Joaquín

EN EL INVIERNO de 1852 los habitantes del norte de California comieron duraznos, albaricoques, uvas, maíz tierno, sandías y melones, mientras en Nueva York, Washington, Boston y otras importantes ciudades americanas la gente se resignaba a la escasez de la temporada. Los barcos de Paulina transportaban desde Chile las delicias del verano en el hemisferio sur, que llegaban intactas en sus lechos de hielo azul. Ese negocio estaba resultando mucho mejor que el oro de su marido y su cuñado, a pesar de que ya nadie pagaba tres dólares por un durazno ni diez por una docena de huevos. Los peones chilenos, instalados por los hermanos Rodríguez de Santa Cruz en los placeres, habían sido diezmados por los gringos. Les quitaron la producción de meses, ahorcaron a los capataces, flagelaron y cortaron las orejas a varios y expulsaron al resto de los lavaderos. El episodio había salido en los periódicos, pero los espeluznantes detalles los contó un niño de ocho años, hijo de uno de los capataces, a quien le tocó presenciar el suplicio y la muerte de su padre. Los barcos de Paulina también traían compañías de teatro de Londres, ópera de Milán y zarzuelas de Madrid, que se presentaban brevemente en Valparaíso y luego continuaban viaje al norte. Los boletos se vendían con meses de anterioridad y los días de función la mejor sociedad de San Francisco, emperifollada con sus atuendos de gala, se daba cita en los teatros, donde debía sentarse codo a codo con rústicos mineros en ropa de trabajo. Los barcos no regresaban vacíos: llevaban harina americana a Chile y viajeros curados de la fantasía del oro, que volvían tan pobres como partieron.

En San Francisco se veía de todo menos viejos; la población era joven, fuerte, ruidosa y saludable. El oro había atraído a una legión de aventureros de veinte años, pero la fiebre había pasado y, tal como predijo Paulina, la ciudad no había retornado a su condición de villorrio, por el contrario, crecía con aspiraciones de refinamiento y cultura. Paulina estaba en su salsa en ese ambiente, le gustaba el desenfado, la libertad y la ostentación de esa naciente sociedad, exactamente opuesta a la mojigatería de Chile. Pensaba encantada en la rabieta que sufriría su padre si tuviera que sentarse a la mesa con un advenedizo corrupto convertido en juez y una francesa de dudoso pelaje acicalada como una emperatriz. Se había criado entre los gruesos muros de adobe y ventanas enrejadas de la casa paterna, mirando hacia el pasado, pendiente de la opinión ajena y de los castigos divinos; en California ni el pasado ni los escrúpulos contaban, la excentricidad era bienvenida y la culpa no existía, si se ocultaba la falta. Escribía cartas a sus hermanas, sin mucha esperanza de que pasaran la censura del padre, para contarles de aquel país extraordinario, donde era posible inventarse una nueva vida y volverse millonario o mendigo en un abrir y cerrar de ojos. Era la tierra de las oportunidades, abierta y generosa. Por la puerta del Golden Gate entraban masas de seres que llegaban escapando de la miseria o la violencia, dispuestos a borrar el pasado y trabajar. No era fácil, pero sus descendientes serían americanos. La maravilla de ese país era que todos creían que sus hijos tendrían una vida mejor. «La agricultura es el verdadero oro de California, la vista se pierde en los inmensos potreros sembrados, todo crece con ímpetu en este suelo bendito. San Francisco se ha transformado en una ciudad estupenda, pero no ha perdido el carácter de puesto fronterizo, que a mí me encanta. Sigue siendo cuna de librepensadores, visionarios, héroes y rufianes. Viene gente de las más remotas orillas, por las calles se oyen cien lenguas, se huele la comida de cinco continentes, se ven todas las razas» escribía. Ya no era un campamento de hombres solos, habían llegado mujeres y con ellas cambió la sociedad. Eran tan indomables como los aventureros que acudieron en busca del oro; para cruzar el continente en vagones tirados por bueyes se requería un espíritu robusto y esas pioneras lo tenían. Nada de damas melindrosas como su madre y hermanas, allí imperaban las amazonas como ella. Día a día demostraban su temple, compitiendo incansables y tenaces con los más bravos; nadie las calificaba de sexo débil, los hombres las respetaban como iguales. Trabajaban en oficios vedados para ellas en otras partes: buscaban oro, se empleaban de vaqueras, arreaban mulas, cazaban bandidos por la recompensa, regentaban garitos de juegos, restaurantes, lavanderías y hoteles. «Aquí las mujeres pueden ser dueñas de su tierra, comprar y vender propiedades, divorciarse si les da la real gana. Feliciano tiene que andar con mucho cuidado, porque a la primera bribonada que me haga, lo dejo solo y pobre», se burlaba en las cartas Paulina. Y agregaba que California tenía lo mejor de lo peor: ratas, pulgas, armas y vicios.

