Argonautas
TAO CHI'EN y Eliza Sommers pusieron por primera vez los pies en San Francisco a las dos de la tarde de un martes de abril de 1849. Para entonces millares de aventureros habían pasado brevemente por allí rumbo a los placeres. Un viento pertinaz dificultaba la marcha, pero el día estaba despejado y pudieron apreciar el panorama de la bahía en su espléndida belleza. Tao Chi'en presentaba un aspecto estrambótico con su maletín de médico, del cual jamás se separaba, un atado a la espalda, sombrero de paja y un sarape de lanas multicolores comprado a uno de los cargadores mexicanos. En esa ciudad, sin embargo, la facha era lo de menos. A Eliza le temblaban las piernas, que no había usado en dos meses y se sentía tan mareada en tierra firme como antes lo había estado en el mar, pero la ropa de hombre le daba una libertad desconocida, nunca se había sentido tan invisible. Una vez que se repuso de la impresión de estar desnuda, pudo disfrutar de la brisa metiéndose por las mangas de la blusa y por los pantalones. Acostumbrada a la prisión de las enaguas, ahora respiraba a todo pulmón. A duras penas lograba cargar la pequeña maleta con los primorosos vestidos que Miss Rose había preparado con la mejor intención y al verla vacilando, Tao Chi'en se la quitó y se la puso al hombro. La manta de Castilla enrollada bajo el brazo pesaba tanto como la maleta, pero ella comprendió que no podía dejarla, sería su más preciada posesión por la noche. Con la cabeza baja, escondida bajo su sombrero de paja, avanzaba a tropezones en la pavorosa anarquía del puerto. El villorrio de Yerba Buena, fundado por una expedición española en 1769, contaba con menos de quinientos habitantes, pero apenas se corrió la voz del oro empezaron a llegar los aventureros. En pocos meses aquel pueblito inocente despertó con el nombre de San Francisco y su fama alcanzó hasta el último confín del mundo. No era todavía una verdadera ciudad, sino apenas un gigantesco campamento de hombres de paso.
La fiebre del oro no dejó a nadie indiferente: herreros, carpinteros, maestros, médicos, soldados, fugitivos de la ley, predicadores, panaderos, revolucionarios y locos mansos de variados pelajes habían dejado atrás familia y posesiones para cruzar medio mundo en pos de la aventura. «Buscan oro y por el camino pierden el alma», había repetido incansable el capitán Katz en cada uno de los breves oficios religiosos que imponía los domingos a los pasajeros y la tripulación del Emilia, pero nadie le hacía caso, ofuscados por la ilusión de una riqueza súbita capaz de cambiar sus vidas. Por primera vez en la historia el oro se encontraba tirado por el suelo sin dueño, gratis y abundante, al alcance de cualquiera resuelto a recogerlo. De las más lejanas orillas llegaban los argonautas: europeos escapando de guerras, pestes y tiranías; yanquis ambiciosos y corajudos; negros en pos de libertad; oregoneses y rusos vestidos con pieles, como indios; mexicanos, chilenos y peruanos; bandidos australianos; hambrientos campesinos chinos que arriesgaban la cabeza por violar la prohibición imperial de abandonar su patria. En los enlodados callejones de San Francisco se mezclaban todas las razas.
Las calles principales, trazadas como amplios semicírculos cuyos extremos tocaban la playa, estaban cortadas por otras rectas que descendían de los cerros abruptos y terminaban en el muelle, algunas tan empinadas y llenas de barro, que ni las mulas lograban treparlas. De repente soplaba un viento de tempestad, levantando torbellinos de polvo y arena, pero al poco rato el aire volvía a estar calmo y el cielo límpido. Ya existían varios edificios sólidos y docenas en construcción, incluso algunos que se anunciaban como futuros hoteles de lujo, pero el resto era un amasijo de viviendas provisorias, barracas, casuchas de planchas de hierro, madera o cartón, tiendas de lona y cobertizos de paja. Las lluvias del reciente invierno habían convertido el muelle en un pantano, los escasos vehículos se atascaban en el barro y se requerían tablones para cruzar las zanjas cubiertas de basura, millares de botellas rotas y otros desperdicios. No existían acequias ni alcantarillas y los pozos estaban contaminados; el cólera y la disentería causaban mortandad, salvo entre los chinos, que por costumbre tomaban té, y los chilenos, criados con el agua infecta de su país e inmunes, por lo tanto, a las bacterias menores. La heterogénea muchedumbre pululaba presa de una actividad frenética, empujando y tropezando con materiales de construcción, barriles, cajones, burros y carretones. Los cargadores chinos balanceaban sus cargas en los extremos de una pértiga, sin fijarse a quienes golpeaban al pasar; los mexicanos, fuertes y pacientes, se echaban a la espalda el equivalente a su propio peso y subían los cerros trotando; los malayos y los hawaianos aprovechaban cualquier pretexto para iniciar una pelea; los yanquis se metían a caballo en los improvisados negocios, despachurrando a quien se pusiera por delante; los californios nacidos en la región exhibían ufanos hermosas chaquetas bordadas, espuelas de plata y sus pantalones abiertos a los lados con doble hilera de botones de oro desde la cintura hasta las botas. El griterío de peleas o accidentes, contribuía al barullo de martillazos, sierras y picotas. Se oían tiros con aterradora frecuencia, pero nadie se alteraba por un muerto más o menos, en cambio el hurto de una caja de clavos atraía de inmediato a un grupo de indignados ciudadanos dispuestos a hacer justicia por sus manos. La propiedad era mucho más valiosa que la vida, cualquier robo superior a cien dólares se pagaba con la horca. Abundaban las casas de juego, los bares y los saloons, decorados con imágenes de hembras desnudas, a falta de mujeres de verdad. En las carpas se vendía de un cuanto hay, sobre todo licor y armas, a precios exuberantes porque nadie tenía tiempo de regatear. Los clientes pagaban casi siempre en oro sin detenerse a recoger el polvo que quedaba adherido a las pesas. Tao Chi'en decidió que la famosa Gum San, la Montaña Dorada de la cual tanto había oído hablar, era un infierno y calculó que a esos precios sus ahorros alcanzarían para muy poco. La bolsita de joyas de Eliza sería inútil, pues la única moneda aceptable era el metal puro.
