CUATROCIENTAS OCTAVAS

 

Me resulta difícil describir mi sentido del humor, a menos que emplee el adjetivo puckish (travieso), que se deriva de la descripción de las jugarretas de Puck en el acto II, escena 1, de El sueño de una noche de verano.

En cambio, mi querida esposa, Janet, prefiere emplear el adjetivo «perverso», y en más de una ocasión he reconocido que una de mis observaciones había dado en el blanco al oír el grito de «¡Oh, Isaac!», proferido por Janet.

En realidad, oigo también aquella exclamación en labios de otras personas. La única con quien me siento a salvo a este respecto es mi hermosa hija, de rubios cabellos y ojos azules (que ahora vive en Nueva Jersey, con su título de asistenta social bellamente enmarcado). Ella nunca dice «¡Oh, Isaac!». Ni pensarlo. Lo que dice es «¡Oh, papá!». Otras observaciones son más difíciles de aceptar.

Una vez, dos de nuestros más queridos amigos tenían que venir a visitarnos, y Janet, mirando de reojo el reloj, dijo:

Quisiera, Isaac, que sacases la basura antes de que lleguen Phyllis y Al.

—Desde luego, querida —respondí, complaciente.

Tomé el cubo de la basura, abrí la puerta, salí al pasillo…, y allí estaban Phyllis y Al, que venían hacia mí, sonriendo ampliamente y extendiendo los brazos para saludarme. Y allí estaba yo, cargado con la basura.

Tenía que solventar la situación con alguna salida ingeniosa. Por consiguiente, dije:

—¡Hola! Precisamente acababa de decirle a Janet que debíais de estar a punto de llegar, y eso pareció recordarle que tenía que sacar la basura.

Y ocurrieron dos cosas: la primera (prevista) fue la angustiada exclamación de Janet dentro del apartamento: «¡Oh, Isaac!», al unísono con una exclamación idéntica de Phyllis.

La segunda fue una carcajada jovial de Al, mientras decía:

—No te preocupes, Janet. Nadie se toma en serio a Isaac.

¡Imaginaos! Con el enorme trabajo que me cuesta escribir serios ensayos para todos los números de Fantasy and Science Fiction, y él ataca mi credibilidad sólo por culpa de mi incorregible jocosidad.

Afortunadamente, sé que todos mis amables lectores me toman ciertamente en serio, y esto me anima a continuar con el tema que insinué en el capítulo anterior.

En el capítulo anterior hablé de espectro de la luz visible y de que William Herschel descubrió, en 1800, que había luz invisible más allá del extremo rojo del espectro, luz a la que ahora llamamos «radiación infrarroja». El espectro solar contiene una octava de luz visible, que se extiende desde una frecuencia de 800 billones de ciclos por segundo en el violeta de onda más corta, hasta la de 400 billones de ciclos por segundo en el rojo de onda más larga. Más allá del rojo, en el espectro solar, existen dos octavas de radiación infrarroja, que descienden hasta una frecuencia de 100 billones de ciclos por segundo.

Pero si hay algo más allá del rojo, ¿no puede haber también algo más allá del violeta?

Esta parte de la historia empieza en 1614, cuando un químico italiano, Angelo Sala (1576-1637), informó de que el nitrato de plata, compuesto perfectamente blanco, se oscurecía al ser expuesto al sol.

Esto ocurre también con otros compuestos de plata, y hoy sabemos qué es lo que sucede. La plata no es un elemento muy activo, y no se aferra con demasiada fuerza a los otros átomos. Las moléculas de un compuesto como el nitrato de plata o el cloruro de plata pueden romperse fácilmente y, cuando esto ocurre, gránulos finísimos de plata metálica se depositan acá y allá entre los pequeños cristales del compuesto. La plata, finamente dividida, es negra, y por eso el compuesto se oscurece.

Las ondas luminosas irradiadas por el sol contienen energía suficiente para dividir las moléculas de los compuestos de plata, y así la luz los oscurece. Esta clase de fenómeno es un ejemplo de «reacción fotoquímica».

