Una pareja inusitada

LAS HELADAS del invierno mataron de pulmonía a varias sing song girls en el barrio chino, sin que Tao Chi'en lograra salvarlas. Un par de veces lo llamaron cuando aún estaban vivas y alcanzó a llevárselas, pero fallecieron en sus brazos delirando de fiebre pocas horas más tarde. Para entonces los discretos tentáculos de su compasión se extendían a lo largo y ancho de Norteamérica, desde San Francisco hasta Nueva York, desde el Río Grande hasta Canadá, pero tan descomunal esfuerzo era apenas un grano de sal en aquel océano de desdicha. Le iba bien en su práctica de medicina y lo que lograba ahorrar o conseguía mediante la caridad de algunos ricos clientes, lo destinaba a comprar a las criaturas más jóvenes en los remates. En ese submundo ya lo conocían: tenía reputación de degenerado. No habían visto salir con vida a ninguna de las muchachitas que adquiría «para sus experimentos», como decía, pero a nadie le importaba lo que sucedía tras su puerta. Como zhong yi era el mejor, mientras no hiciera escándalo y se limitara a esas criaturas, que de todos modos eran poco más que animales, lo dejaban en paz. A las preguntas curiosas, su leal ayudante, el único que podía dar alguna información, se limitaba a explicar que los extraordinarios conocimientos de su patrón, tan útiles para sus pacientes, provenían de sus misteriosos experimentos. Para entonces Tao Chi'en se había trasladado a una buena casa entre dos edificios en el límite de Chinatown, a pocas cuadras de la plaza de la Unión, donde tenía su clínica, vendía sus remedios y escondía a las chicas hasta que pudieran viajar. Eliza había aprendido los rudimentos necesarios de chino para comunicarse a un nivel primario, el resto lo improvisaba con pantomima, dibujos y unas cuantas palabras de inglés. El esfuerzo valía la pena, eso era mucho mejor que hacerse pasar por el hermano sordomudo del doctor. No podía escribir ni leer chino, pero reconocía las medicinas por el olor y para más seguridad marcaba los frascos con un código de su invención. Siempre había un buen número de pacientes esperando turno para las agujas de oro, las yerbas milagrosas y el consuelo de la voz de Tao Chi'en. Más de alguno se preguntaba cómo ese hombre tan sabio y afable podía ser el mismo que coleccionaba cadáveres y concubinas infantiles, pero como no se sabía con certeza en qué consistían sus vicios, la comunidad lo respetaba. No tenía amigos, es cierto, pero tampoco enemigos. Su buen nombre escapaba los confines de Chinatown y algunos doctores americanos solían consultarlo cuando sus conocimientos resultaban inútiles, siempre con gran sigilo, pues habría sido una humillación pública admitir que un «celestial» tuviera algo que enseñarles. Así le tocó atender a ciertos personajes importantes de la ciudad y conocer a la célebre Ah Toy.

La mujer lo hizo llamar al enterarse que había aliviado a la esposa de un juez. Sufría de una sonajera de castañuelas en los pulmones, que a ratos amenazaba con asfixiarla. El primer impulso de Tao Chi'en fue negarse, pero luego lo venció la curiosidad de verla de cerca y comprobar por sí mismo la leyenda que la rodeaba. A sus ojos era una víbora, su enemiga personal. Conociendo lo que Ah Toy significaba para él, Eliza le puso en el maletín arsénico suficiente para despachar a un par de bueyes.

—Por si acaso… —explicó.

—Por si acaso ¿qué?

—Imagínate que esté muy enferma. No querrás que sufra, ¿verdad? A veces hay que ayudar a morir…

Tao Chi'en se rio de buena gana, pero no retiró el frasco de su maletín. Ah Toy lo recibió en uno de sus «pensionados» de lujo, donde el cliente pagaba mil dólares por sesión, pero se iba siempre satisfecho. Además, tal como sostenía ella: «Si necesita preguntar el precio, este lugar no es para usted». Una criada negra en uniforme almidonado le abrió la puerta y lo condujo a través de varias salas, donde deambulaban hermosas jóvenes vestidas de seda. Comparadas con sus hermanas menos afortunadas, vivían como princesas, comían tres veces al día y se daban baños diarios. La casa, un verdadero museo de antigüedades orientales y artilugios americanos, olía a tabaco, perfumes rancios y polvo. Eran las tres de la tarde, pero las gruesas cortinas permanecían cerradas, en esos cuartos no entraba jamás una brisa fresca. Ah Toy lo recibió en un pequeño escritorio atiborrado de muebles y jaulas de pájaros. Resultó más pequeña, joven y bella de lo imaginado. Estaba cuidadosamente maquillada, pero no llevaba joyas, vestía con sencillez y no usaba las uñas largas, indicio de fortuna y ocio. Se fijó en sus pies minúsculos enfundados en zapatillas blancas. Tenía la mirada penetrante y dura, pero hablaba con una voz acariciante que le recordó a Lin. Maldita sea, suspiró Tao Chi'en, derrotado a la primera palabra. La examinó impasible, sin revelar su repugnancia ni turbación, sin saber qué decirle, porque reprocharle su tráfico no sólo era inútil, también peligroso y podía llamar la atención sobre sus propias actividades. Le recetó mahuang para el asma y otros remedios para enfilar el hígado, advirtiéndole secamente que mientras viviera encerrada tras esos cortinajes fumando tabaco y opio, sus pulmones seguirían gimiendo. La tentación de dejarle el veneno, con la instrucción de tomar una cucharita al día, lo rozó como una mariposa nocturna y se estremeció, confundido ante ese instante de duda, porque hasta entonces creía que no le alcanzaba la ira para matar a nadie. Salió deprisa, seguro de que en vista de sus rudas maneras, la mujer no volvería a llamarlo.

—¿Bueno? —preguntó Eliza al verlo llegar.

—Nada.

—¡Cómo nada! ¿Ni siquiera tenía un poquito de tuberculosis? ¿No se morirá?

—Todos vamos a morir. Esta se morirá de vieja. Es fuerte como un búfalo.

—Así es la gente mala.

Por su parte, Eliza sabía que se encontraba ante una bifurcación definitiva en su camino y la dirección escogida determinaría el resto de su vida. Tao Chi'en tenía razón: debía darse un plazo. Ya no podía ignorar la sospecha de haberse enamorado del amor y estar atrapada en el trastorno de una pasión de leyenda, sin asidero alguno en la realidad. Trataba de recordar los sentimientos que la impulsaron a embarcarse en esa tremenda aventura, pero no lo lograba. La mujer en que se había convertido, poco tenía en común con la niña enloquecida de antes. Valparaíso y el cuarto de los armarios pertenecían a otro tiempo, a un mundo que iba desapareciendo en la bruma. Se preguntaba mil veces por qué anheló tanto pertenecer en cuerpo y espíritu a Joaquín Andieta, cuando en verdad nunca se sintió totalmente feliz en sus brazos, y sólo podía explicarlo porque fue su primer amor. Estaba preparada cuando él apareció a descargar unos bultos en su casa, el resto fue cosa del instinto. Simplemente obedeció al más poderoso y antiguo llamado, pero eso había ocurrido hacía una eternidad a siete mil millas de distancia. Quién era ella entonces y qué vio en él, no podía decirlo, pero sabía que su corazón ya no andaba por esos rumbos. No sólo se había cansado de buscarlo, en el fondo prefería no encontrarlo, pero tampoco podía continuar aturdida por las dudas. Necesitaba una conclusión de esa etapa para iniciar en limpio un nuevo amor.

