Desilusiones

A FINALES del otoño Tao Chi'en recibió la última carta de Eliza que había pasado de mano en mano durante varios meses siguiendo su rastro hasta San Francisco. Había dejado Sacramento en abril. El invierno en esa ciudad se le hizo eterno, sólo lo sostuvieron las cartas de Eliza, que llegaban esporádicamente, la esperanza de que el espíritu de Lin lo ubicara y su amistad con el otro zhong yi. Había conseguido libros de medicina occidental y asumía encantado la paciente tarea de traducirlos línea por línea a su amigo, así ambos absorbían al mismo tiempo esos conocimientos tan diferentes a los suyos. Se enteraron que en Occidente poco se sabía de plantas fundamentales, de prevenir enfermedades o del qi, la energía del cuerpo no se mencionaba en esos textos, pero estaban mucho más avanzados en otros aspectos. Con su amigo pasaba días comparando y discutiendo, pero el estudio no fue suficiente consuelo; le pesaba tanto el aislamiento y la soledad, que abandonó su casucha de tablas y su jardín de plantas medicinales y se trasladó a vivir en un hotel de chinos, donde al menos oía su lengua y comía a su gusto. A pesar de que sus clientes eran muy pobres y a menudo los atendía gratis, había ahorrado dinero. Si Eliza regresara se instalarían en una buena casa, pensaba, pero mientras estuviera solo el hotel bastaba. El otro zhong yi planeaba encargar una joven esposa a China e instalarse definitivamente en los Estados Unidos, porque a pesar de su condición de extranjero, allí podía tener mejor vida que en su país. Tao Chi'en lo advirtió contra la vanidad de los lirios dorados, especialmente en América, donde se caminaba tanto y los fan güey se burlarían de una mujer con pies de muñeca. «Pídale al agente que le traiga una esposa sonriente y sana, todo lo demás no importa», le aconsejó, pensando en el breve paso por este mundo de su inolvidable Lin y en cuanto más feliz hubiera sido con los pies y los pulmones fuertes de Eliza. Su mujer andaba perdida, no sabía ubicarse en esa tierra extraña. La invocaba en sus horas de meditación y en sus poesías, pero no volvió a aparecer ni siquiera en sus sueños. La última vez que estuvo con ella fue aquel día en la bodega del barco, cuando ella lo visitó con su vestido de seda verde y las peonias en el peinado para pedirle que salvara a Eliza, pero eso había sido a la altura del Perú y desde entonces había pasado tanta agua, tierra y tiempo, que Lin seguramente vagaba confundida. Imaginaba al dulce espíritu buscándolo en ese vasto continente desconocido sin lograr ubicarlo. Por sugerencia del zhong yi mandó pintar un retrato de ella a un artista recién llegado de Shanghai, un verdadero genio del tatuaje y el dibujo, quien siguió sus precisas instrucciones, pero el resultado no hacía justicia a la transparente hermosura de Lin. Tao Chi'en formó un pequeño altar con el cuadro, frente al cual se sentaba a llamarla. No entendía por qué la soledad, que antes consideraba una bendición y un lujo, ahora le resultaba intolerable. El peor inconveniente de sus años de marinero había sido la falta de un espacio privado para la quietud o el silencio, pero ahora que lo tenía deseaba compañía. Sin embargo la idea de encargar una novia le parecía un disparate. Una vez antes los espíritus de sus antepasados le habían conseguido una esposa perfecta, pero tras esa aparente buena fortuna había una maldición oculta. Conoció el amor correspondido y ya nunca más volverían los tiempos de la inocencia, cuando cualquier mujer con pies pequeños y buen carácter le parecía suficiente. Se creía condenado a vivir del recuerdo de Lin, porque ninguna otra podría ocupar su lugar con dignidad. No deseaba una sirvienta o una concubina. Ni siquiera la necesidad de tener hijos para que honraran su nombre y cuidaran su tumba le servía de aliciente. Trató de explicárselo a su amigo, pero se enredó en el lenguaje, sin palabras en su vocabulario para expresar ese tormento. La mujer es una criatura útil para el trabajo, la maternidad y el placer, pero ningún hombre culto e inteligente pretendería hacer de ella su compañera, le había dicho su amigo la única vez que le confió sus sentimientos. En China bastaba echar una mirada alrededor para entender tal razonamiento, pero en América las relaciones entre esposos parecían diferentes. De partida, nadie tenía concubinas, al menos abiertamente. Las pocas familias de fan güey que Tao Chi'en había conocido en esa tierra de hombres solos, le resultaban impenetrables. No podía imaginar cómo funcionaban en la intimidad, dado que aparentemente los maridos consideraban a sus mujeres como iguales. Era un misterio que le interesaba explorar, como tantos otros en ese extraordinario país.

