EL CENTRO MUERTO

 

Acabo de recibir una carta de alguien que, sabiendo que yo vivía en Nueva York, se preguntaba cómo podía soportar una persona vivir en una ciudad grande, o en cualquier ciudad. El —según decía— vivía en una población de 5.000 habitantes, y pensaba trasladarse a otra de sólo 600.

Podéis imaginaros lo mucho que esto me indignó.

Mi primera intención fue la de contestarle y decirle, con altivez, que la única ventaja de vivir en una población pequeña era la de que la muerte era menos terrorífica en ella. Pero dominé mi impulso y no le contesté. ¡A cada cual lo suyo!

Y, sin embargo, me parece que debe de haber algo en cada uno de nosotros que nos hace sentir cierto anhelo de «centrismo». Una gran ciudad es el centro de una región. Más allá están las «afueras», los «suburbios», el hinterland. Estas palabras indican ya que la ciudad es la esencia, mientras que todo lo demás es subsidiario.

Me causa cierto deleite saber que no vivo simplemente en una ciudad, sino en Manhattan, en el centro de Nueva York, una región tan única en muchos aspectos que creo, sinceramente, que la Tierra está dividida en dos mitades: Manhattan y no-Manhattan.

Incluso alardeo de vivir en el mismísimo centro geográfico de Manhattan, aunque esto no es exactamente cierto. El verdadero punto central es el bien llamado Central Park y, si no me equivoco, yo vivo aproximadamente a medio kilómetro al oeste de aquel punto.

Y no soy el único que mantiene esta actitud «centrocéntrica». Todo el mundo lo hace. Los estadísticos se toman muchísimo trabajo en determinar el centro geográfico exacto de los Estados Unidos. (Si os interesa, el centro geográfico de los cuarenta y ocho Estados contiguos se encuentra en el Condado de Smith, Kansas, cerca de la población de Lebanon. Si añadís Alaska y Hawai, el centro se desplaza hacia el Noroeste, hasta el Condado de Butte en Dakota del Sur, al oeste de la villa de Castle Rock).

Podríais encontrar fácilmente el centro de cualquier región, nación, continente u océano. Supongo que cualquiera puede elegir cuidadosamente una zona de manera que pueda él mismo situarse en el centro de algo. (La capital del Condado de Smith, Kansas, está en el centro geográfico del Condado, y lleva, orgullosamente, el nombre de Smith Center).

Sin embargo, esto reduce el placer del centrocentrismo. Si todo el mundo puede estar en el centro de algo, ¿qué valor tiene esto?

Tenemos que dejarnos de tonterías e imaginar alguna manera de decidir cuál es el centro de la Tierra misma, algo único en todo el mundo.

En los tiempos en que la gente creía que la Tierra era un disco plano rodeado por todas partes por el cielo, que se encontraba con ella en el horizonte, cada persona debió de creer que estaba en el mismísimo centro del mundo. Sin embargo, no tuvieron que progresar demasiado para darse cuenta de que la Tierra era más grande de lo que podía verse dentro del horizonte circular. Y hubo que desterrar el «Universo egocéntnco».

Sin embargo, la gente se resistía a pensar que el centro estaba muy lejos de sus propios pies. Si uno no era el centro, tenía que serlo su propia cultura…, y, en concreto, el lugar más excelso en relación con aquella cultura, si es que lo había. Así, los antiguos judíos estaban completamente seguros de que Jerusalén se hallaba en el centro de la Tierra, y situaban el punto central exacto en el Sanctasanctórum del templo de Jerusalén.

Los griegos —por razones muy parecidas— creían que Delfos estaba en el centro de la Tierra, y situaban el punto central exactamente en la grieta sobre la que se sentaba la pitonisa para inhalar sus vapores y emitir los sonidos incoherentes que eran traducidos en profecías.

Y —no del todo en son de chanza— los viejos yanquis creían que Boston estaba en «el centro del Universo», y situaban aquel centro precisamente en la Casa del Estado.

Supongo que todo grupo inventa un «universo culturocéntrico», literal o simbólicamente.

Pero la diversión finalizó al descubrirse que la Tierra no era plana, sino esférica (no exactamente esférica, pero no nos andemos con sutilezas). La superficie de una esfera no tiene centro.

