PAN Y PIEDRA

 

En el Sermón de la Montaña, Jesús aseguró a sus oyentes que Dios Padre sería bondadoso con la Humanidad. Lo demostró señalando que los padres humanos, sumamente imperfectos en comparación con Aquél, eran bondadosos para con sus hijos. Dijo:

«… ¿quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» (Mateo, 7,9).

Un amargo eco de este versículo se oyó dieciocho siglos más tarde en relación con Robert Burns, el gran poeta escocés que vivió y murió en espantosa pobreza, incluso cuando escribía sus hoy mundialmente famosos versos.

Después de su muerte, en 1796, a la edad de treinta y siete años, los escoceses descubrieron que era un gran poeta —siempre es más fácil honrar a alguien a quien ya no se debe mantener— y decidieron erigirle un monumento. Cuando dieron la noticia a la anciana madre de Burns, ésta la recibió sin mucha gratitud. Se dijo que exclamó:

— Rabbie, Rabbie, ¡pediste pan y te dieron piedra!

Me encanta esta anécdota, que hace que mis ojos se humedezcan cada vez que la cuento; pero, como todas las historias que me gustan, puede ser apócrifa.

El escritor satírico inglés Samuel Butler, conocido sobre todo por su poema Hudibras, murió en la miseria en 1680, y en 1721, Samuel Wesley, después de observar el monumento a Butler en la abadía de Westminster, escribió:

El sino de un poeta se muestra aquí en emblema.

Él pidió Pan, y recibió una Piedra.

Es muy improbable que Mrs. Burns citase a Wesley tres cuartos de siglo más tarde; en cambio, me parece verosímil que la persona que informó sobre la observación de Mrs. Burns le estuviese citando en realidad.

En todo caso, el pan es producto del átomo de carbono, y la piedra lo es del átomo de silicio. Y aunque el carbono y el silicio son muy similares en estructura atómica, sus productos son tan diferentes que constituyen una antítesis natural y Poderosa.

Terminé el capítulo anterior comparando el dióxido de carbono con el dióxido de silicio, siendo necesario para el primero una temperatura tan baja para convertirlo en gas, que permanece en estado gaseoso incluso en el invierno más crudo de la Antártida, mientras que el segundo se convierte en gas a una temperatura tan alta que ni siquiera los volcanes más activos producen cantidades significativas de vapores de dióxido de silicio.

En la molécula de dióxido de carbono, cada átomo de carbono está combinado con dos átomos de oxigeno, O=C=O. El átomo de carbono (C) está sujeto a cada átomo de oxígeno (O) por un doble enlace, es decir, por dos pares de electrones. Cada átomo que participa en este doble enlace contribuye con un electrón en cada par, o sea, con dos electrones en total. El átomo de oxígeno tiene solamente dos electrones que ofrecer en circunstancias normales, y el átomo de carbono tiene cuatro. Por consiguiente, el átomo de carbono forma un doble enlace con cada uno de los dos átomos de oxígeno, como se muestra en la fórmula.

El átomo de silicio (Si) es muy similar al de carbono en la disposición de sus electrones, y tiene también cuatro de éstos disponibles para la formación de enlaces. También puede formar un doble enlace con cada uno de los dos átomos de oxígeno, por lo que el dióxido de silicio puede representarse como O=Si=O.

En el capítulo anterior observé que los lazos que unen al carbono con el oxígeno son más fuertes que los que unen al silicio con el oxígeno, y sugerí que esto significaba que el dióxido de carbono debería de tener unos puntos de fusión y de ebullición más altos que los del dióxido de silicio. De hecho, ocurre todo lo contrario, y yo lo planteé como problema.

En realidad, simplificaba demasiado la cuestión. Ciertamente, hay veces en que los puntos de fusión y de ebullición significaban la ruptura de fuertes lazos entre átomos, de manera que cuanto más fuertes sean éstos, más altos serán los puntos de fusión y de ebullición. Esto es verdad cuando cada átomo de un sólido está sujeto a sus vecinos por fuertes lazos. Entonces no hay manera de convertir el sólido primero en líquido y después en gas, salvo rompiendo algunos o todos estos lazos.