A finales de noviembre no soportó más la zozobra y sin decir palabra a Tao Chi'en fue al periódico a hablar con el célebre Jacob Freemont. La hicieron pasar a la sala de redacción, donde trabajaban varios periodistas en sus escritorios, rodeados de un desorden apabullante. Le señalaron una pequeña oficina tras una puerta vidriada y hacia allá se encaminó. Se quedó de pie frente a la mesa, esperando que ese gringo de patillas rojas levantara la vista de sus papeles. Era un individuo de mediana edad, con la piel pecosa y un dulce aroma a velas. Escribía con la mano izquierda, tenía la frente apoyada en la derecha y no se le veía la cara, pero entonces, por debajo del aroma a cera de abejas, ella percibió un olor conocido que le trajo a la memoria algo remoto e impreciso de la infancia. Se inclinó un poco hacia él, olisqueando con disimulo, en el instante mismo en que el periodista alzó la cabeza. Sorprendidos, quedaron mirándose a una distancia incómoda y por fin ambos se echaron hacia atrás. Por su olor ella lo reconoció, a pesar de los años, los lentes, las patillas y la vestimenta de yanqui. Era el eterno pretendiente de Miss Rose, el mismo inglés que acudía puntual a las tertulias de los miércoles en Valparaíso. Paralizada, no pudo escapar.

—¿Qué puedo hacer por ti, muchacho? —preguntó Jacob Todd quitándose los lentes para limpiarlos con su pañuelo.

La perorata que había preparado se le borró a Eliza de la cabeza. Se quedó con la boca abierta y el sombrero en la mano, segura de que si ella lo había reconocido, él también; pero el hombre se colocó cuidadosamente los lentes y repitió la pregunta sin mirarla.

—Es por Joaquín Murieta… —balbuceó y la voz le salió más aflautada que nunca.

—¿Tienes información sobre el bandido? —se interesó el periodista de inmediato.

—No, no… Al contrario, vengo a preguntarle por él. Necesito verlo.

—Tienes un aire familiar, muchacho… ¿acaso nos conocemos?

—No lo creo, señor.

—¿Eres chileno?

—Sí.

—Yo viví en Chile hace algunos años. Bonito país. ¿Para qué quieres ver a Murieta?

—Es muy importante.

—Me temo que no puedo ayudarte. Nadie sabe su paradero.

—¡Pero usted ha hablado con él!

—Sólo cuando Murieta me llama. Se pone en contacto conmigo cuando quiere que alguna de sus hazañas aparezcan en el diario. No tiene nada de modesto, le gusta la fama.

—¿En qué idioma se entiende usted con él?

—Mi español es mejor que su inglés.

—Dígame, señor, ¿tiene acento chileno o mexicano?

—No sabría decirlo. Te repito, muchacho, no puedo ayudarte —replicó el periodista poniéndose de pie para dar término a ese interrogatorio, que empezaba a molestarle.

Eliza se despidió brevemente y él se quedó pensando con un aire de perplejidad mientras la veía alejarse en el barullo de la sala de redacción. Ese joven le parecía conocido, pero no lograba ubicarlo. Varios minutos más tarde, cuando su visitante se había retirado, se acordó del encargo del capitán John Sommers y la imagen de la niña Eliza pasó como un relámpago por su memoria. Entonces relacionó el nombre del bandido con el de Joaquín Andieta y entendió por qué ella lo buscaba. Ahogó un grito y salió corriendo a la calle, pero la joven había desaparecido.

El trabajo más importante de Tao Chi'en y Eliza Sommers comenzaba en las noches. En la oscuridad disponían de los cuerpos de las infortunadas que no podían salvar y llevaban a las demás al otro extremo de la ciudad, donde sus amigos cuáqueros. Una a una las niñas salían del infierno para lanzarse a ciegas a una aventura sin retorno. Perdían la esperanza de regresar a China o reencontrarse con sus familias, algunas no volvían a hablar en su lengua ni a ver otro rostro de su raza, debían aprender un oficio y trabajar duramente por el resto de sus vidas, pero cualquier cosa resultaba un paraíso comparado con la vida anterior. Las que Tao conseguía rescatar se adaptaban mejor. Habían viajado en cajones y habían sido sometidas a la lascivia y brutalidad de los marineros, pero todavía no estaban completamente quebradas y mantenían cierta capacidad de redención. Las otras, libradas en el último instante de la muerte en el «hospital», nunca perdían el miedo que, como una enfermedad de la sangre, las quemaría por dentro hasta el último día. Tao Chi'en esperaba que con el tiempo aprendieran al menos a sonreír de vez en cuando. Apenas recuperaban sus fuerzas y entendían que nunca más tendrían que someterse a un hombre por obligación, pero siempre serían fugitivas, las conducían al hogar de sus amigos abolicionistas, parte del underground railroad, como llamaban a la organización clandestina dedicada a socorrer a los esclavos evadidos, a la cual también pertenecía el herrero James Morton y sus hermanos. Recibían a los refugiados provenientes de estados esclavistas y los ayudaban a instalarse en California, pero en este caso debían operar en dirección contraria, sacando a las niñas chinas de California para llevarlas lejos de los traficantes y las pandillas criminales, buscarles un hogar y alguna forma de ganarse la vida. Los cuáqueros asumían los riesgos con fervor religioso: para ellos se trataba de inocentes mancilladas por la maldad humana, que Dios había puesto en su camino como prueba. Las acogían de tan buena gana, que a menudo ellas reaccionaban con violencia o terror; no sabían recibir afecto, pero la paciencia de esas buenas gentes iba poco a poco venciendo su resistencia. Les enseñaban unas cuantas frases indispensables en inglés, les daban una idea de las costumbres americanas, les mostraban un mapa para que supieran al menos dónde se encontraban, y trataban de iniciarlas en algún oficio, mientras esperaban que llegara Babalú, el Malo, a buscarlas.

El gigante había encontrado al fin la mejor forma de dar buen uso a sus talentos: era un viajero incansable, gran trasnochador y amante de la aventura. Al verlo aparecer, las sing song girls corrían despavoridas a esconderse y se requería mucha persuasión de parte de sus protectores para tranquilizarlas. Babalú había aprendido una canción en chino y tres trucos de malabarismo, que utilizaba para deslumbrarlas y mitigar el espanto del primer encuentro, pero no renunciaba por ningún motivo a sus pieles de lobo, su cráneo rapado, sus aros de filibustero y su formidable armamento. Se quedaba un par de días, hasta convencer a sus protegidas de que no era un demonio y no intentaba devorarlas, enseguida partía con ellas de noche. Las distancias estaban bien calculadas para llegar al amanecer a otro refugio, donde descansaban durante el día. Se movilizaban a caballo; un coche resultaba inútil, porque buena parte del trayecto se hacía a campo abierto, evitando los caminos. Había descubierto que era mucho más seguro viajar en la oscuridad, siempre que uno supiera ubicarse, porque los osos, las culebras, los forajidos y los indios dormían, como todo el mundo. Babalú las dejaba a salvo en manos de otros miembros de la vasta red de la libertad. Terminaban en granjas de Oregón, lavanderías en Canadá, talleres de artesanía en México, otras se empleaban como sirvientas de familia y no faltaban algunas que se casaban. Tao Chi'en y Eliza solían recibir noticias por medio de James Morton, quien seguía la pista de cada fugitivo rescatado por su organización. De vez en cuando les llegaba un sobre de algún lugar remoto y al abrirlo hallaban un papel con un nombre mal garabateado, unas flores secas o un dibujo, entonces se felicitaban porque otra de las sing song girls se había salvado.