«Uno viene al Oeste para escapar del pasado y empezar de nuevo, pero nuestras obsesiones nos persiguen, como el viento», escribía Jacob Freemont en el periódico. Él era un buen ejemplo, porque de poco le sirvió cambiar de nombre, convertirse en reportero y vestirse de yanqui, seguía siendo el mismo. El embuste de las misiones en Valparaíso había quedado atrás, pero ahora estaba fraguando otro y sentía, como antes, que su creación se apoderaba de él e iba sumiéndose irrevocablemente en sus propias flaquezas. Sus artículos sobra Joaquín Murieta se habían convertido en la obsesión de la prensa. Surgían cada día testimonios ajenos confirmando sus palabras; docenas de individuos aseguraban haberlo visto y lo describían igual al personaje de su invención. Freemont ya no estaba seguro de nada. Deseaba no haber escrito jamás esas historias y por momentos le tentaba retractarse públicamente, confesar sus falsedades y desaparecer, antes de que todo el asunto se saliera de madre y le cayera encima como un vendaval, tal como había ocurrido en Chile, pero no tenía valor para hacerlo. El prestigio se le había ido a la cabeza y andaba mareado de celebridad.

La historia que Jacob Freemont había ido construyendo tenía las características de un novelón. Contaba que Joaquín Murieta había sido un joven recto y noble, que trabajaba honestamente en los placeres de Stanislau en compañía de su novia. Al enterarse de su prosperidad, unos americanos lo atacaron, le quitaron el oro, lo golpearon y luego violaron a su novia ante su vista. No le quedó a la infortunada pareja más camino que la huida y partieron rumbo al norte, lejos de los lavaderos de oro. Se instalaron como granjeros a cultivar un idílico pedazo de tierra rodeado de bosques y atravesado por un límpido estero, decía Freemont, pero tampoco allí les duró la paz, porque nuevamente llegaron los yanquis a arrebatarles lo suyo y debieron buscar otra forma de subsistir. Poco después Joaquín Murieta apareció en Calaveras convertido en jugador de monte, mientras su novia preparaba la fiesta del matrimonio en casa de sus padres en Sonora. Sin embargo, estaba escrito que el joven no descansaría en parte alguna. Lo acusaron de robar un caballo y sin más trámite un grupo de gringos lo ató a un árbol y lo azotó bárbaramente en medio de la plaza. La afrenta pública fue más de lo que un joven orgulloso podía soportar y el corazón se le dio vuelta. Poco después encontraron a un yanqui cortado en trozos, como un pollo para guisar, y una vez que juntaron los restos reconocieron a uno de los hombres que había degradado a Murieta con el látigo. En las semanas siguientes fueron cayendo uno a uno los demás participantes, cada uno torturado y muerto de alguna forma novedosa. Tal como decía Jacob Freemont en sus artículos: jamás se había visto tanta crueldad en aquella tierra de gente cruel. En los dos años siguientes el nombre del bandido aparecía por todos lados. Su banda robaba ganado y caballos, asaltaba las diligencias, atacaba a los mineros en los placeres y a los viajeros en los caminos, desafiaba a los alguaciles, mataba a cuanto americano pillaba descuidado y se burlaba impunemente de la justicia. A Murieta se le atribuían todos los desmanes y crímenes impunes de California. El terreno se prestaba para ocultarse, abundaban la pesca y la caza entre bosques y más bosques, cerros y hondonadas, altos pastizales donde un jinete podía cabalgar por horas sin dejar huella, cuevas profundas para guarecerse, pasos secretos en las montañas para despistar a los perseguidores. Las partidas de hombres que salían a buscar a los malhechores volvían con las manos vacías o perecían en el intento. Todo eso contaba Jacob Freemont, embrollado en su retórica, y a nadie se le ocurría exigir nombres, fechas o lugares.