Sin embargo, en otros casos, de dos a una docena de átomos están firmemente unidos para formar una discreta molécula de tamaño moderado, y las moléculas individuales están débilmente unidas entre ellas. En este caso, los puntos de fusión y de ebullición se alcanzan cuando se rompen los débiles lazos intermoleculares y son liberadas las moléculas individuales. Y entonces no hace falta tocar los fuertes lazos en el interior de la molécula, y los puntos de fusión y de ebullición son entonces generalmente muy bajos.

En el caso del punto de ebullición en particular, tenemos una situación en que los lazos intermoleculares se rompen completamente, de modo que se produce un gas en el que las moléculas individuales se mueven libre e independientemente. En el punto de sublimación, los lazos intermoleculares de un sólido se rompen completamente para formar un gas compuesto de moléculas absolutamente independientes.

El punto de ebullición del dióxido de silicio es de unos 2.300° C, mientras que el punto de sublimación del dióxido de carbono es de —78,5° C. Está claro que, al calentar el dióxido de silicio para convertirlo en gas, debemos romper fuertes lazos entre átomos; mientras que, al calentar el dióxido de carbono para convertirlo en gas, sólo tenemos que romper débiles lazos intermoleculares.

¿Por qué? Las fórmulas O=Si=O y O=C=O parecen tan similares…

Para empezar debemos comprender que un doble enlace es más flojo que un enlace simple. Esto parece ir en contra del sentido común. Es evidente que una presa con ambas manos será más fuerte que otra hecha con una sola mano. Sujetar algo con dos cintas de goma, con dos cuerdas, con dos cadenas, parece ser más eficaz que hacerlo con una sola en cada caso.

Sin embargo, no es así en el caso de los enlaces interatómicos. Para explicar adecuadamente esto tendríamos que recurrir a la mecánica cuántica, pero haré a todos el favor[7] de ofrecer una explicación más metafórica. Imaginemos que existe un determinado espacio entre dos átomos y que, cuando cuatro electrones se introducen en este espacio para establecer un doble lazo, no tienen Sitio suficiente para agarrarse bien. Dos electrones, formando un solo lazo pueden asirse mejor. Imaginaos que introducís ambas manos en un espacio restringido y sujetáis algo con los dedos índice y pulgar de cada mano. Si metéis una sola mano y podéis sujetarlo bien con los cinco dedos, el resultado será mucho más eficaz.

En consecuencia, si existe una posibilidad de redistribuir los electrones del dióxido de silicio de manera que se puedan sustituir los dobles lazos por lazos sencillos, será más probable que ocurra aquello.

Si, por ejemplo, están presentes muchas moléculas de dióxido de silicio, cada átomo de oxígeno distribuye sus electrones de manera que sujeta dos átomos diferentes de silicio con un solo lazo cada uno, en vez de sujetar un solo átomo de silicio con un doble lazo. En vez de O=Si=O, tenemos O—Si—O—Si—O—Si— y así indefinidamente, en ambas direcciones.

Cada átomo de silicio tiene cuatro electrones que ofrecer, y puede, por tanto, formar cuatro lazos simples, pero en la cadena que acabamos de consignar, cada uno de ellos emplea sólo dos lazos simples. Por consiguiente, cada átomo de silicio puede iniciar una cadena infinita en otras dos direcciones, con lo que obtendremos:

Puesto así parece bidimensional, pero en realidad no lo es. Los cuatro lazos del silicio están distribuidos hacia los cuatro vértices de un tetraedro, y el resultado es una estructura tridimensional, bastante parecida a la del diamante o el carburo de silicio.

En consecuencia, cada pedazo de dióxido de silicio puro («cuarzo») es, en efecto, una enorme molécula, en la que hay, en conjunto, dos átomos de oxígeno por cada uno de silicio. Para fundir y hervir este pedazo de cuarzo es preciso romper los fuertes lazos Si—O, su punto de ebullición será, pues, tan alto que, encontramos dióxido de silicio gaseoso en las condiciones de la superficie de la Tierra.

Todo lo anterior sigue siendo cierto si otros tipos de átomos se incorporan al enrejado silicio-oxígeno en numero no lo bastante grande como para quebrantarlo, formando así silicatos. Generalmente, estos silicatos se funden y hierven a temperaturas muy altas.