Eliza se abría paso en la turba como mejor podía, pegada a Tao Chi'en y agradecida de su ropa de hombre, porque no se vislumbraban mujeres por parte alguna. Las siete viajeras del Emilia habían sido conducidas en andas a uno de los muchos saloons, donde sin duda ya empezaban a ganar los doscientos setenta dólares del pasaje que le debían al capitán Vincent Katz. Tao Chi'en había averiguado con los cargadores que la ciudad estaba dividida en sectores y cada nacionalidad ocupaba un vecindario. Le advirtieron que no se acercara al lado de los rufianes australianos, donde podían atacarlos por simple afán de diversión, y le señalaron la dirección de un amontonamiento de carpas y casuchas donde vivían los chinos. Hacia allá echó a andar.
—¿Cómo voy a encontrar a Joaquín en esta pelotera? —preguntó Eliza, sintiéndose perdida e impotente.
—Si hay barrio chino, debe haber barrio chileno. Búscalo.
—No pienso separarme de ti, Tao.
—En la noche yo vuelvo al barco —le advirtió él.
—¿Para qué? ¿No te interesa el oro?
Tao Chi'en apuró el paso y ella ajustó el suyo para no perderlo de vista. Así llegaron al barrio chino —Little Canton, como lo llamaban— un par de calles insalubres, donde él se sintió de inmediato como en su casa porque no se veía una sola cara de fan güey, el aire estaba impregnado de los olores deliciosos de la comida de su país y se oían varios dialectos, principalmente cantonés. Para Eliza en cambio, fue como trasladarse a otro planeta, no entendía una sola palabra y le parecía que todo el mundo estaba furioso, porque gesticulaban a gritos. Allí tampoco vio mujeres, pero Tao le señaló un par de ventanucos con barrotes por donde asomaban unos rostros desesperados. Llevaba dos meses sin estar con una mujer y esas lo llamaban, pero conocía demasiado bien los estragos de los males venéreos como para correr el riesgo con una de tan baja estopa. Eran muchachas campesinas compradas por unas monedas y traídas desde las más remotas provincias de China. Pensó en su hermana, vendida por su padre, y una oleada de náusea lo dobló en dos.
—¿Qué te pasa, Tao?
—Malos recuerdos… Esas muchachas son esclavas.
—¿No dicen que en California no hay esclavos?
Entraron a un restaurante, señalado con las tradicionales cintas amarillas. Había un largo mesón atestado de hombres que codo a codo devoraban deprisa. El ruido de los palillos contra las escudillas y la conversación a viva voz sonaban a música en los oídos de Tao Chi'en. Esperaron de pie en doble fila hasta que lograron sentarse. No era cosa de elegir, sino de aprovechar lo que cayera al alcance de la mano. Se requería pericia para atrapar el plato al vuelo antes que otro más avispado lo interceptara, pero Tao Chi'en consiguió uno para Eliza y otro para él. Ella observó desconfiada un líquido verdoso, donde flotaban hilachas pálidas y moluscos gelatinosos. Se jactaba de reconocer cualquier ingrediente por el olor, pero aquello ni siquiera le pareció comestible, tenía aspecto de agua de pantano con guarisapos, pero ofrecía la ventaja de no requerir palillos, podía sorberse directamente del tazón. El hambre pudo más que la sospecha y se atrevió a probarlo, mientras a su espalda una hilera de parroquianos impacientes la apuraba a gritos. El platillo resultó delicioso y de buena gana hubiera comido más, pero Tao Chi'en no le dio tiempo y cogiéndola de un brazo la sacó afuera. Ella lo siguió primero a recorrer las tiendas del barrio para reponer los productos medicinales de su maletín y hablar con el par de yerbateros chinos que operaban en la ciudad, y luego hasta un garito de juego, de los muchos que había en cada cuadra. Era este un edificio de madera con pretensiones de lujo y decorado con pinturas de mujeres voluptuosas a medio vestir. El oro en polvo se pesaba para cambiarlo por monedas, a dieciséis dólares por onza, o simplemente se depositaba la bolsa completa sobre la mesa. Americanos, franceses y mexicanos constituían la mayoría de los clientes, pero también había aventureros de Hawái, Chile, Australia y Rusia. Los juegos más populares eran el monte de origen mexicano, lasquenet y vingt-et-un. Como los chinos preferían el fan tan y arriesgaban apenas unos centavos, no eran bienvenidos a las mesas de juego caro. No se veía un solo negro jugando, aunque había algunos tocando música o sirviendo mesas; más tarde supieron que si entraban a los bares o garitos recibían un trago gratis y luego debían irse o los sacaban a tiros. Había tres mujeres en el salón, dos jóvenes mexicanas de grandes ojos chispeantes, vestidas de blanco y fumando un cigarrito tras otro, y una francesa con un apretado corsé y espeso maquillaje, algo madura y bonita. Recorrían las mesas incitando al juego y a la bebida y solían desaparecer con frecuencia del brazo de algún cliente tras una pesada cortina de brocado rojo. Tao Chi'en fue informado que cobraban una onza de oro por su compañía en el bar durante una hora y varios cientos de dólares por pasar la noche entera con un hombre solitario, pero la francesa era más cara y no trataba con chinos o negros.
