Miss Rose

MISS ROSE observaba a Eliza con más curiosidad que compasión, porque conocía bien los síntomas y en su experiencia el tiempo y las contrariedades apagan aún los peores incendios de amor. Ella tenía apenas diecisiete años cuando se enamoró con una pasión descabellada de un tenor vienés. Entonces vivía en Inglaterra y soñaba con ser una diva, a pesar de la oposición tenaz de su madre y de su hermano Jeremy, jefe de la familia desde la muerte del padre. Ninguno de los dos consideraba el canto operático como una ocupación deseable para una señorita, principalmente porque se practicaba en teatros, de noche y con vestidos escotados. Tampoco contaba con el apoyo de su hermano John, quien se había incorporado a la marina mercante y apenas asomaba un par de veces al año por la casa, siempre de prisa. Llegaba a trastornar las rutinas de la pequeña familia, exuberante y tostado por el sol de otras partes, luciendo algún nuevo tatuaje o cicatriz. Repartía regalos, los abrumaba con sus cuentos exóticos y desaparecía de inmediato rumbo a los barrios de las rameras, donde permanecía hasta el momento de volver a embarcarse. Los Sommers eran gentilhombres de provincia sin grandes ambiciones. Poseyeron tierra por varias generaciones, pero el padre, aburrido de ovejas torpes y cosechas pobres, prefirió tentar fortuna en Londres. Amaba tanto los libros, que era capaz de quitar el pan a su familia y endeudarse para adquirir primeras ediciones firmadas por sus autores preferidos, pero carecía de la codicia de los verdaderos coleccionistas. Después de infructuosos intentos en el comercio decidió dar curso a su verdadera vocación y acabó abriendo una tienda de libros usados y de otros editados por él mismo. En la parte de atrás de la librería instaló una pequeña imprenta, que manipulaba con dos ayudantes, y en un altillo del mismo local prosperaba a paso de tortuga su negocio de volúmenes raros. De sus tres hijos, sólo Rose se interesaba en su oficio, creció con la pasión de la música y la lectura y si no estaba sentada al piano o en sus ejercicios de vocalización, podían encontrarla en un rincón leyendo. El padre lamentaba que fuera ella la única enamorada de los libros y no Jeremy o John, quienes hubieran heredado su negocio. A su muerte los hijos varones liquidaron la imprenta y la librería, John se echó al mar y Jeremy se hizo cargo de su madre viuda y de su hermana. Disponía de un sueldo modesto como empleado de la Compañía Británica de Importación y Exportación y una reducida renta dejada por el padre, además de las esporádicas contribuciones de su hermano John, que no siempre llegaban en dinero contante y sonante, sino en contrabando. Jeremy, escandalizado, guardaba esas cajas de perdición en el desván sin abrirlas hasta la próxima visita de su hermano, quien se encargaba de vender su contenido. La familia se trasladó a un piso pequeño y caro para su presupuesto, pero bien ubicado en el corazón de Londres, porque lo consideraron una inversión. Debían casar bien a Rose.

A los diecisiete años la belleza de la joven empezaba a florecer y le sobraban pretendientes de buena situación dispuestos a morir de amor, pero mientras sus amigas se afanaban buscando marido, ella buscaba un profesor de canto. Así conoció a Karl Bretzner, un tenor vienés llegado a Londres para actuar en varias obras de Mozart, que culminarían en una noche estelar con Las bodas de Fígaro, con asistencia de la familia real. Su aspecto nada revelaba de su inmenso talento: parecía un carnicero. Su cuerpo, ancho de barriga y enclenque de las rodillas para abajo carecía de elegancia y su rostro sanguíneo, coronado por una mata de crespos descoloridos, resultaba más bien vulgar, pero cuando abría la boca para deleitar al mundo con el torrente de su voz, se transformaba en otro ser, crecía en estatura, la panza desaparecía en la anchura del pecho y la cara colorada de teutón se llenaba de una luz olímpica. Al menos así lo veía Rose Sommers, quien se las arregló para conseguir entradas para cada función. Llegaba al teatro mucho antes que lo abrieran y, desafiando las miradas escandalizadas de los transeúntes, poco acostumbrados a ver una muchacha de su condición sola, aguardaba en la puerta de los actores durante horas para divisar al maestro descender del coche. En la noche del domingo el hombre se fijó en la beldad apostada en la calle y se acercó a hablarle. Trémula, ella respondió a sus preguntas y confesó su admiración por él y sus deseos de seguir sus pasos en el arduo, pero divino sendero del bel canto, como fueron sus palabras.