La cuestión es muy diferente en el dióxido de carbono. Los átomos más pequeños tienden a formar lazos más fuertes, y así, el átomo de carbono, que es más pequeño que el de silicio, se liga con más fuerza que éste al átomo de oxígeno. En realidad, incluso el doble enlace C=O, aunque más débil que el enlace simple C—O, es, empero, lo bastante fuerte para que la tendencia a distribuirse en lazos simples sea mucho menor que en el caso del dióxido de silicio. Las moléculas pequeñas tienen ciertas ventajas sobre las grandes en lo referente a estabilidad, y esto, combinado con la fuerza relativa del doble enlace carbono-oxígeno, tiende a mantener el dióxido de carbono en forma de moléculas pequeñas.

Si la temperatura es lo bastante baja, las moléculas individuales de dióxido de carbono se adhieren y forman un cuerpo sólido, pero son mantenidas juntas por lazos intermoleculares relativamente débiles y se rompen fácilmente. De aquí el bajo punto de sublimación.

Otros átomos pueden combinarse con el dióxido de carbono para formar «carbonatos», y éstos son siempre sólidos a las temperaturas de la superficie de la Tierra. Sin embargo, si se calientan a temperaturas más altas, se rompen y producen dióxido de carbono gaseoso a temperaturas considerablemente más bajas que el punto de ebullición de los silicatos.

El carbonato de calcio («piedra caliza»), por ejemplo, desprende dióxido de carbono gaseoso a unos 825 °C.

Cuando se forma un sistema planetario, el proceso de formación produce, al principio, un planeta cálido. Si los planetas en formación están relativamente cerca del sol central, la temperatura se eleva aún más como resultado de ello.

En estas condiciones, los únicos sólidos que pueden aparecer son los que se componen de átomos que forman grandes enrejados atómicos y que, por consiguiente, tienen altos puntos de fusión y de ebullición. Esto incluye dos variedades de sustancias que tienden a separarse al evolucionar el planeta: los metales (principalmente el hierro y aquellos otros que se mezclan con él con relativa facilidad) y los silicatos.

Los metales densos tienden a concentrarse en el centro del planeta, con los silicatos más ligeros envolviendo aquel núcleo como una concha externa.

Esta es la estructura general de los cinco mundos interiores del Sistema Solar: Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna y Marte. (En el caso de Marte y de la Luna, el componente metálico es muy bajo).

Los elementos cuyos átomos se adaptan con dificultad, o no se adaptan en absoluto, al enrejado metálico o de los silicatos, tienden a quedar como átomos individuales, como pequeñas moléculas o como enrejados en los que los átomos sólo se mantienen flojamente unidos. En todos los casos, son «volátiles» y, en el principio de la formación planetaria, existían en gran parte como vapores.

Como los metales y los silicatos están constituidos por elementos que, a su vez, constituyen una fracción relativamente pequeña de los materiales originales con que se formaron los sistemas planetarios, los mundos interiores del Sistema Solar son relativamente pequeños y tienen, por ende, débiles campos de gravitación; demasiado débiles para retener los vapores.

Esto significa la pérdida de la mayor parte o de la totalidad de algunos de los elementos particularmente comunes en la mezcla original preplanetaria: hidrógeno, helio, carbono, nitrógeno, neón, sodio, potasio y argón.

Así, Mercurio y la Luna poseen poco o ningún hidrógeno, carbono y nitrógeno, tres elementos sin los cuales sabemos que no puede existir la vida. Venus y la Tierra tienen suficiente masa compuesta principalmente para haber retenido algunos de estos elementos, y ambos tienen una atmósfera de materiales volátiles. Marte, con un campo gravitatorio más débil (sólo posee una décima parte de la masa de la Tierra), era, debido a su mayor distancia del Sol, lo bastante frío como para retener una pequeña cantidad de material volátil, por lo cual tiene una atmósfera tenue.

Más allá de Marte, en el Sistema Solar exterior, los planetas permanecieron lo bastante fríos como para recoger sustanciales proporciones de aquellas materias volátiles que constituyeron el 99% de la mezcla original (principalmente hidrógeno y helio), y por eso crecieron más en tamaño y en masa. Al crecer, se intensificó su campo gravitatorio, y pudieron seguir creciendo todavía con más rapidez (el efecto de la «bola de nieve»). Resultado de ello fueron los grandes planetas exteriores: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Estos son los llamados gigantes gaseosos, compuestos principalmente por una mezcla de hidrógeno y helio, con pequeñas moléculas conteniendo carbono, nitrógeno y oxígeno, como impurezas principales y (presuntamente) con núcleos relativamente pequeños de silicatos y metales en el centro.