Eliza Sommers llevaba dos años en San Francisco trabajando junto a Tao Chi'en. En ese tiempo partió dos veces, durante los veranos, a buscar a Joaquín Andieta con el mismo método de antes: uniéndose a otros viajeros. La primera vez se fue con la idea de viajar hasta encontrarlo o hasta que comenzara el invierno, pero a los cuatro meses regresó extenuada y enferma. En el verano de 1852 se marchó de nuevo, pero después de repetir el mismo recorrido anterior y visitar a Joe Rompehuesos, instalada definitivamente en su papel de abuela de Tom Sin Tribu, y a James y Esther, que esperaban su segundo hijo, volvió al cabo de cinco semanas porque no pudo soportar la angustia de alejarse de Tao Chi'en. Estaban tan cómodos en las rutinas, hermanados en el trabajo y cercanos en espíritu como un viejo matrimonio. Ella coleccionaba cuanto se publicaba sobra Joaquín Murieta y lo memorizaba, tal como hacía en su niñez con las poesías de Miss Rose, pero prefería ignorar las referencias a la novia del bandido. «Inventaron a esa muchacha para vender periódicos, ya sabes cómo le fascina al público el romance», explicaba a Tao Chi'en. En un mapa quebradizo trazaba los pasos de Murieta con determinación de navegante, pero los datos disponibles eran vagos y contradictorios, las rutas se cruzaban como la tela de una araña desquiciada, sin conducir a parte alguna. Aunque al principio había rechazado la posibilidad de que su Joaquín fuera el mismo de los espeluznantes atracos, pronto se convenció de que el personaje calzaba perfectamente con el joven de sus recuerdos. También él se rebelaba contra el abuso y tenía la obsesión de ayudar a los desvalidos. Tal vez no era Joaquín Murieta quien torturaba a sus víctimas, sino sus secuaces, como aquel Jack Tres-Dedos, de quien se podía creer cualquier atrocidad.

Seguía en ropa de hombre, porque le servía para la invisibilidad, tan necesaria en la misión de disparate con las sing song girls en que la había matriculado Tao Chi'en. Hacía tres años y medio que no se ponía un vestido y nada sabía de Miss Rose, Mama Fresia o su tío John; le parecían mil años persiguiendo una quimera cada vez más improbable. El tiempo de los abrazos furtivos con su amante había quedado muy atrás, no estaba segura de sus sentimientos, no sabía si continuaba esperándolo por amor o por soberbia. A veces transcurrían semanas sin acordarse de él, distraída con el trabajo, pero de pronto la memoria le lanzaba un zarpazo y la dejaba temblando. Entonces miraba a su alrededor desconcertada, sin ubicarse en ese mundo al cual había ido a parar. ¿Qué hacía en pantalones y rodeada de chinos? Necesitaba hacer un esfuerzo para sacudirse la confusión y recordar que se encontraba allí por la intransigencia del amor. Su misión no consistía de ninguna manera en secundar a Tao Chi'en, pensaba, sino buscar a Joaquín, para eso había venido de muy lejos y lo haría, aunque fuera sólo para decirle cara a cara que era un tránsfuga maldito y le había arruinado la juventud. Por eso había partido las tres veces anteriores, sin embargo, le fallaba la voluntad para intentarlo de nuevo. Se plantaba resuelta ante Tao Chi'en para anunciarle su determinación de continuar su peregrinaje, pero las palabras se le atascaban como arena en la boca. Ya no podía abandonar a ese extraño compañero que le había tocado en suerte.

—¿Qué harás si lo encuentras? —le había preguntado una vez Tao Chi'en.

—Cuando lo vea sabré si todavía lo quiero.

—¿Y si nunca lo encuentras?

—Viviré con la duda, supongo.