Desde luego, una esfera rotatoria tiene dos puntos especiales en su superficie, el Polo Norte y el Polo Sur, pero ambos se hallan en una situación tan indeseable, que pierden su valor. Nadie se sentiría particularmente orgulloso de vivir en un Polo; ni nadie se vería impulsado a levantar en uno de ellos un santuario religioso central.

Arbitrariamente, dividimos la superficie de la Tierra en grados de latitud y de longitud, y hay un lugar único que está a 0° de latitud y 0° de longitud, pero esto es resultado de un convencionalismo humano. Dicho punto está emplazado en el golfo de Guinea, a unos 625 km al sur de Accra, capital de Ghana. ¿Quién va a establecer un santuario religioso en el océano?

Hay otras coincidencias aritméticas, que podríamos resaltar. Por ejemplo, a sólo 130 km al oeste de la Gran Pirámide hay un punto que está a 30° de latitud Norte y a 30° de longitud Este. Y algunas personas sugirieron seriamente que los antiguos egipcios obedecieron a un propósito místico al construir sus pirámides cerca del «doble treinta». (Desde luego, no fue el doble treinta hasta unos 4.200 años después de la construcción de las pirámides, cuando los ingleses trazaron el primer meridiano de manera que pasase por el observatorio de Greenwich, cerca de Londres, por sus propias razones decididamente culturocéntricas. Por consiguiente, la relación de la Pirámide con el doble treinta se reduce, como tantas otras cosas, a pura coincidencia, y sería una estupidez sostener lo contrario).

De todo ello se desprende que, cuando se trata de una esfera, debemos abandonar decididamente la superficie si queremos ser auténticamente céntricos. Debemos buscar el verdadero centro, el centro muerto, que sea equidistante de cualquier punto de su superficie. El centro de la Tierra está a 6.378 km en línea recta y hacia abajo, sea cual fuere el punto en que se encuentre uno (siempre que se considere a la Tierra como una esfera perfecta y se prescinda de la comba ecuatorial y de las desigualdades de montes y valles).

Ninguno de nosotros tiene el privilegio (ni lo desea), de vivir en el centro de la Tierra, pero ninguno está más cerca o más lejos de él en un grado significativo, lo cual es buena cosa. Si somos «excéntricos» —en el sentido literal de la palabra—, todos lo somos en igual magnitud.

Los antiguos filósofo griegos fueron los primeros que hubieron de contender con una Tierra esférica, y siguieron esforzándose por hacer que el Universo fuese lo más egocéntrico posible. (No les censuro, creedme, pues yo habría hecho seguramente lo mismo).

Convirtieron el centro de la Tierra en el centro del Universo en su conjunto. En definitiva, se imaginaron la Tierra como rodeada por una serie de esferas concéntricas que contenían, respectivamente, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno y las estrellas, por este orden y hacia fuera. El centro de cada una de estas esferas coincidía con el de la Tierra.

Las matemáticas que tenían que utilizarse para predecir la posición de los planetas en el cielo, sobre el telón de fondo de las estrellas, y siempre presumiendo un «Universo geocéntrico», fueron elaboradas por Hiparco de Rodas alrededor del 130 a. de J.C., y perfeccionadas por Claudio Tolomeo (100-170) aproximadamente en el 150 de nuestra Era.

Algunos astrónomos griegos, principalmente Aristarco de Samos (310-230 a. de J. C.) y Seleuco de Seleucia (190-120 a. De J. C.) no estuvieron de acuerdo, pero se hizo caso omiso de ellos.

Hubo que esperar a 1543 para que el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1474-1543) demostrase que las matemáticas empleadas para predecir las posiciones planetarias pudieran simplificarse si se presumía que el Sol, y no la Tierra, estaba en el centro del Universo. Esto lo convertía en un «Universo heliocéntrico».

Copérnico creía que el Sol estaba rodeado por esferas concéntricas que contenían Mercurio, Venus, la Tierra —y su servidora, la Luna—, Marte, Júpiter, Saturno y las estrellas, por este orden y hacia fuera. El centro de cada una de estas esferas coincidía con el del Sol.

