LISTOS Y A LA ESPERA

 

Acabo de regresar de un crucero «Astronomy Island» a las Bermudas. El objetivo era visitar un lugar de aquella hermosa isla donde pudiésemos contemplar diversos objetos en su claro cielo a través de una variedad de telescopios montados por algunos entusiastas que venían con nosotros.

Siempre es el cielo de julio o agosto, con la semana cuidadosamente escogida para que no haya Luna. Escorpión es siempre visible en el cielo meridional, marcando su ondulado camino hacia el horizonte.

Inmediatamente debajo, y a la izquierda (desde nuestro punto de observación), hay ocho estrellas que, a mi modo de ver, dibujan una tetera perfecta y constituyen la constelación de Sagitario. Junto a la estrella que marca el pico de la tetera, la Vía Láctea se encorva hacia arriba, y a la izquierda es como un débil vapor.

Aquel lugar en Sagitario es la parte más brillante de la Vía Láctea, y si miráis en aquella dirección, estaréis dirigiendo la vista hacia el centro de la galaxia.

Es muy emocionante saber que, aunque no puede verse a través de las nubes de polvo, en algún lugar —precisamente en la dirección en que estáis mirando— hay una región de turbulencia inimaginable que incluye, casi con toda seguridad, un enorme agujero negro.

Y, sin embargo, yo volvía una y otra vez los ojos hacia Antares, la brillante estrella en la constelación de Escorpión, y la observaba fijamente durante un rato.

Tal vez… Tal vez… Tal vez…

La probabilidad de que ocurriese algo mientras observaba era de uno entre muchos billones, pero, por si acaso, quería estar listo y a la espera.

Pero, desde luego, nada sucedió.

¿Qué era lo que esperaba? Bueno, empecemos por el principio.

Alrededor del año 130 a. de J. C., el astrónomo griego Hiparco (190-120 a. de 3. C.) preparó el primer catálogo de estrellas. Hizo una lista de casi 850 estrellas, empleando los nombres que se les daban entonces, y expresó su latitud y su longitud con respecto a la eclíptica —el curso seguido por el Sol sobre el fondo estrellado— y la posición particular del Sol en el equinoccio de primavera.

¿Por qué lo hizo? Según el autor romano Plinio (23-79), que escribió dos siglos más tarde, fue porque había «descubierto una nueva estrella».

Recordad que, antes del invento del telescopio, casi todos los que observaban las estrellas daban por cierto que todas eran observables para las personas de aguda visión. La noción de una estrella invisible parecía contradictoria. Si era invisible, no era una estrella.

Sin embargo, las estrellas varían en brillo, y la mayor parte de ellas son tan opacas que resultan difíciles de ver. ¿No sería posible que algunas de ellas —al menos unas pocas— fuesen tan opacas que la vista humana, por muy aguda que fuese, no pudiese distinguirlas? A nosotros, que pensamos con la brillantez de la visión retrospectiva, aquella posibilidad nos parece ahora tan abrumadoramente lógica, que nos preguntamos cómo pudieron antes dejar de verla.

Lo malo es que, hasta hace aproximadamente cuatro siglos y medio, el hombre vivía en un universo homocéntrico y creía firmemente que el Universo entero había sido creado sólo con el fin de ejercer algún efecto sobre los seres humanos. (Incluso hoy, la mayoría de los seres humanos viven en este universo).

La gente podía argüir que las estrellas existían sólo porque eran tan hermosas que deleitaban nuestros ojos y nos incitaban al arrobo y al romanticismo.

O, de manera más práctica, podían argüir que las estrellas formaban un criptograma complejo, sobre el cual unos objetos móviles, como el Sol, la Luna, los planetas, los cometas y los meteoros, marcaban caminos que podían servir de guía a los humanos.

O, de manera más sublime, podían sostener que las estrellas tenían por objeto influir al alma un sentido de su propia insignificancia, e insinuarle la existencia de un ser superior, más allá del alcance o la comprensión humanos. («Los cielos pregonan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos». Salmos, 19, 2.)