Las primeras cartas de Eliza llegaron al restaurante y como la comunidad china conocía a Tao Chi'en, no tardaron en entregárselas. Esas largas cartas, llenas de detalles, eran su mejor compañía. Recordaba a Eliza sorprendido de su añoranza, porque nunca pensó que la amistad con una mujer fuera posible y menos con una de otra cultura. La había visto casi siempre en ropas masculinas, pero le parecía totalmente femenina y le extrañaba que los demás aceptaran su aspecto sin hacer preguntas. «Los hombres no miran a los hombres y las mujeres creen que soy un chico afeminado» le había escrito ella en una carta. Para él, en cambio, era la muchacha vestida de blanco a quien quitó el corsé en una casucha de pescadores en Valparaíso, la enferma que se entregó sin reservas a sus cuidados en la bodega del barco, el cuerpo tibio pegado al suyo en las noches heladas bajo un techo de lona, la voz alegre canturreando mientras cocinaba y el rostro de expresión grave cuando lo ayudaba a curar a los heridos. Ya no la veía como una niña, sino como una mujer, a pesar de sus huesitos de nada y su cara infantil. Pensaba en cómo cambió al cortarse el cabello y se arrepentía de no haber guardado su trenza, idea que se le ocurrió entonces, pero la descartó como una forma bochornosa de sentimentalismo. Al menos ahora podría tenerla en sus manos para invocar la presencia de esa amiga singular. En su práctica de meditación nunca dejaba de enviarle energía protectora para ayudarla a sobrevivir las mil muertes y desgracias posibles que procuraba no formular, porque sabía que quien se complace en pensar en lo malo, acaba por convocarlo. A veces soñaba con ella y amanecía sudando, entonces echaba la suerte con sus palitos del I Chin para ver lo invisible. En los ambiguos mensajes Eliza aparecía siempre en marcha hacia la montaña, eso lo tranquilizaba un poco.

En septiembre de 1850 le tocó participar en una ruidosa celebración patriótica cuando California se convirtió en otro Estado de la Unión. La nación americana abarcaba ahora todo el continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Para entonces la fiebre del oro empezaba a transformarse en una inmensa desilusión colectiva y Tao veía masas de mineros debilitados y pobres, aguardando turno para embarcarse de vuelta a sus pueblos. Los periódicos calculaban en más de noventa mil los que retornaban. Ya no desertaban los marineros, por el contrario, no alcanzaban las naves para llevarse a todos los que deseaban partir. Uno de cada cinco mineros había muerto ahogado en los ríos, de enfermedad o de frío; muchos perecían asesinados o se daban un balazo en la sien. Todavía llegaban extranjeros, embarcados con meses de anterioridad, pero el oro ya no estaba al alcance de cualquier audaz con una batea, una pala y un par de botas, el tiempo de los héroes solitarios estaba terminando y en su lugar se instalaban poderosas compañías provistas de máquinas capaces de partir montañas con chorros de agua. Los mineros trabajaban a sueldo y los que se hacían ricos eran los empresarios, tan ávidos de fortuna súbita como los aventureros del 49, pero mucho más astutos, como aquel sastre judío de apellido Levy, que fabricaba pantalones de tela gruesa con doble costura y remaches metálicos, uniforme obligado de los trabajadores. Mientras muchos se marchaban, los chinos, en cambio, seguían llegando como silenciosas hormigas. A menudo Tao Chi'en traducía los periódicos en inglés para su amigo, el zhong yi, a quien le gustaban especialmente los artículos de un tal Jacob Freemont, porque coincidían con sus propias opiniones:

«Millares de argonautas regresan a sus casas derrotados, pues no han conseguido el Vellocino de Oro y su Odisea se ha tornado en tragedia, pero muchos otros, aunque pobres, se quedan porque ya no pueden vivir en otra parte. Dos años en esta tierra salvaje y hermosa transforman a los hombres. Los peligros, la aventura, la salud y la fuerza vital que se gozan en California no se encuentran en ningún lugar. El oro cumplió su función: atrajo a los hombres que están conquistando este territorio para convertirlo en la Tierra Prometida. Eso es irrevocable…», escribía Freemont.

Para Tao Chi'en, sin embargo, vivían en un paraíso de codiciosos, gente materialista e impaciente cuya obsesión era enriquecerse a toda prisa. No había alimento para el espíritu y en cambio prosperaban la violencia y la ignorancia. De esos males derivaban todos los demás, estaba convencido. Había visto mucho en sus veintisiete años y no se consideraba mojigato, pero le chocaba la debacle de las costumbres y la impunidad del crimen. Un lugar así estaba destinado a sucumbir en la ciénaga de sus propios vicios, sostenía. Había perdido la esperanza de encontrar en América la paz tan ansiada, definitivamente no era un lugar para un aspirante a sabio. ¿Por qué entonces lo atraía de tal modo? Debía evitar que esa tierra lo embrujara, tal como ocurría a cuantos la pisaban; pretendía regresar a Hong Kong o visitar a su amigo Ebanizer Hobbs en Inglaterra para estudiar y practicar juntos. En los años transcurridos desde que fuera secuestrado a bordo del Liberty, había escrito varias cartas al médico inglés, pero como andaba navegando, no obtuvo respuesta por mucho tiempo, hasta que al fin en Valparaíso, en febrero de 1849, el capitán John Sommers recibió una carta suya y se la entregó. En ella su amigo le contaba que estaba dedicado a la cirugía en Londres, aunque su verdadera vocación eran las enfermedades mentales, un campo novedoso apenas explorado por la curiosidad científica.

