TRES QUE MURIERON DEMASIADO PRONTO

 

Acabo de regresar de Philcon, la convención anual patrocinada por la Philadelphia Science Fiction Society.

Pensé que aquello había sido un éxito. Bien atendido, eficazmente dirigido, con una excelente demostración artística y un salón de actos bullicioso. Joe Haldeman fue el invitado de honor, y dio una animada charla que fue recibida con gran entusiasmo por el público. Temo que esto me descorazonó, pues tenía que hablar después de él, y os aseguro que tuve que extenderme al máximo.

Pero lo que más me gustó fue un concurso de trajes, que ganó un joven que había diseñado un traje de sátiro increíblemente ingenioso. Llevaba una flauta de Pan colgada del cuello, lucía unos cuernos que hacían juego con sus cabellos, y hacía cabriolas sobre unas patas de macho cabrío que parecían de verdad.

Sin embargo, mi satisfacción particular alcanzó su punto culminante cuando salieron al escenario tres personas con acompañamiento de una música portentosa, para representar Fundación, Fundación e imperio y Segunda fundación, las tres partes de mi conocida «Trilogía de la fundación». Los tres personajes aparecían envueltos en negras túnicas y tenían un aspecto sombrío. Les observé con curiosidad, preguntándome cómo podrían representar aquellas tres novelas tan intelectuales.

De pronto, los tres abrieron sus túnicas y resultaron ser tres jóvenes muy poco vestidos. El primero y el tercero eran varones, por lo que mi interés por ellos debía quedar forzosamente limitado, y ambos llevaban poco más que un taparrabo (primera y segunda «fundación», según comprendí inmediatamente).

La persona de en medio era una joven de singular belleza, tanto de cara como de cuerpo, y llevaba también unas pequeñas bragas. Sin embargo, ella representaba la Fundación y el imperio, y deduje que el Imperio era la otra prenda que llevaba, un sujetador que a duras penas ocultaba lo que debía sujetar.

Tras unos instantes de sorpresa y regocijo, emergió mi educación científica. Si hay que realizar una observación cuidadosa, ésta debe hacerse en las condiciones más favorables. Por consiguiente, me levanté y me incliné hacia delante.

Inmediatamente, Oí cerca de mí una voz que decía:

—Me debes cinco pavos. Se ha levantado.

Había sido una apuesta muy fácil de ganar, como ganará fácilmente quien apueste a que voy a dedicar un tercer capítulo al espectro electromagnético.

En los dos capítulos anteriores he tratado de la luz visible, de la radiación infrarroja y de la radiación ultravioleta. Las frecuencias en cuestión iban desde 0,3 billones de ciclos por segundo para el infrarrojo de más baja frecuencia, hasta 30.000 billones de ciclos por segundo para el ultravioleta de más alta frecuencia.

Sin embargo, en 1864 —como ya he dicho—, James Clerk Maxwell había formulado una teoría según la cual aquellas radiaciones surgían de un campo electromagnético oscilante (de aquí, la «radiación electromagnética»), y la frecuencia podía tener cualquier valor, desde mucho más de los 30.000 billones de ciclos por segundo, hasta mucho menos de los 0,3 billones de ciclo por segundo.

Una buena, sólida y meditada teoría es siempre deliciosa, pero lo es aún más si prevé algún fenómeno que nunca antes se había observado y que se observa entonces. La, teoría lo anuncia, tú observas y, ¡mira!, allí está. Sin embargo, no parecen muy grandes las probabilidades de que sea así.

Es posible hacer oscilar una corriente eléctrica (y, por ende, un campo electromagnético). Tales oscilaciones son, empero, relativamente lentas, y si, como predijeron las ecuaciones de Maxwell, producen una radiación electromagnética, la frecuencia es mucho más baja que la radiación infrarroja de más baja frecuencia. Millones de veces más baja. Seguramente, los métodos de detección que funcionaron en el caso de las radiaciones conocidas en la región de la luz y de sus vecinos inmediatos, no funcionarían con algo de propiedades tan diferentes.

Sin embargo, había que detectarías, y había que hacerlo con tanto detalle que pudiera demostrarse que las ondas tenían la naturaleza y las propiedades de la luz.

En realidad, la idea de corrientes eléctricas oscilantes que produjesen una especie de radiación fue anterior a Maxwell.