No era sólo cuestión de colocar a individuos particulares fuera del centro, como en el caso de un Universo culturocéntrico, o a toda la gente fuera del centro, como en el caso de un Universo geocéntrico. La propia y vasta Tierra estaba descentrada, y ésta fue la causa de que los astrónomos en general tardaran cincuenta años en aceptar el Universo heliocéntrico. (Incluso hoy, si sometiésemos el asunto a votación entre los moradores de la Tierra, creo que el heliocentrismo saldría derrotado.

En 1609, el astrónomo alemán Johannes Kepler dio al traste con las esferas. Demostró que el movimiento real de los planetas en el cielo podía explicarse mejor suponiendo que se movían en órbitas elípticas. Esta visión del Sistema Solar, con ligeros refinamientos, ha sido conservada desde entonces.

Las elipses tienen centros, como los tienen los círculos y las esferas, pero el centro de las elipses que caracterizan las órbitas planetarias no coinciden con el centro del Sol. El Sol está, más bien, en el foco de cada elipse, y el foco se halla, a su vez, a un lado del centro.

En 1687, el científico inglés Isaac Newton (1642-1727) presentó su ley de la gravitación universal y, partiendo de ella, se comprendió que el Sistema Solar, en su conjunto, tenía un centro de gravedad, el cual podía ser considerado como inmóvil, mientras que todos los cuerpos del Sistema Solar (¡incluido el Sol!) giraban alrededor de aquel centro de una manera bastante complicada. El Sol estaba, en todo momento, más cerca del centro de gravedad que cualquier otro cuerpo del Sistema Solar, de modo que, con bastante aproximación, podía seguir diciéndose que todos los planetas giraban alrededor del Sol.

El centro de gravedad estaba a menudo tan lejos del centro del Sol —más o menos, en la dirección de Júpiter— que se hallaba más allá de su superficie, pero, a escala del Sistema Solar, una distancia de 1.000.000 de km del centro del Sol significa poco, por lo cual podemos seguir considerando el Sol como el centro aproximado del Sistema.

Sin embargo, es el centro de gravedad del Sistema Solar el que está en el centro del Universo en el sentido copernicano, por lo que deberíamos hablar de un «Universo sistemocéntrico», más que heliocéntrico.

Incluso en los tiempos de Newton podía hablarse con bastante sensatez de un Universo sistemocéntrico, ya que —por lo que todos sabían— las estrellas podían estar regularmente repartidas alrededor del Sistema Solar, y fijadas todas ellas a un fino armazón sólido (o «firmamento») justo más allá del planeta más lejano. Esto, ciertamente, coincidía con las apariencias (y quizá lo sigue creyendo la mayoría de la población de la Tierra).

El primer revés le fue propinado al firmamento en 1718, cuando el astrónomo inglés Edmund Halley observó que al menos tres de las estrellas más brillantes —Sirio, Proción y Arturo— habían cambiado sensiblemente de posición desde los tiempos griegos. Otros astrónomos detectaron en otras estrellas tales cambios de posición.

Quedó claro que, a fin de cuentas, las estrellas no estaban fijas en el firmamento, sino que se desplazaban con velocidades diferentes y en varias direcciones, y esto hacía dudar de que existiese el firmamento. Fue posible —en realidad, casi irresistible— suponer que las estrellas ocupaban un espacio dentro del cual se movían al azar, como un enjambre de abejas. Si todas se movían a velocidades aproximadamente iguales, las más próximas al Sistema Solar parecerían moverse con mayor rapidez, mientras que las más lejanas parecerían moverse tan despacio, que tal movimiento no sería observable ni siquiera en largos períodos de tiempo.

En 1838, el astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel (178@~l846) estableció por primera vez la distancia de una estrella. La distancia de otras estrellas fue determinada rápidamente. Resultó que la más próxima está a 1,3 parsecs de nosotros. La distancia entre el Sol y la estrella más próxima es 9.000 veces mayor que la distancia entre el Sol y el planeta grande más lejano. Otras estrellas están aún mucho más lejos; en realidad, a cientos o quizás a miles de parsecs.

No obstante, si las estrellas existiesen en número finito y estuviesen distribuidas con simetría esférica alrededor del Sol —por muy grandes que fuesen sus distancias—, el Universo podría seguir siendo sistemocéntrico.