A veces a Eliza le tocaba compartir por algunos días su habitación con una niña recién rescatada, pero tampoco ante ella revelaba su condición de mujer, que sólo Tao conocía. Disponía de la mejor pieza de la casa al fondo del consultorio de su amigo. Era un aposento amplio con dos ventanas que daban a un pequeño patio interior, donde cultivaban plantas medicinales para el consultorio y yerbas aromáticas para cocinar. Fantaseaban a menudo con cambiarse a una casa más grande y tener un verdadero jardín, no sólo para fines prácticos, sino también para recreo de la vista y regocijo de la memoria, un lugar donde crecieran las más bellas plantas de China y de Chile y hubiera una glorieta para sentarse a tomar té por las tardes y admirar la salida del sol sobre la bahía en las madrugadas. Tao Chi'en había notado el afán de Eliza por convertir la casa en un hogar, el esmero con que limpiaba y ordenaba, su constancia para mantener discretos ramos de flores frescas en cada habitación. No había tenido antes ocasión de apreciar tales refinamientos; creció en total pobreza, en la mansión del maestro de acupuntura faltaba una mano de mujer para convertirla en hogar y Lin era tan frágil, que no le alcanzaban las fuerzas para ocuparse de tareas domésticas. Eliza en cambio, tenía el instinto de los pájaros para hacer nido. Invertía en acomodar la casa parte de lo que ganaba tocando el piano un par de noches a la semana en un saloon y vendiendo «empanadas» y tortas en el barrio de los chilenos. Así había adquirido cortinas, un mantel de damasco, tiestos para la cocina, platos y copas de porcelana. Para ella las buenas maneras en que se había criado eran esenciales, convertía en una ceremonia la única comida al día que compartían, presentaba los platos con primor y enrojecía de satisfacción cuando él celebraba sus afanes. Los asuntos cuotidianos parecían resolverse solos, como si de noche espíritus generosos limpiaran el consultorio, pusieran al día los archivos, entraran discretamente a la habitación de Tao Chi'en para lavar su ropa, pegar sus botones, cepillar sus trajes y cambiar el agua de las rosas sobre su mesa.

—No me agobies de atenciones, Eliza.

—Dijiste que los chinos esperan que las mujeres los sirvan.

—Eso es en China, pero yo nunca tuve esa suerte… Me estás malcriando.

—De eso se trata. Miss Rose decía que para dominar a un hombre hay que acostumbrarlo a vivir bien y cuando se porta mal, el castigo consiste en suprimir los mimos.

—¿No se quedó soltera Miss Rose?

—Por decisión propia, no por falta de oportunidades.

—No pienso portarme mal, pero después ¿cómo viviré solo?

—Nunca vivirás solo. No eres del todo feo y siempre habrá una mujer de pies grandes y mal carácter dispuesta a casarse contigo —replicó y él se echó a reír encantado.

Tao había comprado muebles finos para el aposento de Eliza, el único de la casa decorado con cierto lujo. Paseando juntos por Chinatown, ella solía admirar el estilo de los muebles tradicionales chinos. «Son muy hermosos, pero pesados. El error es poner demasiados», decía. Le regaló una cama y un armario de madera oscura tallada y después ella eligió una mesa, sillas y un biombo de bambú. No quiso una colcha de seda, como se usaría en China, sino una de aspecto europeo, de lino blanco bordado con grandes almohadones del mismo material.

—¿Estás seguro que quieres hacer este gasto, Tao?

—Estás pensando en las sing song girls

—Sí.

—Tú misma has dicho que todo el oro de California no podría comprarlas a todas. No te preocupes, tenemos suficiente.

Eliza retribuía de mil formas sutiles: discreción para respetar su silencio y sus horas de estudio, esmero en secundarlo en el consultorio, valor en la tarea de rescate de las niñas. Sin embargo, para Tao Chi'en el mejor regalo era el invencible optimismo de su amiga, que lo obligaba a reaccionar cuando las sombras amenazaban con envolverlo por completo. «Si andas triste pierdes fuerza y no puedes ayudar a nadie. Vamos a dar un paseo, necesito oler el bosque. Chinatown huele a salsa de soya» y se lo llevaba en coche a las afueras de la ciudad. Pasaban el día al aire libre correteando como muchachos, esa noche él dormía como un bendito y despertaba de nuevo vigoroso y alegre.

El capitán John Sommers atracó en el puerto de Valparaíso el 15 de marzo de 1853, agotado con el viaje y las exigencias de su patrona, cuyo capricho más reciente consistía en acarrear a remolque desde el sur de Chile un trozo de glaciar del tamaño de un barco ballenero. Se le había ocurrido fabricar sorbetes y helados para la venta, en vista de que los precios de las verduras y frutas habían bajado mucho desde que empezó a prosperar la agricultura en California. El oro había atraído a un cuarto de millón de inmigrantes en cuatro años, pero la bonanza estaba pasando. A pesar de ello, Paulina Rodríguez de Santa Cruz no pensaba moverse más de San Francisco. Había adoptado en su fiero corazón a esa ciudad de heroicos advenedizos, donde aún no existían las clases sociales. Ella misma supervisaba la construcción de su futuro hogar, una mansión en la punta de un cerro con la mejor vista de la bahía, pero esperaba su cuarto hijo y quería tenerlo en Valparaíso, donde su madre y sus hermanas la mimarían hasta el vicio. Su padre había sufrido una oportuna apoplejía, que le dejó medio cuerpo paralizado y el cerebro reblandecido. La invalidez no cambió el carácter de Agustín del Valle, pero le metió el susto de la muerte y, naturalmente, del infierno. Partir al otro mundo con una ristra de pecados mortales a la espalda no era buena idea, le había repetido incansable su pariente, el obispo. Del mujeriego y rajadiablo que fuera, nada quedaba, no por arrepentimiento, sino porque su cuerpo machucado era incapaz de esos trotes. Oía misa diaria en la capilla de su casa y soportaba estoico las lecturas de los Evangelios y los inacabables rosarios que su mujer recitaba. Nada de eso, sin embargo, lo volvió más benigno con sus inquilinos y empleados. Seguía tratando a su familia y al resto del mundo como un déspota, pero parte de la conversión fue un súbito e inexplicable amor por Paulina, la hija ausente. Se le olvidó que la había repudiado por escapar del convento para casarse con aquel hijo de judíos, cuyo nombre no podía recordar porque no era un apellido de su clase. Le escribió llamándola su favorita, la única heredera de su temple y su visión para los negocios, suplicándole que volviera al hogar, porque su pobre padre deseaba abrazarla antes de morir. ¿Es cierto que el viejo está muy mal?, preguntó Paulina, esperanzada, en una carta a sus hermanas. Pero no lo estaba y seguramente viviría muchos años jorobando a los demás desde su sillón de lisiado. En todo caso, al capitán Sommers le tocó transportar en ese viaje a su patrona con sus chiquillos malcriados, las sirvientas irremediablemente mareadas, el cargamento de baúles, dos vacas para la leche de los niños y tres perritos falderos con cintas en las orejas, como los de las cortesanas francesas, que reemplazaron al chucho ahogado en alta mar durante el primer viaje. Al capitán la travesía le pareció eterna y lo espantaba la idea de que dentro de poco debería conducir a Paulina y su circo de vuelta a San Francisco. Por primera vez en su larga vida de navegante pensó retirarse a pasar en tierra firme el tiempo que le quedaba en este mundo. Su hermano Jeremy lo aguardaba en el muelle y lo condujo a la casa, disculpando a Rose, que sufría de migraña.

—Ya sabes, siempre se enferma para el cumpleaños de Eliza. No ha podido reponerse de la muerte de la muchacha —explicó.

—De eso quiero hablarles —replicó el capitán.

