultrich Villard (1860-1934). Observó que algunas de las radiaciones no eran desviadas en absoluto por el campo magnético. Esta radiación recibió inevitablemente el nombre de «rayos gamma», por la tercera letra del alfabeto griego.

La razón de que se tardase algún tiempo en advertir los rayos gamma fue la siguiente:

Las partículas alfa y las beta, ambas con carga eléctrica, atraían o repelían a los electrones de los átomos, dejando iones cargados positivamente. (Esto fue comprendido del todo sólo después de que se aceptase el átomo nuclear). Los iones eran fáciles de detectar por las técnicas de la época (y por técnicas mejores desarrolladas en años ulteriores). Los rayos gamma, que no llevaban carga eléctrica, eran menos eficaces para formar iones y, en consecuencia, más difíciles de detectar.

Se plantea una cuestión: ¿Qué eran los rayos gamma?

Rutherford pensó que eran una radiación electromagnética de longitud de onda todavía más corta que la de los rayos X. (Esto parecía lógico, ya que los rayos gamma eran aún más penetrantes que los X).

Sin embargo, el viejo Bragg sospechó que podían ser partículas de alta velocidad. En este caso, no debían de estar eléctricamente cargadas, ya que no eran afectadas por el campo magnético. Por aquel entonces, las únicas partículas sin carga conocidas eran los átomos intactos, y no eran muy penetrantes. Para explicar las cualidades penetrantes de un chorro de partículas había que presumir que eran de tamaño subatómico, y todas las partículas subatómicas conocidas hasta entonces (electrones y núcleos atómicos) estaban cargadas eléctricamente.

Hubiera resultado sumamente emocionante que Bragg hubiese estado en lo cierto, pues habría aparecido algo completamente distinto: partículas subatómicas neutras. La sugerencia de Rutherford implicaba lo mismo, aunque más exagerado, puesto que, según él, los rayos gamma sólo habrían sido «rayos ultra-X».

Por desgracia, no se puede obligar a la Ciencia a tomar un rumbo dramático sólo porque a uno le guste el drama. En 1914, después de que Laue demostrase que los cristales podían difractar los rayos X, Rutherford encontró un cristal que difractaba los rayos gamma, y esto resolvió la cuestión.

Los rayos gamma eran de naturaleza electromagnética, con longitudes de onda que se iniciaban en el límite más bajo de los rayos X (10—11 m) y descendían indefinidamente a longitudes aún más cortas.

Un rayo gamma típico tenía una longitud de onda más o menos igual a la anchura de un núcleo atómico.

Separar los rayos X de los gamma por una específica longitud de onda es algo puramente arbitrario. En cambio, podemos distinguirlos diciendo que los rayos X son lanzados por cambios en el nivel de energía de electrones internos y los gamma, por cambios en el nivel de energía de partículas en el interior del núcleo. Entonces, puede darse el caso de que alguna radiación particularmente energética producida por electrones sea de onda más corta que alguna radiación particularmente débil producida por los núcleos. En tal caso pueden superponerse los que llamamos rayos X y rayos gamma.

Esto, sin embargo, es un problema creado estrictamente por el hombre. Dos radiaciones de idéntica longitud de onda, producida una de ellas por electrones y la otra por núcleos, son absolutamente idénticas. La longitud de onda es lo único que cuenta, y el punto de origen no tiene importancia, salvo en cuanto ayuda a los seres humanos a satisfacer su pasión por dividir las cosas.

¿No podemos ir más allá de los rayos gamma en la dirección de una longitud de onda cada vez más corta?

Durante un tiempo pareció haber un candidato a una forma de radiación electrónica más energética aún. Al menos, aparatos capaces de detectar la radiación penetrante hallaron algo incluso cuando estaban lo bastante protegidos como para que no les afectasen las radiaciones radiactivas. Por consiguiente, existía algo más penetrante que los rayos gamma.

Se presumió que esta radiación procedía del suelo. ¿De qué otro sitio podía venir?

En 1911, un físico austríaco, Victor Franz Hess (1883-1964), decidió confirmar lo evidente, situando un aparato de detección de radiaciones en un globo. Esperaba demostrar que, cuando se elevase lo bastante sobre el suelo, cesaría toda señal de radiación penetrante.

