EN LAS AFUERAS

 

En 1854, el escritor satírico francés Francois Rabelais escribió: «Todo llega para aquel que sabe esperar». Esto ha sido repetido desde entonces en una u otra forma, de modo que Disraeli y Longfellow figuran entre aquellos a quienes se atribuye independientemente la cita. Hoy, el aforismo es más conocido en una forma más sencilla: «Todo llega para el que espera».

Sin embargo, a mí nunca me ha impresionado en exceso este comentario. Pensaba que, para muchas cosas, habría que esperar bastante más tiempo del que podríamos vivir. A fin de cuentas, observad que todos los autores del aforismo se guardan muy bien en fijar un límite al período de espera.

Yo, por mi parte, nunca creí —a poco de empezar el juego— que tendría un libro en la lista de best-sellers, por muy grande que fuese mi capacidad de espera.

Pero esto no quiere decir que mis libros no se vendan bien. Algunos se venden. En realidad, unos cuantos se venden muy bien, pero sólo en el curso de años y décadas. Nunca se venden intensivamente. Nunca se venden tantos en una semana en concreto como para figurar en la lista de best-sellers del Times de Nueva York.

Pero lo acepté. Incluso logré convencerme de que ello era resultado de mi integridad y de mi virtud.

A fin de cuentas, mis libros nunca se ocupan del sexo con detalle clínico, ni de la violencia desagradablemente concentrada, ni, ciertamente, de ninguna forma de sensacionalismo. En el lado positivo, tienden a ser cerebrales, con gran énfasis sobre la discusión racional de los motivos y de las diferentes líneas de conducta. Es evidente que si esto se hace bien, complace mucho a un número relativamente pequeño de lectores.

Sabía perfectamente que ese pequeño grupo estaría por encima de la inteligencia media y me sería completamente fiel. Eran mis lectores, yo les amaba y no los habría cambiado por mil millones de lectores más vulgares.

Y, sin embargo, algunas veces, en mitad de la noche y a solas, en lo más recóndito de mi mente surgía la pregunta de qué sucedería si, sólo por un breve espacio de tiempo, todos se situasen por encima del grado medio de inteligencia, de modo que uno de mis libros figurase —sólo por una vez, sólo por una semana— en la lista de best-sellers.

Después, rechazaba la idea como pura fantasía.

Y así, cuando llegó el mes de octubre de 1982, llevaba cuarenta y cuatro años de escritor profesional y había publicado 261 libros, sin ningún best-seller en la lista. Ya hacía tiempo que había decidido que esto representaba una especie de distinción de la que debía sentirme orgulloso. ¿Cuántos otros escritores podrían publicar 261 libros sin dar nunca en el blanco?

Y entonces ocurrió que, el 8 de octubre de 1982, Doubleday publicó mi libro 262; se trataba de Foundation’s Edge, cuarto volumen de mi serie «Fundación». Esto sucedía treinta y dos años después de que hubiese escrito lo que había decidido que sería la última palabra de la serie. Durante todo aquel tiempo había hecho oídos sordos a las súplicas de mis lectores y de mis editores, que pedían más. (Bueno, ellos siguieron esperando, y la cosa llegó…, como había pronosticado el viejo y buen Francois).

Como había profetizado desde el principio mi editor, Hugh O’Neill, el libro pasó inmediatamente a la lista de best-sellers. El 17 de octubre apareció en el umbral de mi puerta el Times de Nueva York del domingo, y allí, en la lista de la sección de crítica de libros y en grandes caracteres, figuraba Foundation’s Edge, por Isaac Asimov.

Después de cuarenta y cuatro años, mi libro 262 había dado en el blanco, aunque no era sexual, ni violento, ni sensacionalista, y sí tan cerebral como todos los demás… o quizás incluso más que éstos. Sólo había tenido que esperar.