El físico norteamericano Joseph Henry (1797-1878) había descubierto en 1832 el principio de «autoinducción» (no ahondaré en ello, pues en tal caso, me faltaría tiempo para abarcar todo lo que pretendo en este ensayo). En 1842 hizo unas observaciones desorientadoras que hacían que, en algunos casos, pareciese incierta la dirección en que se movía una corriente eléctrica. En realidad, bajo ciertas condiciones, parecía moverse en ambas direcciones.

Empleando su principio de autoinducción, Henry dijo que cuando se descarga, por ejemplo, una botella de Leyden (o, en general, un acumulador) pasa más allá de la marca, de modo que una corriente fluye hacia fuera, después se encuentra con que debe fluir hacia atrás, supera de nuevo la marca, fluye en la primera dirección y así sucesivamente. Dicho en pocas palabras: la corriente eléctrica oscila de manera parecida a un muelle. Más aún, puede ser una oscilación menguante, de manera que cada paso más allá de la marca sea inferior al precedente, hasta que la corriente se reduzca a cero.

Henry sabía que una corriente producía un efecto a distancia —por ejemplo, desviaba la aguja de una brújula lejana— y pensó que este efecto cambiaría y se desviaría con las oscilaciones, de manera que tendríamos una radiación, del tipo de las ondas, que brotaría de la corriente oscilante. Incluso comparó la radiación a la luz.

Esto no era más que una vaga especulación por parte de Henry, pero un hecho distintivo de los grandes científicos es que incluso sus vagas especulaciones tienen una curiosa tendencia a resultar acertadas. Sin embargo, fue Maxwell quien, un cuarto de siglo más tarde, redujo toda la cuestión a una clara formulación matemática, por lo que a él debe atribuirse el mérito.

Pero no todos los científicos aceptaron el razonamiento de Maxwell. Uno que no lo aceptó fue el físico irlandés George Francis Fitzgerald (1851-1901), quien escribió un trabajo en el que sostenía categóricamente que era imposible que las corrientes eléctricas oscilantes produjesen radiaciones semejantes a ondas. (Fitzgerald es muy conocido de nombre, o debería serlo, por los lectores de ciencia-ficción, ya que a él se debe el concepto de «la contracción de Fitzgerald»).

Era muy posible que los científicos tomaran partido, escogiendo algunos a Maxwell y otros a Fitzgerald, y discutiesen eternamente la cuestión, a menos que se detectaran realmente las ondas de oscilación eléctrica o que se hiciese alguna observación que demostrase claramente que tales ondas eran imposibles.

No es, pues, de extrañar que Maxwell se diese perfecta cuenta de la importancia de detectar aquellas ondas de muy baja frecuencia, y que se apesadumbrase al ver que eran tan difíciles de localizar que la empresa casi rayaba en lo imposible.

Hasta que en 1888, un físico alemán de treinta y un años, Heinrich Rudolph Hertz (1857-1894) consiguió realizar el trabajo y confirmar la teoría de Maxwell sobre una base firme de observación. Si Maxwell hubiese vivido, estoy seguro de que su satisfacción de ver confirmada su teoría habría sido superada por la sorpresa de comprobar lo fácil que era la detección y la sencillez con que se había conseguido.

Lo único que necesitó Hertz fue un alambre rectangular, con un extremo adaptable de modo que pudiese introducirse y extraerse, y con el otro extremo provisto de una pequeña abertura. El alambre terminaba, en cada lado de la abertura, en un pequeño botón de bronce. Si se producía de algún modo una corriente en el alambre rectangular, podía saltar la abertura, produciendo una pequeña chispa.

Entonces, Hertz produjo una corriente oscilante descargando una botella de Leyden. Si daba lugar a ondas electromagnéticas, según preveían las ecuaciones de Maxwell, estas ondas inducirían una corriente eléctrica en el detector rectangular de Hertz (que, naturalmente, no estaba conectado con otra fuente de electricidad). Entonces se produciría una chispa a través de la abertura, lo cual supondría una prueba visible de la corriente eléctrica inducida y, por consiguiente, de las ondas que producían la inducción.

Hertz logró sus chispas.

Moviendo el receptor en diferentes direcciones y a distancias distintas de la corriente oscilante que era fuente de las ondas, descubrió que las chispas eran más intensas en unos lugares y menos en otros, según fuese más alta o más baja la amplitud de las ondas. De esta manera, pudo diseñar las ondas, determinar su longitud y demostrar que podían ser reflejadas, refractadas, y manifestar fenómenos de interferencia. Pudo incluso detectar propiedades eléctricas y magnéticas. Abreviando, descubrió una onda absolutamente similar a la luz, salvo por sus longitudes, que se medían en metros en vez de micrómetros. La teoría electromagnética de Maxwell había quedado real y firmemente demostrada nueve años después de su muerte.