Alrededor de 1770, el químico sueco Carl Wilhelm Scheele (1742-1786) estudió el efecto de la luz del sol sobre los compuestos de plata, y tenía a su disposición el espectro solar (cosa que no sucedía con Sala). Scheele empapó finas tiras de papel en soluciones de nitrato de plata y las colocó en diferentes partes del espectro. Quedó claro que los colores eran más eficaces para oscurecer el compuesto, cuanto más se acercaban al extremo violeta del espectro.

Desde luego, esto no sorprende hoy en día, ya que sabemos que la energía de la luz aumenta con su frecuencia. Naturalmente, cuanto más elevada es la energía de un tipo particular de luz, mayor es la probabilidad de que aquel tipo de luz rompa los lazos químicos dentro de la molécula.

Pero entonces, en 1800, Herschel descubrió la radiación infrarroja. Y un químico alemán, Johann Wilhelm Ritter (1776-1810), pensó que también podía haber algo más allá del otro extremo del espectro, y se dispuso a comprobarlo.

En 1801 empapó tiras de papel en una solución de nitrato de plata, como había hecho Scheele treinta años antes. Sin embargo, Ritter colocó tiras más allá del violeta, en una región donde no había luz visible. Descubrió y declaró con gran satisfacción que el oscurecimiento se producía más de prisa en aquella región aparentemente sin luz.

En un principio, la región espectral de más allá del violeta fue denominada «rayos químicos», porque la única manera en que podía estudiarse era a través de sus propiedades fotoquímicas.

Sin embargo, estas mismas propiedades fotoquímicas llevaron al descubrimiento de la fotografía. Los compuestos de plata eran mezclados con un material gelatinoso con el que se embadurnaba una lámina de cristal, que se encerraba en una cámara oscura. Se permitía que la luz brillante penetrase en la cámara durante un breve período de tiempo, y era enfocada sobre el material gelatinoso por medio de una lente. Dondequiera que incidiese la luz habría oscurecimiento, produciéndose así el negativo fotográfico. A partir de éste, podía producirse un positivo fotográfico, que podía ser tratado químicamente de manera que las luces y las sombras quedasen fijadas de modo permanente.

Poco después de que el inventor francés Louis J. M. Daguerre (1789-1851) realizase el primer proceso fotográfico, a duras penas práctico, en 1839, ello fue aprovechado por los científicos para registrar observaciones sobre la luz.

Así, por ejemplo, en 1842, el físico francés Alexandre Edmond Becquerel (1820-1891) tomó la primera fotografía adecuada del espectro solar.

Sucede que el ojo puede ver sólo aquellas frecuencias de luz que producen cambios fotoquímicos apropiados en la retina; es decir, luz con frecuencias que van desde los 800 hasta los 400 billones de ciclos por segundo. La cámara, por su parte, puede detectar aquellas frecuencias de luz que producen roturas químicas y oscurecimiento en los compuestos de plata de la placa fotográfica. Como la luz es menos energética cuanto más corta es la frecuencia, la cámara apenas puede ver la luz roja, que es fácilmente visible para el ojo, y no puede ver en absoluto la radiación infrarroja, como tampoco puede verla el ojo.

Sin embargo, más allá del violeta, donde las frecuencias son todavía más altas y la energía más grande, los compuestos de plata se rompen rápidamente, de modo que la cámara puede ver con facilidad la región de más allá del violeta, cosa que no puede hacer el ojo humano. Becquerel consiguió fotografiar el espectro solar más allá del violeta, y demostró con toda claridad que el espectro resultaba una estructura contínua, sustancialmente más amplia de lo que era ópticamente visible. La región de más allá del violeta contenía incluso líneas espectrales, exactamente igual que las que contenía la región visible.

A partir de entonces, arraigó la costumbre de decir que la región de más allá del violeta consistía en «radiación ultravioleta», siendo «ultra» un prefijo latino que significa «más allá».

En 1852, el físico irlandés George Gabriel Stokes (1819-1903) descubrió que el cuarzo es mucho más transparente a la radiación ultravioleta que el cristal ordinario. Por tanto, construyó prismas y lentes de cuarzo, y comprobó que podía fotografiar una zona más larga de ultravioleta en el espectro solar que la que podía fotografiarse a través de cristal.