Miss Rose no supo cuánto amaba a Eliza hasta que le faltó, entonces sintió que la certeza del amor maternal le llegaba demasiado tarde. Se culpaba por los años en que la quiso a medias, con un cariño arbitrario y caótico; las veces que se olvidaba de su existencia, demasiado ocupada en sus frivolidades, y cuando se acordaba descubría que la chiquilla había estado en el patio con las gallinas durante una semana. Eliza había sido lo más parecido a una hija que jamás tendría; por casi diecisiete años fue su amiga, su compañera de juegos, la única persona en el mundo que la tocaba. A Miss Rose le dolía el cuerpo de pura y simple soledad. Echaba de menos los baños con la niña, cuando chapoteaban felices en el agua aromatizada con hojas de menta y romero. Pensaba en las manos pequeñas y hábiles de Eliza lavándole el cabello, masajeándole la nuca, puliéndole las uñas con un trozo de gamuza, ayudándola a peinarse. Por las noches se quedaba esperando, con el oído atento a los pasos de la muchacha trayéndole su copita de licor anisado. Ansiaba sentir una vez más en la frente su beso de buenas noches. Miss Rose ya no escribía y suspendió por completo las tertulias musicales que antes constituían el eje de su vida social. La coquetería también se le pasó y estaba resignada a envejecer sin gracia, «a mi edad sólo se espera de una mujer que tenga dignidad y huela bien», decía. Ningún vestido nuevo salió de sus manos en esos años, seguía usando los mismos de antes y ni cuenta se daba de que ya no estaban a la moda. La salita de costura permanecía abandonada y hasta la colección de bonetes y sombreros languidecía en cajas, porque había optado por el manto negro de las chilenas para salir a la calle. Ocupaba sus horas releyendo a los clásicos y tocando piezas melancólicas en el piano. Se aburría con determinación y método, como un castigo. La ausencia de Eliza se convirtió en buen pretexto para llevar luto por las penas y pérdidas de sus cuarenta años de vida, sobre todo la falta de amor. Eso lo sentía como una espina bajo la uña, un constante dolor en sordina. Se arrepentía de haberla criado en la mentira; no podía entender por qué inventó la historia de la cesta con las sábanas de batista, la improbable mantita de visón y las monedas de oro, cuando la verdad habría sido mucho más reconfortante. Eliza tenía derecho a saber que el adorado tío John era en realidad su padre, que ella y Jeremy eran sus tíos, que pertenecía a la familia Sommers y no era una huérfana recogida por caridad. Recordaba horrorizada cuando la arrastró hasta el orfelinato para darle un susto, ¿qué edad tenía entonces? Ocho o diez, una criatura. Si pudiera empezar de nuevo sería una madre muy diferente… De partida, la habría apoyado cuando se enamoró, en vez de declararle la guerra; si lo hubiera hecho, Eliza estaría viva, suspiraba, era culpa suya que al huir encontrara la muerte. Debió acordarse de su propio caso y entender que a las mujeres de su familia el primer amor las trastornaba. Lo más triste era no tener con quién hablar de ella, porque también Mama Fresia había desaparecido y su hermano Jeremy apretaba los labios y salía de la habitación si la mencionaba. Su pesadumbre contaminaba todo a su alrededor, en los últimos cuatro años la casa tenía un aire denso de mausoleo, la comida había decaído tanto, que ella se alimentaba de té con galletas inglesas. No había conseguido una cocinera decente y tampoco la había buscado con mucho ahínco. La limpieza y el orden la dejaban indiferente; faltaban flores en los jarrones y la mitad de las plantas del jardín languidecían por falta de cuidado. Durante cuatro inviernos las cortinas floreadas del verano colgaban en la sala sin que nadie se diera el trabajo de cambiarlas al final de la temporada.

Jeremy no hacía reproches a su hermana, comía cualquier mazamorra que le pusieran por delante y nada decía cuando sus camisas aparecían mal planchadas y sus trajes sin cepillar. Había leído que las mujeres solteras solían sufrir peligrosas perturbaciones. En Inglaterra habían desarrollado una cura milagrosa para la histeria, que consistía en cauterizar con hierros al rojo ciertos puntos, pero aquellos adelantos no habían llegado a Chile, donde todavía se empleaba agua bendita para esos males. En todo caso, era un asunto delicado, difícil de mencionar ante Rose. No se le ocurría cómo consolarla, el hábito de discreción y silencio entre ellos era muy antiguo. Procuraba complacerla con regalos comprados de contrabando en los barcos, pero nada sabía de mujeres y llegaba con objetos horrendos que pronto desaparecían al fondo de los armarios. No sospechaba cuántas veces su hermana se acercó cuando él fumaba en su sillón, a punto de desplomarse a sus pies, apoyar la cabeza en sus rodillas y llorar hasta nunca acabar, pero en el último instante retrocedía asustada, porque entre ellos cualquier palabra de afecto sonaba como ironía o imperdonable sentimentalismo. Tiesa y triste, Rose mantenía las apariencias por disciplina, con la sensación de que sólo el corsé la sostenía y al quitárselo se desmoronaba en pedazos. De su alborozo y sus travesuras nada quedaba; tampoco de sus atrevidas opiniones, sus gestos de rebeldía o su impertinente curiosidad. Se había convertido en lo que más temía: una solterona victoriana. «Es el cambio, a esta edad las mujeres se desequilibran» opinó el boticario alemán y le recetó valeriana para los nervios y aceite de hígado de bacalao para la palidez.

El capitán John Sommers reunió a sus hermanos en la biblioteca para contarles la noticia.

—¿Se acuerdan de Jacob Todd?

—¿El tipo que nos estafó con el cuento de las misiones en Tierra del Fuego? —preguntó Jeremy Sommers.

—El mismo.

—Estaba enamorado de Rose, si mal no recuerdo —sonrió Jeremy, pensando que al menos se habían librado de tener aquel mentiroso por cuñado.

—Se cambió el nombre. Ahora se llama Jacob Freemont y está convertido en periodista en San Francisco.

—¡Vaya! De manera que es cierto que en los Estados Unidos cualquier truhan puede empezar de nuevo.

—Jacob Todd pagó su falta de sobra. Me parece espléndido que exista un país que ofrece una segunda oportunidad.

—¿Y el honor no cuenta?

—El honor no es lo único, Jeremy.

—¿Hay algo más?

—¿Qué nos importa Jacob Todd? Supongo que no nos has reunido para hablar de él, John —balbuceó Rose tras su pañuelo empapado en perfume de vainilla.

—Estuve con Jacob Todd, Freemont, mejor dicho, antes de embarcarme. Me aseguró que vio a Eliza en San Francisco.

Miss Rose creyó que por primera vez en su vida iba a desmayarse. Sintió el corazón disparado, las sienes a punto de explotarle y una oleada de sangre en la cara. No pudo articular ni una palabra, sofocada.

—¡A ese hombre nada se le puede creer! Nos dijiste que una mujer juró haber conocido a Eliza a bordo de un barco en 1849 y no tenía dudas de que había muerto —alegó Jeremy Sommers paseándose a grandes trancos por la biblioteca.

—Cierto, pero era una mujerzuela y tenía el broche de turquesas que yo le regalé a Eliza. Pudo haberlo robado y mintió para protegerse. ¿Qué razón tendría Jacob Freemont para engañarme?

—Ninguna, sólo que es farsante por naturaleza.

—Basta, por favor —suplicó Rose, haciendo un colosal esfuerzo por sacar la voz—. Lo único que importa es que alguien vio a Eliza, que no está muerta, que podemos encontrarla.

—No te hagas ilusiones, querida. ¿No ves que este es un cuento fantástico? Será un golpe terrible para ti comprobar que es una falsa noticia —la previno Jeremy.

John Sommers les dio los pormenores del encuentro entre Jacob Freemont y Eliza, sin omitir que la chica estaba vestida de hombre y tan cómoda en su ropa, que el periodista no dudó que se trataba de un muchacho. Agregó que partieron ambos al barrio chileno a preguntar por ella, pero no sabían qué nombre usaba y nadie pudo, o quiso, darles su paradero. Explicó que Eliza sin duda fue a California a reunirse con su enamorado, pero algo salió mal y no se encontraron, puesto que el propósito de su visita a Jacob Freemont fue averiguar sobre un pistolero de nombre parecido.

—Debe ser él. Joaquín Andieta es un ladrón. De Chile salió escapando de la justicia —masculló Jeremy Sommers.

No había sido posible ocultarle la identidad del enamorado de Eliza. Miss Rose también debió confesarle que solía visitar a la madre de Joaquín Andieta para averiguar noticias y que la desdichada mujer, cada vez más pobre y enferma, estaba convencida de que su hijo había muerto. No había otra explicación para su largo silencio, sostenía. Había recibido una carta de California, fechada en febrero de 1849, una semana después de su llegada, en la cual le anunciaba sus planes de partir a los placeres y reiteraba su promesa de escribirle cada quince días. Luego nada más: había desaparecido sin dejar huellas.

