Tao Chi´en
TAO CHI'EN tomó un sampán rumbo a Hong Kong con la intención de comenzar su nueva vida. Ahora era un zhong yi, entrenado en la medicina tradicional china por el mejor maestro de Cantón. Debía eterno agradecimiento a los espíritus de sus venerables antepasados, que habían enderezado su karma de manera tan gloriosa. Lo primero, decidió, era conseguir una mujer, pues estaba en edad sobrada de casarse y el celibato le pesaba demasiado. La falta de esposa era signo de indisimulable pobreza. Acariciaba la ambición de adquirir una joven delicada y con hermosos pies. Sus lirios dorados no debían tener más de tres o cuatro pulgadas de largo y debían ser regordetes y mórbidos al tacto, como de un niño de pocos meses. Le fascinaba la manera de andar de una joven sobre sus minúsculos pies, con pasos muy breves y vacilantes, como si estuviera siempre a punto de caer, las caderas echadas hacia atrás y meciéndose como los juncos a la orilla del estanque en el jardín de su maestro. Detestaba los pies grandes, musculosos y fríos, como los de una campesina. En su aldea había visto de lejos algunas niñas vendadas, orgullo de sus familias que sin duda podrían casarlas bien, pero sólo al relacionarse con las prostitutas en Cantón tuvo entre sus manos un par de aquellos lirios dorados y pudo extasiarse ante las pequeñas zapatillas bordadas que siempre los cubrían, pues por años y años los huesos destrozados desprendían una sustancia maloliente. Después de tocarlos comprendió que su elegancia era fruto de constante dolor, eso los hacía tanto más valiosos. Entonces apreció debidamente los libros dedicados a los pies femeninos, que su maestro, coleccionaba, donde enumeraban cinco clases y dieciocho estilos diversos de lirios dorados. Su mujer también debía ser muy joven, pues la belleza es de breve duración, comienza alrededor de los doce años y termina poco después de cumplir los veinte. Así se lo había explicado su maestro. Por algo las heroínas más celebradas en la literatura china morían siempre en el punto exacto de su mayor encanto; benditas aquellas que desaparecían antes de verse destruidas por la edad y podían ser recordadas en la plenitud de su frescura. Además había razones prácticas para preferir una joven núbil: le daría hijos varones y sería fácil domar su carácter para hacerla verdaderamente sumisa. Nada tan desagradable como una mujer chillona, había visto algunas que escupían y daban bofetones a sus maridos y a sus hijos, incluso en la calle delante de los vecinos. Tal afrenta de manos de una mujer era el peor desprestigio para un hombre. En el sampán que lo conducía lentamente a través de las noventa millas entre Cantón y Hong Kong, alejándolo por minutos de su vida pasada, Tao Chi'en iba soñando con esa muchacha, el placer y los hijos que le daría. Contaba una y otra vez el dinero de su bolsa, como si por medio de cálculos abstractos pudiera incrementarlo, pero resultaba claro que no alcanzaría para una esposa de esa calidad. Sin embargo, por mucha que fuese su urgencia, no pensaba conformarse con menos y vivir para el resto de sus días con una esposa de pies grandes y carácter fuerte.
La isla de Hong Kong apareció de súbito ante sus ojos, con su perfil de montañas y verde naturaleza, emergiendo como una sirena en las aguas color añil del Mar de la China. Tan pronto la ligera embarcación que lo transportaba atracó en el puerto, Tao Chi'en percibió la presencia de los odiados extranjeros. Antes había divisado algunos a lo lejos, pero ahora los tenía tan cerca, que de haberse atrevido los hubiera tocado para comprobar si esos seres grandes y sin ninguna gracia, eran realmente humanos. Con asombro descubrió que muchos de los fan güey tenían pelos rojos o amarillos, los ojos desteñidos y la piel colorada como langostas hervidas. Las mujeres, muy feas a su parecer, llevaban sombreros con plumas y flores, tal vez con la intención de disimular sus diabólicos cabellos. Iban vestidos de una manera extraordinaria, con ropas tiesas y ceñidas al cuerpo; supuso que por eso se movían como autómatas y no saludaban con amables inclinaciones, pasaban rígidos, sin ver a nadie, sufriendo en silencio el calor del verano bajo sus incómodos atuendos. Había una docena de barcos europeos en el puerto, en medio de millares de embarcaciones asiáticas de todos los tamaños y colores. En las calles vio algunos coches con caballos guiados por hombres en uniforme, perdidos entre los vehículos de transporte humano, literas, palanquines, parihuelas y simplemente individuos llevando a sus clientes a la espalda. El olor a pescado le dio en la cara como una palmada, recordándole su hambre. Primero debía ubicar una casa de comida, señalada con largas tiras de tela amarilla.
Tao Chi'en comió como un príncipe en un restaurante atestado de gente hablando y riendo a gritos, señal inequívoca de contento y buena digestión, donde saboreó los platillos delicados que en casa del maestro de acupuntura habían pasado al olvido. El zhong yi había sido un gran goloso durante su vida y se vanagloriaba de haber tenido los mejores cocineros de Cantón a su servicio, pero en sus últimos años se alimentaba de té verde y arroz con unas briznas de vegetales. Para la época en que escapó de su servidumbre, Tao Chi'en estaba tan flaco como cualquiera de los muchos enfermos de tuberculosis en Hong Kong. Esa fue su primera comida decente en mucho tiempo y el asalto de los sabores, los aromas y las texturas lo llevó al éxtasis. Concluyó el festín fumando una pipa con el mayor gozo. Salió a la calle flotando y riéndose solo, como un loco: no se había sentido tan pleno de entusiasmo y buena suerte en toda su vida. Aspiró el aire a su alrededor, tan parecido al de Cantón, y decidió que sería fácil conquistar esa ciudad, tal como nueve años antes había llegado a dominar la otra. Primero buscaría el mercado y el barrio de los curanderos y yerbateros, donde podría encontrar hospedaje y ofrecer sus servicios profesionales. Luego pensaría en el asunto de la mujer de pies pequeños…
Esa misma tarde Tao Chi'en consiguió hospedaje en el ático de una casona dividida en compartimentos, que albergaba una familia por habitación, un verdadero hormiguero. Su pieza, un tenebroso túnel de un metro de ancho por tres de largo, sin ventana, oscuro y caliente, atraía los efluvios de comidas y bacinicas de otros inquilinos, mezclados con la inconfundible pestilencia de la suciedad. Comparada con la refinada casa de su maestro equivalía a vivir en un agujero de ratas, pero recordó que la choza de sus padres había sido más pobre. En su calidad de hombre soltero, no necesitaba más espacio ni lujo, decidió, sólo un rincón para colocar su esterilla y guardar sus mínimas pertenencias. Más adelante, cuando se casara, buscaría una vivienda apropiada, donde pudiera preparar sus medicamentos, atender a sus clientes y ser servido por su mujer en la forma debida. Por el momento, mientras conseguía algunos contactos indispensables para trabajar, aquel espacio al menos le ofrecía techo y algo de privacidad. Dejó sus cosas y fue a darse un buen baño, afeitarse la frente y rehacer su trenza. Apenas estuvo presentable, partió de inmediato en busca de una casa de juego, resuelto a duplicar su capital en el menor tiempo posible, así podría iniciarse en el camino del éxito.