Doubleday celebró una espléndida fiesta en mi honor y, deslumbrado durante un tiempo, me sentí como si fuese el centro del Universo, lo cual me lleva nuevamente al tema que estaba tratando en el capítulo anterior.

En el capítulo anterior, expuse el afán natural de la gente por ser el centro del Universo. Al principio, cada persona se imaginaba ser aquel centro; después, aquel puesto fue cedido (de mala gana) a alguna sede de importancia cultural; después, a la Tierra en su conjunto, y luego, a la totalidad del Sistema Solar.

Incluso en fecha tan avanzada como los años de 1910, parecía razonable suponer que el Sistema Solar estaba en o cerca del centro de la Galaxia (y entonces se sospechaba que la Galaxia era casi el Universo entero).

A fin de cuentas, los diversos objetos del cielo parecían estar colocados simétricamente a nuestro alrededor. Así, las estrellas no están más concentradas en una mitad del cielo que en la otra, y la Vía Láctea, que representa la Galaxia vista a través de su diámetro largo, divide el cielo en dos mitades más o menos iguales.

A fin de que haya buenas razones para creer que no estamos en una posición más o menos central, hay que descubrir en el cielo alguna asimetría indiscutible.

Y existe una. La historia de esta asimetría empieza con Charles Messier, que se especializó en el estudio de los cometas. Fue uno de los que localizaron pronto el cometa Halley en su regreso de 1759, regreso que había sido predicho por el propio Edmund Halley (véase capítulo X).

Después de esto, Messier no se detuvo. En los quince años siguientes hizo casi todos los descubrimientos de cometas que tuvieron lugar; veintiuno de ellos se deben a él. Fue la pasión de su vida, y cuando tuvo que cuidar a su esposa en su lecho de muerte y no pudo asistir al descubrimiento de un cometa —que fue anunciado por un astrónomo competidor francés—, se dijo, con visos de credibilidad, que Messier lloró la pérdida del cometa y casi se olvidó de su esposa muerta.

Lo que particularmente preocupaba a Messier era que de vez en cuando, al buscar algún pequeño objeto filamentoso en el cielo, que indicase la presencia de un cometa lejano avanzando en dirección a las cercanías del Sol, ocurría que siempre estaba presente en el cielo alguno de tales objetos. Odiaba verlos, porque se entusiasmaba y luego se sentía desengañado.

Entre 1774 y 1784 elaboró y publicó una lista de los objetos que —pensaba— debían ser conocidos por los buscadores serios de cometas que, de esta manera, no se equivocarían al tomar algo insignificante por algo de importancia cometaria. Los objetos de su lista se conocen todavía como «Messier 1», «Messier 2», y así sucesivamente (o «M1», «M2», etcétera).

Y, sin embargo, sucedió que sus descubrimientos de cometas fueron triviales, mientras que los objetos que registró, para que los astrónomos prescindiesen de ellos, resultaron ser de gran importancia. Por ejemplo, el primero de su lista es el más importante objeto solitario en el cielo de más allá del Sistema Solar: la nebulosa del Cangrejo.

Otro objeto de la lista de Messier, el M13, había sido observado en 1714 nada menos que por Halley, el santo patrono de todos los buscadores de cometas.

En 1781, William Herschel recibió una copia de la lista de Messier. Ambicionaba examinar todos los objetos del cielo y, por consiguiente, resolvió mirar cada uno de los objetos de la lista, incluido, naturalmente, M13.

Herschel —que no podía adquirir un buen telescopio cuando empezó a interesarse en la Astronomía— emprendió la construcción de uno propio y acabó haciendo los mejores telescopios de su tiempo. El telescopio que empleó para contemplar los objetos de Messier era mucho mejor que aquellos de que dispusieron éste o Halley, y cuando Herschel miró el M13, vio no sólo un objeto filamentoso, como les había sucedido a los dos astrónomos anteriores, sino un denso conglomerado esférico de estrellas.