Había notado unas cuantas canas prematuras en las sienes de su amigo. A veces la tentación de hundir los dedos en esos fuertes cabellos oscuros o la nariz en su cuello para oler de cerca su tenue aroma oceánico, se tornaba insoportable, pero ya no tenían la excusa de dormir por el suelo enrollados en una manta y las oportunidades de tocarse eran nulas. Tao trabajaba y estudiaba demasiado; ella podía adivinar cuán cansado debía estar, aunque siempre se presentaba impecable y mantenía la calma aún en los momentos más críticos. Sólo trastabillaba cuando volvía de un remate trayendo del brazo a una muchacha aterrorizada. La examinaba para ver en qué condiciones se encontraba y se la entregaba con las instrucciones necesarias, luego se encerraba durante horas. «Está con Lin», concluía Eliza, y un dolor inexplicable se le clavaba en un lugar recóndito del alma. En verdad lo estaba. En el silencio de la meditación Tao Chi'en procuraba recuperar la estabilidad perdida y desprenderse de la tentación del odio y la ira. Poco a poco iba despojándose de recuerdos, deseos y pensamientos, hasta sentir que su cuerpo se disolvía en la nada. Dejaba de existir por un tiempo, hasta reaparecer transformado en un águila, volando muy alto sin esfuerzo alguno, sostenido por un aire frío y límpido que lo elevaba por encima de las más altas montañas. Desde allí podía ver abajo vastas praderas, bosques interminables y ríos de plata pura. Entonces alcanzaba la armonía perfecta y resonaba con el cielo y la tierra como un fino instrumento. Flotaba entre nubes lechosas con sus soberbias alas extendidas y de pronto la sentía con él. Lin se materializaba a su lado, otra águila espléndida suspendida en el cielo infinito.

—¿Dónde está tu alegría, Tao? —le preguntaba.

—El mundo está lleno de sufrimiento, Lin.

—El sufrimiento tiene un propósito espiritual.

—Esto es sólo dolor inútil.

—Acuérdate que el sabio es siempre alegre, porque acepta la realidad.

—¿Y la maldad, hay que aceptarla también?

—El único antídoto es el amor. Y a propósito: ¿cuándo volverás a casarte?

—Estoy casado contigo.

—Yo soy un fantasma, no podré visitarte toda tu vida, Tao. Es un esfuerzo inmenso venir cada vez que me llamas, ya no pertenezco en tu mundo. Cásate o te convertirás en un viejo antes de tiempo. Además, si no practicas las doscientas veintidós posturas del amor, se te olvidarán —se burlaba con su inolvidable risa cristalina.

Los remates eran mucho peores que sus visitas al «hospital». Existían pocas esperanzas de ayudar a las muchachas agonizantes, que si ocurría era un milagroso regalo, en cambio sabía que por cada chica que compraba en un remate, quedaban docenas libradas a la infamia. Se torturaba imaginando cuántas podría rescatar si fuera rico, hasta que Eliza le recordaba aquellas que salvaba. Estaban unidos por un delicado tejido de afinidades y secretos compartidos, pero también separados por mutuas obsesiones. El fantasma de Joaquín Andieta se iba alejando, en cambio el de Lin era perceptible como la brisa o el sonido de las olas en la playa. A Tao Chi'en le bastaba invocarla y ella acudía, siempre risueña, como había sido en vida. Sin embargo, lejos de ser una rival de Eliza, se había convertido en su aliada, aunque la muchacha aún no lo sabía. Fue Lin la primera en comprender que esa amistad se parecía demasiado al amor y cuando su marido la rebatió con el argumento de que no había lugar en China, en Chile ni en parte alguna para una pareja así, ella volvió a reír.

—No digas tonterías, el mundo es grande y la vida es larga. Todo es cuestión de atreverse.

—No puedes imaginarte lo que es el racismo, Lin, siempre viviste entre los tuyos. Aquí a nadie le importa lo que hago o lo que sé, para los americanos soy sólo un asqueroso chino pagano y Eliza es una «grasienta». En Chinatown soy un renegado sin coleta y vestido de yanqui. No pertenezco en ningún lado.

—El racismo no es una novedad, en China tú y yo pensábamos que los fan güey eran todos salvajes.

—Aquí sólo respetan el dinero y por lo visto yo nunca tendré suficiente.