En menos de dos horas apostando al fan tan, Tao Chi'en perdió todo el dinero y no perdió también sus instrumentos de medicina porque no se le ocurrió llevarlos. El griterío en la sala de juego era tan atronador que las apuestas se hacían con señales a través del espeso humo de tabaco. El fan tan era muy simple, consistía en un puñado de botones bajo una taza. Se hacían las apuestas, se contaban los botones de a cuatro a la vez y quien adivinara cuantos quedaban, uno, dos, tres o ninguno, ganaba. Tao Chi'en apenas podía seguir con la vista las manos del hombre que echaba los botones y los contaba. Le pareció que hacía trampa, pero acusarlo en público habría sido una ofensa de tal magnitud, que de estar equivocado podía pagarla con la vida. En Cantón se recogían a diario cadáveres de perdedores insolentes en las cercanías de las casas de juego; no podía ser diferente en Hong Kong. Regresó al túnel del ático y se echó en su esterilla a llorar como un crío, pensando en los varillazos recibidos de mano de su anciano maestro de acupuntura. La desesperación le duró hasta el día siguiente, cuando comprendió con abismante claridad su impaciencia y su soberbia. Entonces se echó a reír de buena gana ante la lección, convencido que el espíritu travieso de su maestro se la había puesto por delante para enseñarle algo más. Había despertado en medio de una oscuridad profunda con el bullicio de la casa y de la calle. Era tarde en la mañana, pero ninguna luz natural entraba a su cuchitril. Se vistió a tientas con su única muda de ropa limpia, todavía riéndose solo, tomó su maletín de médico y partió al mercado. En la zona donde se alineaban los tenderetes de los tatuadores, cubiertos de arriba abajo con trozos de tela y papel exhibiendo los dibujos, se podía escoger entre miles de diseños, desde discretas flores en tinta azul índigo, hasta fantásticos dragones en cinco colores, capaces de decorar con sus alas desplegadas y su aliento de fuego la espalda completa de un hombre robusto. Pasó media hora regateando y por fin hizo un trato con un artista deseoso de cambiar un modesto tatuaje por un tónico para limpiar el hígado. En menos de diez minutos le grabó en el dorso de la mano derecha, la mano de apostar, la palabra «no» en simples y elegantes trazos.
—Si le va bien con el jarabe, recomiende mis servicios a sus amigos —le pidió Tao Chi'en.
—Si le va bien con mi tatuaje, haga lo mismo —replicó el artista.
Tao Chi'en siempre sostuvo que aquel tatuaje le trajo suerte. Salió del tenderete al bochinche del mercado, avanzando a empujones y codazos por los estrechos callejones atestados de humanidad. No se veía un solo extranjero y el mercado parecía idéntico al de Cantón. El ruido era como una cascada, los vendedores pregonaban los méritos de sus productos y los clientes regateaban a grito pelado en medio de la ensordecedora bullaranga de los pájaros enjaulados y los gemidos de los animales esperando turno para el cuchillo. Era tan densa la pestilencia de sudor, animales vivos y muertos, excremento y basura, especias, opio, cocinerías y toda clase de productos y criaturas de tierra, aire y agua, que podía palparse con los dedos. Vio a una mujer ofreciendo cangrejos. Los sacaba vivos de un saco, los hervía unos minutos en un caldero cuya agua tenía la consistencia pastosa del fondo del mar, los extraía con un colador, los ensopaba en salsa de soya y los servía a los pasantes en un trozo de papel. Tenía las manos llenas de verrugas. Tao Chi'en negoció con ella el almuerzo de un mes a cambio del tratamiento para su mal.
—¡Ah! Veo que le gustan mucho los cangrejos —dijo ella.
—Los detesto, pero los comeré como penitencia para que no se me olvide una lección que debo recordar siempre.
—Y si al cabo de un mes no me he curado, ¿quién me devuelve los cangrejos que usted se ha comido?
—Si en un mes usted sigue con verrugas, yo me desprestigio. ¿Quién compraría entonces mis medicinas? —sonrió Tao.
—Está bien.
Así comenzó su nueva vida de hombre libre en Hong Kong. En dos o tres días la inflamación cedió y el tatuaje apareció como nítido diseño de venas azules. Durante ese mes, mientras recorría los puestos del mercado ofreciendo sus servicios profesionales, comió una sola vez al día, siempre cangrejos hervidos, y bajó tanto de peso que podía sujetar una moneda entre las ranuras de las costillas. Cada animalito que se echaba a la boca venciendo la repugnancia, lo hacía sonreír pensando en su maestro, a quien tampoco le gustaban los cangrejos. Las verrugas de la mujer desaparecieron en veintiséis días y ella, agradecida, repartió la buena nueva por el vecindario. Le ofreció otro mes de cangrejos si le curaba las cataratas de los ojos, pero Tao consideró que su castigo era suficiente y podía darse el lujo de no volver a probar esos bichos por el resto de su existencia. Por las noches regresaba extenuado a su cuchitril, contaba sus monedas a la luz de la vela, las escondía bajo una tabla del piso y luego calentaba agua en la hornilla a carbón para pasar el hambre con té. De vez en cuando, si comenzaban a flaquearle las piernas o la voluntad, compraba una escudilla de arroz, algo de azúcar o una pipa de opio, que saboreaba lentamente, agradecido de que hubieran en el mundo regalos tan deslumbrantes como el consuelo del arroz, la dulzura del azúcar y los sueños perfectos del opio. Sólo gastaba en su alquiler, clases de inglés, afeitarse la frente y mandar lavar su muda de ropa, porque no podía andar como un pordiosero. Su maestro se vestía como un mandarín. «La buena presencia es signo de civilidad, no es lo mismo un zhong yi que un curandero de campo. Mientras más pobre el enfermo, más ricas deben ser tus vestiduras, por respeto» le enseñó. Poco a poco se extendió su reputación, primero entre la gente del mercado y sus familias, luego hacia el barrio del puerto, donde trataba a los marineros por heridas de riñas, escorbuto, pústulas venéreas e intoxicación.