Herschel fue el primero en interpretar correctamente la naturaleza de lo que ahora llamamos «racimos globulares». Como M13 está en la constelación de Hércules, a veces es llamado «Gran Racimo de Hércules». Herschel descubrió también otros racimos globulares, y resultó que aproximadamente una cuarta parte de todos los objetos de la lista de Messier eran racimos de esta clase.

Estos racimos están constituidos por cientos de miles de estrellas, y los más grandes contienen posiblemente millones. La densidad estelar en el interior de estos racimos es enorme. En el centro de un gran racimo de esta clase puede haber hasta 1.000 estrellas por parsec cúbico, mientras que en nuestras cercanías hay aproximadamente 0,075 estrellas por parsec cúbico.

Si estuviésemos en el centro de un gran racimo globular (y pudiésemos sobrevivir allí) veríamos un cielo nocturno festoneado por unos 80.000.000 de estrellas visibles, de las cuales —si la distribución de la luminosidad fuese allí igual que aquí— más de 250.000 serían de primera magnitud o incluso superiores.

Sin embargo, los racimos globulares están tan alejados que la agrupación de todas esas estrellas forman unidades que sólo en algunos casos son percibibles a simple vista desde la Tierra, e incluso entonces apenas se distinguen.

Sin embargo, lo más interesante acerca del centenar de racimos globulares que ahora conocemos es que la mayor parte de ellos están en un lado del cielo, mientras que no hay casi ninguno en el otro. Casi un tercio de ellos puede encontrarse en la porción de cielo subtendida sólo por la constelación de Sagitario. Esta asimetría fue advertida en primer lugar por el hijo de Herschel, John (1792-1871), notable astrónomo por derecho propio.

Ésta es la asimetría más notable que podemos observar en el cielo; sin embargo, no es suficiente por sí sola para rebatir la hipótesis de que el Sistema Solar está en el centro de la Galaxia. A fin de cuentas, existe la posibilidad de que todo esto sea una coincidencia, de que los racimos globulares estén, sin más, a uno de nuestros lados.

Un momento crucial se produjo en 1904, cuando la astrónoma norteamericana Henrietta Swan Leavitt (1868-1921) estableció por primera vez una relación entre la longitud del período de un tipo de estrella llamada «Cefeida variable» y su brillantez intrínseca, o «luminosidad». (Véase «The Flickering Yardstick», en Fact and Fancy, Doubleday, 1962).

Esto significaba que, en principio, era posible comparar la luminosidad de una cefeida variable con su aparente brillo en el cielo, y juzgar, en base a esto, la distancia, una distancia que podía ser demasiado grande para calcularla por los otros medios entonces conocidos.

En 1913, el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung (1873-1967) convirtió esta posibilidad en realidad, y fue el primero en calcular las distancias actuales de algunas cefeidas variables.

Esto nos lleva al astrónomo norteamericano Harlow Shapley (1885-1972), que pudo estudiar con grandes dificultades debido a los escasos medios económicos con que contaba en su juventud, y que se convirtió en astrónomo por accidente. Había ingresado en la Universidad de Missouri con intención de hacerse periodista, pero la Escuela de Periodismo no se inauguraba hasta un año más tarde, y el joven Shapley siguió un curso de Astronomía para pasar el tiempo…, y nunca llegó a ser periodista.

Shapley se interesó por las cefeidas variables, y en 1913 había demostrado que no eran estrellas binarias que se eclipsasen recíprocamente. En vez de esto, sugirió que eran estrellas pulsátiles. Unos diez años más tarde, el astrónomo inglés Arthur Stanley Eddington (1882-1944) desarrolló con gran detalle la teoría de las pulsaciones de las cefeidas y dejó resuelta la cuestión.

Cuando Shapley hubo ingresado en el observatorio de Mount Wilson, en 1944, empezó a investigar las estrellas variables en los racimos globulares. Al hacerlo así, descubrió que éstos contenían estrellas de una clase llamada «variables RR de Lira», porque el ejemplo más conocido de aquella clase era una estrella conocida por el nombre de RR de Lira.