Consideremos…

Todos los cuerpos del Sistema Solar, incluido el Sol, giran alrededor del centro de gravedad del Sistema. (Algunos objetos, los satélites, lo hacen al mismo tiempo que giran alrededor del centro de gravedad de un sistema particular de satélites. Así, la Luna y la Tierra giran alrededor del centro de gravedad del sistema Tierra-Luna, y ambos son arrastrados, al girar este centro de gravedad alrededor del centro de gravedad total del Sistema Solar). No es necesario que todos los cuerpos del Sistema Solar giren en el mismo plano. Desde luego, los planetas casi lo hacen, pero si incluimos los asteroides y los cometas, los cuerpos que giran forman una gruesa concha esférica alrededor del centro de gravedad del Sistema Solar, con el Sol muy cerca de ese centro.

De la misma manera, podríais imaginar que todas las estrellas —quizá cada una de ellas con un sistema adjunto de planetas— giran alrededor del centro de gravedad de todo el sistema estelar, y que este centro de gravedad coincide, o casi, con el del Sistema Solar; entonces, todo el Universo seguiría siendo sistemocéntrico.

Desde luego, cuanto más grande resultase ser el Universo y cuanto más seguros estuviésemos de que se compone de millones de estrellas —cada una de las cuales rivaliza en tamaño con el Sol—, menos razonable parecería que el Universo fuese sistemocéntrico. ¿Por qué el vasto Universo, con sus millones de estrellas, tendría que tenernos a nosotros como centro, y por qué habría de girar todo a nuestro alrededor?

Para las personas religiosas no había misterio. Era la manera en que Dios había concebido el Universo. Del hecho de que el Universo fuese sistemocéntrico podía ciertamente deducirse que el Sistema Solar tenía una importancia peculiar, y esto sólo podía ser así porque los seres humanos existían en él y habían sido creados a imagen de Dios. De esta manera, la naturaleza sistemocéntrica del Universo se convierte en una magnífica «prueba» de la existencia de Dios.

Para los no religiosos, la única respuesta posible a la situación es que así parecen ser las cosas y que quizás, en algún momento del futuro, al aumentar nuestros conocimientos, comprenderemos mejor la cuestión.

La incomodidad provocada por el sistemocentrismo sólo podía eliminarse si había alguna razón para pensar que no existía o que, si existía, era una mera circunstancia y no parte del plan intrínseco del Universo.

Supongamos, por ejemplo, que el Universo fuese de tamaño infinito, y que las estrellas se extendiesen en todas direcciones sin tener un fin. (El erudito alemán Nicolás de Cusa [1401-1464] había sostenido exactamente esto en fecha tan temprana como el año 1440).

En tal caso no habría centro. Dentro de una esfera infinita, cualquier punto tiene tanto derecho a considerarse el centro como otro cualquiera, y no existe ninguna posición privilegiada. (La situación es, precisamente, la de la superficie de una esfera, donde no hay Centro ni posición privilegiada).

Dicho en pocas palabras: si el Universo fuese infinito, parecería que nos hallásemos en el centro, pero esto sería cierto en cualquier sistema planetario en el que estuviésemos situados. (El hecho de mantener la sistemocentricidad será entonces tan ingenuo como la creencia de un individuo de que se encuentra en el centro del Universo porque está en el centro del circulo del horizonte).

Pero en 1826, el astrónomo alemán Heinrich Wilhelm Matthaus Olbers (1758-1840) señaló que, si el Universo fuese infinito en su tamaño y contuviese un número infinito de estrellas desparramadas en todas direcciones, todo el cielo seria tan brillante como el círculo del Sol. Hay muchas maneras en que, a la vista de ello, se podría explicar la negrura del cielo (véase «The Black of Night», en Of Time and Space and Other Things, Doubleday, 1965), pero la más sencilla es tomar aquella negrura como prueba del hecho de que el Universo no es infinito en tamaño, y de que las estrellas no son infinitas en número. En tal caso, el Universo, según el pensamiento del siglo XIX, debía tener un centro, y el Sistema Solar parecía estar en él.

Sin embargo, por aquel entonces, William Herschel había hecho un descubrimiento particularmente interesante.

En 1805, llevaba más de veinte años determinando el movimiento propio de varias estrellas —es decir, sus movimientos en relación con estrellas muy opacas y, por ende, presuntamente muy distantes, tan distantes que no revelaban movimiento alguno—. Como resultado de ello pudo demostrar que, en una parte del cielo, las estrellas en general parecían moverse hacia fuera desde un centro particular (el «ápice»). No lo hacían de manera uniforme ni de un modo universal; pero lo hacían en su conjunto.