Resultó que el espectro solar contenía una franja de radiación ultravioleta desde la longitud de onda de 400 nanómetros de la onda violeta más corta, hasta unos 300 nanómetros. Lo cual representa un poco menos de la mitad de una octava de ultravioleta, desde una frecuencia de 800 billones de ciclos por segundo hasta una de 1.000 billones.

Por consiguiente, el espectro solar contenía una octava de luz visible, incrustada entre dos octavas de radiación infrarroja y un poco menos de media octava de radiación ultravioleta.

La ausencia de una mayor extensión de la radiación ultravioleta resultó ser beneficiosa. La luz produce cambios fotoquímicos en la piel, y los produce con tanta más eficacia cuanto más aumenta la frecuencia. La luz visible surte poco efecto, pero la ultravioleta oscurece la piel al estimular la producción del pigmento oscuro, o melanina. Si una piel en particular es blanca y produce poca melanina (por ejemplo, la mía), enrojece y se quema en lugar de ponerse morena. Si el espectro solar se extendiese más allá de la frecuencia de 1.000 billones de ciclos por segundo, los cambios en el tejido vivo serían mayores y podrían impedir la existencia de toda vida expuesta a la luz del Sol.

Así, pues, el espectro solar incluye radiaciones en una escala de frecuencia que va desde 1.000 billones de ciclos por segundo, en la ultravioleta más corta, hasta 100 billones en la infrarroja más larga. Ahora podemos plantear tres cuestiones:

1. ¿Es eso todo? ¿Es imposible que haya radiaciones de frecuencia superior a 1.000 billones de ciclos por segundo o inferior a 100 billones?

2. Si es posible que haya frecuencias más altas y más bajas que las expuestas, ¿por qué no se manifiestan en el espectro solar? ¿Es el Sol incapaz de producir aquellas frecuencias más altas y más bajas, o son producidas, pero por alguna razón, no llegan hasta nosotros?

3. Y si son posibles frecuencias muy altas y muy bajas, ¿hasta dónde pueden subir o bajar? ¿Existe algún límite?

La primera pregunta fue rápidamente contestada, puesto que a los científicos no les fue muy difícil producir radiaciones ultravioletas de frecuencia más alta y radiaciones infrarrojas de frecuencia más baja que todas las existentes en el espectro solar.

El propio Stokes empleó una chispa eléctrica como fuente de radiación de alta frecuencia. Las chispas emitían luz más rica en ultravioletas —y también en ultravioletas de más alta frecuencia— que la luz del Sol.

Stokes y otros físicos de su época pudieron seguir las radiaciones ultravioletas hasta una longitud de onda de 200 nanómetros, que equivalen a una frecuencia aproximada de 1.500 billones de ciclos por segundo. Esto les dio alrededor de una octava de ultravioletas.

En el Siglo XX, los adelantos de la tecnología fotográfica hicieron ir más allá de los 200 nanómetros en longitud de onda, y llegar incluso hasta 10 nanómetros. La región de frecuencia entre 800 billones y 1.500 billones de ciclos por segundo es a veces denominada «ultravioleta próxima», mientras que la región entre 1.500 billones y 30.000 billones de ciclos por segundo es denominada «ultravioleta lejana».

En lo tocante a la radiación infrarroja, se pudo observar y estudiar una radiación de baja energía, emitida por cuerpos calentados, que producían frecuencias de radiación infrarroja muy inferiores a los 10 billones de ciclos por segundo, que parecían ser el límite en el espectro solar. De hecho, se observaron ondas que se acercaban a 1 milímetro (o sea, 1.000.000 de nanómetros), y 1 milímetro puede tomarse como la longitud de onda límite de la radiación infrarroja. Esto representa una frecuencia de 0,3 billones (o sea, 300 mil millones) de ciclos por segundo.

Entonces, el espectro parecería extenderse desde frecuencias tan pequeñas como 0,3 billones hasta las de 30.000 billones de ciclos por segundo (o desde 3 x 1011 hasta 3 x 1016 ciclos por segundo). Esto representa un total de más de 16 octavas. De éstas, 5 octavas son de radiación ultravioleta, 1 octava es de luz visible y 10 octavas son de radiación infrarroja. La luz invisible supera en 15 veces a la visible.