—Venga después de la función a mi camerino y veremos qué puedo hacer por usted —dijo él con su preciosa voz y un fuerte acento austriaco.

Así lo hizo ella, transportada a la gloria. Cuando finalizó la ovación de pie brindada por el público, un ujier enviado por Karl Bretzner la condujo tras bambalinas. Ella nunca había visto las entrañas de un teatro, pero no perdió tiempo admirando las ingeniosas máquinas de hacer tempestades ni los paisajes pintados en telones, su único propósito era conocer a su ídolo. Lo encontró cubierto con una bata de terciopelo azul real ribeteada en oro, la cara aún maquillada y una elaborada peluca de rizos blancos. El ujier los dejó solos y cerró la puerta. La habitación, atiborrada de espejos, muebles y cortinajes, olía a tabaco, afeites y moho. En un rincón había un biombo pintado con escenas de mujeres rubicundas en un harén turco y de los muros colgaban en perchas las vestimentas de la ópera. Al ver a su ídolo de cerca, el entusiasmo de Rose se desinfló por algunos momentos, pero pronto él recuperó el terreno perdido. Le tomó ambas manos entre las suyas, se las llevó a los labios y las besó largamente, luego lanzó un do de pecho que estremeció el biombo de las odaliscas. Los últimos remilgos de Rose se desmoronaron, como las murallas de Jericó en una nube de polvo, que salió de la peluca cuando el artista se la quitó con un gesto apasionado y viril, lanzándola sobre un sillón, donde quedó inerte como un conejo muerto. Tenía el pelo aplastado bajo una tupida malla que, sumada al maquillaje, le daba un aire de cortesana decrépita.

Sobre el mismo sillón donde cayó la peluca, le ofrecería Rose su virginidad un par de días después, exactamente a las tres y cuarto de la tarde. El tenor vienés la citó con el pretexto de mostrarle el teatro ese martes, que no habría espectáculo. Se encontraron secretamente en una pastelería, donde él saboreó con delicadeza cinco éclaires de crema y dos tazas de chocolate, mientras ella revolvía su té sin poder tragarlo de susto y anticipación. Fueron enseguida al teatro. A esa hora sólo había un par de mujeres limpiando la sala y un iluminador preparando lámparas de aceite, antorchas y velas para el día siguiente. Karl Bretzner, ducho en trances de amor, produjo por obra de ilusionismo una botella de champaña, sirvió una copa para cada uno, que bebieron al seco brindando por Mozart y Rossini. Enseguida instaló a la joven en el palco de felpa imperial donde sólo el rey se sentaba, adornado de arriba abajo con amorcillos mofletudos y rosas de yeso, mientras él partía hacia el escenario. De pie sobre un trozo de columna de cartón pintado, alumbrado por las antorchas recién encendidas, cantó sólo para ella un aria de El barbero de Sevilla, luciendo toda su agilidad vocal y el suave delirio de su voz en interminables florituras. Al morir la última nota de su homenaje, oyó los sollozos distantes de Rose Sommers, corrió hacia ella con inesperada agilidad, cruzó la sala, trepó al palco de dos saltos y cayó a sus pies de rodillas. Sin aliento, colocó su cabezota sobre la falda de la joven, hundiendo la cara entre los pliegues de la falda de seda color musgo. Lloraba con ella, porque sin proponérselo también se había enamorado; lo que comenzó como otra conquista pasajera se había transformado en pocas horas en una incandescente pasión.