Al cabo de seis meses Tao Chi'en contaba con una clientela fiel y empezaba a prosperar. Se cambió a una habitación con ventana, la amuebló con una cama grande, que le serviría cuando se casara, un sillón y un escritorio inglés. También adquirió unas piezas de ropa, hacía años que deseaba vestirse bien. Se había propuesto aprender inglés, porque pronto averiguó donde estaba el poder. Un puñado de británicos controlaba Hong Kong, hacía las leyes y las aplicaba, dirigía el comercio y la política. Los fan güey vivían en barrios exclusivos y sólo tenían relación con los chinos ricos para hacer negocios, siempre en inglés. La inmensa multitud china compartía el mismo espacio y tiempo, pero era como si no existiera. Por Hong Kong salían los más refinados productos directamente a los salones de una Europa fascinada por esa milenaria y remota cultura. Las chinerías estaban de moda. La seda hacía furor en el vestuario; no podían faltar graciosos puentes con farolitos y sauces tristes imitando los maravillosos jardines secretos de Pekín; los techos de pagoda se usaban en glorietas y los motivos de dragones y flores de cerezo se repetían hasta las náuseas en la decoración. No había mansión inglesa sin un salón oriental con un biombo Coromandel, una colección de porcelanas y marfiles, abanicos bordados por manos infantiles con la puntada prohibida y canarios imperiales en jaulas talladas. Los barcos que acarreaban esos tesoros hacia Europa no regresaban vacíos, traían opio de la India para vender de contrabando y baratijas que arruinaron las pequeñas industrias locales. Los chinos debían competir con ingleses, holandeses, franceses y norteamericanos para comerciar en su propio país. Pero la gran desgracia fue el opio. Se usaba en China desde hacía siglos como pasatiempo y con fines medicinales, pero cuando los ingleses inundaron el mercado se convirtió en un mal incontrolable. Atacó a todos los sectores de la sociedad, debilitándola y desmigajándola como pan podrido.
Al principio los chinos vieron a los extranjeros con desprecio, asco y la inmensa superioridad de quienes se sienten los únicos seres verdaderamente civilizados del universo, pero en pocos años aprendieron a respetarlos y a temerlos. Por su parte los europeos actuaban imbuidos del mismo concepto de superioridad racial, seguros de ser heraldos de la civilización en una tierra de gente sucia, fea, débil, ruidosa, corrupta y salvaje, que comía gatos y culebras y mataba a sus propias hijas al nacer. Pocos sabían que los chinos habían empleado la escritura mil años antes que ellos. Mientras los comerciantes imponían la cultura de la droga y la violencia, los misioneros procuraban evangelizar. El cristianismo debía propagarse a cualquier costo, era la única fe verdadera y el hecho de que Confucio hubiera vivido quinientos años antes que Cristo nada significaba. Consideraban a los chinos apenas humanos, pero intentaban salvar sus almas y les pagaban las conversiones en arroz. Los nuevos cristianos consumían su ración de soborno divino y partían a otra iglesia a convertirse de nuevo, muy divertidos ante esa manía de los fan güey de predicar sus creencias como si fueran las únicas. Para ellos, prácticos y tolerantes, la espiritualidad estaba más cerca de la filosofía que de la religión; era una cuestión de ética, jamás de dogma.
Tao Chi'en tomó clases con un compatriota que hablaba un inglés gelatinoso y desprovisto de consonantes, pero lo escribía con la mayor corrección. El alfabeto europeo comparado con los caracteres chinos resultaba de una sencillez encantadora y en cinco semanas Tao Chi'en podía leer los periódicos británicos sin atascarse en las letras, aunque cada cinco palabras necesitaba recurrir al diccionario. Por las noches pasaba horas estudiando. Echaba de menos a su venerable maestro, quien lo había marcado para siempre con la sed del conocimiento, tan perseverante como la sed de alcohol para el ebrio o la de poder para el ambicioso. Ya no contaba con la biblioteca del anciano ni su fuente inagotable de experiencia, no podía acudir a él para pedir consejo o discutir los síntomas de un paciente, carecía de un guía, se sentía huérfano. Desde la muerte de su preceptor no había vuelto a escribir ni leer poesía, no se daba tiempo para admirar la naturaleza, para la meditación ni para observar los ritos y ceremonias cuotidianas que antes enriquecían su existencia. Se sentía lleno de ruido por dentro, añoraba el vacío del silencio y la soledad, que su maestro le había enseñado a cultivar como el más precioso don. En la práctica de su oficio aprendía sobre la compleja naturaleza de los seres humanos, las diferencias emocionales entre hombres y mujeres, las enfermedades tratables solamente con remedios y las que requerían además la magia de la palabra justa, pero le faltaba con quien compartir sus experiencias. El sueño de comprar una esposa y tener una familia estaba siempre en su mente, pero esfumado y tenue, como un hermoso paisaje pintado sobre seda, en cambio el deseo de adquirir libros, de estudiar y de conseguir otros maestros dispuestos a ayudarlo en el camino del conocimiento se iba convirtiendo en una obsesión.
Así estaban las cosas cuando Tao Chi'en conoció al doctor Ebanizer Hobbs, un aristócrata inglés que nada tenía de arrogante y, al contrario de otros europeos, se interesaba en el color local de la ciudad. Lo vio por primera vez en el mercado escarbando entre las yerbas y pócimas de una tienda de curanderos. Hablaba sólo diez palabras de mandarín, pero las repetía con voz tan estentórea y con tal irrevocable convicción, que a su alrededor se había juntado una pequeña muchedumbre entre burlona y asustada. Era fácil verlo desde lejos, porque su cabeza sobresalía por encima de la masa china. Tao Chi'en nunca había visto a un extranjero por esos lados, tan lejos de los sectores por donde normalmente circulaban, y se aproximó para mirarlo de cerca. Era un hombre todavía joven, alto y delgado, con facciones nobles y grandes ojos azules. Tao Chi'en comprobó encantado que podía traducir las diez palabras de aquel fan güey y él mismo conocía por lo menos otras tantas en inglés, de modo que tal vez sería posible comunicarse. Lo saludó con una cordial reverencia y el otro contestó imitando las inclinaciones con torpeza. Los dos sonrieron y luego se echaron a reír, coreados por las amables carcajadas de los espectadores. Comenzaron un anhelante diálogo de veinte palabras mal pronunciadas de lado y lado y una cómica pantomima de saltimbanquis, ante la creciente hilaridad de los curiosos. Pronto había un grupo considerable de gente impidiendo el paso del tráfico, todos muertos de la risa, lo cual atrajo a un policía británico a caballo, quien ordenó disolver la aglomeración de inmediato. Así nació una sólida alianza entre los dos hombres.