En un lugar del cielo directamente opuesto al ápice, las estrellas parecían moverse hacia dentro, hacia un centro imaginario (el «antiápice»). El ápice y el antiápice tenían una separación aproximada de 1800.

Una manera de explicar esto era suponer que lo que había detectado Herschel era lo que ocurría en realidad: las estrellas se alejaban las unas de las otras en una parte del cielo, y se juntaban en la parte opuesta, moviéndose alrededor del Sistema Solar estacionario y pasando lejos de él. Si era así, ¡qué buena prueba resultaría de la posición especial del Sistema Solar!

Sin embargo, es posible otro significado de aquella observación. Y es que el propio Sol se mueve en relación con las estrellas próximas (las que están lo bastante cerca para tener un movimiento propio detectable).

Supongamos, por ejemplo, que te hallas en medio de un bosque de árboles plantados al azar, cada uno de ellos muy lejos de sus vecinos. Al mirar a tu alrededor en cualquier dirección, los árboles más próximos parecerán separarse, mientras que los más lejanos parecerán que se juntan. Si te mueves en una dirección cualquiera, los árboles en tal dirección se acercarán cada vez más a ti al moverte, y te parecerá que se separan más y más. En la dirección contraria, y al alejarte de los árboles próximos, éstos parecerán juntarse.

Es un efecto corriente de perspectiva, tan común que apenas lo advertimos, y menos cuando somos niños muy pequeños. Nuestra mente lo acepta, y no se deja engañar pensando que los árboles se separan o se juntan.

Pensando en esto, resulta mucho más sensato suponer que el «efecto Herschel» es, en verdad, resultado de que el Sol se mueve. Ningún astrónomo cree que sea necesaria otra explicación. Gracias a las observaciones hechas desde los tiempos de Herschel, los astrónomos están ahora completamente seguros de que el Sol se mueve (en relación con las estrellas más cercanas) en dirección a un punto de la constelación de Lira, a una velocidad de 20 km/seg.

¿Cómo afecta esto a la sistemocentricidad del Universo?

Si el Sol se mueve, arrastrando al Sistema Solar Planetario (incluida la Tierra), está claro que no puede ser el centro inmóvil del Universo.

Sin embargo, tiene que haber algún centro inmóvil de gravedad del sistema estelar, alrededor del cual giran las estrellas individuales, y, si el Sistema Solar no está en aquel punto, parece estar, empero, cerca de él.

De la misma forma que el Sol se mueve en una órbita cerrada alrededor del centro de gravedad del Sistema Solar, el Sistema Solar puede moverse en una órbita cerrada alrededor del centro de gravedad del sistema estelar. En este caso, si el Universo no es sistemocéntrico, le falta poco para serlo.

Por otra parte, es posible que el Sistema Solar se mueva en una órbita muy alargada alrededor del centro de gravedad del sistema estelar —como un cometa moviéndose alrededor del centro de gravedad del Sistema Solar—. En este caso, el Sistema Solar estaría, durante la mayor parte de su historia, muy lejos del centro de gravedad, pero se da el caso de que precisamente ahora, está cerca de él. Considerando el tamaño del Universo y el grado de movimiento de las estrellas en comparación con aquel tamaño, parecería probable que el Sistema Solar ha estado relativamente cerca del centro de gravedad del sistema estelar durante muchos miles de años, y seguirá estando relativamente cerca de él durante otros tantos milenios.

Sea cual fuere la forma actual de la órbita, un Sistema Solar que se mueve da a entender que el Universo no es, probablemente, sistemocéntrico en esencia, sino sólo circunstancialmente, y que quizá ni siquiera lo será de modo permanente.

Es un poco inquietante que el Universo estelar parezca tener una simetría esférica, y que ésta sea la única prueba de su sistemocentricidad. No podemos ver todas las estrellas; por consiguiente, ¿cómo sabemos que están realmente distribuidas según una simetría esférica? Sería magnifico que se produjesen en el cielo señales que nos ayudasen a tomar una decisión sobre la sistemocentricidad o la no sistemocentricidad.

Lo cierto es que existe tal señal, y muy visible. Es la Vía Láctea, la franja luminosa y brumosa que circunda el cielo y lo divide en dos mitades aproximadamente iguales.