Las nuevas ondas y sus propiedades fueron rápidamente confirmadas por otros observadores, y recibieron el nombre de «ondas hertzianas».

Ni Hertz ni ninguno de los que confirmaron sus hallazgos dieron al descubrimiento más importancia que la de una demostración de la veracidad de una elegante teoría científica.

Sin embargo, en 1892, el físico inglés William Crookes (1832-1919) sugirió que las ondas hertzianas podían ser empleadas como medio de comunicación. Se movían en línea recta a la velocidad de la luz, pero su longitud de onda era tan grande, que los objetos de tamaño corriente no eran opacos para ellas. Las ondas largas se movían alrededor y a través de los obstáculos. Las ondas eran fácilmente detectadas y, si podían iniciarse y detenerse cuidadosamente, producirían los puntos y rayas del telégrafo Morse…, sin necesidad del complicado y caro sistema de miles de kilómetros de alambre de cobre y de relés. En una palabra, Crookes sugería la posibilidad de la «telegrafía sin hilos».

La idea debió de sonar entonces como de «ciencia-ficción» (en el sentido peyorativo empleado por los esnobs ignorantes) y, por desgracia, Hertz no pudo verla realizada. Murió en 1894, a la edad de treinta y ocho años, de una infección crónica que, hoy en día, probablemente podría curarse fácilmente con antibióticos.

Sin embargo, sólo meses después de la muerte de Hertz, un ingeniero italiano, Guglielmo Marconi (1874-1937), que a la sazón tenía sólo veinte años, leyó los descubrimientos de Hertz e inmediatamente concibió la misma idea que Crookes había tenido.

Marconi empleó el mismo sistema que había usado el propio Hertz para producir ondas hertzianas, pero montó un detector muy perfeccionado, llamado cohesor. Consistía en un contenedor de limaduras metálicas muy poco apretadas, que ordinariamente conducían una pequeña corriente, pero que se convertía en mucho más importante cuando caían sobre las partículas las ondas hertzianas.

Marconi mejoró gradualmente sus instrumentos, perfeccionando tanto el transmisor como el receptor. También empleó un alambre, aislado de la tierra, que servía de antena para facilitar tanto la emisión como la recepción.

Envió señales a través de distancias cada vez más grandes. En 1895 mandó una señal desde su casa hasta su jardín y, más tarde, a través de una distancia de más de un kilómetro. En 1896, al ver que el Gobierno italiano se desinteresaba de su trabajo, marchó a Inglaterra —su madre era irlandesa, y Marconi hablaba inglés— y envió una señal a una distancia de catorce kilómetros. Entonces solicitó, y le fue otorgada, la primera patente de telegrafía sin hilos de la Historia.

En 1897, de nuevo en Italia, envió una señal desde tierra a un buque de guerra situado a veinte kilómetros, y en 1898 (de nuevo en Inglaterra) mandó señal a una distancia de treinta kilómetros.

Su sistema empezó a ser conocido. Lord Kelvin, físico británico de setenta y cuatro años, pago para enviar un «marconigrama» a su amigo, el físico, también británico, G. G. Stokes, que por entonces tenía setenta y nueve años. Esta comunicación entre dos científicos ancianos fue el primer mensaje comercial transmitido por telegrafía sin hilos. Marconi empleó también sus señales para informar de las carreras de yates en la Kingstown Regatta de aquel año.

En 1901, Marconi sé acercó al apogeo. Sus experimentos le habían convencido ya de que las ondas hertzianas seguían la curva de la Tierra en vez de irradiarse en línea recta hacia el espacio, como cabía esperar que hiciesen las ondas electromagnéticas. (En definitiva, se descubrió que las ondas hertzianas eran reflejadas por las partículas cargadas de la ionosfera, región de la atmósfera superior. Viajaban alrededor de la Tierra saltando entre el suelo y la ionosfera).

Por consiguiente, hizo complicados preparativos para enviar una señal con ondas hertzianas desde la punta sudoeste de Inglaterra, a través del Atlántico, hasta Terranova, empleando globos para levantar las antenas a la mayor altura posible. El 12 de diciembre de 1901 lo consiguió.

Para los británicos, la técnica sigue llamándose wireless Telegraphy (Telegrafía sin hilos), y suelen abreviar el término en wireless.