¡Pero no fue así! En vez de menguar, la radiación penetrante aumentaba en intensidad con la mayor elevación. Cuando alcanzó una altura de unos 10 km, la intensidad resultó ocho veces mayor que en el suelo. Por consiguiente, Hess los llamó (en alemán) «rayos de gran altura», y sugirió que procedían del espacio exterior. Por este descubrimiento recibió el Premio Nobel de Física en 1936.

Inmediatamente, otros empezaron a investigar los rayos de gran altura, y pareció que no había manera de asociarlos con ningún cuerpo celeste específico. Parecían proceder del cosmos en general, y por esto, en 1925, el físico norteamericano Robert Andrews Millikan (1868-1935)[3] propuso que fuesen llamados «rayos cósmicos». Fue una sugerencia afortunada.

Millikan pensó que los rayos cósmicos eran de naturaleza electromagnética, todavía más cortos y más energéticos que los rayos gamma. Creía también que los rayos cósmicos tenían su origen en las afueras del Universo, donde se estaba creando materia. Consideró los rayos cósmicos como el «llanto de nacimiento» de la materia y dijo: «El Creador continúa aún su obra». (Millikan, hijo de un ministro congregacionalista, era un hombre sinceramente religioso, como lo eran y lo son muchos científicos).

No todos estuvieron de acuerdo con Millikan. Algunos dijeron que los rayos cósmicos estaban compuestos de torrentes de partículas sumamente energéticas, y por ende, casi con toda seguridad cargadas eléctricamente, ya que en los años veinte no se habían descubierto partículas sin carga eléctrica.

Las partículas habían triunfado sobre la radiación en el caso de los rayos catódicos; en el caso de los rayos X y los rayos gamma había sido al revés. ¿Qué sucedía con los rayos cósmicos?

La decisión no sería fácil. Si los rayos cósmicos eran radiaciones electromagnéticas, su onda sería tan corta que ni siquiera los cristales podrían producir efectos de difracción. Y si eran torrentes de partículas cargadas eléctricamente, serían tan energéticos que apenas experimentarían alguna desviación por cualquier campo magnético confeccionado por el hombre. Por consiguiente, todos los resultados experimentales tendrían probablemente una validez tan marginal que no resolverían la cuestión.

Sin embargo, algunos físicos pensaron que los rayos cósmicos, al llegar a la Tierra, tenían que pasar a través del campo magnético terrestre. El campo magnético de la Tierra no era muy fuerte, pero abarcaba miles y miles de kilómetros, e incluso una desviación muy pequeña debería aumentar y hacerse visible.

Si los rayos cósmicos venían igualmente de todas las partes del cielo y estaban compuestos por partículas cargadas, el campo magnético de la Tierra hubiese tenido que desviarlos del ecuador magnético (la región equidistante de los polos magnéticos) y hacia estos polos. Es el llamado «efecto de latitud», ya que, en general, el efecto del campo magnético de la Tierra sería desviar la incidencia de los rayos cósmicos desde las latitudes más bajas a las más altas.

Al principio no fueron muy convincentes los intentos por demostrar el efecto de latitud. Entonces, alrededor de 1930, el físico norteamericano Arthur Holly Compton (1892-1962)[4] decidió echar toda la carne en el asador. Viajó por todo el mundo en un período de años, trasladándose de un lugar a otro y midiendo la intensidad de los rayos cósmicos dondequiera que fuese.

Con esto, Compton pudo demostrar de manera concluyente que el efecto de latitud existía y que, por consiguiente, los rayos cósmicos estaban compuestos por partículas con carga eléctrica.

Millikan se aferró obstinadamente a la versión electromagnética de los rayos cósmicos, a pesar de todas las pruebas en contra; pero el grupo de sus seguidores se fue reduciendo cada vez más. Estaba equivocado. Actualmente, nadie duda ya de que los rayos cósmicos se componen de partículas; se sabe que están formados por partículas con carga eléctrica positiva, y en particular de núcleos atómicos, principalmente de hidrógeno, pero incluyendo otros al menos tan pesados como los de hierro.

Así, el espectro electromagnético termina con los rayos gamma en el extremo de la onda corta, y con ondas de radio en el extremo de la onda larga. En el próximo capítulo podremos, pues, pasar a otros temas.