En un universo homocéntrico no tiene sentido imaginar una estrella invisible. ¿Qué objeto tendría? Al no ser vista, no podría servir a la estética, ni al utilitarismo, ni a la religión.

Sin embargo, Hiparco, después de haber contemplado lo bastante el cielo y haber pasado mucho tiempo estudiando la posición de los planetas sobre el fondo estrellado para conocer de memoria la situación de las mil estrellas más brillantes, miró una noche el cielo y vio una que no estaba allí la última vez que había mirado.

Sólo podía suponer que se trataba de una estrella nueva, recién formada. Y también temporal, pues, en definitiva, se desvaneció de nuevo. (Plinio no lo dice así, pero podemos estar seguros de ello).

A Hiparco debió de parecerle que aquella intrusión celeste era un notable acontecimiento, y debió de preguntarse si ocurría con frecuencia. Seguramente no hay informes anteriores sobre nuevas estrellas, pero la silenciosa intromisión podía haber pasado sencillamente inadvertida. Pocos conocían el cielo tan bien como Hiparco, y una ligera irregularidad podía no advertirse. Por consiguiente, preparó su catálogo, con el fin de que, si algún futuro observador de las estrellas tenía la menor sospecha de una novedad, pudiese consultarlo para ver si se había presumido la existencia de una estrella en la posición de la que había sido observada.

Ocasionalmente, aunque con poca frecuencia, se observaron nuevas estrellas en los siglos que siguieron a Hiparco. Una particularmente notable apareció en la constelación de Casiopea el 11 de noviembre de 1572. Un astrónomo danés de veintiséis años, Tycho Brahe (1546-1601), la observó cuidadosamente y escribió sobre ella un libro de cincuenta y dos páginas que le convirtió, de golpe, en el astrónomo más famoso de Europa.

Tycho (generalmente se le conoce por el primer nombre) dio al libro un largo título que, usualmente, se resume en Concerniente a la nueva estrella. Sin embargo, y como escribió en latín, el título debería ser, en realidad, De Nova Stella. Desde entonces, toda «nueva estrella» ha sido llamada nova, que es la palabra latina que significa «nueva[14]».

Y en 1609, Galileo (1564-1642) construyó su primer telescopio, enfocó con él hacia el cielo y advirtió inmediatamente que cada estrella parecía más brillante y que muchas estrellas, demasiado opacas para ser observadas a simple vista, brillaban y se hacían visible gracias a él. Así descubrió que existían numerosas estrellas invisibles, en mayor número que las visibles. Si alguna de ellas se hacía, por alguna razón, lo bastante brillante, se haría percibible a simple vista y, en los tiempos anteriores al telescopio, debió de aparecer como una estrella «nueva».

En 1596, por ejemplo, el astrónomo alemán David Fabricius (1564-1617) había observado una estrella de tercera magnitud en la constelación de la Ballena, que palideció y, en definitiva, desapareció. Él la consideró otra estrella temporal, que había llegado y se había ido, como las que habían observado Hiparco y Tycho. Sin embargo, en el curso del siglo siguiente, la estrella fue vista en el mismo lugar en varias ocasiones. Con el empleo del telescopio se descubrió que estaba siempre allí, pero que variaba de brillo de un modo irregular. Cuando estaba más pálida, era invisible a simple vista, pero podía aumentar de brillo en diferentes grados, haciéndose visible, y en 1779 alcanzó la primera magnitud, aunque sólo temporalmente. Fue denominada Mira («maravillosa»), aunque su nombre más sistemático es Omicron Ceti.

Actualmente, cualquier estrella es clasificada como nova si brilla con fuerza y súbitamente, aunque al principio puede ser tan opaca que, incluso cuando brilla más, sigue siendo invisible a simple vista. También hay estrellas que pueden brillar y oscurecerse con regularidad, pero entonces son «estrellas variables» y no son consideradas novas. Por otra parte, las novas suelen clasificarse como una subdivisión de las estrellas variables.