Ebanizer Hobbs estaba tan consciente de las limitaciones de su oficio, como lo estaba Tao Chi'en de las suyas. El primero deseaba aprender los secretos de la medicina oriental, vislumbrados en sus viajes por Asia, especialmente el control del dolor mediante agujas insertadas en los terminales nerviosos y el uso de combinaciones de plantas y yerbas para el tratamiento de diversas enfermedades que en Europa se consideraban fatales. El segundo sentía fascinación por la medicina occidental y sus métodos agresivos de curar, lo suyo era un arte sutil de equilibrio y armonía, una lenta tarea de enderezar la energía desviada, prevenir las enfermedades y buscar las causas de los síntomas. Tao Chi'en nunca había practicado cirugía y sus conocimientos de anatomía, muy precisos en lo referente a los diversos pulsos y a los puntos de acupuntura, se reducían a lo que podía ver y palpar. Sabía de memoria los dibujos anatómicos de la biblioteca de su antiguo maestro, pero no se le había ocurrido abrir un cadáver. La costumbre era desconocida en la medicina china; su sabio maestro, quien había practicado el arte de sanar toda su vida, rara vez había visto los órganos internos y era incapaz de diagnosticar si se topaba con síntomas que no calzaban en el repertorio de los males conocidos. Ebanizer Hobbs en cambio, abría cadáveres y buscaba la causa, así aprendía. Tao Chi'en lo hizo por vez primera en el sótano del hospital de los ingleses, en una noche de tifones, como ayudante del doctor Hobbs, quien esa misma mañana había colocado sus primeras agujas de acupuntura para aliviar una migraña en el consultorio donde Tao Chi'en atendía a su clientela. En Hong Kong había algunos misioneros tan interesados en curar el cuerpo como en convertir el alma de sus feligreses, con quienes el doctor Hobbs mantenía excelentes relaciones. Estaban mucho más cerca de la población local que los médicos británicos de la colonia y admiraban los métodos de la medicina oriental. Abrieron las puertas de sus pequeños hospitales al zhong yi. El entusiasmo de Tao Chi'en y Ebanizer Hobbs por el estudio y la experimentación los condujo inevitablemente al afecto. Se juntaban casi en secreto, porque de haberse conocido su amistad, arriesgaban su reputación. Ni los pacientes europeos ni los chinos aceptaban que otra raza tuviera algo que enseñarles.
El anhelo de comprar una esposa volvió a ocupar los sueños de Tao Chi'en apenas se le acomodaron un poco las finanzas. Cuando cumplió veintidós años sumó una vez más sus ahorros, como hacía a menudo, y comprobó encantado que le alcanzaban para una mujer de pies pequeños y carácter dulce. Como no disponía de sus padres para ayudarlo en la gestión, tal como exigía la costumbre, debió recurrir a un agente. Le mostraron retratos de varias candidatas, pero le parecieron todas iguales; le resultaba imposible adivinar el aspecto de una muchacha —y mucho menos su personalidad— a partir de esos modestos dibujos a tinta. No le estaba permitido verla con sus propios ojos o escuchar su voz, como hubiera deseado; tampoco tenía un miembro femenino de su familia que lo hiciera por él. Eso sí, podía ver sus pies asomando bajo una cortina, pero le habían contado que ni siquiera eso era seguro, porque los agentes solían hacer trampa y mostrar los lirios dorados de otra mujer. Debía confiar en el destino. Estuvo a punto de dejar la decisión a los dados, pero el tatuaje en su mano derecha le recordó sus pasadas desventuras en los juegos de azar y prefirió encomendar la tarea al espíritu de su madre y al de su maestro de acupuntura. Después de recorrer cinco templos haciendo ofrendas, echó la suerte con los palitos del I Chin, donde leyó que el momento era propicio, y así escogió la novia. El método no le falló. Cuando levantó el pañuelo de seda roja de la cabeza de su flamante esposa, después de cumplir las ceremonias mínimas, pues no tenía dinero para un casamiento más espléndido, se encontró ante un rostro armonioso, que miraba obstinadamente al suelo. Repitió su nombre tres veces antes que ella se atreviera a mirarlo con los ojos llenos de lágrimas, temblando de pavor.
—Seré bueno contigo —le prometió él, tan emocionado como ella.
Desde el instante en que levantó esa tela roja, Tao adoró a la joven que le había tocado en suerte. Ese amor lo tomó por sorpresa: no imaginaba que tales sentimientos pudieran existir entre un hombre y una mujer. Jamás había oído manifestar tal clase de amor, sólo había leído vagas referencias en la literatura clásica, donde las doncellas, como los paisajes o la luna, eran temas obligados de inspiración poética. Sin embargo, creía que en el mundo real las mujeres eran sólo criaturas de trabajo y reproducción, como las campesinas entre las cuales se había criado, o bien objetos caros de decoración. Lin no correspondía a ninguna de esas categorías, era una persona misteriosa y compleja, capaz de desarmarlo con su ironía y desafiarlo con sus preguntas. Lo hacía reír como nadie, le inventaba historias imposibles, lo provocaba con juegos de palabras. En presencia de Lin todo parecía iluminarse con un fulgor irresistible. El prodigioso descubrimiento de la intimidad con otro ser humano fue la experiencia más profunda de su vida. Con prostitutas había tenido encuentros de gallo apresurado, pero nunca había dispuesto del tiempo y del amor para conocer a fondo a ninguna. Abrir los ojos por las mañanas y ver a Lin durmiendo a su lado lo hacía reír de dicha y un instante después temblar de angustia. ¿Y si una mañana ella no despertaba? El dulce olor de su transpiración en las noches de amor, el trazo fino de sus cejas elevadas en un gesto de perpetua sorpresa, la esbeltez imposible de su cintura, toda ella lo agobiaba de ternura. ¡Ah! Y la risa de los dos. Eso era lo mejor de todo, la alegría desenfadada de ese amor. Los libros de almohada de su viejo maestro, que tanta exaltación inútil le habían causado en la adolescencia, probaron ser de gran provecho a la hora del placer. Como correspondía a una joven virgen bien criada, Lin era modesta en su comportamiento diario, pero apenas perdió el temor de su marido emergió su naturaleza femenina espontánea y apasionada. En corto tiempo esa alumna ávida aprendió las doscientas veintidós maneras de amar y siempre dispuesta a seguirlo en esa alocada carrera, sugirió a su marido que inventara otras. Por fortuna para Tao Chi'en, los refinados conocimientos adquiridos en teoría en la biblioteca de su preceptor incluían innumerables formas de complacer a una mujer y sabía que el vigor cuenta mucho menos que la paciencia. Sus dedos estaban entrenados para percibir los diversos pulsos del cuerpo y ubicar a ojos cerrados los puntos más sensibles; sus manos calientes y firmes, expertas en aliviar los dolores de sus pacientes, se convirtieron en instrumentos de infinito gozo para Lin. Además había descubierto algo que su honorable zhong yi olvidó enseñarle: que el mejor afrodisíaco es el amor. En la cama podían ser tan felices, que los demás inconvenientes de la vida se borraban durante la noche. Pero esos inconvenientes eran muchos, como fue evidente al poco tiempo.