Pasemos ahora a la segunda pregunta. ¿Por qué es el espectro solar más limitado en ambas direcciones que la radiación que puede estudiarse en los laboratorios? En realidad, los científicos no creyeron que el espectro solar fuese tan limitado como parecía, y la investigación de la atmósfera superior, a comienzos del Siglo XX, demostró que tenían razón.

La atmósfera es opaca a la mayor parte de las radiaciones que no sean las de la octava visible. El ozono, abundante en la atmósfera superior, bloquea la radiación ultravioleta de más corto alcance. La radiación infrarroja de más largo alcance es absorbida por diferentes componentes atmosféricos, como el dióxido de carbono y el vapor de agua.

Si la luz solar hubiese podido estudiarse fuera de la capa atmosférica de la Tierra, sin duda se habría descubierto que tenía un espectro que englobaba toda la gama de radiación ultravioleta e infrarroja y, probablemente, más en ambos sentidos. A mediados del Siglo XX, la luz solar fue estudiada de este modo, y se descubrió que, en realidad, tenía un espectro muy amplio.

Esto nos lleva a la tercera cuestión. ¿Existen límites absolutos a la radiación en ambas direcciones? ¿Existen radiaciones con las longitudes de onda más larga y más corta posibles, o (su equivalencia) con las frecuencias más baja y más alta posibles?

En el estudio de la electricidad y el magnetismo tuvo su origen un intento de responder a esta cuestión.

En un principio, creyeron que se trataba de dos fenómenos independientes; pero, en 1820, el físico danés Hans Christian Oersted (1777-1851) descubrió, casi de una manera accidental, que una corriente eléctrica producía un campo magnético que podía afectar a la aguja de una brújula.

Otros físicos empezaron a investigar inmediatamente este sorprendente estado de cosas, y se descubrió en seguida que, si un conductor pasaba a través de las líneas de fuerza de un campo magnético, podía inducirse una corriente eléctrica en aquel conductor (éste es el fundamento de nuestra moderna sociedad electrificada).

De hecho, cuanto más se extendió la investigación, más íntimamente parecieron estar relacionados la electricidad y el magnetismo. Empezó a sospecharse que no podían existir la una sin el otro, y que no había un campo eléctrico y un campo magnético, sino un «campo electromagnético» combinado.

En 1864, el matemático escocés James Clerk Maxwell (1831-1879) concibió una serie de cuatro ecuaciones relativamente simples que describían, con sorprendente exactitud, todo el comportamiento de los fenómenos electromagnéticos, y con ellas estableció de modo firme y perdurable los cimientos del campo electromagnético.

Así, las dos grandes revoluciones físicas del Siglo XX, la relatividad y los quanta, modificaron casi todo el contenido de la física, incluso la teoría de la gravitación de Isaac Newton, pero dejaron intactas las ecuaciones de Maxwell.

El resultado más inesperado de aquellas ecuaciones fue que Maxwell pudo demostrar que un campo eléctrico de intensidad cambiante podía producir un campo magnético de intensidad cambiante, que, a su vez, producía un campo eléctrico de intensidad cambiante, y así sucesivamente. Los dos efectos se sucedían, por decirlo así, y producían una radiación que tenía las propiedades de una onda transversal que se extendía hacia fuera y, al mismo tiempo, en todas direcciones. Era como dejar caer una piedrecita en la superficie de un estanque en calma, provocando una serie de pequeñas olas que se extendiesen en todas direcciones desde el punto donde ha caído la piedra.

En el caso de un campo electromagnético, el resultado es una «radiación electromagnética».

Maxwell fue capaz de determinar la velocidad de propagación de tal radiación electromagnética, partiendo de sus ecuaciones. Resultó ser igual a la razón de ciertos valores de sus ecuaciones, y esta razón resultó ser de 300.000.000 mseg.

Ésta era precisamente la velocidad de la luz, que tenía también las propiedades de una onda transversal. Maxwell no podía creer que esto fuese una coincidencia. Presumió que la luz era un ejemplo de radiación electromagnética, y que sus longitudes de onda variables dependían de los grados variables en que oscilaban los campos electromagnéticos.

¿Qué campos electromagnéticos?

Maxwell no sabía decirlo, pero sus ecuaciones funcionaban y él estaba convencido de que los campos estaban allí. Sólo después de su prematura muerte se demostró que estaba completamente en lo cierto a tal respecto.