Ahora que contamos con la ayuda del telescopio, las novas no son tan maravillosas ni tan raras como lo eran antaño. Por término medio, se presentan unas veinticinco al año en nuestra galaxia, aunque la mayor parte de ellas permanecen ocultas, ya que las nubes de polvo sólo nos permiten ver nuestro propio rincón de la galaxia.

Generalmente, la nova llega sin previo aviso, y sólo es detectada al brillar de súbito. Creo que a nadie le ha ocurrido estar mirando una estrella y sorprenderla en el momento en que empezaba a aumentar de brillo. En cambio, tras brillar y ser detectada, puede observarse después de desvanecerse en lo que, probablemente, era antes.

Esas «posnovas» fueron cada vez más estudiadas y, en los años cincuenta, quedó claro que todas ellas, sin excepción, eran binarias próximas. Resultó que una nova era una pareja de estrellas que giraban alrededor de un centro de gravedad común, y tan cerca la una de la otra, que ejercían entre sí una considerable influencia de atracción. Un miembro de la pareja era siempre una estrella blanca enana, mientras que el otro era una estrella normal.

Lo que ocurría está claro. La influencia de atracción de la enana blanca sobre su compañera extraía de ésta materia rica en hidrógeno. Esta materia formaría un anillo alrededor de la enana blanca, girando lentamente en espiral en su dirección. Al acercarse la materia a la enana blanca, se vería sometida a una intensa atracción gravitatoria, que la condensaría y produciría una fusión de hidrógeno en su interior. La estrella blanca enana sería siempre algo más brillante de lo que lo habría sido caso de no haber estado acompañada, debido a la refulgente nube de hidrógeno extraído a su compañera.

De vez en cuando, sin embargo, grandes cuajarones de materia se desprenderían de la estrella principal —sin duda, por una actividad desacostumbrada en su superficie—, y una cantidad relativamente grande de hidrógeno descendería sobre la enana blanca. La explosión resultante produciría una luz muchas veces más intensa que la que podía producir por sí sola la enana blanca, y, vista desde la Tierra, la estrella —mostrándose a nuestros ojos como un solo punto de luz, incluyendo a ambas compañeras— se volvería, de pronto, mucho más brillante de lo que era. Después, el hidrógeno suministrado sería, en definitiva, consumido, y la estrella palidecería y volvería a ser como antes…, hasta la próxima entrega.

Pero eso no es todo.

En 1885 fue vista una estrella en la región central de lo que entonces era conocida como nebulosa de Andrómeda, un lugar donde hasta entonces no se había observado ninguna estrella. Permaneció allí durante un periodo de tiempo y después se extinguió, lentamente, hasta desaparecer. En el momento de su máximo fulgor no fue lo suficientemente brillante como para ser percibida a simple vista, y fue considerada como un ejemplar bastante pobre. No se consideró importante el hecho de que brillase lo bastante como para arrojar casi tanta luz como toda la nebulosa de Andrómeda.

Pero supongamos que la nebulosa de Andrómeda no fuese una acumulación de polvo y gas relativamente cercana (como creían entonces la mayoría de los astrónomos), sino que resultase ser un conjunto de estrellas muy lejano, tan grande y complejo como nuestra propia galaxia. Algunos astrónomos sospechaban esto.

En los años diez, un astrónomo norteamericano, Heber Doust Curtis (1872-1942), estudió la nebulosa de Andrómeda y empezó a observar que se producían pequeños fulgores en su interior. Creyó que eran novas. Si la nebulosa de Andrómeda estaba muy lejos, las estrellas de su interior brillarían tan débilmente que la nebulosa, vista desde la Tierra, parecería una simple niebla. Las novas brillarían hasta poder ser individualmente distinguidas con un buen telescopio, pero serían aún sumamente oscuras en comparación con las estrellas de nuestra propia galaxia.