Rose y Karl se levantaron apoyándose el uno en el otro, trastabillando y aterrados ante lo inevitable, y avanzaron sin saber cómo por un largo pasillo en penumbra, subieron una breve escalinata y llegaron a la zona de los camerinos. El nombre del tenor aparecía escrito con letras cursivas en una de las puertas. Entraron a la habitación atiborrada de muebles y trapos de lujo, polvorientos y sudados, donde dos días antes habían estado solos por primera vez. No tenía ventanas y por un momento se sumieron en el refugio de la oscuridad, donde alcanzaron a recuperar el aire perdido en los sollozos y suspiros previos, mientras él encendía primero una cerilla y luego las cinco velas de un candelabro. En la trémula luz amarilla de las llamas se admiraron, confundidos y torpes, con un torrente de emociones por expresar y sin poder articular ni una palabra. Rose no resistió las miradas que la traspasaban y escondió el rostro entre las manos, pero él se las apartó con la misma delicadeza empleada antes en desmenuzar los pastelillos de crema. Empezaron por darse besitos llorosos en la cara como picotones de palomas, que naturalmente derivaron hacia besos en serio. Rose había tenido encuentros tiernos, pero vacilantes y escurridizos, con algunos de sus pretendientes y un par de ellos llegaron a rozarla en la mejilla con los labios, pero jamás imaginó que fuera posible llegar a tal grado de intimidad, que una lengua de otro podía trenzarse con la suya como una culebra traviesa y la saliva ajena mojarla por fuera e invadirla por dentro, pero la repugnancia inicial fue vencida pronto por el impulso de su juventud y su entusiasmo por la lírica. No sólo devolvió las caricias con igual intensidad, sino que tomó la iniciativa de desprenderse del sombrero y la capita de piel de astracán gris que le cubría los hombros. De allí a dejarse desabotonar la chaquetilla y luego la blusa hubo sólo unos cuantos acomodos. La joven supo seguir paso a paso la danza de la copulación guiada por el instinto y las calientes lecturas prohibidas, que antes sustraía sigilosa de los anaqueles de su padre. Ese fue el día más memorable de su existencia y lo recordaría hasta en sus más ínfimos pormenores, adornados y exagerados, en los años venideros. Esa sería su única fuente de experiencia y conocimiento, único motivo de inspiración para alimentar sus fantasías y crear, años más tarde, el arte que la haría famosa en ciertos círculos muy secretos. Ese día maravilloso sólo podía compararse en intensidad con aquel otro de marzo, dos años más tarde en Valparaíso, cuando cayó en sus brazos Eliza recién nacida, como consuelo por los hijos que no habría de tener, por los hombres que no podría amar y por el hogar que jamás formaría.

El tenor vienés resultó ser un amante refinado. Amaba y conocía a las mujeres a fondo, pero fue capaz de borrar de su memoria los amores desperdigados del pasado, la frustración de múltiples adioses, los celos, desmanes y engaños de otras relaciones, para entregarse con total inocencia a la breve pasión por Rose Sommers. Su experiencia no provenía de abrazos patéticos con putillas escuálidas; Bretzner se preciaba de no haber tenido que pagar por el placer, porque mujeres de variados pelajes, desde camareras humildes hasta soberbias condesas, se le rendían sin condiciones al oírlo cantar. Aprendió las artes del amor al mismo tiempo que aprendía las del canto. Diez años contaba cuando se enamoró de él quien habría de ser su mentora, una francesa con ojos de tigre y senos de alabastro puro, con edad suficiente para ser su madre. A su vez, ella había sido iniciada a los trece años en Francia por Donatien-Alphonse-François de Sade. Hija de un carcelero de La Bastilla, había conocido al famoso marqués en una celda inmunda, donde escribía sus perversas historias a la luz de una vela. Ella iba a observarlo a través de los barrotes por simple curiosidad de niña, sin saber que su padre se la había vendido al preso a cambio de un reloj de oro, última posesión del noble empobrecido. Una mañana en que ella atisbaba por la mirilla, su padre se quitó el manojo de grandes llaves del cinturón, abrió la puerta y de un empujón lanzó a la chica a la celda, como quien da de comer a los leones. Qué sucedió allí, no podía recordarlo, basta saber que se quedó junto a Sade, siguiéndolo de la cárcel a la miseria peor de la libertad y aprendiendo todo lo que él podía enseñarle. Cuando en 1802 el marqués fue internado en el manicomio de Charenton, ella se quedó en la calle y sin un peso, pero poseedora de una vasta sabiduría amatoria que le sirvió para obtener un marido cincuenta y dos años mayor que ella y muy rico. El hombre se murió al poco tiempo, agotado por los excesos de su joven mujer y ella quedó por fin libre y con dinero para hacer lo que le diera la gana. Tenía treinta y cuatro años, había sobrevivido su brutal aprendizaje junto al marqués, la pobreza de mendrugos de pan de su juventud, el revoltijo de la revolución francesa, el espanto de las guerras napoleónicas y ahora tenía que soportar la represión dictatorial del Imperio. Estaba harta y su espíritu pedía tregua. Decidió buscar un lugar seguro donde pasar el resto de sus días en paz y optó por Viena. En ese período de su vida conoció a Karl Bretzner, hijo de sus vecinos, cuando este era un niño de apenas diez años, pero ya entonces cantaba como un ruiseñor en el coro de la catedral. Gracias a ella, convertida en amiga y confidente de los Bretzner, el chiquillo no fue castrado ese año para preservar su voz de querubín, como sugirió el director del coro.