Eliza, desapercibida en su papel de muchacho oriental, se sentó en un rincón, extenuada, mientras él conversaba con uno y otro averiguando detalles del oro y de la vida en California. A Tao Chi'en protegido por el recuerdo de Lin, le resultaba más soportable la tentación de las mujeres que la del juego. El sonido de las fichas del fan tan y de los dados contra la superficie de las mesas lo llamaba con voz de sirena. La visión de las barajas de naipes en manos de los jugadores lo hacía sudar, pero se abstuvo, fortalecido por la convicción de que la buena suerte lo abandonaría para siempre si rompía su promesa. Años más tarde, después de múltiples aventuras, Eliza le preguntó a qué buena suerte se refería y él, sin pensarlo dos veces, respondió que a la de estar vivo y haberla conocido. Esa tarde se enteró que los placeres se encontraban en los ríos Sacramento, Americano, San Joaquín y en sus centenares de estuarios, pero los mapas no eran de fiar y las distancias tremendas. El oro fácil de la superficie empezaba a escasear. Cierto, no faltaban mineros afortunados que tropezaban con una pepa del tamaño de un zapato, pero la mayoría se conformaba con un puñado de polvo conseguido con un esfuerzo desmesurado. Mucho se hablaba del oro, le dijeron, pero poco del sacrificio para obtenerlo. Se necesitaba una onza diaria para hacer alguna ganancia, siempre que uno estuviera dispuesto a vivir como perro, porque los precios eran extravagantes y el oro se iba en un abrir y cerrar de ojos. En cambio los mercaderes y prestamistas se hacían ricos, como un paisano dedicado a lavar ropa, quien en pocos meses pudo construirse una casa de material sólido y ya estaba pensando regresar a China, comprar varias esposas y dedicarse a producir hijos varones, o el otro que prestaba dinero en un garito a diez por ciento de interés por hora, es decir, más de ochenta y siete mil por año. Le confirmaron historias fabulosas de pepas enormes, de polvo en abundancia mezclado con arena, de vetas en piedras de cuarzo, de mulas que desprendían un peñasco con las patas y debajo aparecía un tesoro, pero para hacerse rico se requería trabajo y suerte. A los yanquis les faltaba paciencia, no sabían trabajar en equipo, los vencía el desorden y la codicia. Mexicanos y chilenos sabían de minería, pero gastaban mucho; oregoneses y rusos perdían su tiempo peleando y bebiendo. Los chinos en cambio, sacaban provecho por pobre que fuera su pertenencia, porque eran frugales, no se embriagaban y laboraban como hormigas dieciocho horas sin descanso ni lamentos. Los fan güey se indignaban con el éxito de los chinos, le advirtieron, era necesario disimular, hacerse los tontos, no provocarlos, o si no lo pasaría tan mal como los orgullosos mexicanos. Sí, le informaron, existía un campamento de chilenos; quedaba algo apartado del centro de la ciudad, en la puntilla de la derecha, y se llamaba Chilecito, pero ya era muy tarde para aventurarse por esos lados sin más compañía que su hermano retardado.
—Yo vuelvo al barco —le anunció Tao Chi'en a Eliza cuando por fin salieron del garito.
—Me siento mareada, como si me fuera a caer.
—Has estado muy enferma. Necesitas comer bien y descansar.
—No puedo hacer esto sola, Tao. Por favor, no me dejes todavía…
—Tengo un contrato, el capitán me hará buscar.
—¿Y quién cumplirá la orden? Todos los barcos están abandonados. No queda nadie a bordo. Ese capitán podrá desgañitarse gritando y ninguno de sus marineros regresará.
¿Qué voy a hacer con ella? se preguntó Tao Chi'en en voz alta y en cantonés. Su trato terminaba en San Francisco, pero no se hallaba capaz de abandonarla a su suerte en ese lugar. Estaba atrapado, al menos hasta que ella estuviera más fuerte, se conectara con otros chilenos o diera con el paradero de su escurridizo enamorado. No sería difícil, supuso. Por confuso que pareciera San Francisco, para los chinos no había secretos en ninguna parte, bien podía esperar hasta el día siguiente y acompañarla a Chilecito. Había caído la oscuridad, dando al lugar un aspecto fantasmagórico. Las viviendas eran casi todas de lona y las lámparas en el interior las volvían transparentes y luminosas como diamantes. Las antorchas y fogatas en las calles y la música de los garitos de juego contribuían a la impresión de irrealidad. Tao Chi'en buscó hospedaje para pasar la noche y dio con un gran galpón de unos veinticinco metros de largo por ocho de ancho, fabricado de tablas y planchas metálicas rescatadas de los barcos encallados y coronado por un letrero de hotel. Adentro había dos pisos de literas elevadas, simples repisas de madera donde podía tenderse un hombre encogido, con un mesón al fondo donde se vendía licor. No existían ventanas y el único aire para respirar entraba por las ranuras entre las planchas de las paredes. Por un dólar se adquiría el derecho a pernoctar y había que traer su ropa de cama. Los primeros en llegar ocupaban las literas, los demás aterrizaban por el suelo, pero a ellos no les dieron una, aunque había desocupadas, porque eran chinos. Se echaron en el suelo de tierra con el bulto de ropa por almohada, el sarape y la manta de Castilla por único abrigo. Pronto se llenó de hombres de varias razas y cataduras, que se tendían unos junto a otros en apretadas filas, vestidos y con sus armas a la mano. La pestilencia de mugre, tabaco y efluvios humanos, más los ronquidos y las voces destempladas de los que se perdían en sus pesadillas, hacían difícil el sueño, pero Eliza estaba tan cansada que no supo cómo pasaron las horas. Despertó al amanecer tiritando de frío, acurrucada contra la espalda de Tao Chi'en, y entonces descubrió su aroma de mar. En el barco se confundía con el agua inmensa que los rodeaba, pero esa noche supo que era la fragancia peculiar del cuerpo de ese hombre. Cerró los ojos, se apretó más a él y pronto volvió a dormirse.
Al día siguiente ambos partieron en busca de Chilecito, que ella reconoció al punto porque una bandera chilena flameaba oronda en lo alto de un palo y porque la mayoría de los hombres llevaba los típicos sombreros maulinos en forma de cono. Eran alrededor de ocho o diez manzanas atiborradas de gente, incluso algunas mujeres y niños que habían viajado con los hombres, todos dedicados a algún oficio o negocio. Las viviendas eran tiendas de campaña, chozas y casuchas de tabla rodeadas por un revoltijo de herramientas y basura, también había restaurantes, improvisados hoteles y burdeles. Calculaban en un par de miles a los chilenos instalados en el barrio, pero nadie los había contado y en realidad era sólo un lugar de paso para los recién llegados. Eliza se sintió feliz al escuchar la lengua de su país y ver un letrero en una harapienta tienda de lona anunciando pequenes y chunchules. Se acercó y, disimulando su acento chileno, pidió una ración de los segundos. Tao Chi'en se quedó mirando aquel extraño alimento, servido en un trozo de papel de periódico a falta de plato, sin saber qué diablos era. Ella le explicó que se trataba de tripas de cerdo fritas en grasa.