—¿No les parece extraño que Jacob Todd reconociera a Eliza fuera de contexto y vestida de hombre? —preguntó Jeremy Sommers—. Cuando la conoció era una chiquilla. ¿Cuántos años hace de eso? Por lo menos seis o siete. ¿Cómo podía imaginar que Eliza estaba en California? Esto es absurdo.

—Hace tres años yo le conté lo que sucedió y él me prometió buscarla. Se la describí en detalle, Jeremy. Por lo demás, a Eliza nunca le cambió mucho la cara; cuando se fue todavía parecía una niña. Jacob Freemont la buscó por un buen tiempo, hasta que le dije que posiblemente había muerto. Ahora me prometió volver a intentarlo, incluso piensa contratar a un detective. Espero traerles noticias más concretas en el próximo viaje.

—¿Por qué no olvidamos este asunto de una vez por todas? —suspiró Jeremy.

—¡Porque es mi hija, hombre, por Dios! —exclamó el capitán.

—¡Yo iré a California a buscar a Eliza! —interrumpió Miss Rose, poniéndose de pie.

—¡Tú no irás a ninguna parte! —explotó su hermano mayor.

Pero ella ya había salido. La noticia fue una inyección de sangre nueva para Miss Rose. Tenía la certeza absoluta de que encontraría a su hija adoptiva y por primera vez en cuatro años existía una razón para continuar viviendo. Descubrió admirada que sus antiguas fuerzas estaban intactas, agazapadas en algún lugar secreto de su corazón, listas para servirle como la habían servido antes. El dolor de cabeza desapareció por encanto, transpiraba y sus mejillas estaban rojas de euforia cuando llamó a las criadas para que la acompañaran al cuarto de los armarios a buscar maletas.

En mayo de 1853 Eliza leyó en el periódico que Joaquín Murieta y su secuaz, Jack Tres-Dedos, atacaron un campamento de seis pacíficos chinos, los ataron por las coletas y los degollaron; después dejaron las cabezas colgando de un árbol, como racimo de melones. Los caminos estaban tomados por los bandidos, nadie andaba seguro por esa región, había que movilizarse en grupos numerosos y bien armados. Asesinaban mineros americanos, aventureros franceses, buhoneros judíos y viajeros de cualquier raza, pero en general no atacaban a indios ni mexicanos, de ellos se encargaban los gringos. La gente aterrorizada trancaba puertas y ventanas, los hombres vigilaban con los rifles cargados y las mujeres se escondían, porque ninguna quería caer en manos de Jack Tres-Dedos. De Murieta, en cambio, se decía que jamás maltrataba a una mujer y en más de una ocasión salvó a una joven de ser mancillada por los facinerosos de su pandilla. Las posadas negaban hospedaje a los viajeros, porque temían que uno de ellos fuera Murieta. Nadie lo había visto en persona y las descripciones se contradecían, aunque los artículos de Freemont habían ido creando una imagen romántica del bandido, que la mayor parte de los lectores aceptaba como verdadera. En Jackson se formó el primer grupo de voluntarios para dar caza a la banda, pronto había compañías de vengadores en cada pueblo y se desató una cacería humana sin precedentes. Nadie que hablara español estaba libre de sospecha, en pocas semanas hubo más linchamientos apresurados de los que hubo en los cuatro años anteriores. Bastaba hablar español para convertirse en enemigo público y echarse encima la ira de los sheriffs y alguaciles. El colmo de la burla fue cuando la banda de Murieta huía de una partida de soldados americanos, que les iba pisando los talones, y se desvió brevemente para atacar un campamento de chinos. Los soldados llegaron segundos después y encontraron a varios muertos y a otros agonizando. Decían que Joaquín Murieta se ensañaba con los asiáticos porque rara vez se defendían, aunque estuvieran armados; tanto lo temían los «celestiales» que su sólo nombre producía una estampida de pánico entre ellos. Sin embargo, el rumor más persistente era que el bandido estaba armando un ejército y, en complicidad con ricos rancheros mexicanos de la región, pensaba provocar una revuelta, sublevar a la población española, masacrar a los americanos y devolver California a México o convertirla en república independiente.

Ante el clamor popular, el gobernador firmó un decreto autorizando al capitán Harry Love y un grupo de veinte voluntarios para dar caza a Joaquín Murieta en un plazo de tres meses. Se le asignó un sueldo de ciento cincuenta dólares al mes a cada hombre, lo cual no era mucho, teniendo en cuenta que debían financiar sus caballos, armas y provisiones, pero a pesar de ello, la compañía estaba lista para ponerse en camino en menos de una semana. Había una recompensa de mil dólares por la cabeza de Joaquín Murieta. Tal como señaló Jacob Freemont en el periódico, se condenaba a un hombre a muerte sin conocer su identidad, sin haber probado sus crímenes y sin juicio, la misión del capitán Love equivalía a un linchamiento. Eliza sintió una mezcla de terror y alivio, que no supo explicar. No deseaba que esos hombres mataran a Joaquín, pero tal vez eran los únicos capaces de encontrarlo; sólo pretendía salir de la incertidumbre, estaba cansada de dar manotazos a las sombras. De todos modos, era poco probable que el capitán Love tuviera éxito donde tantos otros habían fracasado, Joaquín Murieta parecía invencible. Decían que sólo una bala de plata podía matarlo, porque le habían vaciados dos pistolas a quemarropa en el pecho y seguía galopando por la región de Calaveras.

—Si esa bestia es tu enamorado, más vale que nunca lo encuentres —opinó Tao Chi'en, cuando ella le mostró los recortes de los periódicos coleccionados por más de un año.

—Creo que no lo es…

—¿Cómo sabes?

En sueños veía a su antiguo amante con el mismo traje gastado y las camisas deshilachadas, pero limpias y bien planchadas, de los tiempos en que se amaron en Valparaíso. Aparecía con su aire trágico, sus ojos intensos y su olor a jabón y sudor fresco, la tomaba de la manos como entonces y le hablaba enardecido de la democracia. A veces yacían juntos sobre el montón de cortinas en el cuarto de los armarios, lado a lado, sin tocarse, completamente vestidos, mientras a su alrededor crujían las maderas azotadas por el viento del mar. Y siempre, en cada sueño, Joaquín tenía una estrella de luz en la frente.

—¿Y eso qué significa? —quiso saber Tao Chi'en.

—Ningún hombre malo tiene luz en la frente.

—Es sólo un sueño, Eliza.

—No es uno, Tao, son muchos sueños…

—Entonces estás buscando al hombre equivocado.

—Tal vez, pero no he perdido el tiempo —replicó ella, sin dar más explicaciones.