Curtis localizó un gran número de novas en la nebulosa de Andrómeda, docenas de veces más numerosas que las que aparecían al mismo tiempo en otros sectores de cielo de tamaño similar. Sacó la conclusión de que la nebulosa era, ciertamente, una galaxia y contenía tantas estrellas que las novas debían ser numerosas. Tenía razón. La galaxia de Andrómeda (como sabemos ahora) está a unos 700.000 parsecs de nosotros, o sea más de treinta veces más allá que la estrella más alejada de nuestra galaxia. (Un parsec es igual a 3,26 años luz).

En tal caso, ¿cómo podía la nova de 1885 haber brillado hasta el punto de ser casi percibible a simple vista? En 1918, Curtis sugirió que la nova de 1885 había resultado un caso excepcional, una nova extraordinariamente brillante. De hecho, si la nebulosa de Andrómeda es realmente una galaxia tan grande como la nuestra, la nova de 1885 brilló con la intensidad de toda una galaxia, y fue, temporalmente, muchos miles de millones de veces más luminosa que nuestro Sol. Las novas ordinarias son apenas unos pocos cientos de veces más luminosas (temporalmente) que el Sol.

En los años treinta, el astrónomo suizo Fritz Zwicky (1898 1974) realizó una laboriosa búsqueda de novas de otras galaxias que resplandecían con un brillo galáctico, y llamó «supernovas» a estas estrellas de brillo extraordinario. (La nova de 1885 es llamada ahora «S Andromedae»).

Si bien una nova puede repetirse muchas veces, es decir, cada vez que recibe un gran suministro de hidrógeno de su pareja, las supernovas sólo brillan una vez.

La supernova es una estrella grande que ha consumido todo el carburante de su núcleo y ya no puede mantenerse contra el tirón de su propia gravedad. Entonces, no tiene más alternativa que derrumbarse. Al hacerlo así, la energía cinética del movimiento hacia dentro se convierte en calor, y el hidrógeno, que todavía existe en sus regiones exteriores, es calentado y comprimido hasta el punto de producirse las reacciones de fusión. Todo el hidrógeno se inflama más o menos al mismo tiempo, y la estrella hace explosión; al soltar todo su caudal de energía en un tiempo muy breve, brilla temporalmente con un resplandor que rivaliza con el de toda una galaxia de estrellas ordinarias.

Lo que queda de ella después de la explosión se encoge hasta convertirse en una pequeña estrella de neutrones y, desde luego, nunca vuelve a estallar.

Las supernovas son mucho más raras que las novas, como quizás habréis imaginado. Como máximo, habría una supernova por cada 250 novas ordinarias, poco más o menos. En una galaxia de las dimensiones de la nuestra podría haber una cada diez años, pero la mayor parte de ellas quedarían ocultas por las nubes de polvo existentes entre el lugar de la explosión y nosotros. Quizás una vez cada tres siglos, aparecería una supernova, perceptible a simple vista o a través de nuestros telescopios ópticos en el relativamente pequeño rincón de nuestra galaxia.

Naturalmente, las supernovas son mucho más espectaculares que las novas, vistas ambas a distancias comparables. Entonces hay que preguntar: ¿Se ha visto alguna vez una supernova en nuestro rincón de la galaxia?

La respuesta es: ¡Sí!

La «nueva estrella» vista por Tycho fue, indudablemente, una supernova. Su brillo aumentó rápidamente, hasta ser más intenso que el de Venus. Fue visible durante el día, y por la noche proyectó una débil sombra. Se mantuvo muy brillante durante un par de semanas, y permaneció perceptible a simple vista durante un año y medio, antes de desvanecerse por completo.

En 1604 brilló otra supernova, que fue observada por el astrónomo alemán Juan Kepler (1571-1630). No resultó tan luminosa como la supernova de Tycho, pues nunca brilló más que el planeta Marte. Pero la supernova de Kepler estaba más lejos que la de Tycho.

Esto quiere decir que dos supernovas brillaron intensamente sobre la Tierra en un espacio de treinta y dos años. Si Tycho —que murió en 1601 a la edad de cincuenta y cuatro años— hubiese vivido tres años más, habría podido observar las dos.