—Ayer yo me comí tu sopa china. Hoy tú te comes mis chunchules chilenos —le ordenó.
—¿Cómo es que hablan castellano, chinos? —inquirió el vendedor amablemente.
—Mi amigo no habla, sólo yo porque estuve en Perú —replicó Eliza.
—¿Y qué buscan por aquí?
—A un chileno, se llama Joaquín Andieta.
—¿Para qué lo buscan?
—Tenemos un mensaje para él. ¿Lo conoce?
—Por aquí ha pasado mucha gente en los últimos meses. Nadie se queda más de unos días, ligerito parten a los placeres. Algunos vuelven, otros no.
—¿Y Joaquín Andieta.
—No me acuerdo, pero voy a preguntar.
Eliza y Tao Chi'en se sentaron a comer a la sombra de un pino. Veinte minutos más tarde volvió el vendedor de comida acompañado de un hombre con aspecto de indio nortino, de piernas cortas y espaldas anchas, quien dijo que Joaquín Andieta, había partido en dirección a los placeres de Sacramento hacía por lo menos un par de meses, aunque allí nadie se fijaba en calendarios ni llevaba la cuenta de las andanzas ajenas.
—Nos vamos para Sacramento, Tao —decidió Eliza apenas se alejaron de Chilecito.
—No puedes viajar todavía. Debes descansar un tiempo.
—Descansaré allá, cuando lo encuentre.
—Prefiero volver con el capitán Katz. California no es el lugar para mí.
—¿Qué pasa contigo? ¿Tienes sangre de horchata? En el barco no queda nadie, sólo ese capitán con su Biblia. ¡Todo el mundo anda buscando oro y tú piensas seguir de cocinero por un sueldo miserable!
—No creo en la fortuna fácil. Quiero una vida tranquila.
—Bueno, si no es el oro, habrá otra cosa que te interese…
—Aprender.
—¿Aprender qué? Ya sabes mucho.
—¡Me falta todo por aprender!
—Entonces has llegado al sitio perfecto. Nada sabes de este país. Aquí se necesitan médicos. ¿Cuántos hombres crees que hay en las minas? ¡Miles! Y todos necesitan un doctor. Esta es la tierra de las oportunidades, Tao. Ven conmigo a Sacramento. Además, si no vienes conmigo no llegaré muy lejos…
Por un precio de ganga, dadas las funestas condiciones de la embarcación, Tao Chi'en y Eliza partieron rumbo al norte, recorriendo la extensa bahía de San Francisco. La barca iba repleta de viajeros con sus complicados equipajes de minería, nadie podía moverse en aquel reducido espacio atestado de cajones, herramientas, canastos y sacos con provisiones, pólvora y armas. El capitán y su segundo eran un par de yanquis de mala catadura, pero buenos navegantes y generosos con los escasos alimentos y hasta con sus botellas de licor. Tao Chi'en negoció con ellos el pasaje de Eliza y a él le permitieron canjear el costo del viaje por sus servicios de marinero. Los pasajeros, todos con sus pistolones al cinto, además de cuchillos o navajas, escasamente se dirigieron la palabra durante el primer día, salvo para insultarse por algún codazo o patada, inevitables en aquella apretura. Al amanecer del segundo día, después de una larga noche fría y húmeda anclados cerca de la orilla ante la imposibilidad de navegar a oscuras, cada cual se sentía rodeado de enemigos. Las barbas crecidas, la suciedad, la comida execrable, los mosquitos, el viento y la corriente en contra, contribuían a irritar los ánimos. Tao Chi'en, el único sin planes ni metas, aparecía perfectamente sereno y cuando no lidiaba con la vela admiraba el panorama extraordinario de la bahía. Eliza en cambio iba desesperada en su papel de muchacho sordomudo y tonto. Tao Chi'en la presentó brevemente como su hermano menor y logró acomodarla en un rincón más o menos protegido del viento, donde ella permaneció tan quieta y callada, que al poco rato nadie se acordaba de su existencia. Su manta de Castilla estilaba agua, tiritaba de frío y tenía las piernas dormidas, pero la fortalecía la idea de aproximarse por minutos a Joaquín. Se tocaba el pecho donde iban las cartas de amor y en silencio las recitaba de memoria. Al tercer día los pasajeros habían perdido buena parte de la agresividad y yacían postrados en sus ropas mojadas, algo borrachos y bastante desanimados.
La bahía resultó mucho más extensa de lo que habían supuesto, las distancias marcadas en sus patéticos mapas en nada se parecían a las millas reales, y cuando creyeron llegar a destino resultó que aún les faltaba por atravesar una segunda bahía, la de San Pablo. En las orillas se divisaban algunos campamentos y botes atestados de gente y mercadería, más allá los tupidos bosques. Tampoco allí concluía el viaje, debieron pasar por un torrentoso canal y entrar a una tercera bahía, la de Suisun, donde la navegación se hizo aún más lenta y difícil, y luego a un río angosto y profundo que los condujo hasta Sacramento. Estaban por fin cerca de la tierra donde se había encontrado la primera escama de oro. Aquel trocito insignificante, del tamaño de una uña de mujer, había provocado una incontrolable invasión, cambiando la faz de California y el alma de la nación norteamericana, como escribiría pocos años más tarde Jacob Todd, convertido en periodista. «Estados Unidos fue fundado por peregrinos, pioneros y modestos inmigrantes, con una ética de trabajo duro y valor ante la adversidad. El oro ha puesto en evidencia lo peor del carácter americano: la codicia y la violencia».