La manera en que aumenta y disminuye la luz de una variable RR de Lira es muy parecida a la de una variable cefeida, pero el período de variación de la primera es más corto. Las variables RR de Lira suelen tener un período de menos de un día, mientras que las variables cefeidas tienen un período de más o menos una semana.

Shapley decidió que la diferencia en el período de variación no era significativa, y que las variables RR de Lira tenían, simplemente, un período más corto que las variables cefeidas. Por consiguiente, pensó que la relación entre brillo y período elaborada por Leavitt para las variables cefeidas podría aplicarse a las variables RR de Lira. (En esto tenía razón).

Procedió a registrar el brillo y el período de las variables RR de Lira en cada uno de los 93 racimos globulares entonces conocidos, y esto le dio, inmediatamente, la distancia relativa de tales racimos. Como conocía la dirección en que estaban localizados y había determinado su distancia relativa, podía construir un modelo tridimensional de su distribución.

En 1918, Shapley había demostrado, para su propia satisfacción —y pronto para la de los astrónomos en general— que los racimos globulares estaban distribuidos con simetría esférica alrededor de un punto en el plano de la Vía Láctea, pero un punto muy alejado del Sistema Solar.

Si el Sistema Solar estaba en el centro de la Galaxia o cerca del mismo, aquello significaba que los racimos globulares estaban centrados alrededor de un extremo de la Galaxia o más allá. Su mala distribución sobre el cielo de la Tierra sería entonces indicadora de su actual distribución asimétrica con respecto a la Galaxia.

Sin embargo, esto no parecía lógico. ¿Por qué tenían estos grandes racimos de estrellas encontrar algo tan interesante en un extremo de la Galaxia, cuando toda nuestra experiencia sobre la manera de actuar de la ley de gravitación universal nos inducía a creer que los racimos estarían simétricamente distribuidos alrededor del centro de la Galaxia?

Shapley llegó a la dramática conclusión de que los racimos globulares estaban distribuidos alrededor del centro de la Galaxia, y lo que pensábamos que era un extremo de ésta era, en realidad, su centro, y éramos nosotros, no los racimos globulares, quienes estábamos en un extremo de ella.

Pero si era así, se hacía necesario explicar la simetría de todo cuanto existía en el cielo. Si estábamos tan lejos, en un extremo de la Galaxia, y si el centro estaba en la dirección de Sagitario, donde había mayor concentración de racimos globulares, entonces, ¿por qué no veíamos un número mucho mayor de estrellas en la dirección de Sagitario que en la opuesta dirección de Géminis? ¿Por qué no era la Vía Láctea mucho más brillante en Sagitario que en Géminis?

Había que contestar a estas preguntas, y tanto más cuanto que surgieron rápidamente indicios que confirmaban la sugerencia de Shapley.

En la década de 1920, las «nebulosas espirales» observadas acá y allá en el cielo resultaron ser no masas de gases, como se había sospechado, sino grandes conglomerados de estrellas; eran galaxias por derecho propio.

La galaxia espiral más próxima está en la constelación de Andrómeda, y un estudio de esta galaxia Andrómeda mostró que también ella tenía racimos globulares, iguales que los de la nuestra, salvando la mucho mayor distancia de aquéllos.

Los racimos globulares de la galaxia Andrómeda estaban distribuidos con simetría esférica alrededor del centro de aquélla, lo mismo que, según Shapley, debía de suceder con los racimos globulares de la nuestra. Podíamos ver la manera en que se comportaban los racimos globulares de la galaxia Andrómeda, y no había razón para creer que los nuestros se comportasen de un modo diferente.