Los espíritus invocados por Tao Chi'en para ayudarlo en su decisión matrimonial cumplieron a la perfección: Lin tenía los pies vendados y era tímida y dulce como una ardilla. Pero a Tao Chi'en no se le ocurrió pedir también que su esposa tuviera fortaleza y salud. La misma mujer que parecía inagotable por las noches, durante el día se transformaba en una inválida. Apenas podía caminar un par de cuadras con sus pasitos de mutilada. Es cierto que al hacerlo se movía con la gracia tenue de un junco expuesto a la brisa, como hubiera escrito el anciano maestro de acupuntura en algunas de sus poesías, pero no era menos cierto que un breve viaje al mercado a comprar un repollo para la cena significaba un tormento para sus lirios dorados. Ella no se quejaba jamás en alta voz, pero bastaba verla transpirar y morderse los labios para adivinar el esfuerzo de cada movimiento. Tampoco tenía buenos pulmones. Respiraba con un silbido agudo de jilguero, pasaba la estación de las lluvias moquillando y la temporada seca ahogándose porque el aire caliente se le quedaba atascado entre los dientes. Ni las yerbas de su marido ni los tónicos de su amigo, el doctor inglés, lograban aliviarla. Cuando quedó encinta sus males empeoraron, pues su frágil esqueleto apenas soportaba el peso del niño. Al cuarto mes dejó de salir por completo y se sentó lánguida frente a la ventana a ver pasar la vida por la calle. Tao Chi'en contrató dos sirvientas para hacerse cargo de las tareas domésticas y acompañarla, porque temía que Lin muriera en su ausencia. Duplicó sus horas de trabajo y por primera vez acosaba a sus pacientes para cobrarles, lo cual lo llenaba de vergüenza. Sentía la mirada crítica de su maestro recordándole el deber de servir sin esperar recompensa, pues «quien más sabe, más obligación tiene hacia la humanidad». Sin embargo, no podía atender gratis o a cambio de favores, como había hecho antes, pues necesitaba cada centavo para mantener a Lin con comodidad. Para entonces disponía del segundo piso de una casa antigua, donde instaló a su mujer con refinamientos que ninguno de los dos había gozado antes, pero no estaba satisfecho. Se le puso en la mente conseguir una vivienda con jardín, así ella tendría belleza y aire puro. Su amigo Ebanizer Hobbs le explicó —en vista que él mismo se negaba a contemplar las evidencias— que la tuberculosis estaba muy avanzada y no habría jardín capaz de curar a Lin.
—En vez de trabajar de la madrugada hasta la medianoche para comprarle vestidos de seda y muebles de lujo, quédese con ella lo más posible, doctor Chi'en. Debe gozarla mientras la tenga —le aconsejaba Hobbs.
Los dos médicos acordaron, cada uno desde la perspectiva de su propia experiencia, que el parto sería para Lin una prueba de fuego. Ninguno era entendido en esa materia, pues tanto en Europa como en China había estado siempre en manos de comadronas, pero se propusieron estudiar. No confiaban en la pericia de una mujerona burda, como juzgaban a todas las de ese oficio. Las habían visto trabajar, con sus manos asquerosas, sus brujerías y sus métodos brutales para desprender al niño de la madre, y decidieron librar a Lin de tan funesta experiencia. La joven, sin embargo, no quería dar a luz frente a dos hombres, especialmente si uno de ellos era un fan güey de ojos desteñidos, quien ni siquiera podía hablar la lengua de los seres humanos. Le rogó a su marido que acudiera a la partera del barrio, porque la decencia más elemental le impedía separar las piernas delante de un diablo extranjero, pero Tao Chi'en, dispuesto siempre a complacerla, esta vez se mostró inflexible. Por último transaron en que él la atendería personalmente, mientras Ebanizer Hobbs permanecía en la habitación del lado para darle apoyo verbal, en caso de necesitarlo.
El primer anuncio del alumbramiento fue un ataque de asma que por poco le cuesta la vida a Lin. Se confundieron los esfuerzos por respirar con los del vientre por expeler a la criatura y tanto Tao Chi'en, con todo su amor y su ciencia, como Ebanizer Hobbs con sus textos de medicina, fueron impotentes para ayudarla. Diez horas más tarde, cuando los gemidos de la madre se habían reducido al áspero borboriteo de un ahogado y el crío no daba señales de nacer, Tao Chi'en salió volando a buscar a la comadrona y, a pesar de su repulsión, la trajo prácticamente a la rastra. Tal como Chi'en y Hobbs temían, la mujer resultó ser una vieja maloliente con la cual fue imposible intercambiar ni el menor conocimiento médico, porque lo suyo no era ciencia, sino larga experiencia y antiguo instinto. Empezó por apartar a los dos hombres de un empellón, prohibiéndoles asomarse por la cortina que separaba los dos aposentos. Tao Chi'en nunca supo lo ocurrido tras aquella cortina, pero se tranquilizó cuando oyó a Lin respirar sin ahogarse y gritar con fuerza. En las horas siguientes, mientras Ebanizer Hobbs dormía extenuado en un sillón y Tao Chi'en consultaba desesperadamente al espíritu de su maestro, Lin trajo al mundo a una niña exangüe. Como se trataba de una criatura de sexo femenino, ni la comadrona ni el padre se preocuparon de revivirla, en cambio ambos se dieron a la tarea de salvar a la madre, quien iba perdiendo sus escasas fuerzas a medida que la sangre se escurría entre sus piernas.
Lin escasamente lamentó la muerte de la niña, como si adivinara que no le alcanzaría la vida para criarla. Se repuso con lentitud del mal parto y por un tiempo intentó ser otra vez la compañera alegre de los juegos nocturnos. Con la misma disciplina empleada en disimular el dolor de los pies, fingía entusiasmo por los apasionados abrazos de su marido. «El sexo es un viaje, un viaje sagrado», le decía a menudo, pero ya no tenía ánimo para acompañarlo. Tanto deseaba Tao Chi'en ese amor, que se las arregló para ignorar uno a uno los signos delatorios y seguir creyendo hasta el final que Lin era la misma de antes. Había soñado por años con hijos varones, pero ahora sólo pretendía proteger a su esposa de otra preñez. Sus sentimientos por Lin se habían transformado en una veneración que sólo a ella podía confesar; pensaba que nadie podría entender ese agobiante amor por una mujer, nadie conocía a Lin como él, nadie sabía de la luz que ella traía a su vida. Soy feliz, soy feliz, repetía para apartar las premoniciones funestas, que lo asaltaban apenas se descuidaba. Pero no lo era. Ya no se reía con la liviandad de antes y cuando estaba con ella apenas podía gozarla, salvo en algunos momentos perfectos del placer carnal, porque vivía observándola preocupado, siempre pendiente de su salud, consciente de su fragilidad, midiendo el ritmo de su aliento. Llegó a odiar sus lirios dorados, que al principio de su matrimonio besaba transportado por la exaltación del deseo. Ebanizer Hobbs era partidario de que Lin diera largos paseos al aire libre para fortalecer los pulmones y abrir el apetito, pero ella apenas lograba dar diez pasos sin desfallecer. Tao no podía quedarse junto a su mujer todo el tiempo, como sugería Hobbs, porque debía proveer para ambos. Cada instante separado de ella le parecía vida gastada en la infelicidad, tiempo robado al amor. Puso al servicio de su amada toda su farmacopea y los conocimientos adquiridos en muchos años de practicar medicina, pero un año después del parto Lin estaba convertida en la sombra de la muchacha alegre que antes fuera. Su marido intentaba hacerla reír, pero la risa les salía falsa a los dos.