El capitán de la embarcación les explicó que la ciudad de Sacramento había brotado de la noche a la mañana en el último año. El puerto estaba atestado de variadas embarcaciones, contaba con calles bien trazadas, casas y edificios de madera, comercios, una iglesia y un buen número de garitos, bares y burdeles, sin embargo parecía la escena de un naufragio, porque el suelo estaba sembrado de sacos, monturas, herramientas y toda suerte de basura dejada por los mineros apresurados por partir a los placeres. Grandes pajarracos negros volaban sobre los desperdicios y las moscas hacían nata. Eliza sacó la cuenta de que en un par de días podía recorrer el pueblo casa por casa: no sería muy difícil encontrar a Joaquín Andieta. Los pasajeros del lanchón, ahora animados y amistosos por la proximidad del puerto, compartían los últimos tragos de licor, se despedían con palmetazos y cantaban a coro algo sobre una tal Susana, ante el estupor de Tao Chi'en, quien no entendía tan súbita transformación. Desembarcó con Eliza antes que los demás, porque llevaban muy poco equipaje, y se dirigieron sin vacilar al sector de los chinos, donde consiguieron algo de comida y hospedaje bajo un toldo de lona encerada. Eliza no podía seguir las conversaciones en cantonés y lo único que deseaba era averiguar sobre su enamorado, pero Tao Chi'en le recordó que debía callarse y le pidió calma y paciencia. Esa misma noche al zhong yi le tocó componer el hombro zafado de un paisano, metiéndole el hueso de vuelta en su sitio, con lo cual se ganó de inmediato el respeto del campamento.
A la mañana siguiente partieron los dos en busca de Joaquín Andieta. Comprobaron que sus compañeros de viaje ya estaban listos para partir a los placeres; algunos habían conseguido mulas para transportar el equipaje, pero la mayoría iba a pie, dejando atrás buena parte de sus posesiones. Recorrieron el pueblo completo sin encontrar rastro de quien buscaban, pero unos chilenos creían acordarse de alguien con ese nombre que había pasado por allí uno o dos meses antes. Les aconsejaron seguir río arriba, donde tal vez darían con él, todo era cuestión de suerte. Un mes era una eternidad. Nadie llevaba la cuenta de quienes habían estado allí el día anterior, no importaban los nombres o los destinos ajenos. La única obsesión era el oro.
—¿Qué haremos ahora, Tao?
—Trabajar. Sin dinero nada se puede hacer —replicó él, echándose al hombro unos trozos de lona que encontró entre los restos abandonados.
—¡No puedo esperar! ¡Debo encontrar a Joaquín! Tengo algo de dinero.
—¿Reales chilenos? No servirán de mucho.
—¿Y las joyas que me quedan? Algo deben valer…
—Guárdalas, aquí valen poco. Hay que trabajar para comprar una mula. Mi padre iba de pueblo en pueblo curando. Mi abuelo también. Puedo hacer lo mismo, pero aquí las distancias son grandes. Necesito una mula.
—¿Una mula? Ya tenemos una: tú. ¡Qué testarudo eres!
—Menos testarudo que tú.
Juntaron palos y unas cuantas tablas, pidieron prestadas unas herramientas y armaron una vivienda con las lonas como techo, que resultó una casucha enclenque, pronta a desmoronarse con la primera ventisca, pero al menos los protegía del rocío de la noche y las lluvias primaverales. Se había corrido la voz de los conocimientos de Tao Chi'en y pronto acudieron pacientes chinos, quienes dieron fe del talento extraordinario de aquel Zhong yi, después mexicanos y chilenos, por último algunos americanos y europeos. Al oír que Tao Chi'en era tan competente como cualquiera de los tres doctores blancos y cobraba menos, muchos vencieron su repugnancia contra los celestiales y decidieron probar la ciencia asiática. Algunos días Tao Chi'en estaba tan ocupado, que Eliza debía ayudarlo. Le fascinaba ver sus manos delicadas y hábiles tomando los diversos pulsos en brazos y piernas, palpando el cuerpo de los enfermos como si los acariciara, insertando las agujas en puntos misteriosos que sólo él parecía conocer. ¿Cuántos años tenía ese hombre? Se lo preguntó una vez y él replicó que contando todas sus reencarnaciones, seguramente tenía entre siete y ocho mil. Al ojo Eliza le calculaba unos treinta, aunque en algunos momentos al reírse parecía más joven que ella. Sin embargo, cuando se inclinaba sobre un enfermo en concentración absoluta, adquiría la antigüedad de una tortuga; entonces resultaba fácil creer que llevaba muchos siglos a la espalda. Ella lo observaba admirada mientras él examinaba la orina de sus pacientes en un vaso y por el olor y el color era capaz de determinar ocultos males, o cuando estudiaba las pupilas con un lente de aumento para deducir qué faltaba o sobraba en el organismo. A veces se limitaba a colocar sus manos sobre el vientre o la cabeza del enfermo, cerraba los ojos y daba la impresión de perderse en un largo ensueño.
—¿Qué hacías? —le preguntaba después Eliza.
—Sentía su dolor y le pasaba energía. La energía negativa produce sufrimiento y enfermedades, la energía positiva puede curar.
—¿Y cómo es esa energía positiva, Tao?
—Es como el amor: caliente y luminosa.
Extraer balas y tratar heridas de cuchillo eran intervenciones rutinarias y Eliza perdió el horror de la sangre y aprendió a coser carne humana con la misma tranquilidad con que antes bordaba las sábanas de su ajuar. La práctica de cirugía junto al inglés Ebanizer Hobbs probó ser de gran utilidad para Tao Chi'en. En aquella tierra infectada de culebras venenosas no faltaban los picados, que llegaban hinchados y azules en hombros de sus camaradas. Las aguas contaminadas distribuían democráticamente el cólera, para el cual nadie conocía remedio, y otros males de síntomas escandalosos, pero no siempre fatales. Tao Chi'en cobraba poco, pero siempre por adelantado, porque en su experiencia un hombre asustado paga sin chistar, en cambio uno aliviado regatea. Cuando lo hacía se le presentaba su anciano preceptor con una expresión de reproche, pero él la desechaba. «No puedo darme el lujo de ser generoso en estas circunstancias, maestro», mascullaba. Sus honorarios no incluían anestesia, quien deseara el consuelo de drogas o las agujas de oro debía pagar extra. Hacía una excepción con los ladrones, quienes después de un somero juicio sufrían azotes o les cortaban las orejas: los mineros se jactaban de su justicia expedita y nadie estaba dispuesto a financiar y vigilar una cárcel.