En Dai Fao, la «ciudad grande», como llamaban los chinos a San Francisco, planeaba trabajar durante un tiempo y luego embarcarse rumbo a China, en caso que Ebanizer Hobbs no respondiera pronto a su última carta. Le asombró ver cómo había cambiado San Francisco en poco más de un año. En vez del fragoroso campamento de casuchas y tiendas que había conocido, lo recibió una ciudad con calles bien trazadas y edificios de varios pisos, organizada y próspera, donde por todas partes se levantaban nuevas viviendas. Un incendio monstruoso había destruido varias manzanas tres meses antes, todavía se veían restos de edificios carbonizados, pero aún no habían enfriado las brasas cuando ya estaban todos martillo en mano reconstruyendo. Había hoteles de lujo con verandas y balcones, casinos, bares y restaurantes, coches elegantes y una muchedumbre cosmopolita, mal vestida y mal agestada, entre la cual sobresalían los sombreros de copa de unos pocos dandis. El resto eran tipos barbudos y embarrados, con aire de truhanes, pero allí nadie era lo que parecía, el estibador del muelle podía ser un aristócrata latinoamericano y el cochero un abogado de Nueva York. Al minuto de conversación con cualquiera de esos tipos patibularios se podía descubrir a un hombre educado y fino, quien al menor pretexto sacaba del bolsillo una sobada carta de su mujer para mostrarla con lágrimas en los ojos. Y también ocurría al revés: el petimetre acicalado escondía un cabrón bajo el traje bien cortado. No le tocó ver escuelas en su trayecto por el centro, en cambio vio niños que trabajaban como adultos cavando hoyos, transportando ladrillos, arreando mulas y lustrando botas, pero apenas soplaba la ventolera del mar corrían a encumbrar volantines. Más tarde se enteró que muchos eran huérfanos y vagaban por las calles en pandillas hurtando comida para sobrevivir. Todavía escaseaban las mujeres y cuando alguna pisaba airosa la calle, el tráfico se detenía para dejarla pasar. Al pie del cerro Telegraph, donde había un semáforo con banderas para señalar la procedencia de los barcos que entraban a la bahía, se extendía un barrio de varias cuadras en el cual no faltaban mujeres: era la zona roja, controlada por los rufianes de Australia, Tasmania y Nueva Zelandia. Tao Chi'en había oído de ellos y sabía que no era un lugar donde un chino pudiera aventurarse solo después de la puesta de sol. Atisbando las tiendas vio que el comercio ofrecía los mismos productos que había visto en Londres. Todo llegaba por mar, incluso un cargamento de gatos para combatir las ratas, que se vendieron uno a uno como artículos de lujo. El bosque de mástiles de los barcos abandonados en la bahía estaba reducido a una décima parte, porque muchos habían sido hundidos para rellenar el terreno y construir encima o estaban convertidos en hoteles, bodegas, cárceles y hasta un asilo para locos, donde iban a morir los infortunados que se perdían en los delirios irremediables del alcohol. Hacía mucha falta, porque antes ataban a los lunáticos a los árboles.

Tao Chi'en se dirigió al barrio chino y comprobó que los rumores eran ciertos: sus compatriotas habían construido una ciudad completa en el corazón de San Francisco, donde se hablaba mandarín y cantonés, los avisos estaban escritos en chino y sólo chinos había por todas partes: la ilusión de encontrarse en el Celeste Imperio era perfecta. Se instaló en un hotel decente y se dispuso a practicar su oficio de médico por el tiempo necesario para juntar algo más de dinero, porque tenía un largo viaje por delante. Sin embargo algo ocurrió que echaría por tierra sus planes y lo retendría en esa ciudad. «Mi karma no era encontrar paz en un monasterio de las montañas, como a veces soñé, sino pelear una guerra sin tregua y sin fin» concluyó muchos años más tarde, cuando pudo mirar su pasado y ver con claridad los caminos recorridos y los que le faltaban por recorrer. Meses después recibió la última carta de Eliza en un sobre muy manoseado.

Paulina Rodríguez de Santa Cruz descendió del Fortuna como una emperatriz, rodeada de su séquito y con un equipaje de noventa y tres baúles. El tercer viaje del capitán John Sommers con el hielo había sido un verdadero tormento para él, el resto de los pasajeros y la tripulación. Paulina hizo saber a todo el mundo que el barco era suyo y para probarlo contradecía al capitán y daba órdenes arbitrarias a los marineros. Ni siquiera tuvieron el alivio de verla mareada, porque su estómago de elefanta resistió la navegación sin más consecuencias que un incremento del apetito. Sus hijos solían perderse en los vericuetos de la nave, a pesar de que las nanas no les quitaban los ojos de encima, y cuando eso sucedía sonaban las alarmas a bordo y debían detener la marcha, porque la desesperada madre chillaba que habían caído al agua. El capitán procuraba explicarle con la máxima delicadeza que si ese era el caso había que resignarse, ya se los habría tragado el Pacífico, pero ella mandaba echar los botes de salvamento al mar. Las criaturas aparecían tarde o temprano y al cabo de unas cuantas horas de tragedia podían proseguir el viaje. En cambio su antipático perro faldero resbaló un día y cayó al océano delante de varios testigos, que se quedaron mudos. En el muelle de San Francisco la aguardaba su marido y su cuñado con una fila de coches y carretas para transportar a la familia y los baúles. La nueva residencia construida para ella, una elegante casa victoriana, había llegado en cajas de Inglaterra con las piezas numeradas y un plano para armarla; también importaron el papel mural, muebles, arpa, piano, lámparas y hasta figuras de porcelana y cuadros bucólicos para decorarla. A Paulina no le gustó. Comparada con su mansión de los mármoles en Chile parecía una casita de muñecas que amenazaba con desmoronarse cuando se apoyaba en la pared, pero por el momento no había alternativa. Le bastó una mirada a la efervescente ciudad para darse cuenta de sus posibilidades.