Por primera vez en cuatro años volvía a tener conciencia de su cuerpo, relegado a un plano insignificante desde el instante en que Joaquín Andieta se despidió de ella en Chile, aquel funesto 22 de diciembre de 1848. En su obsesión por encontrar a ese hombre renunció a todo, incluso su feminidad. Temía haber perdido por el camino su condición de mujer para convertirse en un raro ente asexuado. Algunas veces, cabalgando por cerros y bosques, expuesta a la inclemencia de todos los vientos, recordaba los consejos de Miss Rose, que se lavaba con leche y jamás permitía un rayo de sol sobre su piel de porcelana, pero no podía detenerse en semejantes consideraciones. Soportaba el esfuerzo y el castigo porque no tenía alternativa. Consideraba su cuerpo, como sus pensamientos, su memoria o su sentido del olfato, parte inseparable de su ser. Antes no entendía a qué se refería Miss Rose cuando hablaba del alma, porque no lograba diferenciarla de la unidad que ella era, pero ahora empezaba a vislumbrar su naturaleza. Alma era la parte inmutable de sí misma. Cuerpo, en cambio, era esa bestia temible que después de años invernando despertaba indómita y llena de exigencias. Venía a recordarle el ardor del deseo que alcanzó a saborear brevemente en el cuarto de los armarios. Desde entonces no había sentido verdadera urgencia de amor o de placer físico, como si esa parte de ella hubiera permanecido profundamente dormida. Lo atribuyó al dolor de haber sido abandonada por su amante, al pánico de verse encinta, a su paseo por los laberintos de la muerte en el barco, al trauma del aborto. Estuvo tan machucada, que el terror de verse otra vez en tales circunstancias fue más fuerte que el ímpetu de la juventud. Pensaba que por el amor se pagaba un precio demasiado alto y era mejor evitarlo por completo, pero algo se le había dado vuelta por dentro en los últimos dos años junto a Tao Chi'en y de pronto el amor, como el deseo, le parecía inevitable. La necesidad de vestirse de hombre empezaba a pesarle como una carga. Recordaba la salita de costura, donde seguro en esos momentos Miss Rose estaría haciendo otro de sus primorosos vestidos, y la abrumaba una oleada de nostalgia por aquellas delicadas tardes de su infancia, por el té de las cinco en las tazas que Miss Rose había heredado de su madre, por las correrías comprando frivolidades de contrabando en los barcos. ¿Y qué sería de Mama Fresia? La veía refunfuñando en la cocina, gorda y tibia, olorosa a albahaca, siempre con un cucharón en la mano y una olla hirviendo sobre la estufa, como una afable hechicera. Sentía una añoranza apremiante por esa complicidad femenina de antaño, un deseo perentorio de sentirse mujer nuevamente. En su habitación no había un espejo grande para observar a aquella criatura femenina que luchaba por imponerse. Quería verse desnuda. A veces despertaba al amanecer afiebrada por sueños impetuosos en que a la imagen de Joaquín Andieta con una estrella en la frente, se sobreponían otras visiones surgidas de los libros eróticos que antes leía en voz alta a las palomas de la Rompehuesos. En aquel entonces lo hacía con notable indiferencia, porque esas descripciones nada evocaban en ella, pero ahora venían a penarle en sueños como lúbricos espectros. A solas en su hermoso aposento de muebles chinos, aprovechaba la luz del amanecer filtrándose débilmente por las ventanas para dedicarse a la arrobada exploración de sí misma. Se despojaba del pijama, miraba con curiosidad las partes de su cuerpo que alcanzaba a ver y recorría a tientas las otras, como hacía años atrás en la época en que descubría el amor. Comprobaba que había cambiado poco. Estaba más delgada, pero también parecía más fuerte. Las manos estaban curtidas por el sol y el trabajo, pero el resto era tan claro y liso como lo recordaba. Le parecía pasmoso que después de tanto tiempo aplastados bajo una faja, todavía tuviera los mismos pechos de antes, pequeños y firmes, con los pezones como garbanzos. Se soltaba la melena, que no se había cortado en cuatro meses y peinaba en una apretada cola en la nuca, cerraba los ojos y agitaba la cabeza con placer ante el peso y la textura de animal vivo de su pelo. Le sorprendía esa mujer casi desconocida, con curvas en los muslos y en las caderas, con cintura breve y un vello crespo y áspero en el pubis, tan diferente al cabello liso y elástico de la cabeza. Levantaba un brazo para medir su extensión, apreciar su forma, ver de lejos sus uñas; con la otra mano palpaba su costado, el relieve de las costillas, la cavidad de la axila, el contorno del brazo. Se detenía en los puntos más sensibles de la muñeca y el doblez del codo, preguntándose si Tao sentiría las mismas cosquillas en las mismas partes. Tocaba su cuello, dibujaba las orejas, el arco de las cejas, la línea de los labios; recorría con un dedo el interior de la boca y luego se lo llevaba a los pezones, que se erguían al contacto de la saliva caliente. Pasaba con firmeza las manos por sus nalgas, para aprender su forma, y luego con liviandad, para sentir la tersura de la piel. Se sentaba en su cama y se palpaba desde los pies hasta las ingles, sorprendida de la casi imperceptible pelusa dorada que había aparecido sobre sus piernas. Abría los muslos y tocaba la misteriosa hendidura de su sexo, mórbida y húmeda; buscaba el capullo del clítoris, centro mismo de sus deseos y confusiones, y al rozarlo acudía de inmediato la visión inesperada de Tao Chi'en. No era Joaquín Andieta, de cuyo rostro escasamente podía acordarse, sino su fiel amigo quien venía a nutrir sus febriles fantasías con una mezcla irresistible de abrazos ardientes, de suave ternura y de risa compartida. Después se olía las manos, maravillada de ese poderoso aroma de sal y frutas maduras que emanaba de su cuerpo.

Tres días después de que el gobernador pusiera precio a la cabeza de Joaquín Murieta, ancló en el puerto de San Francisco el vapor «Northener» con doscientos setenta y cinco sacos de correo y Lola Montez. Era la cortesana más famosa de Europa, pero ni Tao Chi'en ni Eliza habían oído jamás su nombre. Estaban en el muelle por casualidad, habían ido a buscar una caja de medicinas chinas que traía un marinero desde Shanghai. Creyeron que la causa del tumulto de carnaval era el correo, nunca se había recibido un cargamento tan abundante, pero los petardos de fiesta los sacaron de su error. En esa ciudad acostumbrada a toda suerte de prodigios, se había juntado una multitud de hombres curiosos por ver a la incomparable Lola Montez, quien había viajado por el Istmo de Panamá precedida por el redoble de tambores de su fama. Descendió del bote en brazos de un par de afortunados marineros, que la depositaron en tierra firme con reverencias dignas de una reina. Y esa era exactamente la actitud de aquella célebre amazona mientras recibía los vítores de sus admiradores. La batahola cogió a Eliza y Tao Chi'en de sorpresa, porque no sospechaban el linaje de la bella, pero rápidamente los espectadores los pusieron al día. Se trataba de una irlandesa, plebeya y bastarda, que se hacía pasar por una noble bailarina y actriz española. Danzaba como un ganso y de actriz sólo tenía una inmoderada vanidad, pero su nombre convocaba imágenes licenciosas de grandes seductoras, desde Dalila hasta Cleopatra, y por eso acudían a aplaudirla delirantes muchedumbres. No iban por su talento, sino para comprobar de cerca su perturbadora malignidad, su legendaria hermosura y su fiero temperamento. Sin más talento que desfachatez y audacia, llenaba teatros, gastaba como un ejército, coleccionaba joyas y amantes, sufría epopéyicas rabietas, había declarado la guerra a los jesuitas y salido expulsada de varias ciudades, pero su máxima hazaña consistía en haber roto el corazón de un rey. Ludwig I de Baviera fue un buen hombre, avaro y prudente durante sesenta años, hasta que ella le salió al paso, le dio un par de vueltas mortales y lo dejó convertido en un pelele. El monarca perdió el juicio, la salud y el honor, mientras ella esquilmaba las arcas reales de su pequeño reino. Todo lo que quiso se lo dio el enamorado Ludwig, incluso un título de condesa, mas no pudo conseguir que sus súbditos la aceptaran. Los pésimos modales y descabellados caprichos de la mujer provocaron el odio de los ciudadanos de Munich, quienes terminaron por lanzarse en masa a la calle para exigir la expulsión de la querida del rey. En vez de desaparecer calladamente, Lola enfrentó a la turba armada con una fusta para caballos y la habrían hecho picadillo si sus fieles sirvientes no la meten a viva fuerza en un coche para colocarla en la frontera. Desesperado, Ludwig I abdicó al trono y se dispuso a seguirla al exilio, pero sin corona, poder ni cuenta bancaria, de poco servía el caballero y la beldad simplemente lo plantó.

—Es decir, no tiene más mérito que la mala fama —opinó Tao Chi'en.