—¿Por qué no cobras a los criminales? —le preguntó Eliza.
—Porque prefiero que me deban un favor —replicó él.
Tao Chi'en parecía dispuesto a establecerse. No se lo dijo a su amiga, pero no deseaba moverse para dar tiempo a Lin de encontrarlo. Su mujer no se había comunicado con él en varias semanas. Eliza, en cambio, contaba las horas, ansiosa por continuar viaje, y a medida que transcurrían los días la dominaban sentimientos encontrados por su compañero de aventuras. Agradecía su protección y la forma en que la cuidaba, pendiente de que se alimentara bien, abrigándola por las noches, administrándole sus yerbas y agujas para fortalecer el qi, como decía, pero la irritaba su calma, que confundía con falta de arrojo. La expresión serena y la sonrisa fácil de Tao Chi'en la cautivaban a ratos y en otros la molestaban. No entendía su absoluta indiferencia por tentar fortuna en las minas, mientras todos a su alrededor, especialmente sus compatriotas chinos, no pensaban en otra cosa.
—A ti tampoco te interesa el oro —replicó imperturbable, cuando ella se lo reprochó.
—¡Yo vine por otra cosa! ¿Por qué viniste tú?
—Porque era marinero. No pensaba quedarme hasta que tú me lo pediste.
—No eres marinero, eres médico.
—Aquí puedo volver a ser médico, al menos por un tiempo. Tenías razón, hay mucho que aprender en este lugar.
En eso andaba por esos días. Se puso en contacto con indígenas para averiguar sobre las medicinas de sus chamanes. Eran escuálidos grupos de indios vagabundos, cubiertos por mugrientas pieles de coyotes y andrajos europeos, quienes en la estampida del oro habían perdido todo. Iban de aquí para allá con sus mujeres cansadas y sus niños hambrientos, procurando lavar oro de los ríos en sus finos canastos de mimbre, pero apenas descubrían un lugar propicio, los echaban a tiros. Cuando los dejaban en paz, formaban sus pequeñas aldeas de chozas o tiendas y se instalaban por un tiempo, hasta que los obligaban a partir de nuevo. Se familiarizaron con el chino, lo recibían con muestras de respeto, porque lo consideraban un medicine man —hombre sabio— y les gustaba compartir sus conocimientos. Eliza y Tao Chi'en se sentaban con ellos en un círculo en torno a un hueco, donde cocinaban con piedras calientes una papilla de bellotas, o asaban semillas del bosque y saltamontes, que a Eliza le parecían deliciosos. Después fumaban, conversando en una mezcla de inglés, señales y las pocas palabras en la lengua nativa que habían aprendido. Por aquellos días desaparecieron misteriosamente unos mineros yanquis y aunque no encontraron los cuerpos, sus compañeros acusaron a los indios de asesinarlos y en represalia tomaron por asalto una aldea, hicieron cuarenta prisioneros entre mujeres y niños y como escarmiento ejecutaron a siete de los hombres.
—Si así tratan a los indios, que son dueños de esta tierra, seguro que a los chinos los tratan mucho peor, Tao. Tienes que hacerte invisible, como yo —dijo Eliza aterrada cuando se enteró de lo ocurrido.
Pero Tao Chi'en no tenía tiempo para aprender trucos de invisibilidad, estaba ocupado estudiando las plantas. Hacía largas excursiones a recolectar muestras para compararlas con las que se usaban en China. Alquilaba un par de caballos o caminaba millas a pie bajo un sol inclemente, llevando a Eliza de intérprete, para llegar a los ranchos de los mexicanos, que habían vivido por generaciones en esa región y conocían la naturaleza. Habían perdido California en la guerra contra los Estados Unidos hacía muy poco y esos grandes ranchos, que antes albergaban centenares de peones en un sistema comunitario, empezaban a desmoronarse. Los tratados entre los países quedaron en tinta y papel. Al comienzo los mexicanos, que sabían de minería, enseñaron a los recién llegados los procedimientos para obtener oro, pero cada día llegaban más forasteros a invadir el territorio que sentían suyo. En la práctica los gringos los despreciaban, tanto como a los de cualquier otra raza. Comenzó una persecución incansable contra los hispánicos, les negaban el derecho a explotar las minas porque no eran americanos, pero aceptaban como tales a convictos de Australia y aventureros europeos. Miles de peones sin trabajo tentaban suerte en la minería, pero cuando el hostigamiento de los gringos se volvía intolerable, emigraban hacia el sur o se convertían en malhechores. En algunas de las rústicas viviendas de las familias que quedaban, Eliza podía pasar un rato en compañía femenina, un lujo raro que le devolvía por escasos momentos la tranquila felicidad de los tiempos en la cocina de Mama Fresia. Eran la únicas ocasiones en que salía de su obligatorio mutismo y hablaba en su idioma. Esas madres fuertes y generosas, que trabajaban codo a codo con sus hombres en las tareas más pesadas y estaban curtidas por el esfuerzo y la necesidad, se conmovían ante aquel muchacho chino de aspecto tan frágil, maravilladas de que hablara español como una de ellas. Le entregaban gustosas los secretos de naturaleza usados por siglos para aliviar diversos males y, de paso, las recetas de sus sabrosos platos, que ella anotaba en sus cuadernos, segura de que tarde o temprano le serían valiosos. Entretanto el zhong yi encargó a San Francisco medicinas occidentales que su amigo Ebanizer Hobbs le había enseñado a usar en Hong Kong. También limpió un pedazo de terreno junto a la cabaña, lo cercó para defenderlo de los venados y plantó las yerbas básicas de su oficio.