—Aquí nos vamos a instalar, Feliciano. Los primeros en llegar se convierten en aristocracia a la vuelta de los años.

—Eso ya lo tienes en Chile, mujer.

—Yo sí, pero tú no. Créeme, esta será la ciudad más importante del Pacífico.

—¡Formada por canallas y putas!

—Exactamente. Son los más ansiosos de respetabilidad. No habrá nadie más respetable que la familia Cross. Lástima que los gringos no puedan pronunciar tu verdadero apellido. Cross es nombre de fabricante de quesos. Pero en fin, supongo que no se puede tener todo…

El capitán John Sommers se dirigió al mejor restaurante de la ciudad, dispuesto a comer y beber bien para olvidar las cinco semanas en compañía de esa mujer. Traía varios cajones con las nuevas ediciones ilustradas de libros eróticos. El éxito de los anteriores había sido estupendo y esperaba que su hermana Rose recuperara el ánimo para la escritura. Desde la desaparición de Eliza se había sumido en la tristeza y no había vuelto a coger la pluma. También a él le había cambiado el humor. Me estoy poniendo viejo, carajo, decía, al sorprenderse perdido en nostalgias inútiles. No había tenido tiempo de gozar a esa hija suya, de llevársela a Inglaterra, como había planeado; tampoco alcanzó a decirle que era su padre. Estaba harto de engaños y misterios. Ese negocio de los libros era otro de los secretos familiares. Quince años antes, cuando su hermana le confesó que a espaldas de Jeremy escribía impúdicas historias para no morirse de aburrimiento, se le ocurrió publicarlas en Londres, donde el mercado del erotismo había prosperado, junto con la prostitución y los clubes de flagelantes, a medida que se imponía la rígida moral victoriana. En una remota provincia de Chile, sentada ante un coqueto escritorio de madera rubia, sin más fuente de inspiración que los recuerdos mil veces aumentados y perfeccionados de un único amor, su hermana producía novela tras novela firmadas por «una dama anónima». Nadie creía que esas ardientes historias, algunas con un toque evocativo del Marqués de Sade, ya clásicas en su género, fueran escritas por una mujer. A él tocaba la tarea de llevar los manuscritos al editor, vigilar las cuentas, cobrar las ganancias y depositarlas en un banco en Londres para su hermana. Era su manera de pagarle el favor inmenso que le había hecho al recoger a su hija y callarse la boca. Eliza… No podía recordar a la madre, si bien de ella debió heredar sus rasgos físicos, de él tenía sin duda el ímpetu por la aventura. ¿Dónde estaría? ¿Con quién? Rose insistía en que había partido a California tras un amante, pero mientras más tiempo pasaba, menos lo creía. Su amigo Jacob Todd —Freemont, ahora— que había hecho de la búsqueda de Eliza una misión personal, aseguraba que nunca pisó San Francisco.

Freemont se encontró con el capitán para cenar y luego lo invitó a un espectáculo frívolo en uno de los garitos de baile de la zona roja. Le contó que Ah Toy, la china que habían vislumbrado por unos agujeros en la pared, tenía ahora una cadena de burdeles y un «salón» muy elegante, donde se ofrecían las mejores chicas orientales, algunas de apenas once años, entrenadas para satisfacer todos los caprichos, pero no era allí donde irían, sino a ver las danzarinas de un harén de Turquía, dijo. Poco después fumaban y bebían en un edificio de dos pisos decorado con mesones de mármol, bronces pulidos y cuadros de ninfas mitológicas perseguidas por faunos. Mujeres de varias razas atendían a la clientela, servían licor y manejaban las mesas de juego, bajo la mirada vigilante de chulos armados y vestidos con estridente afectación. A ambos costados del salón principal, en recintos privados, se apostaba fuerte. Allí se reunían los tigres del juego para arriesgar millares en una noche: políticos, jueces, comerciantes, abogados y criminales, todos nivelados por la misma manía. El espectáculo oriental resultó un fiasco para el capitán, quien había visto la auténtica danza del vientre en Estambul y adivinó que esas torpes muchachas seguramente pertenecían a la última partida de pindongas de Chicago recién arribadas a la ciudad. La concurrencia, compuesta en su mayoría por rústicos mineros incapaces de ubicar Turquía en un mapa, enloquecieron de entusiasmo ante esas odaliscas apenas cubiertas por unas falditas de cuentas. Aburrido, el capitán se dirigió a una de las mesas de juego, donde una mujer repartía con increíble destreza las cartas del monte. Se le acercó otra y cogiéndolo del brazo le sopló una invitación al oído. Se volvió a mirarla. Era una sudamericana rechoncha y vulgar, pero con una expresión de genuina alegría. Iba a despedirla, porque planeaba pasar el resto de la noche en uno de los salones caros, donde había estado en cada una de sus visitas anteriores a San Francisco, cuando sus ojos se fijaron en el escote. Entre los pechos llevaba un broche de oro con turquesas.