Por tanto, se aceptó —y, en definitiva, se demostró más allá de toda duda razonable— que nuestra Vía Láctea es una galaxia espiral muy parecida a la de Andrómeda, y que el Sistema Solar no está en su centro, sino muy lejos: en uno de los brazos de la espiral.

la Humanidad, la Tierra, el Sol, todo el Sistema Solar, no están cerca del centro de nada con respecto a nuestra galaxia. ¡En absoluto! Estamos en los suburbios galácticos, en las afueras. Puede resultar humillante, pero es cierto.

Seguramente estamos en el plano galáctico o cerca del mismo. Por esto, la Vía Láctea corta el cielo en dos mitades iguales.

¡Pero la simetría! ¿Por qué es la Vía Láctea casi igualmente brillante en toda su extensión?

Si examinamos la galaxia Andrómeda y otras galaxias espirales lo bastante próximas para ser observadas con algún detalle, encontramos que los brazos de la espiral son ricos en nubes de polvo que no encierran estrellas y que, por tanto, no están iluminados. Son las «nebulosas oscuras».

Si estas nebulosas oscuras existiesen en el espacio alejadas de toda estrella, no podrían verse. Serían negro sobre negro, por decirlo así. Por otra parte, si hubiese nubes de estrellas detrás de las nebulosas, las partículas de polvo de éstas absorberían y desparramarían eficazmente la luz de detrás de ellas, y los observadores verían las nubes como masas oscuras sobre la luz de las estrellas, presente en todas partes.

Los brazos espirales de nuestra propia galaxia no constituyen una excepción a esto.

El propio Herschel, en su infatigable estudio de todo lo que había en el cielo, observó lugares en la Vía Láctea donde se producían interrupciones, muy marcadas, en la regular distribución de las numerosas y pálidas estrellas, regiones donde no había estrellas en absoluto. Herschel pensó que estas regiones carecían realmente de estrellas, y que estos tubos de nada, alargándose a través de lo que, según Herschel, parecía una capa bastante fina de estrellas en la Vía Láctea, estaban orientados de manera que podíamos mirar a través de ellos. «Seguramente —decía— es un agujero en el cielo».

Después se observaron más y más regiones de éstas (su número se eleva ahora a más de 350) y cada vez pareció más improbable que hubiese tantos agujeros sin estrellas en el cielo. Alrededor de 1900, el astrónomo norteamericano Edward Emerson Barnard (1857-1923) y el astrónomo alemán Max Franz Cornelius Wolf (1863-1932) sugirieron independientemente que estas interrupciones en la Vía Láctea eran nubes oscuras de polvo y gases que ocultaban la luz de las numerosas estrellas que había detrás de ellas.

Estas nebulosas oscuras eran las que explicaban la simetría de la Vía Láctea. Ésta se hallaba tan llena de ellas, que la luz de las regiones centrales de la Galaxia y de los brazos espirales más allá del centro, quedaba totalmente oscurecida. Todo lo que podemos ver desde la Tierra es nuestro propio vecindario de los brazos espirales de la Galaxia. Podemos ver casi igualmente, hasta muy lejos dentro de la Vía Láctea, en todas direcciones, de modo que lo que vemos del cielo es simétrico.

Shapley no sólo calculó la distancia relativa de los racimos globulares, sino que concibió también un sistema estadístico para estudiar las variables RR de Lira, de manera que permitiese calcular la distancia absoluta de la Tierra a los racimos globulares. El sistema de Shapley era admisible, pero había un factor que no tuvo en cuenta y que le llevó a sobrestimar la dimensión de la Galaxia.

De nuevo se trataba de un oscurecimiento de la luz, incluso cuando no había nebulosos oscuras.

Existe una analogía de ello en la atmósfera de la Tierra. Evidentemente, las nubes atmosféricas pueden oscurecer al Sol, pero ni siquiera el aire «claro» de un cielo sin nubes es completamente transparente. Alguna luz es desparramada y absorbida. Esto es particularmente observable cerca del horizonte, donde la luz debe cruzar un mayor grueso de atmósfera para llegar a nuestros ojos o a nuestros instrumentos. Así, el Sol tiene tan debilitados sus rayos en el horizonte, que muchas veces podemos mirarlo impunemente, y, en cuanto a las estrellas, pueden oscurecerse hasta ser invisibles.