Ahora sabemos que el átomo se compone de partículas subatómicas, dos de las cuales, el electrón y el protón, poseen cargas eléctricas. Ellas provocan la oscilación de los campos electromagnéticos.

Si consideramos esto de una manera que los físicos modernos llamarían no sofisticada, podemos imaginarnos a los electrones girando alrededor de los núcleos atómicos, a la manera de los planetas, oscilando así de un lado del núcleo al otro cientos de billones de veces por segundo. La frecuencia de esta oscilación sería igual a la frecuencia de la onda luminosa inevitablemente producida. Las diferentes frecuencias serían fruto de los diferentes átomos, o de los diferentes electrones de los mismos átomos, o incluso de los mismos electrones de los mismos átomos en condiciones diferentes.

Así, en vez de hablar de un espectro luminoso, nos referimos ahora a un «espectro electromagnético», y todas las frecuencias diferentes en el espectro reflejan las diferentes frecuencias que pueden afectar a un campo electromagnético oscilante. Por consiguiente, no existen distinciones fundamentales entre radiación ultravioleta, luz visible y radiación infrarroja. Representan una continua uniformidad que está inevitablemente dividida en tres clases sólo por el accidente de que algunas frecuencias, y no otras, afectan a los elementos químicos de nuestras retinas, de manera que producen una sensación que nuestro cerebro interpreta como una visión.

En teoría, un campo electromagnético puede oscilar a cualquier frecuencia, de modo que puede producirse una radiación electromagnética de cualquier frecuencia. No parece haber ninguna razón en concreto para que no puedan producirse radiaciones electromagnéticas con frecuencias mucho más bajas que las de la zona infrarroja, o mucho más altas que las de la zona ultravioleta.

Por consiguiente, Maxwell predijo la existencia de radiaciones más allá (incluso mucho más allá) de los límites observados.

Esta predicción se mostró correcta sólo veinticuatro años más tarde, en 1888 (volveré sobre ello en el capítulo siguiente). De haber vivido hasta aquel año, Maxwell habría contado con cincuenta y siete, y habría observado el descubrimiento con gran satisfacción; pero murió prematuramente de cáncer, nueve años antes.

En lo que resta de capítulo, permitidme especular sobre los límites razonables del espectro electromagnético en ambas direcciones.

Al oscilar un campo electromagnético cada vez con más lentitud, la radiación producida es de frecuencia cada vez más baja y de longitud de onda cada vez más larga. Si la oscilación fuese de 300.000 ciclos por segundo (en vez de los cientos de billones requeridos para producir ondas luminosas), tendríamos ondas de un kilómetro de longitud. Si la oscilación fuese de sólo un ciclo por segundo, cada onda tendría 300.000 kilómetros de longitud, etcétera.

Es seguro que, al aumentar las ondas de longitud, disminuye su contenido en energía, y es fácil producir ondas tan largas que ningún instrumento actual fuera capaz de detectar. Sin embargo, podemos suponer que habrá instrumentos cada vez más delicados, y preguntarnos si alcanzaremos alguna vez una longitud de onda tan larga y desprovista de energía que ningún instrumento concebible sirva para registrarla.

Imaginemos, pues, una onda electromagnética tan larga que una sola oscilación alcance toda la anchura del Universo. Cualquier cosa más larga que dicha onda estaría por encima del Universo, por decirlo de algún modo, y no podría influir en nada de lo que hay en él, de modo que no podría ser detectada ni siquiera en principio. Así, daremos por sentado que la anchura del Universo es la más larga longitud de onda que podría tener cualquier radiación electromagnética significativa.

Yo empleo generalmente la cifra de 25.000.000.000 de años luz como diámetro del Universo. (Mi buen amigo John D. Clark, antaño escritor de ciencia-ficción, ha sostenido recientemente que dicha cifra es el doble de lo que debería ser, y posiblemente tenga razón, pero sigamos con ella, aunque sea sólo como diversión). El grado de oscilación para producir una longitud de onda igual al diámetro del Universo sería entonces de un ciclo por 25.000.000.000 de años, o un ciclo por 790.000.000.000.000.000 de segundos. Esto representa, aproximadamente, 10—18 ciclos por segundo.