—¡De dónde sacaste eso! —gritó cogiéndola por los hombros con dos zarpas.

—¡Es mío! Lo compré —balbuceó aterrada.

—¡Dónde! —y siguió zamarreándola hasta que se acercó uno de los matones.

—¿Le pasa algo, míster? —amenazó el hombre.

El capitán hizo seña de que quería a la mujer y se la llevó prácticamente en vilo a uno de los cubículos del segundo piso. Cerró la cortina y de una sola bofetada en la cara la lanzó de espaldas sobre la cama.

—Me vas a decir de dónde sacaste ese broche o te voy a volar todos los dientes, ¿está bien claro?

—No lo robé, señor, se lo juro. ¡Me lo dieron!

—¿Quién te lo dio?

—No me va a creer si se lo digo…

—¡Quién!

—Una chica, hace tiempo, en un barco…

Y Azucena Placeres no tuvo más remedio que contarle a ese energúmeno que el broche se lo había dado un cocinero chino, en pago por atender a una pobre criatura que se estaba muriendo por un aborto en la cala de un barco en medio del océano Pacífico. A medida que hablaba, la furia del capitán se transformaba en horror.

—¿Qué pasó con ella? —preguntó John Sommers con la cabeza entre las manos, anonadado.

—No lo sé, señor.

—Por lo que más quieras, mujer, dime qué fue de ella —suplicó él, poniéndole en la falda un fajo de billetes.

—¿Quién es usted?

—Soy su padre.

—Murió desangrada y echamos el cuerpo al mar. Se lo juro, es la verdad —replicó Azucena Placeres sin vacilar, porque pensó que si esa desventurada había cruzado medio mundo escondida en un hoyo como una rata, sería una imperdonable canallada de su parte lanzar al padre tras su huella.

Eliza pasó el verano en el pueblo, porque entre una cosa y otra, fueron pasando los días. Primero a Babalú, el Malo, le dio un ataque fulminante de disentería, que produjo pánico, porque la epidemia se suponía controlada. Desde hacía meses no había casos que lamentar, salvo el fallecimiento de un niño de dos años, la primera criatura que nacía y moría en ese lugar de paso para advenedizos y aventureros. Ese chico puso un sello de autenticidad al pueblo, ya no era un campamento alucinado con una horca como único derecho a figurar en los mapas, ahora contaba con un cementerio cristiano y la pequeña tumba de alguien cuya vida había transcurrido allí. Mientras el galpón estuvo convertido en hospital se salvaron milagrosamente de la peste, porque Joe no creía en contagios, decía que todo es cuestión de suerte: el mundo está lleno de pestes, unos las agarran y otros no. Por lo mismo no tomaba precauciones, se dio el lujo de ignorar las advertencias de sentido común del médico y sólo a regañadientes hervía a veces el agua de beber. Al trasladarse a una casa hecha y derecha todos se sintieron seguros; si no se habían enfermado antes, menos sucedería ahora. A los pocos días de caer Babalú, les tocó a la Rompehuesos, las chicas de Missouri y la bella mexicana. Sucumbieron con una cagantina repugnante, calenturas de fritanga y tiritones incontrolables, que en el caso de Babalú remecían la casa. Entonces se presentó James Morton, vestido de domingo, a pedir formalmente la mano de Esther.

—Ay, hijo, no podías haber elegido un peor momento —suspiró la Rompehuesos pero estaba demasiado enferma para oponerse y dio su consentimiento entre lamentos.

Esther repartió sus cosas entre sus compañeras, porque nada quiso llevar a su nueva vida, y se casó ese mismo día sin muchas formalidades, escoltada por Tom Sin Tribu y Eliza, los únicos sanos de la compañía. Una doble fila de sus antiguos clientes se formó a ambos lados de la calle cuando pasó la pareja, disparando tiros al aire y vitoreándolos. Se instaló en la herrería, determinada a convertirla en hogar y a olvidar el pasado, pero se daba maña para acudir a diario a visitar la casa de Joe, llevando comida caliente y ropa limpia para los enfermos. Sobre Eliza y Tom Sin Tribu recayó la ingrata tarea de cuidar a los demás habitantes de la casa. El doctor del pueblo, un joven de Philadelphia que llevaba meses advirtiendo que el agua estaba contaminada con desperdicios de los mineros río arriba sin que nadie le diera boleto, declaró el recinto de Joe en cuarentena. Las finanzas se fueron al diablo y no pasaron hambre gracias a Esther y los regalos anónimos que aparecían misteriosamente en la puerta: un saco de frijoles, unas libras de azúcar, tabaco, bolsitas de oro en polvo, unos dólares de plata. Para ayudar a sus amigos, Eliza recurrió a lo aprendido de Mama Fresia en su infancia y de Tao Chi'en en Sacramento, hasta que por fin uno a uno fueron recuperándose, aunque anduvieron durante un buen tiempo trastabillantes y contundidos. Babalú, el Malo, fue quien más padeció, su corpachón de cíclope no estaba acostumbrado a la mala salud, adelgazó y las carnes le quedaron colgando de tal manera que hasta sus tatuajes perdieron la forma.