En los Estados Unidos, la técnica se llamó radiotelegraphy, para indicar que lo que transportaba la señal era una radiación electromagnética, y no un alambre portador de corriente. Para abreviar, la técnica fue llamada radio.

Como la técnica de Marconi se desarrolló más de prisa en los Estados Unidos, que era ya la nación más avanzada del mundo desde el punto de vista tecnológico, el término radio se impuso al de wireless. Actualmente, todo el mundo habla de radio, y el 12 de diciembre de 1901 es comúnmente considerado como el día de la «invención de la radio».

En realidad, las ondas hertzianas han acabado llamándose «ondas de radio», y el nombre antiguo ha caído en desuso. Toda la porción del espectro electromagnético desde una longitud de onda de un milímetro (límite superior de la región infrarroja) hasta una longitud de onda máxima, igual al diámetro del Universo —una extensión de 100 octavas—, está incluida en la región de la onda de radio.

Las ondas de radio empleadas para la transmisión normal, tienen longitudes que van, aproximadamente, de los 190 a los 5.700 m. La frecuencia de estas ondas de radio es, por consiguiente, de 530.000 a 1.600.000 ciclos por segundo (o de 530 a 1.600 kilociclos por segundo). El «ciclo por segundo» es ahora denominado «hertz» en honor del científico del mismo nombre, por lo que podemos decir que la gama de frecuencia es de 530 a 1.600 kilohertzios.

Ondas de radio de más alta frecuencia son empleadas en frecuencia modulada, y de frecuencia todavía más alta, en televisión.

Con el paso de los años, el uso de la radio se hizo más y más común. Se inventaron métodos para convertir las señales de radio en ondas sonoras, de modo que pudiesen oírse discursos y música, y no solamente las señales de Morse, por radio.

Esto significaba que la radio podía combinarse con la comunicación telefónica ordinaria para producir radiotelefonía. Dicho de otra manera: se podía emplear el teléfono para comunicarse con alguien que estuviese en un barco en mitad del océano, estando uno en medio del continente. Los cables telefónicos normales transmitirían el mensaje en tierra, mientras que las ondas de radio lo transmitirían sobre el mar.

Sin embargo, había una pega. La electricidad conducida por cable podía producir un sonido claro como una campana (por algo Alexander Graham se llamaba Bell —campana— de apellido), pero las ondas de radio conducidas por aire estaban siendo constantemente interferidas por un ruido casual, al que llamamos estática (porque una de sus causas es la acumulación de una carga eléctrica estática en la antena).

Naturalmente, la «Bell Telephone» estaba interesada en reducir al mínimo aquellas interferencias, pero, para conseguirlo, había que aprender todo lo posible sobre sus causas. Confiaron esta tarea a un joven ingeniero llamado Karl Guthe Jansky (1905-1950).

Una de las fuentes de electricidad estática la constituían las tormentas; por consiguiente, una de las cosas que hizo Jansky fue montar una complicada antena, compuesta de numerosas varillas, verticales y horizontales, que podían captar ondas desde distintas direcciones. Más aún: la montó sobre un chasis de automóvil provisto de ruedas, de modo que podía volverla a un lado y otro con el fin de acoplarla a cualquier ruido estático que detectase.

Empleando este sistema, Jansky no tuvo dificultad en detectar tormentas lejanas en forma de chasquidos estáticos.

Pero esto no fue todo. Mientras escrutaba el cielo, escuch9' también un sonido sibilante muy diferente de los chasquidos producidos por las tormentas. Captaba claramente ondas procedentes del cielo, ondas de radio que no eran generadas por seres humanos ni por tormentas. Y, lo que es más, al estudiar aquel silbido, un día tras otro, le pareció que no procedía del cielo en general, sino, en su mayor parte, de algún lugar particular de éste. Moviendo adecuadamente la antena, podía apuntarla en la dirección en donde el sonido era más intenso, y este lugar se trasladaba en el cielo, de manera bastante parecida a como lo hacía el Sol.

Al principio, Jansky creyó que el origen de aquella onda de radio era el Sol, y si éste hubiese estado entonces en un nivel de gran actividad, habría tenido razón.

Pero el Sol estaba, a la sazón, en un período de poca actividad, y las ondas de radio que emitiese no podían ser detectadas por el tosco aparato de Jansky. Quizá fuera buena cosa, pues indicaba que Jansky había descubierto algo más importante. Al principio, su aparato parecía, ciertamente, apuntar hacia el Sol cuando recibía el silbido con más intensidad, pero a medida que fueron pasando los días, Jansky observó que su aparato apuntaba cada vez más lejos del Sol.