Incluso los mundos más pequeños del Sistema Solar exterior se enfriaron lo bastante, en su fase primitiva, como para recoger materias volátiles. Las moléculas de éstas contienen carbono, nitrógeno u oxígeno, en combinación con hidrógeno. En las actuales bajísimas temperaturas de estos mundos, tales materias volátiles se hallan en estado sólido. Son «hielos», llamados así por su parecido general, en propiedades, al ejemplo más conocido en la Tierra: el agua helada.

Los cuatro grandes satélites de Júpiter, pongo por caso, sufrieron un calentamiento debido al efecto de marea de Júpiter (que aumenta rápidamente al disminuir la distancia del satélite). Ganímedes y Calisto, los dos satélites más alejados, fueron poco calentados y son, esencialmente, mundos helados, más grandes que los otros dos. lo, el más interior, recibía demasiado calor para recoger materias volátiles, y está compuesto esencialmente por silicatos, mientras que Europa, que se encuentra entre Ío y Ganímedes, parece estar también formado de silicatos, envueltos en una cubierta helada.

Pero volvamos a la Tierra, que es, en esencia, un núcleo líquido de níquel y hierro, envuelto en un manto de silicatos.

Sobre la superficie están las materias volátiles que la Tierra consiguió guardar. Los átomos de hidrógeno se encuentran, principalmente, como formando parte de las moléculas de agua que constituyen nuestros (relativamente) grandes océanos. Los átomos de nitrógeno se encuentran como moléculas de dos átomos en la atmósfera. Los átomos de carbono se encuentran como dióxido de carbono en la atmósfera (en pequeñas cantidades), como carbonatos en la corteza y como carbono elemental en forma de depósitos de carbón.

Sin embargo, la Tierra es deficitaria en estos elementos, y, aunque los tiene en cantidad suficiente para permitir una vida copiosa y diversa, tal cantidad es pequeña en comparación con la existente en una masa igual de materia representativa en la composición total del Universo (por ejemplo, una masa igual en Júpiter o en el Sol).

Pero si la corteza terrestre contiene 370 átomos de silicio por cada átomo de carbono, y silos dos son tan similares en muchas de sus propiedades químicas, ¿por qué tenía que formarse la vida alrededor del átomo de carbono y no del de silicio?

A tal respecto, debemos recordar que la vida es una danza atómica bastante complicada. La vida representa un sistema de entropía relativamente bajo, sostenido contra una abrumadora tendencia («segunda ley de termodinámica») a elevar la entropía. La vida está hecha de moléculas muy complejas y frágiles que, por sí solas, se romperían fácilmente. Contiene altas concentraciones de ciertos tipos de átomos o moléculas en algunos sitios, y bajas concentraciones en otros; por consiguiente, si actuasen por sí solas, las concentraciones empezarían rápidamente a nivelarse…, y así sucesivamente.

Con el fin de mantener el estado de baja entropía, la química de la vida desarrolla una actividad incesante. No es que las moléculas no se rompan, ni que las concentraciones desiguales no se igualen; es que las moléculas complejas son construidas de nuevo con la misma rapidez con que se rompen, y las concentraciones vuelven a desnivelarse en cuanto se igualan. Es como si mantuviésemos seca una casa durante una inundación, no deteniendo la riada (cosa imposible), sino achicando continua e incansablemente el agua a medida que entrase.

Esto significa que debe existir un constante trasiego de átomos y de moléculas, y que las materias primas básicas de la vida han de existir en una forma que permita que sean capturadas y utilizadas rápidamente. Las materias primas deben existir como pequeñas moléculas en cantidades considerables, en condiciones que permitan que los lazos que mantienen los átomos unidos dentro de las moléculas se rompan y se rehagan fácilmente, de modo que moléculas de un tipo se convierten continuamente en otras.