En esos días salió en el periódico local una breve noticia sobre un bandido chileno o mexicano, no había certeza, llamado Joaquín Murieta, quien estaba adquiriendo cierta fama a lo largo y ancho de la Veta Madre. Para entonces imperaba la violencia en la región del oro. Desilusionados al comprender que la fortuna súbita, como un milagro de burla, sólo había tocado a muy pocos, los americanos acusaban a los extranjeros de codiciosos y de enriquecerse sin contribuir a la prosperidad del país. El licor los enardecía y la impunidad para aplicar castigos a su amaño les daba una sensación irracional de poder. Jamás se condenaba a un yanqui por crímenes contra otras razas, peor aún, a menudo un reo blanco podía escoger su propio jurado. La hostilidad racial se convirtió en odio ciego. Los mexicanos no admitían la pérdida de su territorio en la guerra ni aceptaban ser expulsados de sus ranchos o de las minas. Los chinos soportaban calladamente los abusos, no se iban y continuaban explotando el oro con ganancias de pulga, pero con tan infinita tenacidad que gramo a gramo amasaban riqueza. Millares de chilenos y peruanos, que habían sido los primeros en llegar cuando estalló la fiebre del oro, decidieron regresar a sus países, porque no valía la pena perseguir sus sueños en tales condiciones. Ese año 1850, la legislatura de California aprobó un impuesto a la minería diseñado para proteger a los blancos. Negros e indios quedaron fuera, a menos que trabajaran como esclavos, y los forasteros debían pagar veinte dólares y renovar el registro de su pertenencia mensualmente, lo cual en la práctica resultaba imposible. No podían abandonar los placeres para viajar durante semanas a las ciudades a cumplir con la ley, pero si no lo hacían el sheriff ocupaba la mina y la entregaba a un americano. Los encargados de hacer efectivas las medidas eran designados por el gobernador y cobraban sus sueldos del impuesto y las multas, método perfecto para estimular la corrupción. La ley sólo se aplicaba contra extranjeros de piel oscura, a pesar de que los mexicanos tenían derecho a la ciudadanía americana, según el tratado que puso fin a la guerra en 1848. Otro decreto acabó de rematarlos: la propiedad de sus ranchos, donde habían vivido por generaciones, debía ser ratificada por un tribunal en San Francisco. El procedimiento demoraba años y costaba una fortuna, además los jueces y alguaciles eran a menudo los mismos que se habían apoderado de los predios. En vista de que la justicia no los amparaba, algunos se colocaron fuera de ella, asumiendo a fondo el papel de malhechores. Quienes antes se contentaban con robar ganado, ahora atacaban a mineros y viajeros solitarios. Ciertas bandas se hicieron célebres por su crueldad, no sólo robaban a sus víctimas, también se divertían torturándolas antes de asesinarlas. Se hablaba de un bandolero particularmente sanguinario, a quien se le atribuía, entre otros delitos, la muerte espantosa de dos jóvenes americanos. Encontraron sus cuerpos atados a un árbol con huellas de haber sido usados como blanco para lanzar cuchillos; también les habían cortado la lengua, reventado los ojos y arrancado la piel antes de abandonarlos vivos para que murieran lentamente. Llamaban al criminal Jack Tres-Dedos y se decía que era la mano derecha de Joaquín Murieta.

Sin embargo, no todo era salvajismo, también se desarrollaban las ciudades y brotaban pueblos nuevos, se instalaban familias, nacían periódicos, compañías de teatro y orquestas, construían bancos, escuelas y templos, trazaban caminos y mejoraban las comunicaciones. Había servicio de diligencias y el correo se repartía con regularidad. Iban llegando mujeres y florecía una sociedad con aspiración de orden y moral, ya no era la debacle de hombres solos y prostitutas del comienzo, se procuraba implantar la ley y volver a la civilización olvidada en el delirio del oro fácil. Al pueblo le pusieron un nombre decoroso en una solemne ceremonia con banda de música y desfile, a la cual asistió Joe Rompehuesos vestida de mujer por primera vez y respaldada por toda su compañía. Las esposas recién llegadas hacían respingos ante las «caras pintadas», pero como Joe y sus chicas habían salvado la vida de tantos durante la epidemia, pasaban por alto sus actividades. En cambio contra el otro burdel desataron una guerra inútil, porque todavía había una mujer por cada nueve hombres. A fines del año James Morton dio la bienvenida a cinco familias de cuáqueros, que cruzaron el continente en vagones tirados por bueyes y no venían por el oro, sino atraídos por la inmensidad de aquella tierra virgen.