Un grupo de irlandeses desengancharon los caballos del coche de Lola, se colocaron en sus lugares y la arrastraron hasta su hotel por calles tapizadas de pétalos de flores. Eliza y Tao Chi'en la vieron pasar en gloriosa procesión.

—Es lo único que faltaba en este país de locos —suspiró el chino, sin una segunda mirada para la bella.

Eliza siguió el carnaval por varias cuadras, entre divertida y admirada, mientras a su alrededor estallaban cohetes y tiros al aire. Lola Montez llevaba el sombrero en la mano, tenía el cabello negro partido al centro con rizos sobre las orejas y ojos alucinados de un color azul nocturno, vestía una falda de terciopelo obispal, blusa con encajes en el cuello y los puños y una chaqueta corta de torero recamada de mostacillas. Tenía una actitud burlona y desafiante, plenamente consciente de que encarnaba los deseos más primitivos y secretos de los hombres y simbolizaba lo más temido por los defensores de la moral; era un ídolo perverso y el papel le encantaba. En el entusiasmo del momento alguien le lanzó un puñado de oro en polvo, que quedó adherido a sus cabellos y a su ropa como un aura. La visión de esa joven mujer, triunfante y sin miedo, sacudió a Eliza. Pensó en Miss Rose, como hacía cada vez más a menudo, y sintió una oleada de compasión y ternura por ella. La recordó azorada en su corsé, la espalda recta, la cintura estrangulada, transpirando bajo sus cinco enaguas, «siéntate con las piernas juntas, camina derecha, no te apures, habla bajito, sonríe, no hagas morisquetas porque te llenarás de arrugas, cállate y finge interés, a los hombres les halaga que las mujeres los escuchen». Miss Rose, con su olor a vainilla, siempre complaciente… Pero también la recordó en la bañera, apenas cubierta por una camisa mojada, los ojos brillantes de risa, el cabello alborotado, las mejillas rojas, libre y contenta, cuchicheando con ella, «una mujer puede hacer lo que quiera, Eliza, siempre que lo haga con discreción». Sin embargo, Lola Montez lo hacía sin la menor prudencia; había vivido más vidas que el más bravo aventurero y lo hacía hecho desde su altiva condición de hembra bien plantada. Esa noche Eliza llegó a su cuarto pensativa y abrió sigilosamente la maleta de sus vestidos, como quien comete una falta. La había dejado en Sacramento cuando partió en persecución de su amante la primera vez, pero Tao Chi'en la había guardado con la idea de que algún día el contenido podría servirle. Al abrirla, algo cayó al suelo y comprobó sorprendida que era su collar de perlas, el precio que había pagado a Tao Chi'en por introducirla al barco. Se quedó largo rato con las perlas en la mano, conmovida. Sacudió los vestidos y los puso sobre su cama, estaban arrugados y olían a sótano. Al día siguiente los llevó a la mejor lavandería de Chinatown.

—Voy a escribir una carta a Miss Rose, Tao —anunció.

—¿Por qué?

—Es como mi madre. Si yo la quiero tanto, seguro ella me quiere igual. Han pasado cuatro años sin noticias, debe creer que estoy muerta.

—¿Te gustaría verla?

—Claro, pero eso es imposible. Voy a escribir sólo para tranquilizarla, pero sería bueno que ella pudiera contestarme, ¿te importa que le dé esta dirección?

—Quieres que tu familia te encuentre… —dijo él y se le quebró la voz.

Ella se quedó mirándolo y se dio cuenta que nunca había estado tan cerca de alguien en este mundo, como en ese instante lo estaba de Tao Chi'en. Sintió a ese hombre en su propia sangre, con tal antigua y feroz certeza, que se maravilló del tiempo transcurrido a su lado sin advertirlo. Lo echaba de menos, aunque lo veía todos los días. Añoraba los tiempos despreocupados en que fueron buenos amigos, entonces todo parecía más fácil, pero tampoco deseaba volver atrás. Ahora había algo pendiente entre ellos, algo mucho más complejo y fascinante que la antigua amistad.

Sus vestidos y enaguas habían regresado de la lavandería y estaban sobre su cama, envueltos en papel. Abrió la maleta y sacó sus medias blancas y sus botines, pero dejó el corsé. Sonrió ante la idea de que nunca se había vestido de señorita sin ayuda, luego se puso las enaguas y se probó uno a uno los vestidos para elegir el más apropiado para la ocasión. Se sentía forastera en esa ropa, se enredó con las cintas, los encajes y los botones, necesitó varios minutos para abrocharse los botines y encontrar el equilibrio debajo de tantas enaguas, pero con cada prenda que se ponía iba conquistando sus dudas y afirmando su deseo de volver a ser mujer. Mama Fresia la había prevenido contra el albur de la feminidad, «te cambiará el cuerpo, se te nublarán las ideas y cualquier hombre podrá hacer contigo lo que le venga gana», decía, pero ya no la asustaban esos riesgos.

Tao Chi'en había terminado de atender al último enfermo del día. Estaba en mangas de camisa, se había quitado la chaqueta y la corbata, que siempre usaba por respeto a sus pacientes, de acuerdo al consejo de su maestro de acupuntura. Transpiraba, porque todavía no se ponía el sol y ese había sido uno de los pocos días calientes del mes de julio. Pensó que nunca se acostumbraría a los caprichos del clima en San Francisco, donde el verano tenía cara de invierno. Solía amanecer un sol radiante y a la pocas horas entraba una espesa neblina por el Golden Gate o se dejaba caer el viento del mar. Estaba colocando las agujas en alcohol y ordenando sus frascos de medicinas, cuando entró Eliza. El ayudante había partido y en esos días no tenían ninguna sing song girl a su cargo, estaban solos en la casa.

—Tengo algo para ti, Tao —dijo ella.

Entonces él levantó la vista y de la sorpresa se le cayó el frasco de las manos. Eliza llevaba un elegante vestido oscuro con cuello de encaje blanco. La había visto sólo dos veces con ropa femenina cuando la conoció en Valparaíso, pero no había olvidado su aspecto de entonces.

—¿Te gusta?

—Siempre me gustas —sonrió él, quitándose los lentes para admirarla de lejos.

—Este es mi vestido de domingo. Me lo puse porque quiero hacerme un retrato. Toma, esto es para ti —y le pasó una bolsa.

—¿Qué es?

—Son mis ahorros… para que compres otra niña, Tao. Pensaba ir a buscar a Joaquín este verano, pero no lo haré. Ya sé que jamás lo encontraré.

—Parece que todos vinimos buscando algo y encontramos otra cosa.

—¿Qué buscabas tú?

—Conocimiento, sabiduría, ya no me acuerdo. En cambio encontré a las sing song girls y mira el descalabro en que estoy metido.

—¡Qué poco romántico eres, hombre por Dios! Por galantería debes decir que también me encontraste a mí.

—Te habría encontrado de todos modos, eso estaba predestinado.

—No me vengas con el cuento de la reencarnación…

—Exacto. En cada encarnación volveremos a encontrarnos hasta resolver nuestro karma.

—Suena espantoso. En todo caso, no volveré a Chile, pero tampoco seguiré ocultándome, Tao. Ahora quiero ser yo.

—Siempre has sido tú.

—Mi vida está aquí. Es decir, si tú quieres que te ayude…

—¿Y Joaquín Andieta?

—Tal vez la estrella en la frente significa que está muerto. ¡Imagínate! Hice este tremendo viaje en balde.

—Nada es en balde. En la vida no se llega a ninguna parte, Eliza, se camina no más.

—Lo que hemos caminado juntos no ha estado mal. Acompáñame, voy a hacerme un retrato para enviar a Miss Rose.

—¿Puedes hacerte otro para mí?