El punto del que procedía el silbido permanecía fijo en relación con las estrellas, mientras que el Sol (visto desde la Tierra) no lo estaba. En la primavera de 1932, Jansky se convenció por completo de que el silbido procedía de la constelación de Sagitario. Confundió inicialmente el silbido cósmico como producido por el Sol, porque éste se hallaba en Sagitario en el momento de la detección.

Se da la Circunstancia de que el centro de la Galaxia está en la dirección de Sagitario, y lo que había hecho Jansky había sido detectar las emisiones de radio de aquel centro. Debido a esto, a aquel sonido se le llamó «silbido cósmico».

Jansky publicó sus observaciones en el número de diciembre de 1932 de Proceedings of the Institute of Radio Engineers y esto marcó el nacimiento de la radioastronomía.

Pero, ¿cómo podían llegar a la Tierra unas ondas de radio desde el espacio exterior? La ionosfera impide que las ondas de radio originadas en la Tierra salgan al espacio exterior; por consiguiente, debería impedir también que las que se originan en el espacio llegasen hasta la superficie de la Tierra.

Pero resultó que una serie de alrededor de once octavas de las ondas de radio más cortas (llamadas «microondas»), precisamente más allá del infrarrojo, no eran reflejadas por la ionosfera. Estas ondas cortísimas de radio podían traspasar la ionosfera, desde la Tierra al espacio y viceversa. Esta serie de octavas es conocida con el nombre de «ventana de microondas».

La ventana de microondas abarca radiaciones con longitudes de onda desde unos 10 mm hasta unos 10 m, y frecuencias que van desde 30.000.000 de ciclos por segundo (30 megahertzios) hasta 30.000.000.000 de ciclos por segundo (30.000 megahertzios).

Resultó que el aparato de Jansky era sensible a una frecuencia que no bajara del límite inferior de la ventana de microondas. De haber sido un poco más baja, no habría podido detectar el silbido cósmico.

La noticia del descubrimiento de Jansky salió en primera página del Times de Nueva York, y con razón. Con la sabiduría de la visión a posteriori, advertimos inmediatamente la importancia de la ventana de microondas. En primer lugar, incluía siete octavas, en vez de la única octava de la luz visible (más un pequeño suplemento en las vecinas ultravioleta e infrarroja). En segundo lugar, la luz es sólo útil para la astronomía no solar en las noches claras, mientras que las microondas llegan a la Tierra tanto si el cielo está nuboso como si está despejado, e incluso pueden estudiarse durante el día, pues el Sol no las oscurece.

Sin embargo, los astrólogos profesionales les prestaron poca atención. El astrónomo Fred Lawrence Whipple (1906— ), que acababa de ingresar en la Facultad de Harvard, discutió el asunto con animación, aunque tenía la ventaja de ser un lector de ciencia-ficción.

Pero no podemos censurar demasiado a los astrónomos. A fin de cuentas, no podían hacer gran cosa con aquello. Simplemente, no existía la instrumentación requerida para recibir microondas con suficiente delicadeza.

El propio Jansky no llevó más adelante su descubrimiento. Tenía otras cosas que hacer, y su salud no era muy buena. Murió de una dolencia cardíaca a los cuarenta y cinco años, y apenas vivió lo suficiente para ver los primeros balbuceos de la radioastronomía. Por una extraña fatalidad, tres de los científicos clave en la historia de la radio, Maxwell, Hertz y Jansky, murieron a los cuarenta y tantos años y no vivieron para ser testigos de las verdaderas consecuencias de su trabajo, aunque les faltó para ello vivir sólo diez años más.

Sin embargo, la radioastronomía no fue del todo dejada de la mano. Una persona, un aficionado, la llevó adelante. Fue Grote Reber (1911— ), que se había convertido en un entusiasta de la radio a la edad de quince años. Mientras todavía estudiaba en el Instituto Tecnológico de Illinois, se tomó en serio el descubrimiento de Jansky y se propuso continuarlo. Así, por ejemplo, trató de hacer rebotar señales de radio en la Luna y captar el eco. (Fracasó, pero la idea era buena, y, una década más tarde, el Cuerpo de Señales del Ejército, mucho mejor equipado, lo conseguiría).