Eliza ya no sabía qué pista seguir. Joaquín Andieta se había perdido en la confusión de esos tiempos y en su lugar comenzaba a perfilarse un bandido con la misma descripción física y un nombre parecido, pero que a ella le resultaba imposible identificar con el noble joven a quien amaba. El autor de las cartas apasionadas, que guardaba como su único tesoro, no podía ser el mismo a quien se atribuían crímenes tan feroces. El hombre de sus amores jamás se habría asociado con un desalmado como Jack Tres-Dedos, creía, pero la certeza se le hacía agua en las noches cuando Joaquín se le aparecía con mil máscaras diferentes, trayéndole mensajes contradictorios. Despertaba temblando, acosada por los delirantes espectros de sus pesadillas. Ya no podía entrar y salir a voluntad de los sueños, como le había enseñado en la infancia Mama Fresia, ni descifrar visiones y símbolos, que le quedaban rodando en la cabeza con una sonajera de piedras arrastradas por el río. Escribía incansable en su diario con la esperanza de que al hacerlo las imágenes adquirieran algún significado. Releía las cartas de amor letra a letra, buscando signos aclaratorios, pero el resultado era sólo más perplejidad. Esas cartas constituían la única prueba de la existencia de su amante y se aferraba a ellas para no trastornarse por completo. La tentación de sumergirse en la apatía, como una forma de escapar al tormento de seguir buscando, solía ser irresistible. Dudaba de todo: de los abrazos en el cuarto de los armarios, de los meses enterrada en la bodega del barco, del niño que se le fue en sangre.

Fueron tantos los problemas financieros provocados por el casamiento de Esther con el herrero, que privó a la compañía de un cuarto de sus ingresos de un solo golpe, y por las semanas que pasaron los demás postrados por la disentería, que Joe estuvo a punto de perder la casita, pero la idea de ver a sus palomas trabajando para la competencia le daba ínfulas para seguir luchando contra la adversidad. Habían pasado por el infierno y ella no podía empujarlas de vuelta a esa vida, porque muy a pesar suyo, les había tomado cariño. Siempre se había considerado un grave error de Dios, un hombre metido a la fuerza en un cuerpo de mujer, por lo mismo no entendía esa especie de instinto maternal que le había brotado cuando menos le convenía. Cuidaba a Tom Sin Tribu celosamente, pero le gustaba señalar que lo hacía «como un sargento». Nada de mimos, no estaban en su carácter, y además el niño debía hacerse fuerte como sus antepasados; los melindres sólo servían para jorobar la virilidad, advertía a Eliza cuando la encontraba con el chiquillo en los brazos contándole cuentos chilenos. Esa ternura nueva por sus palomas resultaba un serio inconveniente y para colmo ellas se daban cuenta y habían empezado a llamarla madre. El apodo le reventaba, se los había prohibido, pero no le hacían caso. «Tenemos una relación comercial, carajo. No puedo ser más clara: mientras trabajen tendrán ingresos, techo, comida y protección, pero el día que se enfermen, se me pongan flojas o les salgan arrugas y canas ¡adiós! Nada más fácil que reemplazarlas, el mundo está lleno de mujerzuelas», mascullaba. Y entonces, de repente, llegaba a enredarle la existencia ese sentimiento dulzón, que ninguna alcahueta en su sano juicio podía permitirse. «Estas vainas te pasan por ser buena gente» se burlaba Babalú, el Malo. Y así era, porque mientras ella había gastado un tiempo precioso cuidando enfermos que ni siquiera conocía de nombre, la otra madama del pueblo no admitió a nadie con la peste cerca de su local. Joe estaba cada vez más pobre, mientras la otra había engordado, tenía el pelo teñido de rubio y un amante ruso diez años más joven, con músculos de atleta y un diamante incrustado en un diente, había ampliado el negocio y los fines de semana los mineros se alineaban ante su puerta con el dinero en una mano y el sombrero en la otra, pues ninguna mujer, por muy bajo que hubiera descendido, toleraba el sombrero puesto. Definitivamente no había futuro en esa profesión, sostenía Joe: la ley no las amparaba, Dios las había olvidado y por delante sólo se vislumbraba vejez, pobreza y soledad. Se le ocurrió la idea de dedicarse a lavar ropa y hacer tartas para vender, manteniendo siempre el negocio de las mesas de juego y los libros cochinos, pero sus chicas no estaban dispuestas a ganarse la vida en labores tan rudas y mal pagadas.

—Este es un oficio de mierda, niñas. Cásense, estudien para maestras, ¡hagan algo con sus vidas y no me jodan más! —suspiraba tristemente.

También Babalú, el Malo, estaba cansado de hacer de chulo y guardaespaldas. La vida sedentaria lo aburría y la Rompehuesos había cambiado tanto, que poco sentido tenía seguir trabajando juntos. Si ella había perdido entusiasmo por la profesión, ¿qué le quedaba a él? En los momentos desesperados confiaba en el Chilenito y los dos se entretenían haciendo planes fantásticos para emanciparse: iban a montar un espectáculo ambulante, hablaban de comprar un oso y entrenarlo en el boxeo para ir de pueblo en pueblo desafiando a los bravos a batirse a puñetes con el animal. Babalú andaba tras la aventura y Eliza pensaba que era buen pretexto para viajar acompañada en busca de Joaquín Andieta. Fuera de cocinar y tocar el piano no había mucha actividad donde la Rompehuesos, también a ella el ocio la ponía de mal humor. Deseaba recuperar la libertad inmensa de los caminos, pero se había encariñado con esa gente y la idea de separarse de Tom Sin Tribu le partía el corazón. El niño ya leía de corrido y escribía aplicadamente, porque Eliza lo había convencido de que cuando creciera debía estudiar para abogado y defender los derechos de los indios, en vez de vengar a los muertos a balazos, como pretendía Joe. «Así serás un guerrero mucho más poderoso y los gringos te tendrán miedo», le decía. Aún no se reía, pero en un par de ocasiones, cuando se instalaba a su lado para que ella le rascara la cabeza, se había dibujado la sombra de una sonrisa en su rostro de indio enojado.