De manera parecida, hay átomos, moléculas e incluso partículas de polvo desparramados en el «claro» espacio. El espacio es, desde luego, mucho más claro que nuestra atmósfera, incluso cuando ésta lo está más, pero la luz de las estrellas debe viajar muchos billones de kilómetros para llegar hasta nosotros, y, en una distancia tan grande, incluso muy ocasionales trocitos de materia pueden producir efectos acumulativos que resulten perceptibles.

Esto lo aclaró en 1930 el astrónomo suizo-norteamericano Robert Julius Trumpler (1886-1956), quien demostró que el brillo de los racimos de estrellas disminuía con la distancia algo más rápidamente de lo que cabría esperar si el espacio estuviese completamente limpio. Por tanto, defendió la existencia de una materia interestelar extraordinariamente fina, hecho que ha sido ampliamente demostrado desde entonces.

La presencia de este polvo en el espacio «claro» —algo que Shapley no admitía— oscurece las variables RR de Lira en los racimos globulares, de manera que uno calcula que están algo más lejos de lo que se hallan en realidad. Una vez aceptada la corrección de Trumpler, las dimensiones de la Galaxia se redujeron un tanto en relación con el cálculo de Shapley, y los valores así encontrados son todavía admitidos.

Hoy en día, la Galaxia es considerada como un enorme objeto en forma de lente (o de hamburguesa) que, visto de lado, es muy ancho de un extremo a otro y relativamente estrecho de arriba abajo.

El diámetro largo es de unos 30.000 parsecs —o sea, unos 100.000 años luz, es decir, 30 trillones de kilómetros—. Tiene un grueso de unos 5.000 parsecs en el centro y de unos 950 parsecs en el lugar donde se encuentra el Sistema Solar. En comparación con ello, la estrella más próxima, Alfa de Centauro, está aproximadamente a 1,3 parsecs de nosotros, y si ella (o nuestro Sol) estuviese 15 parsecs más lejos, sería apenas perceptible a simple vista.

La distancia desde el centro de la Galaxia hasta su perímetro exterior es de unos 15.000 parsecs, y nosotros estamos a unos 9.000 parsecs del centro. Así, pues, estamos a más de medio camino desde el centro hasta el perímetro exterior, que se halla a unos 6.000 parsecs de nosotros en dirección opuesta al centro.

En nuestro estudio de otras galaxias hemos descubierto, en el último cuarto de siglo, más o menos, que los centros galácticos son lugares inesperadamente violentos. En realidad, lo son tanto, que parece probable que la vida, tal como la conocemos, sea completamente imposible en las regiones centrales de las galaxias, y es probable que sólo exista en las afueras, donde estamos nosotros.

Es importante estudiar toda aquella violencia desde una distancia segura, pues una mayor comprensión de lo que pasa podría decirnos, acerca del Universo, mucho más de lo que pudiéramos averiguar por otros medios. Los astrónomos están haciendo todo lo que pueden a este respecto. Lo malo es que las distancias hasta el centro de otras galaxias es demasiado grande. Podríamos estar más cerca sin correr peligro.

El centro de la galaxia más próxima, la de Andrómeda, está, por ejemplo, a 700.000 parsecs de nosotros. La única región comparable más cercana es el centro de nuestra propia Vía Láctea, que está sólo a unos 9.000 parsecs, menos de 1/80 de la distancia del centro de la galaxia Andrómeda. La única dificultad estriba en que no podemos ver el centro de nuestra propia Galaxia, por muy cerca que esté.

Ahora bien, cuando digo que no podemos verlo, me refiero a la luz visible, porque está permanentemente nublado por el polvo galáctico.