Se fueron a pie y de la mano a la plaza de la Unión, donde se habían instalado varias tiendas de fotografía, y escogieron la más vistosa. En la ventana se exhibía una colección de imágenes de los aventureros del 49: un joven de barba rubia y expresión determinada, con el pico y la pala en los brazos; un grupo de mineros en mangas de camisa, la vista fija en la cámara, muy serios; chinos a la orilla de un río; indios lavando oro con cestas de fino tejido; familias de pioneros posando junto a sus vagones. Los daguerrotipos se habían puesto de moda, eran el vínculo con los seres lejanos, la prueba de que vivieron la aventura del oro. Decían que en las ciudades del Este muchos hombres que jamás estuvieron en California, se retrataban con herramientas de minero. Eliza estaba convencida de que el extraordinario invento de la fotografía había destronado definitivamente a los pintores, que rara vez daban con el parecido.

—Miss Rose tiene un retrato suyo con tres manos, Tao. Lo pintó un artista famoso, pero no me acuerdo el nombre.

—¿Con tres manos?

—Bueno, el pintor le puso dos, pero ella le agregó otra. Su hermano Jeremy casi se muere al verlo.

Deseaba poner su daguerrotipo en un fino marco de metal dorado y terciopelo rojo, para el escritorio de Miss Rose. Llevaba las cartas de Joaquín Andieta para perpetuarlas en la fotografía antes de destruirlas. Por dentro la tienda parecía las bambalinas de un pequeño teatro, había telones de glorietas floridas y lagos con garzas, columnas griegas de cartón, guirnaldas de rosas y hasta un oso embalsamado. El fotógrafo resultó ser un hombrecillo apurado que hablaba a tropezones y caminaba a saltos de rana sorteando los trastos de su estudio. Una vez acordados los detalles, instaló a Eliza ante una mesa con las cartas de amor en la mano y le colocó una barra metálica en la espalda con un soporte para el cuello, bastante parecida a la que le ponía Miss Rose durante las lecciones de piano.

—Es para que no se mueva. Mire la cámara y no respire.

El hombrecillo desapareció detrás de un trapo negro, un instante después un fogonazo blanco la cegó y un olor a chamusquina la hizo estornudar. Para el segundo retrato dejó de lado las cartas y pidió a Tao Chi'en que la ayudara a ponerse el collar de perlas.

Al día siguiente Tao Chi'en salió muy temprano a comprar el periódico, como siempre hacía antes de abrir la oficina, y vio los titulares a seis columnas: habían matado a Joaquín Murieta. Regresó a la casa con el diario apretado contra el pecho, pensando cómo se lo diría a Eliza y cómo lo recibiría ella.

Al amanecer del 24 de julio, después de tres meses de cabalgar por California dando palos de ciego, el capitán Harry Love y sus veinte mercenarios llegaron al valle de Tulare. Para entonces ya estaban hartos de perseguir fantasmas y correr tras pistas falsas, el calor y los mosquitos los tenían de pésimo talante y empezaban a odiarse unos a otros. Tres meses de verano cabalgando al garete por esos cerros secos con un sol hirviente sobre la cabeza era mucho sacrificio para la paga recibida. Habían visto en los pueblos los avisos ofreciendo mil dólares de recompensa por la captura del bandido. En varios habían garabateado debajo: «yo pago cinco mil», firmado por Joaquín Murieta. Estaban haciendo el ridículo y sólo quedaban tres días para que se cumpliera el plazo estipulado; si regresaban con las manos vacías, no verían un céntimo de los mil dólares del gobernador. Pero ese debió ser su día de buena suerte, porque justamente cuando ya perdían la esperanza, tropezaron con un grupo de siete desprevenidos mexicanos acampando bajo unos árboles.

Más tarde el capitán diría que llevaban trajes y aperos de gran lujo y tenían los más finos corceles, razón de más para despertar su recelo, por eso se acercó a exigirles que se identificaran. En vez de obedecer, los sospechosos corrieron intempestivamente a sus caballos, pero antes de que lograran montar fueron rodeados por los guardias de Love. El único que ignoró olímpico a los atacantes y avanzó hacia su caballo como si no hubiera oído la advertencia fue quien parecía el jefe. Sólo llevaba un cuchillo de monte en el cinto, sus armas colgaban de la montura, pero no las alcanzó porque el capitán le puso su pistola en la frente. A pocos pasos los otros mexicanos observaban atentos, listos para acudir en ayuda de su jefe al primer descuido de los guardias, diría Love en su informe. De pronto hicieron un desesperado intento de fuga, tal vez con la intención de distraer a los guardias, mientras su jefe montaba de un salto formidable en su brioso alazán y huía rompiendo filas. No llegó muy lejos, sin embargo, porque un tiro de fusil hirió al animal, que rodó por tierra vomitando sangre. Entonces el jinete, que no era otro que el célebre Joaquín Murieta, sostuvo el capitán Love, echó a correr como un gamo y no les quedó otra alternativa que vaciar sus pistolas sobre el pecho del bandido.

—No disparen más, ya han hecho su trabajo —dijo antes de caer lentamente, vencido por la muerte.

Esa era la versión dramatizada de la prensa y no había quedado ningún mexicano vivo para contar su versión de los hechos. El valiente capitán Harry Love procedió a cortar de un sablazo la cabeza del supuesto Murieta. Alguien se fijó que otra de las víctimas tenía una mano deforme y asumieron de inmediato que se trataba de Jack Tres-Dedos, de modo que también lo decapitaron y de paso le rebanaron la mano mala. Partieron los veinte guardias al galope rumbo al próximo pueblo, que quedaba a varias millas de distancia, pero hacía un calor de infierno y la cabeza de Jack Tres-Dedos estaba tan perforada a balazos que empezó a desmigajarse y la tiraron por el camino. Perseguido por las moscas y el mal olor, el capitán Harry Love comprendió que debía preservar los despojos o no llegaría con ellos a San Francisco a cobrar su merecida recompensa, así es que los puso en sendos frascos de ginebra. Fue recibido como un héroe: había librado a California del peor bandido de su historia. Pero el asunto no era del todo claro, señaló Jacob Freemont en su reportaje, la historia olía a confabulación. De partida, nadie podía probar que los hechos ocurrieron como decían Harry Love y sus hombres, y resultaba algo sospechoso que después de tres meses de infructuosa búsqueda, cayeran siete mexicanos justo cuando el capitán más los necesitaba. Tampoco había quien pudiera identificar a Joaquín Murieta; él se presentó a ver la cabeza y no pudo asegurar que fuera la del bandido que conoció, aunque había cierto parecido, dijo.

Durante semanas exhibieron en San Francisco los despojos del presunto Joaquín Murieta y la mano de su abominable secuaz Jack Tres Dedos, antes de llevarlas en viaje triunfal por el resto de California. Las colas de curiosos daban vuelta a la manzana y no quedó nadie sin ver de cerca tan siniestros trofeos. Eliza fue de las primeras en presentarse y Tao Chi'en la acompañó, porque no quiso que pasara sola por semejante prueba, a pesar de que había recibido la noticia con pasmosa calma. Después de una eterna espera al sol, llegó finalmente su turno y entraron al edificio. Eliza se aferró a la mano de Tao Chi'en y avanzó decidida, sin pensar en el río de sudor que le empapaba el vestido y el temblor que le sacudía los huesos. Se encontraron en una sala sombría, mal alumbrada por cirios amarillos que despedían un hálito sepulcral. Paños negros cubrían las paredes y en un rincón habían instalado a un esforzado pianista, quien machacaba unos acordes fúnebres con más resignación que verdadero sentimiento. Sobre una mesa, también cubierta de trapos de catafalco, habían instalado los dos frascos de vidrio. Eliza cerró los ojos y se dejó conducir por Tao Chi'en, segura de que los golpes de tambor de su corazón acallaban los acordes del piano. Se detuvieron, sintió la presión de la mano de su amigo en la suya, aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos. Miró la cabeza por unos segundos y enseguida se dejó arrastrar hacia afuera.

—¿Era él? —preguntó Tao Chi'en.

—Ya estoy libre… —replicó ella sin soltarle la mano.