Tao Chi'en se presentó en la casa de Joe Rompehuesos a las tres de la tarde de un miércoles de diciembre. Abrió la puerta Tom Sin Tribu, lo hizo pasar a la sala, desocupada a esa hora, y se fue a llamar a las palomas. Poco después se presentó la bella mexicana en la cocina, donde el Chilenito amasaba el pan, para anunciar que había un chino preguntando por Elías Andieta, pero ella estaba tan distraída con el trabajo y el recuerdo de los sueños de la noche anterior, donde se confundían mesas de lotería y ojos reventados, que no le prestó atención.

—Te digo que hay un chino esperándote —repitió la mexicana y entonces el corazón de Eliza dio una patada de mula en su pecho.

—¡Tao! —gritó y salió corriendo.

Pero al entrar a la sala se encontró frente a un hombre tan diferente, que tardó unos segundos en reconocer a su amigo. Ya no tenía su coleta, llevaba el pelo corto, engominado y peinado hacia atrás, usaba unos lentes redondos con marco metálico, traje oscuro con levita, chaleco de tres botones y pantalones aflautados. En un brazo sostenía un abrigo y un paraguas, en la otra mano un sombrero de copa.

—¡Dios mío, Tao! ¿Qué te pasó?

—En América hay que vestirse como los americanos —sonrió él.

En San Francisco lo habían atacado tres matones y antes que alcanzara a desprender su cuchillo del cinto, lo aturdieron de un trancazo por el gusto de divertirse a costa de un celestial. Al despercudirse se encontró tirado en un callejón, embadurnado de inmundicias, con su coleta mochada y envuelta en torno al cuello. Entonces tomó la decisión de mantener el cabello corto y vestirse como los fan güey. Su nueva figura destacaba en la muchedumbre del barrio chino, pero descubrió que lo aceptaban mucho mejor afuera y abrían las puertas de lugares que antes le estaban vedados. Era posiblemente el único chino con tal aspecto en la ciudad. La trenza se consideraba sagrada y la decisión de cortársela probaba el propósito de no volver a China e instalarse de firme en América, una imperdonable traición al emperador, la patria y los antepasados. Sin embargo, su traje y su peinado también causaban cierta maravilla, pues indicaban que tenía acceso al mundo de los americanos. Eliza no podía quitarle los ojos de encima: era un desconocido con quien tendría que volver a familiarizarse desde un principio. Tao Chi'en se inclinó varias veces en su saludo habitual y ella no se atrevió a obedecer el impulso de abrazarlo que le quemaba la piel. Había dormido lado a lado con él muchas veces, pero jamás se habían tocado sin la excusa del sueño.

—Creo que me gustabas más cuando eras chino de arriba abajo, Tao. Ahora no te conozco. Déjame que te huela —le pidió.

No se movió, turbado, mientras ella lo olisqueaba como un perro a su presa, reconociendo por fin la tenue fragancia de mar, el mismo olor confortante del pasado. El corte de pelo y la ropa severa lo hacían verse mayor, ya no tenía ese aire de soltura juvenil de antes. Había adelgazado y parecía más alto, los pómulos se marcaban en su rostro liso. Eliza observó su boca con placer, recordaba perfectamente su sonrisa contagiosa y sus dientes perfectos, pero no la forma voluptuosa de sus labios. Notó una expresión sombría en su mirada, pero pensó que era efecto de los lentes.

—¡Qué bueno es verte, Tao! —y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No pude venir antes, no tenía tu dirección.

—También me gustas ahora. Pareces un sepulturero, pero uno guapo.

—A eso me dedico ahora, a sepulturero —sonrió él—. Cuando me enteré que vivías en este lugar, pensé que se habían cumplido los pronósticos de Azucena Placeres. Decía que tarde o temprano acabarías como ella.

—Te expliqué en la carta que me gano la vida tocando el piano.

—¡Increíble!

—¿Por qué? Nunca me has oído, no toco tan mal. Y si pude pasar por un chino sordomudo, igual puedo pasar por un pianista chileno.

Tao Chi'en se echó a reír sorprendido, porque era la primera vez que se sentía contento en meses.

—¿Encontraste a tu enamorado?

—No. Ya no sé dónde buscarlo.

—Tal vez no merece que lo encuentres. Ven conmigo a San Francisco.

—No tengo nada que hacer en San Francisco…

—¿Y aquí? Ya comenzó el invierno, en un par de semanas los caminos serán intransitables y este pueblo estará aislado.

—Es muy aburrido ser tu hermanito bobo, Tao.

—Hay mucho que hacer en San Francisco, ya lo verás, y no tienes que vestirte de hombre, ahora se ven mujeres por todas partes.

—¿En qué quedaron tus planes de volver a China?

—Postergados. No puedo irme todavía.