—¡Por Dios, Tao! ¿Piensas quedarte aquí hasta que broten estas matas raquíticas? —clamaba Eliza exasperada al ver los tallos desmayados y la hojas amarillas, sin obtener por respuesta más que un gesto vago.
Sentía que cada día transcurrido la alejaba de su destino, que Joaquín Andieta se internaba más y más en aquella región desconocida, tal vez rumbo a las montañas, mientras ella perdía su tiempo en Sacramento haciéndose pasar por el hermano bobo de un curandero chino. Solía cubrir a Tao Chi'en con los peores epítetos, pero tenía la prudencia de hacerlo en castellano, tal como seguramente hacía él cuando se dirigía a ella en cantonés. Habían perfeccionado las señales para comunicarse delante de otros sin hablar y de tanto actuar juntos llegaron a parecerse tanto, que nadie dudaba de su parentesco. Si no los ocupaba algún paciente, salían a recorrer el puerto y las tiendas, haciendo amigos e indagando por Joaquín Andieta. Eliza cocinaba y pronto Tao Chi'en se acostumbró a sus platos, aunque de vez en cuando escapaba a los comederos chinos de la ciudad, donde podía engullir cuanto le cupiera en la barriga por un par de dólares, una ganga, teniendo en cuenta que una cebolla costaba un dólar. Ante otros se comunicaban por gestos, pero a solas lo hacían en inglés. A pesar de los ocasionales insultos en dos lenguas, pasaban la mayor parte del tiempo trabajando lado a lado como buenos camaradas y sobraban ocasiones de reírse. A él le sorprendía que con Eliza pudieran compartir el humor, a pesar de los tropiezos ocasionales del idioma y las diferencias culturales. Sin embargo, justamente esas diferencias le arrancaban carcajadas: no podía creer que una mujer hiciera y dijera tales barbaridades. La observaba con curiosidad e inconfesable ternura; solía enmudecer de admiración por ella, le atribuía el valor de un guerrero, pero cuando la veía flaquear le parecía una niña y lo vencía el deseo de protegerla. Aunque había aumentado algo de peso y tenía mejor color, todavía estaba débil, era evidente. Tan pronto se ponía el sol comenzaba a cabecear, se enrollaba en su manta y se dormía; él se acostaba a su lado. Se acostumbraron tanto a esas horas de intimidad respirando al unísono, que los cuerpos se acomodaban solos en el sueño y si uno se volvía, el otro lo hacía también, de modo que no se despegaban. A veces despertaban trabados en las mantas, enlazados. Si él lo hacía primero, gozaba esos instantes que le traían a la memoria las horas felices con Lin, inmóvil para que ella no percibiera su deseo. No sospechaba que a su vez Eliza hacía lo mismo, agradecida de esa presencia de hombre que le permitía imaginar lo que habría sido su vida con Joaquín Andieta, de haber tenido más suerte. Ninguno de los dos mencionaba jamás lo que ocurría por la noche, como si fuera una existencia paralela de la cual no tenían conciencia. Apenas se vestían, el encanto secreto de esos abrazos desaparecía por completo y volvían a ser dos hermanos. En raras ocasiones Tao Chi'en partía solo en misteriosas salidas nocturnas, de las cuales regresaba sigiloso. Eliza se abstenía de indagar porque podía olerlo: había estado con una mujer, incluso podía distinguir los perfumes dulzones de las mexicanas. Ella quedaba enterrada bajo su manta, temblando en la oscuridad y pendiente del menor sonido a su alrededor, con un cuchillo empuñado en la mano, asustada, llamándolo con el pensamiento. No podía justificar ese deseo de llorar que la invadía, como si hubiera sido traicionada. Comprendía vagamente que tal vez los hombres eran diferentes a las mujeres; por su parte no sentía necesidad alguna de sexo. Los castos abrazos nocturnos bastaban para saciar su ansia de compañía y ternura, pero ni siquiera al pensar en su antiguo amante experimentaba la ansiedad de los tiempos en el cuarto de los armarios. No sabía si en ella el amor y el deseo eran la misma cosa y al faltar el primero naturalmente no surgía el segundo, o si la larga enfermedad en el barco había destruido algo esencial en su cuerpo. Una vez se atrevió a preguntar a Tao Chi'en si acaso podría tener hijos, porque no había vuelto a menstruar en varios meses, y él le aseguró que apenas recuperara fuerza y salud retornaría a la normalidad, para eso le ponía sus agujas de acupuntura. Cuando su amigo se deslizaba silencioso a su lado después de sus escapadas, ella fingía dormir profundamente, aunque permanecía despierta por horas, ofendida por el olor de otra mujer entre ellos. Desde que desembarcaron en San Francisco, había vuelto al recato en el cual Miss Rose la crio. Tao Chi'en la había visto desnuda durante las semanas de travesía en barco y la conocía por dentro y por fuera, pero adivinó sus razones y tampoco hizo preguntas, salvo para indagar sobre su salud. Incluso cuando le colocaba las agujas tenía cuidado de no incomodar su pudor. No se desvestían en presencia del otro y tenían un acuerdo tácito para respetar la privacidad del hoyo que les servía de letrina detrás de la cabaña, pero lo demás se compartía, desde el dinero hasta la ropa. Muchos años más tarde, revisando las notas en su diario correspondientes a esa época, Eliza se preguntaba extrañada por qué ninguno de los dos reconocía la atracción indudable que sentían, por qué se refugiaban en el pretexto del sueño para tocarse y durante el día fingían frialdad. Concluyó que el amor con alguien de otra raza les parecía imposible, creían que no había lugar para una pareja como ellos en el mundo.
—Tú sólo pensabas en tu amante —le aclaró Tao Chi'en quien para entonces tenía el pelo gris.
—Y tú en Lin.
—En China se pueden tener varias esposas y Lin siempre fue tolerante.
—También te repugnaban mis pies grandes —se burló ella.