Supongamos ahora que vamos en la otra dirección, e imaginemos longitudes de onda que sean cada vez más cortas y, por tanto, frecuencias (y energías) que sean cada vez más altas.

Pudiera parecer que aquí no puede haber un límite. El tamaño del Universo, eventualmente, marcaría un límite máximo a la longitud, pero, ¿qué podría fijar un límite mínimo?

Gracias a la teoría de los quanta, hoy sabemos que, cuanto más alta es la frecuencia, más alta es la energía, y podemos imaginar una onda electromagnética tan alta que contenga toda la energía del Universo. No puede haber frecuencias más altas que ésta.

Casi toda la energía del Universo se halla en forma de masa. Supongamos, pues, que pasamos por alto la energía de la radiación electromagnética que ya existe y la energía relativa a los movimientos de masa. Podemos pasar también por alto la posible masa en reposo de los neutrinos, ya que ésta (véase Nothing and All, en Counting the Eons [Contando los eones] publicada por Plaza & Janés. Doubleday, 1983) es por el momento una cuestión muy aleatoria.

Por consiguiente, podemos hacer la razonable presunción de que hay 100.000.000.000 de galaxias en el Universo, y que cada galaxia tiene una masa igual a 100.000.000.000 veces la de nuestro Sol. (Hay galaxias, incluida la nuestra, que tienen una masa considerablemente mayor; pero también las hay que la tienen mucho menor).

En tal caso, la masa del Universo sería igual a 10.000.000.000.000.000.000.000, 1022 veces la del Sol. Como la masa del Sol es de unos 2 x 10 30 kg, la masa del Universo sería de 2 x 1052 kg.

Según la teoría de la relatividad, e=mc2, donde e es la energía, m la masa y c la velocidad de la luz. Según la teoría cuántica, e=hf, donde h es la constante de Plank y f la frecuencia. (En realidad, la frecuencia se representa generalmente con la letra griega «nu», pero no quiero plantear problemas al noble impresor).

Si combinamos las dos ecuaciones, resulta que f=mc2/h. Empleando las unidades correctas (¡confiad en mí!), podemos decir que m es igual a 2 x 1052, c2 es igual a 9 x 1016 y h es igual a 6,6 x 10—34. Desarrollando la ecuación, encontramos una longitud de onda de 2,7 x 10102 ciclos por segundo. La correspondiente longitud de onda de la radiación a tal frecuencia es de 10—94 metros.

Entonces, la extensión total de radiación electromagnética es de 10—18 ciclos por segundo, para una onda de longitud igual a la anchura del Universo, a 2,7 x 10102 ciclos por segundo, para una onda tan corta que contenga la masa del Universo. Se trata, pues, de una extensión de 120 órdenes de magnitud. Hay aproximadamente 10 octavas en 3 órdenes de magnitud; por consiguiente, la extensión total concebible de radiaciones electromagnéticas es de unas 400 octavas.

De éstas, hay poco menos de 100 octavas más allá de la radiación infrarroja, y poco menos de 300 octavas más allá de la ultravioleta. La diminuta banda de radiación ultravioleta, luz visible y radiación infrarroja, abarca 16 octavas entre todas ellas, y representa 125 del total. La luz visible, a una octava, equivale a 1/400 del total.

Según mi opinión, en el momento de la gran explosión primigenia, el Universo debió de aparecer como una sola partícula de tamaño casi cero y de masa universal. Yo llamé «holón» a esta partícula en «Asimetría crucial» (véase Counting the Eons [Contando los eones], DoubleDay, 1983), pero Tom Easton, en el número de agosto de 1979 de Analog, se me anticipó con una noción similar de lo que él llamaba un «monobloque». Bueno, yo desconocía esto entonces, y ahora reconozco de buen grado su prioridad.

El diámetro del holón sería, pues, de 10—94 metros. Compárese esto con un protón, con un diámetro de 10—15 metros. El diámetro de un protón es igual a 1079 veces el de un holón, de donde se desprende que el diámetro del Universo es igual a 1041 veces el de un protón. En consecuencia, un protón sería, en comparación con el holón, mucho más grande que todo el Universo en comparación con un protón.