Esto es posible mediante el uso de un medio fluido en el que se disuelven las diversas moléculas. Allí están presentes en alta concentración, se mueven libremente y sirven para el fin propuesto. El medio fluido empleado es el agua, muy abundante en la Tierra, y es un buen disolvente para una gran variedad de sustancias. De hecho, la vida, tal como la conocemos, sería imposible sin el agua.

Las moléculas útiles para la vida son solubles o pueden hacerse solubles en agua. El oxígeno sólo es ligeramente soluble, pero se adhiere fácilmente a la hemoglobina, de modo que la pequeña cantidad que se disuelve es atrapada en seguida, dejando sitio para otra pequeña cantidad a disolver, y así sucesivamente.

Pero el proceso de solución en agua es similar, en algunos aspectos, a los procesos de fusión y ebullición. Hay que romper lazos interatómicos o intermoleculares. Si se tiene un enrejado entero de átomos, no entrará todo él en solución como una masa intacta. Pero si el enrejado puede romperse en pequeños fragmentos, tales fragmentos podrán disolverse.

Los silicatos forman un enrejado fuertemente sujeto, y los lazos son tan resistentes al agua como al calor. Los silicatos son «insolubles», y esto es buena cosa, pues, de no ser así, los mares disolverían buena parte de las zonas continentales y producirían un lodo espeso, que no sería mar ni tierra y en el cual la vida, tal como la conocemos, no podría existir.

Pero esto significa también que los átomos de silicio no existen en forma de pequeñas moléculas solubles y, en consecuencia, no son incorporados en tejidos activamente vivos. Por tanto, el silicio no sirve de base para la vida, y el carbono, si.

Esto, sin embargo, es lo que ocurre en condiciones terrestres. ¿Qué se puede decir de otras condiciones?

La condición química de un planeta puede ser «oxidante» o «reductora». En el primer caso hay una preponderancia de átomos que aceptan electrones, como sucedería de existir grandes cantidades de oxígeno libre en la atmósfera. En el segundo hay una preponderancia de átomos que sueltan electrones, como sería el caso de grandes cantidades de hidrógeno libre en la atmósfera. La Tierra tiene una atmósfera oxidante; Júpiter la tiene reductora. Aunque al principio la Tierra pudo tener también una atmósfera reductora.

En una atmósfera oxidante, el carbono tiende a existir como dióxido de carbono. En una atmósfera reductora, tiende a existir como «metano», cuya molécula consiste en un átomo de carbono al que se han unido cuatro de hidrógeno (CH4). En el Sistema Solar exterior, donde imperan las condiciones reductoras, el metano es extraordinariamente común.

El metano es padre de un número infinito de otras sustancias, pues los átomos de carbono pueden unirse fácilmente entre ellos en cadenas o anillos, y conectar los lazos sobrantes con átomos de hidrógeno. Existe, pues, un número enorme de «hidrocarburos» posible, con moléculas de diversos tamaños compuestas únicamente de carbono e hidrógeno. El metano es el más sencillo de ellos.

Añádase un átomo ocasional de oxígeno, nitrógeno, azufre o fósforo (o una combinación de éstos) al esqueleto básico del hidrocarburo, y se obtendrá el gran número y variedad de compuestos que se encuentran en los organismos vivos («compuestos orgánicos»). Todos ellos son, en cierta manera, elaboraciones a base de metano.

Dicho en pocas palabras: los productos químicos de la vida son del tipo que cabría esperar que se formase en condiciones reductoras, y ésta es una de las razones de que los químicos supongan que la Tierra primitiva, en los tiempos en que nació la vida, tenía una atmósfera reductora o, al menos, no oxidante.

Sin embargo, los silicatos son característicos de un medio oxidante. ¿No podría el silicio formar otras clases de compuestos en condiciones reductoras? ¿No podría el silicio, como el carbono, combinarse con cuatro átomos de hidrógeno?

La respuesta es afirmativa. El compuesto SiH4 existe, y recibe el nombre de «silano».

El metano tiene un punto de ebullición de —161,5 °C, de modo que en las condiciones de la superficie de la Tierra es siempre un gas. El silano tiene propiedades muy similares, con un punto de ebullición de —112 °C, de manera que es también un gas. (El punto de ebullición del silano es notablemente más alto que el del metano, porque su peso molecular es notablemente mayor: 28 contra 16).