—No lo toquen y en poco tiempo será el tenor mejor pagado de Europa —pronosticó la bella. No se equivocó.

A pesar de la enorme diferencia de edad, creció entre ella y el pequeño Karl una relación inusitada. Ella admiraba la pureza de sentimientos y la dedicación a la música del niño; él había encontrado en ella a la musa que no sólo le salvó la virilidad, sino que también le enseñó a usarla. Para la época en que cambió definitivamente la voz y empezó a afeitarse, había desarrollado la proverbial habilidad de los eunucos para satisfacer a una mujer en formas no previstas por la naturaleza y la costumbre, pero con Rose Sommers no corrió riesgos. Nada de atacarla con fogosidad en un desmadre de caricias demasiado atrevidas, pues no se trataba de chocarla con trucos de serrallo, decidió, sin sospechar que en menos de tres lecciones prácticas su alumna lo aventajaría en inventiva. Era hombre cuidadoso de los detalles y conocía el poder alucinante de la palabra precisa a la hora del amor. Con la mano izquierda le soltó uno a uno los pequeños botones de madreperla en la espalda, mientras con la derecha le quitaba las horquillas del peinado, sin perder el ritmo de los besos intercalados con una letanía de halagos. Le habló de la brevedad de su talle, la blancura prístina de su piel, la redondez clásica de su cuello y hombros, que provocaban en él un incendio, una excitación incontrolable.

—Me tienes loco… No sé lo que me sucede, nunca he amado ni volveré a amar a nadie como a ti. Este es un encuentro hecho por los dioses, estamos destinados a amarnos —murmuraba una y otra vez.

Le recitó su repertorio completo, pero lo hizo sin malicia, profundamente convencido de su propia honestidad y deslumbrado por Rose. Desató los lazos del corsé y la fue despojando de las enaguas hasta dejarla sólo con los calzones largos de batista y una camisita de nada que revelaba las fresas de los pezones. No le quitó los botines de cordobán con tacones torcidos ni las medias blancas sujetas en las rodillas con ligas bordadas. En ese punto se detuvo, acezando, con un estrépito telúrico en el pecho, convencido de que Rose Sommers era la mujer más bella del universo, un ángel, y que el corazón iba a estallarle en petardos si no se calmaba. La levantó en brazos sin esfuerzo, cruzó la habitación y la depositó de pie ante un espejo grande de marco dorado. La luz parpadeante de las velas y el vestuario teatral colgando de las paredes, en una confusión de brocados, plumas, terciopelos y encajes desteñidos, daban a la escena un aire de irrealidad.