Un día Lin ya no pudo salir de la cama. Se ahogaba, las fuerzas se le iban tosiendo sangre y tratando de aspirar aire. Se negaba a comer, salvo cucharaditas de sopa magra, porque el esfuerzo la agotaba. Dormía a sobresaltos en los escasos momentos en que la tos se calmaba. Tao Chi'en calculó que llevaba seis semanas respirando con un ronquido líquido, como si estuviera sumergida en agua. Al levantarla en brazos comprobaba cómo iba perdiendo peso y el alma se le encogía de terror. Tanto la vio sufrir, que su muerte debió llegar como un alivio, pero la madrugada fatídica en que amaneció abrazado junto al cuerpo helado de Lin, creyó morir también. Un grito largo y terrible, nacido del fondo mismo de la tierra, como un clamor de volcán, sacudió la casa y despertó al barrio. Llegaron los vecinos, abrieron a patadas la puerta y lo encontraron desnudo al centro de la habitación con su mujer en los brazos, aullando. Debieron separarlo a viva fuerza del cuerpo y dominarlo, hasta que llegó Ebanizer Hobbs y lo obligó a tragar una cantidad de láudano capaz de tumbar a un león.
Tao Chi'en se sumió en la viudez con una desesperación total. Hizo un altar con el retrato de Lin y algunas de sus pertenencias y pasaba horas contemplándolo desolado. Dejó de ver a sus pacientes y de compartir con Ebanizer Hobbs el estudio y la investigación, bases de su amistad. Le repugnaban los consejos del inglés, quien sostenía que «un clavo saca otro clavo» y lo mejor para reponerse del duelo era visitar los burdeles del puerto, donde podría escoger cuántas mujeres de pies deformes, como llamaba a los lirios dorados, se le antojaran. ¿Cómo podía sugerirle semejante aberración? No existía quien pudiera reemplazar a Lin, jamás amaría a otra, de eso Tao Chi'en estaba seguro. Sólo aceptaba de Hobbs en ese tiempo sus generosas botellas de whisky. Durante semanas pasó aletargado en el alcohol, hasta que se le acabó el dinero y poco a poco debió vender o empeñar sus posesiones, hasta que un día no pudo pagar la renta y tuvo que trasladarse a un hotel de baja estopa. Entonces recordó que era un zhong yi y volvió a trabajar, aunque cumplía a duras penas, con la ropa sucia, la trenza despelucada, mal afeitado. Como gozaba de buena reputación, los pacientes soportaron su aspecto de espantajo y sus errores de ebrio con la actitud resignada de los pobres, pero pronto dejaron de consultarlo. Tampoco Ebanizer Hobbs volvió a llamarlo para tratar los casos difíciles, porque perdió confianza en su criterio. Hasta entonces ambos se habían complementado con éxito: el inglés podía por primera vez practicar cirugía con audacia, gracias a las poderosas drogas y a las agujas de oro capaces de mitigar el dolor, reducir las hemorragias y acortar el tiempo de cicatrización, y el chino aprendía el uso del escalpelo y otros métodos de la ciencia europea. Pero con las manos tembleques y los ojos nublados por la intoxicación y las lágrimas, Tao Chi'en representaba un peligro, más que una ayuda.
En la primavera de 1847 el destino de Tao Chi'en nuevamente viró de súbito, tal como había ocurrido un par de veces en su vida. En la medida que perdía sus pacientes regulares y se extendía el rumor de su desprestigio como médico, debió concentrarse en los barrios más desesperados del puerto, donde nadie pedía sus referencias. Los casos eran de rutina: contusiones, navajazos y perforaciones de bala. Una noche Tao Chi'en fue llamado de urgencia a una taberna para coser a un marinero después de una monumental riña. Lo condujeron a la parte trasera del local, donde el hombre yacía inconsciente con la cabeza abierta como un melón. Su contrincante, un gigantesco noruego, había levantado una pesada mesa de madera y la había usado como garrote para defenderse de sus atacantes, un grupo de chinos dispuestos a darle una memorable golpiza. Se lanzaron en masa encima del noruego y lo hubieran hecho picadillo si no acuden en su ayuda varios marineros nórdicos, que bebían en el mismo local, y lo que comenzó como una discusión de jugadores borrachos, se convirtió en una batalla racial. Cuando llegó Tao Chi'en, quienes podían caminar habían desaparecido hacía mucho rato. El noruego se reintegró ileso a su nave escoltado por dos policías ingleses y los únicos a la vista eran el tabernero, la víctima agónica y el piloto, quien se las había arreglado para alejar a los policías. De haber sido un europeo, seguramente el herido habría terminado en el hospital británico, pero como se trataba de un asiático, las autoridades del puerto no se molestaron demasiado.
A Tao Chi'en le bastó una mirada para determinar que nada podía hacer por ese pobre diablo con el cráneo destrozado y los sesos a la vista. Así se lo explicó al piloto, un inglés barbudo y grosero.
—¡Condenado chino! ¿No puedes restregar la sangre y coserle la cabeza? —exigió.
—Tiene el cráneo partido, ¿para qué coserlo? Tiene derecho a morir en paz.
—¡No puede morirse! ¡Mi barco zarpa al amanecer y necesito a este hombre a bordo! ¡Es el cocinero!
—Lo siento —replicó Tao Chi'en con una respetuosa venia, procurando disimular el fastidio que aquel insensato fan güey le producía.
El piloto pidió una botella de ginebra e invitó a Tao Chi'en a beber con él. Si el cocinero estaba más allá de cualquier consuelo, bien podían tomar una copa en su nombre, dijo, para que después no viniera su jodido fantasma, maldito sea, a tironearles los pies por la noche. Se instalaron a pocos pasos del moribundo a emborracharse sin prisa. De vez en cuando Tao Chi'en se inclinaba para tomarle el pulso, calculando que no debían quedarle más de unos minutos de vida, pero el hombre resultó más resistente de lo esperado. Poca cuenta se daba el zhong yi de cómo el inglés le suministraba un vaso tras otro, mientras él apenas bebía del suyo. Pronto estaba mareado y ya no podía recordar por qué se encontraba en ese lugar. Una hora más tarde, cuando su paciente sufrió un par de convulsiones finales y expiró, Tao Chi'en no lo supo, porque había rodado por el suelo sin conocimiento.
Despertó a la luz de un mediodía refulgente, abrió los ojos con tremenda dificultad y apenas logró incorporarse un poco se vio rodeado de cielo y agua. Tardó un buen rato en darse cuenta que estaba de espaldas sobre un gran rollo de cuerdas en la cubierta de un barco. El golpe de las olas contra los costados de la nave repicaba en su cabeza como formidables campanazos. Creía escuchar voces y gritos, pero no estaba seguro de nada, igual podía encontrarse en el infierno. Logró ponerse de rodillas y avanzar a gatas un par de metros cuando lo invadió la náusea y cayó de bruces. Pocos minutos más tarde sintió el garrotazo de un balde de agua fría en la cabeza y una voz dirigiéndose a él en cantonés. Levantó la vista y se encontró ante un rostro imberbe y simpático que lo saludaba con una gran sonrisa a la cual le faltaba la mitad de los dientes. Un segundo balde de agua de mar terminó de sacarlo del estupor. El joven chino que con tanto afán lo mojaba se agachó a su lado riéndose a gritos y dándose palmadas en los muslos, como si su patética condición tuviera una gracia irresistible.