Y, sin embargo —tal es la ironía de los acontecimientos—, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde entonces, no ha aparecido una sola supernova local. Los instrumentos de los astrónomos han avanzado de un modo increíble —telescopios, espectroscopios, cámaras, radiotelescopios, satélites—, pero no han captado supernovas. La más cercana visible desde 1604 fue «S Andromedae».

¿Hubo alguna supernova antes de Tycho?

Ciertamente, sí. En 1054 —posiblemente, el 4 de julio, en una notable celebración anticipada—, una supernova brilló en la constelación de Tauro y fue registrada por astrónomos chinos. También ésta, resultó, al principio, más brillante que Venus, y también se desvaneció lentamente. Fue observable a simple vista en las horas diurnas durante tres semanas, y por la noche, durante dos años.

Salvo el Sol y la Luna, fue el objeto más brillante que apareció en el cielo en los tiempos históricos. Aunque parezca extraño, ninguna observación de la supernova de Tauro se menciona en ninguna de las fuentes europeas o arábigas que se conservan.

Pero esta historia tiene una continuación. En 1731, un astrónomo inglés, John Bevis (1693-1771), observó por primera vez una manchita de nebulosidad en Tauro. El astrónomo francés Charles Messier (1730-1817) publicó una relación de objetos nebulosos cuarenta años más tarde, y la nebulosidad de Tauro fue la primera de la lista. Por eso se denomina, a veces, M1.

En 1844, el astrónomo irlandés William Parsons (Lord Rosse, 1800-1867) la estudió y, observando una especie de garras que se extendían en todas direcciones, la llamó Nebulosa del Cangrejo. Es el nombre generalmente aceptado hoy en día.

No sólo se encuentra la nebulosa del Cangrejo en el lugar exacto registrado para la supernova de 1054, sino que es, obviamente, resultado de una explosión. Las nubes de gas de su interior son empujadas hacia fuera a una velocidad que puede medirse. Calculando retrospectivamente, se observa que la explosión se produjo hace nueve siglos.

En 1942, el astrónomo germano-norteamericano Walter Baade (1893-1960) detectó una pequeña estrella en el centro de la nebulosa del Cangrejo. En 1969, aquella estrella fue reconocida como un «pulsar», una estrella de neutrones de rápida rotación. Es el pulsar más joven que se conoce; gira treinta veces por segundo, y es todo lo que queda de la gigantesca estrella que estalló en 1054.

La nebulosa del Cangrejo está a unos 2.000 parsecs de nosotros, lo cual, habida cuenta de las distancias existentes en la galaxia, no resulta muy lejano, y por ello no es de extrañar que su aparición resultase tan magnífica. (Las supernovas más lejanas de 1572 y 1604 no han dejado restos claramente reconocibles).

Sin embargo, pudo haberse producido un acontecimiento aún más asombroso en los tiempos prehistóricos.

Hace aproximadamente 11.000 años, en una época en que el hombre del Oriente Medio no tardaría en desarrollar la agricultura, estalló una estrella que estaba sólo a unos 460 parsecs de nosotros (menos de una cuarta parte de la distancia de la supernova de 1054).

En su momento culminante, la supernova pudo tener un brillo casi igual al de la Luna llena, y esta aparición de una segunda luna, que no se movía sobre el fondo estrellado del cielo ni mostraba un disco o unas fases visibles, y que se desvaneció lentamente, tardando quizá tres años en desaparecer por completo, debió de pasmar a nuestros aún no civilizados antepasados.

Naturalmente, no existen documentos de aquella época (aunque hay algunos símbolos en lugares prehistóricos que pueden indicar que algo desacostumbrado se había observado en el cielo), pero tenemos pruebas indirectas.

En 1930, el astrónomo ruso-norteamericano Otto Struve (1897-1963) detectó una amplia zona de nebulosidad en el cielo, en la constelación de la Vela, que está muy abajo en el cielo meridional, y es totalmente invisible desde posiciones tan septentrionales como Nueva York.