Entonces, el silicio puede formar también cadenas como el carbono, al tomar el hidrógeno los lazos sobrantes.

A una cadena de dos átomos de carbono pueden añadirse seis átomos de hidrógeno; a una cadena de tres átomos de carbono, ocho átomos de hidrógeno, y a una cadena de cuatro átomos de carbono diez átomos de hidrógeno. Dicho de otra manera: podemos tener C2H6, C3H8 y C 4H10, llamados, respectivamente, «etano», «propano» y «butano». (Cada nombre tiene una razón de ser, pero ésta es una cuestión que dejaré para otro día). Del mismo modo, tenemos Si2H6, Si3H8 y Si4H10, que reciben el nombre de «disilano», «trisilano» y «tetrasilano», respectivamente.

Los compuestos de carbono tienen puntos de ebullición de —88,6 °C; —44,5 °C y —0,5 °C, respectivamente, de manera que los tres están en forma de gases en las condiciones de la superficie de la Tierra, aunque el butano sería un líquido en condiciones invernales corrientes, y el propano lo sería también en condiciones polares.

Naturalmente, los silanos tienen puntos más altos de ebullición. El disilano tiene un punto de ebullición de —14,5 °C; el trisilano, de 53 °C, y el tetrasilano, de 109 °C. En las condiciones de la superficie terrestre, el disilano es un gas, mientras que el trisilano y el tetrasilano son líquidos.

Todo esto parece muy prometedor, pero tiene que haber una pega, y la hay. Un solo enlace entre carbono y oxígeno tiene un contenido en energía de 70 kilocalorías por mol (y podemos tomar la unidad por supuesta de ahora en adelante), mientras que el contenido en energía del lazo entre carbono e hidrógeno es de 87. Por consiguiente, el carbono tiende a permanecer unido al hidrógeno, incluso en presencia de grandes cantidades de oxígeno. Los hidrocarburos son muy estables en las condiciones de la superficie de la Tierra.

La gasolina y la parafina son mezclas de hidrocarburos. La primera puede arder en el motor de un automóvil, y la segunda puede hacerlo en una vela, pero la ignición tiene que ser provocada. De no ser así, la gasolina y la parafina permanecerán como tales durante largos períodos de tiempo.

En cambio, el lazo silicio-oxígeno es de 89 y el de silicio-hidrógeno, de 75. Esto significa que los silicatos tienden a permanecer tales incluso en condiciones reductoras, mientras que los silanos se oxidan con relativa facilidad en silicatos.

Resumiendo: las probabilidades favorecen a los hidrocarburos en el caso del carbono y a los silicatos en el caso del silicio. A la menor oportunidad, el carbono se convertirá en hidrocarburos y en vida, mientras que el silicio se convertirá en silicatos sin vida.

En realidad, aunque los silanos pudiesen formarse, el resultado no sería probablemente vida. La vida requiere moléculas muy complicadas, y los átomos de carbono pueden combinarse en cadenas muy largas y en series de anillos muy complejas. Esto se debe a que el lazo carbono-carbono es muy fuerte: 58,6. El lazo silicio-silicio es claramente más débil: 42,5.

Esto significa que una cadena de átomos de silicio es más floja que una de átomos de carbono, por lo que se rompen con más facilidad. De hecho, los químicos han sido incapaces de formar algo más complicado que un hexasilano, con seis átomos de silicio en la molécula. Compárese esto con las cadenas de carbono en las grasas y aceites ordinarios, compuestas generalmente de 16 átomos de carbono unidos, y esto no es en modo alguno una plusmarca.

Además, los átomos de carbono se unen con bastante fuerza para hacer posible la existencia de dobles enlaces carbono-carbono, e incluso triples, aunque éstos son más débiles que los simples. Esto multiplica el número y la variedad de compuestos orgánicos posibles.

Se pensó que los dobles y triples enlaces eran imposibles en el caso de combinaciones silicio-silicio, de manera que masas enteras de complejidad fueron apartadas de una existencia potencial.

Pero sólo aparentemente. En 1981 se informó por primera vez de lazos dobles que afectaban al átomo de silicio. No estaban en los silanos, sino en otros tipos de compuestos de silicio que (¿quizás?) podrían servir de base a la vida.

Mas para tratar de esto pasemos al próximo capítulo.