—Cierto —replicó él con la mayor seriedad.
En junio se dejó caer un verano sin misericordia, los mosquitos se multiplicaron, las culebras salieron de sus huecos a pasearse impunes y las plantas de Tao Chi'en brotaron tan robustas como en la China. Las hordas de argonautas seguían llegando, cada vez más seguidas y numerosas. Como Sacramento era el puerto de acceso, no corrió la suerte de docenas de otros pueblos, que brotaban como callampas cerca de los yacimientos auríferos, prosperaban rápido y desaparecían de súbito apenas se acababa el mineral fácil. La ciudad crecía por minutos, se abrían nuevos almacenes y los terrenos ya no se regalaban, como al principio, se vendían tan caros como en San Francisco. Había un esbozo de gobierno y frecuentes asambleas para decidir detalles administrativos. Aparecieron especuladores, leguleyos, evangelistas, jugadores profesionales, bandoleros, madamas con sus chicas de vida alegre y otros heraldos del progreso y la civilización. Pasaban centenares de hombres inflamados de esperanza y ambición rumbo a los placeres, también otros agotados y enfermos que regresaban después de meses de arduo trabajo dispuestos a despilfarrar sus ganancias. El número de chinos aumentaba día a día y pronto había un par de bandas rivales. Estos tongs eran clanes cerrados, sus miembros se ayudaban unos a otros como hermanos en las dificultades de la vida diaria y el trabajo, pero también propiciaban corrupción y crimen. Entre los recién llegados había otro zhong yi, con quien Tao Chi'en pasaba horas de completa felicidad comparando tratamientos y citando a Confucio. Le recordaba a Ebanizer Hobbs, porque no se conformaba con repetir los tratamientos tradicionales, también buscaba alternativas novedosas.
—Debemos estudiar la medicina de los fan güey la nuestra no es suficiente —le decía y él estaba plenamente de acuerdo, porque mientras más aprendía, mayor era la impresión de que nada sabía y no le alcanzaría la vida para estudiar todo lo que faltaba.
Eliza organizó un negocio de empanadas para vender a precio de oro, primero a los chilenos y luego también a los yanquis, quienes se aficionaron rápidamente a ellas. Empezó por hacerlas de carne de vaca, cuando podía comprarla a los rancheros mexicanos que arreaban ganado desde Sonora, pero como solía escasear, experimentó con venado, liebre, gansos salvajes, tortuga, salmón y hasta oso. Todo lo consumían agradecidos sus fieles parroquianos, porque la alternativa eran frijoles en tarro y cerdo salado, la dieta invariable de los mineros. Nadie disponían de tiempo para cazar, pescar o cocinar; no se conseguían verduras ni frutas y la leche era un lujo más raro que la champaña, sin embargo no faltaba harina, grasa y azúcar, también había nueces, chocolate, algunas especias, duraznos y ciruelas secas. Hacía tartas y galletas con el mismo éxito de las empanadas, también pan en un horno de barro que improvisó recordando el de Mama Fresia. Si conseguía huevos y tocino ponía un letrero ofreciendo desayuno, entonces los hombres hacían cola para sentarse a pleno sol ante un mesón destartalado. Esa sabrosa comida, preparada por un chino sordomudo, les recordaba los domingos familiares en sus casas, muy lejos de allí. El abundante desayuno de huevos fritos con tocino, pan recién horneado, tarta de fruta y café a destajo, costaba tres dólares. Algunos clientes, emocionados y agradecidos porque no habían probado nada parecido en muchos meses, depositaban otro dólar en el tarro de las propinas. Un día, a mediados del verano, Eliza se presentó ante Tao Chi'en con sus ahorros en la mano.
—Con esto podemos comprar caballos y partir —le anunció.
—¿Adónde?
—A buscar a Joaquín.
—Yo no tengo interés en encontrarlo. Me quedo.
—¿No quieres conocer este país? Aquí hay mucho por ver y aprender, Tao. Mientras yo busco a Joaquín, tú puedes adquirir tu famosa sabiduría.
—Mis plantas están creciendo y no me gusta andar de un lado a otro.
—Bien. Yo me voy.
—Sola no llegarás lejos.
—Veremos.
Esa noche durmieron cada uno en un extremo de la cabaña sin dirigirse la palabra. Al día siguiente Eliza salió temprano a comprar lo necesario para el viaje, tarea nada fácil en su papel de mudo, pero regresó a las cuatro de la tarde apertrechada de un caballo mexicano, feo y lleno de peladuras, pero fuerte. También compró botas, dos camisas, pantalones gruesos, guantes de cuero, un sombrero de ala ancha, un par de bolsas con alimentos secos, un plato, taza y cuchara de latón, una buena navaja de acero, una cantimplora para agua, una pistola y un rifle que no sabía cargar y mucho menos disparar. Pasó el resto de la tarde organizando sus bultos y cosiendo las joyas y el dinero que le quedaban en una faja de algodón, la misma que usaba para aplastarse los senos, bajo la cual siempre llevaba el atadito de cartas de amor. Se resignó a dejar la maleta con los vestidos, las enaguas y los botines que aún conservaba. Con su manta de Castilla improvisó una montura, tal como había visto hacer tantas veces en Chile; se quitó las ropas de Tao Chi'en usadas durante meses y se probó las recién adquiridas. Luego afiló la navaja en una tira de cuero y se cortó el cabello a la altura de la nuca. Su larga trenza negra quedó en el suelo como una culebra muerta. Se miró en un trozo de espejo roto y quedó satisfecha: con la cara sucia y las cejas engrosadas con un trozo de carbón, el engaño sería perfecto. En eso llegó Tao Chi'en de vuelta de una de sus tertulias con el otro zhong yi, por un momento no reconoció a ese vaquero armado que había invadido su propiedad.
—Mañana me voy, Tao. Gracias por todo, eres más que un amigo, eres mi hermano. Me harás mucha falta…
Tao Chi'en nada respondió. Al caer la noche ella se echó vestida en un rincón y él se sentó afuera en la brisa estival a contar las estrellas.