—¿Dónde estoy? —logró balbucear Tao Chi'en.
—¡Bienvenido a bordo del Liberty! Vamos en dirección al oeste, según parece.
—¡Pero yo no quiero ir a ninguna parte! ¡Debo bajar de inmediato!
Nuevas carcajadas acogieron sus intenciones. Cuando por fin logró controlar su hilaridad, el hombre le explicó que había sido «contratado», tal como lo había sido él mismo un par de meses antes. Tao Chi'en sintió que iba a desmayarse. Conocía el método. Si faltaban hombres para completar una tripulación, se recurría a la práctica expedita de emborrachar o aturdir de un trancazo en la cabeza a los incautos para engancharlos contra su voluntad. La vida de mar era ruda y mal pagada, los accidentes, la malnutrición y las enfermedades hacían estragos, en cada viaje moría más de uno y los cuerpos iban a parar al fondo del océano sin que nadie volviera a acordarse de ellos. Además los capitanes solían ser unos déspotas, que no debían rendir cuentas a nadie y cualquier falta castigaban con azotes. En Shanghái había sido necesario llegar a un acuerdo de caballeros entre los capitanes para limitar los secuestros a hombres libres y no arrebatarse mutuamente a los marineros. Antes del acuerdo, cada vez que uno bajaba al puerto a echarse unos tragos al cuerpo, corría el riesgo de amanecer en otra nave. El piloto del Liberty decidió reemplazar al cocinero muerto por Tao Chi'en —a sus ojos todos los amarillos eran iguales y daba lo mismo uno u otro— y después de embriagarlo lo hizo trasladar a bordo. Antes que despertara estampó la huella de su dedo pulgar en un contrato, amarrándolo a su servicio por dos años. Lentamente la magnitud de lo ocurrido se perfiló en el cerebro embotado de Tao Chi'en. La idea de rebelarse no se le ocurrió, equivalía a un suicidio, pero se propuso desertar apenas tocaran tierra en cualquier punto del planeta.
El joven lo ayudó a ponerse de pie y a lavarse, luego lo condujo a la cala del barco, donde se alineaban los camarotes y las hamacas. Le asignó su lugar y un cajón para guardar sus pertenencias. Tao Chi'en creía haber perdido todo, pero vio su maleta con los instrumentos médicos sobre el entarimado de madera que sería su cama. El piloto había tenido la buena idea de salvarla. El dibujo de Lin, sin embargo, había quedado en su altar. Comprendió horrorizado que tal vez el espíritu de su mujer no podría ubicarlo en medio del océano. Los primeros días navegando fueron un suplicio de malestar, a ratos lo tentaba la idea de lanzarse por la borda y acabar sus sufrimientos de una vez por todas. Apenas pudo sostenerse de pie fue asignado a la rudimentaria cocina, donde los trastos colgaban de unos ganchos, golpeándose en cada vaivén con un barullo ensordecedor. Las provisiones frescas obtenidas en Hong Kong se agotaron rápidamente y pronto no hubo más que pescado y carne salada, frijoles, azúcar, manteca, harina agusanada y galletas tan añejas que a menudo debían partirlas a golpes de martillo. Todo alimento se regaba con salsa de soya. Cada marinero disponía de una pinta de aguardiente al día para pasar las penas y enjuagarse la boca, porque las encías inflamadas eran uno de los problemas de la vida de mar. Para la mesa del capitán Tao Chi'en contaba con huevos y mermelada inglesa, que debía proteger con su propia vida, como le indicaron. Las raciones estaban calculadas para durar la travesía si no surgían inconvenientes naturales, como tormentas que los desviaran de la ruta, o falta de viento que los paralizara, y se complementaban con pescado fresco atrapado en las redes por el camino. No se esperaba talento culinario de Tao Chi'en, su papel consistía en controlar los alimentos, el licor y el agua dulce asignados a cada hombre y luchar contra el deterioro y las ratas. Debía también cumplir con las tareas de limpieza y navegación como cualquier marinero.
A la semana comenzó a disfrutar del aire libre, el trabajo rudo y la compañía de aquellos hombres provenientes de los cuatro puntos cardinales, cada uno con sus historias, sus nostalgias y sus habilidades. En los momentos de descanso tocaban algún instrumento y contaban historias de fantasmas del mar y mujeres exóticas en puertos lejanos. Los tripulantes provenían de muchas partes, tenían diversas lenguas y costumbres, pero estaban unidos por algo parecido a la amistad. El aislamiento y la certeza de que se necesitaban unos a otros, convertía en camaradas a hombres que en tierra firme no se hubieran mirado. Tao Chi'en volvió a reírse, como no lo hacía desde antes de la enfermedad de Lin. Una mañana el piloto lo llamó para presentarlo personalmente al capitán John Sommers, a quien sólo había visto de lejos en la escotilla de mando. Se encontró ante un hombre alto, curtido por los vientos de muchas latitudes, con una barba oscura y ojos de acero. Se dirigió a él a través del piloto, quien hablaba algo de cantonés, pero él respondió en su inglés de libro, con el afectado acento aristocrático aprendido de Ebanizer Hobbs.
—¿Me dice míster Oglesby que eres alguna clase de curandero?
—Soy un zhong yi, un médico.
—¿Médico? ¿Cómo médico?
—La medicina china es varios siglos más antigua que la inglesa, capitán —sonrió suavemente Tao Chi'en, con las palabras exactas de su amigo Ebanizer Hobbs.
El capitán Sommers levantó las cejas en un gesto de cólera ante la insolencia de aquel hombrecillo, pero la verdad lo desarmó. Se echó a reír de buena gana.
—A ver, míster Oglesby, sirva tres vasos de brandy. Vamos a brindar con el doctor. Este es un lujo muy raro. ¡Es la primera vez que llevamos nuestro propio médico a bordo!
Tao Chi'en no cumplió su propósito de desertar en el primer puerto que tocara el Liberty, porque no supo dónde ir. Regresar a su desesperada existencia de viudo en Hong Kong tenía tan poco sentido como seguir navegando. Aquí o allá daba lo mismo y al menos como marinero podría viajar y aprender los métodos de curar usados en otras partes del mundo. Lo único que realmente lo atormentaba era que en ese deambular de ola en ola, Lin tal vez no podría ubicarlo, por mucho que gritara su nombre a todos los vientos. En el primer puerto descendió como los demás con permiso para permanecer en tierra por seis horas, pero en vez de aprovecharlas en tabernas, se perdió en el mercado buscando especias y plantas medicinales por encargo del capitán. «Ya que tenemos un doctor, también necesitamos remedios», había dicho. Le dio una bolsa con monedas contadas y le advirtió que si pensaba escapar o engañarlo, lo buscaría hasta dar con él y le rebanaría el cuello con su propia mano, pues no había nacido todavía el hombre capaz de burlarse impunemente de él.
—¿Está claro, chino?
—Está claro, inglés.