Inerme, ebria de emociones, Rose se miró en el espejo y no reconoció a esa mujer en ropa interior, con el pelo alborotado y las mejillas en llamas, a quien un hombre también desconocido besaba en el cuello y le acariciaba los pechos a manos llenas. Esa pausa anhelante dio tiempo al tenor para recuperar el aliento y algo de la lucidez perdida en los primeros embistes. Empezó a quitarse la ropa frente al espejo, sin pudor y, hay que decirlo, se veía mucho mejor desnudo que vestido. Necesita un buen sastre, pensó Rose quien no había visto nunca un hombre desnudo, ni siquiera a sus hermanos en la infancia, y su información provenía de las exageradas descripciones de los libros picantes y unas postales japonesas que descubrió en el equipaje de John, donde los órganos masculinos tenían proporciones francamente optimistas. La perinola rosada y tiesa que apareció ante sus ojos no la espantó, como temía Karl Bretzner, sino que le provocó una irreprimible y alegre carcajada. Eso dio el tono a lo que vino después. En vez de la solemne y más bien dolorosa ceremonia que la desfloración suele ser, ellos se deleitaron en corcoveos juguetones, se persiguieron por el aposento saltando como chiquillos por encima de los muebles, bebieron el resto de la champaña y abrieron otra botella para echársela encima en chorros espumantes, se dijeron porquerías entre risas y juramentos de amor en susurros, se mordieron y lamieron y hurgaron desaforados en la marisma sin fondo del amor recién estrenado, durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, sin acordarse para nada de la hora ni del resto del universo. Sólo ellos existían. El tenor vienés condujo a Rose a alturas épicas y ella, alumna aplicada, lo siguió sin vacilar y una vez en la cima echó a volar sola con un sorprendente talento natural, guiándose por indicios y preguntando lo que no lograba adivinar, deslumbrando al maestro y por último venciéndolo con su destreza improvisada y el regalo apabullante de su amor. Cuando lograron separarse y aterrizar en la realidad, el reloj marcaba las diez de la noche. El teatro estaba vacío, afuera reinaba la oscuridad y para colmo se había instalado una bruma espesa como merengue.

Comenzó entre los amantes un intercambio frenético de misivas, flores, bombones, versos copiados y pequeñas reliquias sentimentales mientras duró la temporada lírica en Londres. Se encontraban donde podían, la pasión los hizo perder de vista toda prudencia. Para ganar tiempo buscaban piezas de hotel cerca del teatro, sin importarles la posibilidad de ser reconocidos. Rose escapaba de la casa con excusas ridículas y su madre, aterrada, nada decía a Jeremy de sus sospechas, rezando para que el desenfreno de su hija fuera pasajero y desapareciera sin dejar rastro. Karl Bretzner llegaba tarde a los ensayos y de tanto desnudarse a cualquier hora cogió un resfrío y no pudo cantar en dos funciones, pero lejos de lamentarlo, aprovechó el tiempo para hacer el amor exaltado por los tiritones de la fiebre. Se presentaba a la habitación de alquiler con flores para Rose, champaña para brindar y bañarse, pasteles de crema, poemas escritos a las volandas para leer en la cama, aceites aromáticos para frotárselos por lugares hasta entonces sellados, libros eróticos que hojeaban buscando las escenas más inspiradas, plumas de avestruz para hacerse cosquillas y un sinfín de otros adminículos destinados a sus juegos. La joven sintió que se abría como una flor carnívora, emanaba perfumes de perdición para atraer al hombre como a un insecto, triturarlo, tragárselo, digerirlo y finalmente escupir sus huesitos convertidos en astillas. La dominaba una energía insoportable, se ahogaba, no podía estar quieta ni un instante, devorada por la impaciencia. Entretanto Karl Bretzner chapoteaba en la confusión, a ratos exaltado hasta el delirio y otros exangüe, tratando de cumplir con sus obligaciones musicales, pero estaba deteriorándose a ojos vistas y los críticos, implacables, dijeron que seguro Mozart se revolcaba en el sepulcro al oír al tenor vienés ejecutar —literalmente— sus composiciones.

Los amantes veían acercarse con pánico el momento de la separación y entraron en la fase del amor contrariado. Discurrían escapar al Brasil o suicidarse juntos, pero nunca mencionaron la posibilidad de casarse. Por fin el apetito por la vida pudo más que la tentación trágica y después de la última función tomaron un coche y se fueron de vacaciones al norte de Inglaterra a una hostería campestre. Habían decidido gozar esos días de anonimato, antes que Karl Bretzner partiera a Italia, donde debía cumplir con otros contratos. Rose se le reuniría en Viena, una vez que él consiguiera una vivienda apropiada, se organizara y le enviara dinero para el viaje.