En 1937, Reber construyó el primer radiotelescopio en el jardín trasero de su casa de Wheaton, Illinois. El reflector, que recibía las ondas de radio, tenía 9,5 m de diámetro. Había sido diseñado a modo de paraboloide, de manera que concentraba en el foco las ondas que recibía en el detector. Empezó a recibirlas en 1938, y, durante varios años, fue el único radioastrónomo del mundo. Descubrió lugares en el cielo que emitían ondas de radio más fuertes que las que solían interferirse. Y vio que las radioestrellas no coincidían con ninguna de las estrellas visibles. (Algunas de las radioestrellas de Reber fueron más tarde identificadas con galaxias remotas).

Reber publicó sus hallazgos en 1942, y entonces se produjo un sorprendente cambio en la actitud de los científicos Con referencia a la radioastronomía.

Un físico escocés, Robert Watson-Watt (1892-1973), se había interesado por la manera en que eran reflejadas las ondas de radio. Se le ocurrió que las ondas de radio podían ser reflejadas por un obstáculo y que tal reflexión podía ser detectada. El lapso de tiempo transcurrido entre que la onda se emite y es detectada la reflexión permitiría determinar la distancia al obstáculo, y la dirección desde la que se recibiese la onda reflejada nos daría la posición de aquél.

Cuanto más cortas fuesen las ondas de radio, más fácilmente serían reflejadas por los obstáculos ordinarios; pero si eran demasiado cortas, no penetrarían las nubes, la niebla o el polvo. Se necesitaban frecuencias lo suficientemente altas como para ser penetrantes, pero lo bastante bajas como para ser eficazmente reflejadas por los objetos que se quisiera detectar. Las microondas eran, precisamente, las adecuadas para tal fin, y, ya en 1919, Watson-Watt había registrado una patente relacionada con la localización por medio de ondas cortas de radio.

El principio es sencillo, pero la dificultad estriba en construir instrumentos capaces de enviar y de recibir microondas con la eficiencia y delicadeza necesarias. En 1935, Watson-Watt había patentado mejoras que hacían posible detectar a un aeroplano por las reflexiones de ondas de radio que devolvía. El sistema fue llamado radio detection and ranging (detección de un objeto y determinación de su distancia). Y se abrevió en «ra-d-a-r», o «radar».

Los estudios prosiguieron en secreto y, en el otoño de 1938, empezaron a operar estaciones de radar en la costa británica. En 1940, las fuerzas aéreas alemanas atacaban aquellas estaciones, pero Hitler, furioso por un pequeño bombardeo de Berlín por parte de la RAF, ordenó que los aviones alemanes concentrasen sus ataques sobre Londres. Desdeñaron las estaciones de radar (sin darse plena cuenta de su importancia) y se vieron incapaces de tomar a su enemigo por sorpresa. En consecuencia, Alemania perdió la batalla de Inglaterra y la guerra. Con todo el debido respeto a los aviadores británicos, fue el radar quien ganó la batalla de Inglaterra. (El radar norteamericano, por su parte, detectó la llegada de aviones japoneses el 7 de diciembre de 1941…, pero no le hicieron caso).

En fin, las mismas técnicas que hicieron posible el radar podían ser empleadas por los astrónomos para recibir microondas de las estrellas y —¿por qué no?— para enviar densos rayos de microondas a la Luna y otros objetos astronómicos, y recibir su reflexión.

Si era necesario algo más para aumentar el apetito astronómico, ese algo se produjo en 1942, cuando todas las estaciones británicas de radar quedaron inutilizadas. Al principio, se sospechó que los alemanes habían descubierto una manera de neutralizar el radar, pero no se trataba de esto.

¡Era el Sol! Una gigantesca llamarada había lanzado ondas de radio en dirección a la Tierra, y había inundado los receptores de radar. Bien, el Sol podía enviar un alud semejante de ondas de radio, y ahora existía una tecnología para estudiarlas; a los astrónomos les costó mucho esperar a que terminase la guerra.

Una vez acabada ésta, los acontecimientos se precipitaron. La radioastronomía floreció, los radiotelescopios se hicieron más precisos y se realizaron nuevos descubrimientos realmente asombrosos. Nuestro conocimiento del Universo se desarrolló de una manera que sólo tenía parangón con las décadas que siguieron al invento del telescopio.

Pero esto escapa a los límites de lo que estamos estudiando aquí. En el capítulo siguiente consideraremos el otro extremo del espectro: la porción de más allá del ultravioleta, y así, en cuatro capítulos, quedará completada nuestra investigación de la radiación electromagnética.