Esta nebulosidad tiene la forma de una concha de gas y polvo, surgidos de la supernova Vela hace 11.000 años. Es la misma clase de fenómeno de la nebulosa del Cangrejo, pero se ha estado extendiendo durante un período de tiempo superior en más de doce veces, por lo cual es mucho más grande.

Fue estudiada detalladamente en los años cincuenta por un astrónomo australiano, Colin S. Gum, y, en consecuencia, es conocida por el nombre de «nebulosa de Gum». El borde más próximo de la nebulosa está sólo a unos 92 parsecs de nosotros, y, al ritmo en que se está extendiendo, puede cruzar el Sistema Solar dentro de más o menos 4.000 años. Sin embargo, la materia que contiene es tan tenue —y lo será más dentro de 4.000 años—, que no es probable que nos afecte de una manera sensible.

¿Cuándo aparecerá la próxima supernova visible? ¿Y qué estrella será la que haga explosión?

Si hubiésemos podido observar una supernova cercana en el proceso de explosión con toda la batería de instrumentos modernos, tal vez podríamos contestar estas preguntas con bastante precisión, pero, como he dicho, estamos acercándonos al final de un desierto de cuatro siglos en lo tocante a estos acontecimientos.

Sin embargo, conocemos unas cuantas cosas. Sabemos, por ejemplo, que cuanto mayor es la masa de una estrella, más rápidamente consume su núcleo de combustible, más breve es su vida como «estrella de orden principal» ordinaria y más rápido y catastrófico es su colapso.

Incluso una estrella tan grande como nuestro Sol expulsará sólo una pequeña fracción de su masa cuando llegue el momento, y después se colapsará hasta convertirse en una enana blanca. La masa expulsada se extenderá hacia fuera, formando lo que llamamos una «nebulosa planetaria», porque se ve como un anillo que rodea una estrella, anillo que, hace cien años, se pensaba que era precursor de la formación de un planeta.

Para que se produzca una verdadera explosión y una postenor reducción hasta una estrella de neutrones, la masa de la estrella tiene que ser, como mínimo, equivalente a 1,4 veces la del Sol, y, probablemente, una explosión notable requerirá una estrella que posea diez o veinte veces la masa del Sol.

Ciertamente, tales estrellas son raras. Puede que entre 200.000 no haya más que una estrella con masa suficiente para producir una supernova importante. Sin embargo, esto deja unas 100.000.000 posibles en nuestra galaxia y tal vez 300.000 en nuestro rincón visible de ella. Estas estrellas gigantescas tienen una vida, en la secuencia principal, de sólo 1 a 10 millones de años —en comparación con los 10 a 12 millones de años del Sol—, por lo cual, a escala astronómica, explotan con frecuencia.

Quizás os preguntéis por qué, si se forman supernovas una vez cada decenio, las estrellas gigantes no han estallado ya. A este ritmo, todas las estrellas gigantes habrían desaparecido en mil millones de años, y la galaxia tiene casi 15 mil millones de años de edad. En realidad, si sólo duran unos pocos millones de años antes de explotar, ¿por qué no desaparecieron todas ellas en la infancia de la galaxia?

La respuesta es que constantemente se están formando más, y que todas las estrellas gigantes que existen ahora en cualquier parte de la galaxia nacieron hace sólo 10 millones de años o menos.

No hay manera de que podamos observarlas continuamente a todas, pero tampoco hace falta. El principio del deslizamiento hacia el estado de supernova es fácilmente observable, y sólo necesitamos concentrar la atención en aquellas que han experimentado dicho comienzo.

Cuando una estrella llega al fin de su estancia en la secuencia principal, empieza a dilatarse. Al hacerlo se vuelve roja, ya que su superficie se enfría con la expansión. Se convierte entonces en una gigante roja. Este paso es universal. En algún tiempo futuro —entre cinco y siete mil millones de años a partir de ahora— nuestro Sol se convertirá en una gigante roja, y la Tierra podría quedar destruida físicamente en el proceso.