Estaban tomando desayuno bajo un toldo en la terraza del hotelito, con las piernas cubiertas por una manta de lana, porque el aire de la costa era cortante y frío, cuando los interrumpió Jeremy Sommers, indignado y solemne como un profeta. Rose había dejado tal rastro de pistas, que fue fácil para su hermano mayor ubicar su paradero y seguirla hasta ese apartado balneario. Al verlo ella dio un grito de sorpresa, más que de susto, porque estaba envalentonada por el alboroto del amor. En ese instante tuvo por primera vez idea de lo cometido y el peso de las consecuencias se le reveló en toda su magnitud. Se puso de pie resuelta a defender su derecho a vivir a su regalado antojo, pero su hermano no le dio tiempo de hablar y se dirigió directamente al tenor.

—Le debe una explicación a mi hermana. Supongo que no le ha dicho que es casado y tiene dos hijos —le espetó al seductor.

Eso era lo único que Karl Bretzner había omitido contar a Rose. Habían hablado hasta la saciedad, él le había entregado incluso los más íntimos detalles de sus amoríos anteriores, sin olvidar las extravagancias del Marqués de Sade que le había contado su mentora, la francesa con ojos de tigre, porque ella demostraba una curiosidad morbosa por saber cuándo, con quién y especialmente cómo había hecho el amor, desde los diez años hasta el día anterior de conocerla a ella. Y todo se lo dijo sin escrúpulos al percatarse de cuánto le gustaba a ella oírlo y cómo lo incorporaba a la propia teoría y práctica. Pero de la esposa y los críos nada había mencionado por compasión hacia esa virgen hermosa que se le había ofrecido sin condiciones. No deseaba destruir la magia de ese encuentro: Rose Sommers merecía gozar su primer amor a plenitud.

—Me debe una reparación —lo desafió Jeremy Sommers cruzándole la cara de un guantazo.

Karl Bretzner era un hombre de mundo y no iba a cometer la barbaridad de batirse a duelo. Comprendió que había llegado el momento de retirarse y lamentó no tener unos momentos en privado para tratar de explicar las cosas a Rose. No deseaba dejarla con el corazón destrozado y con la idea de que él la había seducido en mala conciencia para luego abandonarla. Necesitaba decirle una vez más cuánto de verdad la quería y lamentaba no ser libre para cumplir los sueños de ambos, pero leyó en la cara de Jeremy Sommers que no iba a permitírselo. Jeremy tomó de un brazo a su hermana, quien parecía alelada, y se la llevó con firmeza al coche, sin darle oportunidad de despedirse del amante o recoger su breve equipaje. La condujo a casa de una tía en Escocia, donde debía permanecer hasta que se revelara su estado. Si ocurría la peor desgracia, como llamó Jeremy al embarazo, su vida y el honor de la familia estaban arruinados para siempre.

—Ni una palabra de esto a nadie, ni siquiera a mamá o a John, ¿has entendido? —fue lo único que dijo durante el viaje.

Rose pasó unas semanas de incertidumbre, hasta comprobar que no estaba encinta. La noticia le trajo un soplo de inmenso alivio, como si el cielo la hubiera absuelto. Pasó tres meses más de castigo tejiendo para los pobres, leyendo y escribiendo a escondidas, sin derramar una sola lágrima. Durante ese tiempo reflexionó sobre su destino y algo se le dio vuelta por dentro, porque cuando terminó su clausura en casa de la tía era otra persona. Sólo ella se dio cuenta del cambio. Reapareció en Londres igual como se había ido, risueña, tranquila, interesada por el canto y la lectura, sin una palabra de rencor contra Jeremy por haberla arrebatado de los brazos del amante o de nostalgia por el hombre que la había engañado, olímpica en su actitud de ignorar la maledicencia ajena y las caras de duelo de su familia. En la superficie parecía la misma muchacha de antes, ni su madre pudo encontrar una grieta en su perfecta compostura que le permitiera un reproche o un consejo. Por otra parte, la viuda no estaba en condiciones de ayudar a su hija o protegerla; un cáncer la estaba devorando rápidamente. La única modificación en la conducta de Rose fue ese capricho de pasar horas escribiendo encerrada en su pieza. Llenaba docenas de cuadernos con una letra minúscula, que guardaba bajo llave. Como nunca intentó enviar una carta, Jeremy Sommers, quien nada temía tanto como el escarnio, dejó de preocuparse por el vicio de la escritura y supuso que su hermana había tenido el buen juicio de olvidar al nefasto tenor vienés. Pero ella no sólo no lo había olvidado, sino que recordaba con claridad meridiana cada detalle de lo ocurrido y cada palabra dicha o susurrada. Lo único que borró de su mente fue el desencanto de haber sido engañada. La mujer y los hijos de Karl Bretzner simplemente desaparecieron, porque nunca tuvieron lugar en el fresco inmenso de sus recuerdos de amor.