En la Tierra, empero, cuando las nubes o la niebla oscurecen la vista, podemos emplear el radar. Los rayos de radio de onda corta emitidos y recibidos por nuestros aparatos de radar pueden atravesar sin dificultad las nubes y la niebla.

Y ocurre que los objetos astronómicos que son capaces de emitir luz lo son también de hacerlo con ondas de radio, y a veces estas ondas de radio son emitidas con gran intensidad.

Tales ondas de radio, a diferencia de las de la luz, pueden atravesar grandes nubes de polvo sin dificultad.

En 1931, Karl Jansky fue el primero en detectar ondas de radio en el cielo. Estas ondas de radio podían proceder del Sol, que, cuando está casi en el máximo de actividad de sus manchas solares, es la fuente de radio más intensa del cielo —porque está increíblemente cerca, habida cuenta de las distancias estelares—. Sin embargo, se daba el caso de que el Sol estaba en una fase tranquila, por lo que Jansky eligió la segunda fuente en intensidad, que estaba en un punto de Sagitario.

Desde luego, Sagitario está en la dirección del centro galáctico, y es indudable que las ondas de radio altamente energéticas que detectó Jansky procedían de aquel centro.

Con los radiotelescopios actuales, se puede determinar con exactitud la localización de la fuente, y ahora ha sido reducida a un sector de anchura no superior a 0,001 segundo de arco.

Es una magnitud sorprendentemente pequeña. El planeta Júpiter, cuando está más cerca de nosotros, tiene 3.000 segundos de arco, de modo que la fuente de radio galáctica central tiene sólo una anchura de 1/3.000.000 de la que parece tener Júpiter en nuestro cielo, y Júpiter se nos aparece como un simple punto de luz.

Desde luego, la fuente central está enormemente más lejos de nosotros que Júpiter, y si tenemos en cuenta esta distancia, la anchura de la fuente central podría ser de unos 3.000.000.000 de kilómetros. Si la fuente central fuese trasladada (con la imaginación) a la posición de nuestro Sol, presentaría el tamaño de una enorme estrella gigante roja, que llenaría todo el espacio hasta la órbita del lejano Saturno.

Sin embargo, por muy grande que esto sea a escala del Sistema Solar, está muy lejos de serlo lo suficiente como para explicar la energía que brota de aquella fuente. Una estrella ordinaria, como nuestro Sol, irradia energía gracias a la fusión nuclear, pero ninguna cantidad razonable de fusión puede concentrarse en algo del tamaño de la fuente central y producir la cantidad de energía que parece emitir.

La única fuente de energía aún más eficiente es el colapso gravitatorio. Por tanto, la opinión creciente es la de que en el centro de nuestra galaxia —y posiblemente en el centro de todas las galaxias e incluso de todos los racimos globulares perceptibles— hay un agujero negro.

Nuestro propio agujero negro galáctico puede tener una masa un millón de veces mayor que la del Sol; debe de estar creciendo continuamente, engullendo materia de la rica concentración existente en el corazón de la Galaxia —donde las estrellas están distribuidas todavía más densamente que en el núcleo de un racimo globular— y convirtiendo parte de esta masa en la energía que irradia.

Las galaxias más grandes tendrían agujeros negros más masivos e irradiarían aún más energía al engullir materia. Las galaxias activas, tales como las Seyfert —descubiertas por el astrónomo norteamericano Carl Keenan Seyfert (1911-1960)— deben de ser sede de procesos aún más energéticos, que se desarrollan en sus extraordinariamente brillantes centros.

En cuanto a los quasars, que cada vez más son considerados como galaxias super-Seyfert, los acontecimientos que se producen en su centro deben de ser los más violentos de todo el Universo actual.

Tal vez podríamos adquirir una noción de todas estas violencias y superviolencias si estudiásemos detalladamente el centro no tan lejano de nuestra propia Galaxia, centro cuya existencia ni siquiera sospechábamos sesenta años atrás.