—¡A mí me tratas de señor!
—Sí, señor —replicó Tao Chi'en bajando la vista, pues estaba aprendiendo a no mirar a los blancos a la cara.
Su primera sorpresa fue descubrir que China no era el centro absoluto del universo. Había otras culturas, más bárbaras, es cierto, pero mucho más poderosas. No imaginaba que los británicos controlaran buena parte del orbe, tal como no sospechaba que otros fan güey fueran dueños de extensas colonias en tierras lejanas repartidas en cuatro continentes, como se dio el trabajo de explicarle el capitán John Sommers el día en que le arrancó una muela infectada frente a las costas de África. Realizó la operación limpiamente y casi sin dolor gracias a una combinación de sus agujas de oro en las sienes y una pasta de clavo de olor y eucalipto aplicada en la encía. Cuando terminó y el paciente aliviado y agradecido pudo terminar su botella de licor, Tao Chi'en se atrevió a preguntarle adónde iban. Lo desconcertaba viajar a ciegas, con la línea difusa del horizonte entre un mar y un cielo infinitos como única referencia.
—Vamos hacia Europa, pero para nosotros nada cambia. Somos gente de mar, siempre en el agua. ¿Quieres volver a tu casa?
—No, señor.
—¿Tienes familia en alguna parte?
—No, señor.
—Entonces te da lo mismo si vamos para el norte o el sur, para el este o el oeste, ¿no es así?
—Sí, pero me gusta saber dónde estoy.
—¿Por qué?
—Por si me caigo al agua o nos hundimos. Mi espíritu necesitará ubicarse para volver a China, sino andará vagando sin rumbo. La puerta al cielo está en China.
—¡Las cosas que se te ocurren! —rio el capitán—. ¿Así es que para ir al Paraíso hay que morir en China? Mira el mapa, hombre. Tu país es el más grande, es cierto, pero hay mucho mundo fuera de China. Aquí está Inglaterra, es apenas una pequeña isla, pero si sumas nuestras colonias, verás que somos dueños de más de la mitad del globo.
—¿Cómo así?
—Igual como hicimos en Hong Kong: con guerra y con trampa. Digamos que es una mezcla de poderío naval, codicia y disciplina. No somos superiores, sino más crueles y decididos. No estoy particularmente orgulloso de ser inglés y cuando tú hayas viajado tanto como yo, tampoco tendrás orgullo de ser chino.
Durante los dos años siguientes Tao Chi'en pisó tierra firme tres veces, una de las cuales fue en Inglaterra. Se perdió entre la muchedumbre grosera del puerto y anduvo por las calles de Londres observando las novedades con los ojos de un niño maravillado. Los fan güey estaban llenos de sorpresas, por una parte carecían del menor refinamiento y se comportaban como salvajes, pero por otra eran capaces de prodigiosa inventiva. Comprobó que los ingleses padecían en su país de la misma arrogancia y mala educación demostrada en Hong Kong: lo trataban sin respeto, nada sabían de cortesía o de etiqueta. Quiso tomar una cerveza, pero lo sacaron a empujones de la taberna: aquí no entran perros amarillos, le dijeron. Pronto se juntó con otros marineros asiáticos y encontraron un lugar regentado por un chino viejo donde pudieron comer, beber y fumar en paz. Oyendo las historias de los otros hombres, calculó cuánto le faltaba por aprender y decidió que lo primero era el uso de los puños y el cuchillo. De poco sirven los conocimientos si uno es incapaz de defenderse; el sabio maestro de acupuntura también había olvidado enseñarle aquel principio fundamental.
En febrero de 1849 el Liberty atracó en Valparaíso. Al día siguiente el capitán John Sommers lo llamó a su cabina y le entregó una carta.
—Me la dieron en el puerto, es para ti y viene de Inglaterra.
Tao Chi'en tomó el sobre, enrojeció y una enorme sonrisa le iluminó la cara.
—¡No me digas que es una carta de amor! —se burló el capitán.
—Mejor que eso —replicó, guardándola entre el pecho y la camisa. La carta sólo podía ser de su amigo Ebanizer Hobbs, la primera que le llegaba en los dos años que había pasado navegando.
—Has hecho un buen trabajo, Chi'en.
—Pensé que no le gusta mi comida, señor —sonrió Tao.
—Como cocinero eres un desastre, pero sabes de medicina. En dos años no se me ha muerto un solo hombre y nadie tiene escorbuto. ¿Sabes lo que eso significa?
—Buena suerte.
—Tu contrato termina hoy. Supongo que puedo emborracharte y hacerte firmar una extensión. Tal vez lo haría con otro, pero te debo algunos servicios y yo pago mis deudas. ¿Quieres seguir conmigo? Te aumentaré el sueldo.
—¿Adónde?
—A California. Pero dejaré este barco, me acaban de ofrecer un vapor, esta es una oportunidad que he esperado por años. Me gustaría que vinieras conmigo.
Tao Chi'en había oído de los vapores y les tenía horror. La idea de unas enormes calderas llenas de agua hirviendo para producir vapor y mover una maquinaria infernal, sólo podía habérsele ocurrido a gente muy apresurada. ¿No era mejor viajar al ritmo de los vientos y las corrientes? ¿Para qué desafiar a la naturaleza? Corrían rumores de calderas que estallaban en alta mar, cocinando viva a la tripulación. Los pedazos de carne humana, hervidos como camarones, salían disparados en todas direcciones para alimento de peces, mientras las almas de aquellos desdichados, desintegradas en el destello de la explosión y los remolinos de vapor, jamás podían reunirse con sus antepasados. Tao Chi'en recordaba claramente el aspecto de su hermanita menor después que le cayó encima la olla con agua caliente, igual como recordaba sus horribles gemidos de dolor y las convulsiones de su muerte. No estaba dispuesto a correr tal riesgo. El oro de California, que según decían estaba tirado por el suelo como peñascos, tampoco lo tentaba demasiado. Nada debía a John Sommers. El capitán era algo más tolerante que la mayoría de los fan güey y trataba a la tripulación con cierta ecuanimidad, pero no era su amigo y no lo sería jamás.
—No gracias, señor.
—¿No quieres conocer California? Puedes hacerte rico en poco tiempo y regresar a China convertido en un magnate.
—Sí, pero en un barco a vela.
—¿Por qué? Los vapores son más modernos y rápidos.
Tao Chi'en no intentó explicar sus motivos. Se quedó en silencio mirando el suelo con su gorro en la mano mientras el capitán terminaba de beber su whisky.
—No puedo obligarte —dijo al fin Sommers—. Te daré una carta de recomendación para mi amigo Vincent Katz, del bergantín Emilia, que también zarpa hacia California en los próximos días. Es un holandés bastante peculiar, muy religioso y estricto, pero es buen hombre y buen marino. Tu viaje será más lento que el mío, pero tal vez nos veremos en San Francisco y si estás arrepentido de tu decisión, siempre puedes volver a trabajar conmigo.
El capitán John Sommers y Tao Chi'en se dieron la mano por primera vez.