El retiro en casa de la tía en Escocia no logró evitar el escándalo, pero como los rumores no pudieron ser confirmados, nadie osó hacer un desaire abierto a la familia. Uno a uno retornaron los numerosos pretendientes que antes acosaban a Rose, pero los alejó con el pretexto de la enfermedad de su madre. Lo que se calla es como si no hubiera sucedido, sostenía Jeremy Sommers, dispuesto a matar con el silencio todo vestigio de ese episodio. La bochornosa escapada de Rose quedó suspendida en el limbo de las cosas sin nombrar, aunque a veces los hermanos hacían referencias tangenciales que mantenían fresco el rencor, pero también los unían en el secreto compartido. Años más tarde, cuando ya a nadie le importaba, Rose se atrevió a contárselo a su hermano John, ante quien siempre había asumido el papel de niña mimada e inocente. Poco después de la muerte de la madre, a Jeremy Sommers le ofrecieron hacerse cargo de la oficina de la Compañía Británica de Importación y Exportación en Chile. Partió con su hermana Rose, llevándose el secreto intacto hasta el otro lado del mundo.

Llegaron a fines del invierno de 1830, cuando Valparaíso era todavía una aldea, pero ya existían compañías y familias europeas. Rose consideró a Chile como su penitencia y lo asumió estoica, resignada a pagar su falta con ese destierro irremediable, sin permitir que nadie, mucho menos su hermano Jeremy, sospechara su desesperación. Su disciplina para no quejarse y no hablar ni en sueños del amante perdido la sostuvo cuando los inconvenientes la agobiaban. Se instaló en el hotel lo mejor posible, dispuesta a cuidarse de las ventoleras y la humedad, porque se había desatado una epidemia de difteria, que los barberos locales combatían con crueles e inútiles operaciones quirúrgicas practicadas a navajazos. La primavera y luego el verano aliviaron en algo su mala impresión del país. Decidió olvidarse de Londres y sacar partido a su nueva situación, a pesar del ambiente provinciano y el viento marítimo que le calaba los huesos incluso en los mediodías asoleados. Convenció a su hermano, y este a la oficina, de la necesidad de adquirir una casa decente a nombre de la firma y traer muebles de Inglaterra. Lo planteó como una cuestión de autoridad y prestigio: no era posible que el representante de tan importante oficina se albergara en un hotel de mala muerte. Dieciocho meses más tarde, cuando la pequeña Eliza entró en sus vidas, los hermanos vivían en una gran casa en el Cerro Alegre, Miss Rose había relegado el antiguo amante a un compartimiento sellado de la memoria y estaba dedicada enteramente a conquistar un lugar de privilegio en la sociedad donde vivía. En los años siguientes Valparaíso creció y se modernizó con la misma rapidez con que ella dejó atrás el pasado y se convirtió en la mujer exuberante y de apariencia feliz, que once años después conquistaría a Jacob Todd. El falso misionero no fue el primero en ser rechazado, pero ella no tenía interés en casarse. Había descubierto una fórmula extraordinaria para permanecer en un idílico romance con Karl Bretzner, reviviendo cada uno de los momentos de su incendiaria pasión y otros delirios inventados en el silencio de sus noches de soltera.