En 1609, el científico italiano Galileo, mirando por primera vez el cielo con un pequeño telescopio, pudo demostrar que la Vía Láctea no era una simple niebla luminosa, sino una enorme multitud de estrellas muy opacas, demasiado numerosas y demasiado opacas individualmente para ser distinguidas como tales estrellas sin la ayuda de un telescopio.

¿Por qué se veían tantas estrellas en la dirección de la Vía Láctea y tan pocas (relativamente) fuera de ella?

Ya en 1742, un astrónomo inglés, Thomas Wright (1711-1786), sugirió que el sistema estelar no era esféricamente simétrico, y para ello empleó la Vía Láctea como elemento principal de su razonamiento.

En 1784, Herschel —que más tarde habría de demostrar que el Sol se movía— decidió comprobar la asimetría del Universo mediante una observación directa. Era, obviamente, vano tratar de contar todas las estrellas. En vez de esto, eligió 683 pequeños sectores de igual tamaño, distribuidos regularmente en el cielo, y contó todas las estrellas visibles en cada uno de ellos a través de su telescopio. En un sentido muy real, hizo un padrón del cielo.

Descubrió que el número de estrellas por sector se elevaba regularmente al acercarse a la Vía Láctea; era máximo en el plano de ésta, y mínimo en la dirección de ángulos rectos con aquel plano.

Herschel pensó que la manera más fácil de explicar esto era suponer que el sistema estelar no era esférico, sino que tenía la forma de una lente (o de una hamburguesa). Si mirábamos a lo largo del diámetro más largo de la lente, veíamos más estrellas que si mirábamos en cualquier otra dirección. En realidad, veríamos tantas que se confundirían hasta formar la brumosa Vía Láctea. Al observar cada vez más lejos del plano de la Vía Láctea, miraríamos a través de una longitud cada vez más corta de espacio poblado de estrellas y, por consiguiente, veríamos cada vez un número menor de ellas.

Herschel llamó «Galaxia» a este sistema estelar en forma de lente, nombre tomado de unas palabras griegas que significan «Vía Láctea».

Si el Sistema Solar estuviese lejos del plano central que marca los diámetros largos de la Galaxia, veríamos la Vía Láctea como un circulo de luz confinado en un lado del cielo. Parecería como una rosquilla, con las estrellas centradas más en el agujero de la rosquilla que en los amplios espacios exteriores a ella. Cuanto más lejos estuviésemos a un lado del plano y más pequeño fuese el círculo de luz de la rosquilla, tanto más espesas serian las estrellas dentro de ella, y tanto menos lo serían en el exterior.

Sin embargo, sucede que la Vía Láctea divide el cielo en dos mitades, con estrellas esparcidas por igual en cada mitad. Esto es una prueba bastante concluyente de que estamos en el plano central de la Galaxia o muy cerca del mismo.

Pero aunque estuviésemos en el plano central de la Galaxia, podríamos estar lejos del verdadero punto central de este plano. Si lo estuviésemos, la Vía Láctea aparecería más espesa y luminosa en una mitad de su círculo que en la otra. Cuanto más lejos nos hallásemos del punto central, mayor sería la asimetría a este respecto.

Sin embargo, la Vía Láctea aparece, en realidad, bastante igual en anchura y luminosidad por todo el cielo, de manera que el Sistema Solar debe de estar en el centro o muy cerca de éste.

La Galaxia parecía, pues, sistemocéntrica, y, como en los tiempos de Herschel y durante un siglo después de él, la mayoría de los astrónomos pensaba que comprendía todas las estrellas del Universo; el Universo mismo tenía que ser sistemocéntrico.

Esta opinión fue sostenida hasta una fecha tan tardía como 1920, cuando el astrónomo holandés Jacobus Cornelius Kapteyn (1851-1922) calculó que la Galaxia (y el Universo) tenía 17.000 parsecs de anchura y 3.000 de grosor, con el Sistema Solar cercano al centro.

Todo esto, sin embargo, era erróneo. El Sistema Solar no estaba más en el centro de la Galaxia —a pesar de la prueba de la Vía Láctea— de lo que está la Tierra en el centro del sistema planetario.

En el capítulo siguiente, explicaremos cómo se llegó a esta conclusión.