Cuanto más masiva sea una estrella, mayor será, naturalmente, la fase de gigante roja; por esto, no debemos buscar sólo estrellas masivas, sino masivas gigantes rojas.

La gigante roja más próxima es Scheat, en la constelación de Pegaso. Está a una distancia de apenas 50 parsecs y su diámetro es, aproximadamente, 110 veces el del Sol. Como gigante roja resulta pequeña, y si no crece más, no tendrá probablemente, una masa mayor que la del Sol, y no llegará nunca a ser una supernova. Si todavía se está dilatando, tendrá que pasar mucho tiempo antes de que estalle.

Mira —a la que he mencionado anteriormente en este mismo capítulo—, está a una distancia de 70 parsecs, tiene un diámetro 420 veces mayor que el del Sol y es definitivamente más masiva que éste.

Pero hay tres gigantes rojas aún más masivas, y todas ellas a una distancia de nosotros de unos 150 parsecs. Una de ellas es Ras Algethi, en la constelación de Hércules, con un diámetro 500 veces superior al del Sol, y otra es Antares, en Escorpión, con un diámetro de 640 veces el del Sol. (Por eso no puedo dejar de observar Antares cuando estoy en las Bermudas. Imaginaos que la estuviese mirando en el momento en que decidiese estallar y pudiese ver cómo aumentaba su brillo hasta ser mucho mayor que el de Venus en el espacio de una hora o menos. ¡Oh!).

Todavía más grande es Betelgeuse, en Orión. Y no sólo es grande, sino también pulsátil, y su brillo varía. Esto podría indicar la inestabilidad que precede a la explotación. Es como si la estrella se fuese encogiendo y entonces, al aumentar la presión en su núcleo, expulsase un poco más de energía y, con ello, volviese a dilatarse. (Esta pulsación se advierte también en Mira).

Sin embargo, los astrónomos han descubierto ahora cuál puede ser la mejor candidata. Es Eta Carinae, en la constelación de Carina. Se trata de una enorme gigante roja, incluso mayor que Betelgeuse, y tiene una masa que se calcula en unas cien veces la del Sol.

Está rodeada por una nube de gas densa y en expansión, que puede significar lo que podríamos considerar como su agonía mortal. Más aún: muestra unos cambios de brillo marcados e irregulares, ya porque está pulsando, ya porque a veces la vemos a través de desgarrones en la nube envolvente, y a veces la vemos oscurecida.

Desde luego, puede llegar a ser muy brillante. En 1840 era la segunda estrella del cielo en brillo, superada solamente por Sirio (aunque, con toda seguridad, Eta Carinae está más de mil veces más alejada de nosotros que Sirio).

En este momento, Eta Carinae es demasiado opaca para ser observada a simple vista. Sin embargo, su radiación es absorbida por la nube envolvente e irradiada como infrarroja. Podemos hacernos una idea de la energía que emite si consideramos que es el objeto, fuera de nuestro propio Sistema Solar, que emite una radiación infrarroja más intensa en el cielo.

Por último, los astrónomos han detectado recientemente en la nube nitrógeno que ésta expulsa, y consideran que también esto indica una fase avanzada en los cambios de la presupernova. Lo más probable parece ser que Eta Carinae no dure más de 10.000 años, aunque podría estallar mañana. Como la luz tardó 9.000 años en viajar desde Eta Carinae hasta nosotros, es posible que la estrella haya estallado ya y que la luz de la explosión esté en camino. En todo caso, los astrónomos están apercibidos y a la espera.

¿Alguna pega? ¡Dos!

Primera: Eta Carinae está, aproximadamente, a 2.750 parsecs de nosotros, casi veinte veces más lejos que Betelgeuse, y el brillo de la supernova estará un tanto mitigado por la enorme distancia.

Segunda: la constelación, Carina, está muy alejada en el cielo meridional, y cuando la supernova llegue, no será visible en Europa ni en la mayor parte de los Estados Unidos.

Pero no se puede pedir todo.