—Estás equivocado. También respetan a quien se hace respetar. Míralos a los ojos.

—Si sigo ese consejo me darán un tiro en cualquier esquina.

—Vale la pena probarlo. Te quejas demasiado, Tao, no te reconozco. ¿Dónde está el hombre valiente que amo?

Tao Chi'en debía admitir que se sentía atado a Eliza por infinitos hilos delgados, fáciles de cortar uno a uno, pero como estaban entrelazados, formaban cuerdas irrompibles. Se conocían hacía pocos años, pero ya podían mirar hacia el pasado y ver el largo camino lleno de obstáculos que habían recorrido juntos. Las similitudes habían ido borrando las diferencias de raza. «Tienes cara de china bonita», le había dicho él en un descuido. «Tienes cara de chileno buen mozo», contestó ella al punto. Formaban una extraña pareja en el barrio: un chino alto y elegante, con un insignificante muchacho español. Fuera de Chinatown, sin embargo, pasaban casi desapercibidos en la variopinta multitud de San Francisco.

—No puedes esperar a ese hombre para siempre, Eliza. Es una forma de locura, como la fiebre del oro. Deberías darte un plazo —le dijo Tao un día.

—¿Y qué hago con mi vida cuando termine el plazo?

—Puedes volver a tu país.

—En Chile una mujer como yo es peor que una de tus sing song girls. ¿Regresarías tú a China?

—Era mi único propósito, pero empieza a gustarme América. Allá vuelvo a ser el Cuarto Hijo, aquí estoy mejor.

—Yo también. Si no encuentro a Joaquín me quedo y abro un restaurante. Tengo lo que se necesita: buena memoria para las recetas, cariño por los ingredientes, sentido del gusto y el tacto, instinto para los aliños…

—Y modestia —se rio Tao Chi'en.

—¿Por qué voy a ser modesta con mi talento? Además tengo olfato de perro. De algo ha de servirme esta buena nariz: me basta oler un plato para saber qué contiene y hacerlo mejor.

—No te resulta con la comida china…

—¡Ustedes comen cosas extrañas, Tao! El mío sería un restaurante francés, el mejor de la ciudad.

—Te propongo un trato, Eliza. Si dentro de un año no encuentras a ese Joaquín, te casas conmigo —dijo Tao Chi'en y ambos se rieron.

A partir de esa conversación algo cambió entre los dos. Se sentían incómodos si se encontraban solos y aunque deseaban estarlo, empezaron a evitarse. El anhelo de seguirla cuando se retiraba a su cuarto a menudo torturaba a Tao Chi'en, pero lo detenía una mezcla de timidez y respeto. Calculaba que mientras ella estuviera prendida del recuerdo del antiguo amante, no debía acercársele, pero tampoco podía continuar haciendo equilibrio en una cuerda floja por tiempo indefinido. La imaginaba en su cama, contando las horas en el silencio expectante de la noche, también desvelada de amor, pero no por él, sino por otro. Conocía tan bien su cuerpo, que podía dibujarlo en detalle hasta el lunar más secreto, aunque no la había visto desnuda desde la época en que la cuidó en el barco. Discurría que si se enfermara tendría un pretexto de tocarla, pero luego se avergonzaba de semejante pensamiento. La risa espontánea y la discreta ternura que antes brotaban a cada rato entre ellos, fueron reemplazadas por una apremiante tensión. Si por casualidad se rozaban, se apartaban turbados; estaban conscientes de la presencia o la ausencia del otro; el aire parecía cargado de presagios y anticipación. En vez de sentarse a leer o escribir en suave complicidad, se despedían apenas terminaba el trabajo en el consultorio. Tao Chi'en partía a visitar enfermos postrados, se reunía con otros zhong yi para discutir diagnósticos y tratamientos o se encerraba a estudiar textos de medicina occidental. Cultivaba la ambición de obtener un permiso para ejercer medicina legalmente en California, proyecto que sólo compartía con Eliza y los espíritus de Lin y su maestro de acupuntura. En China un zhong yi comenzaba como aprendiz y luego seguía solo, por eso la medicina permanecía inmutable por siglos, usando siempre los mismos métodos y remedios. La diferencia entre un buen practicante y uno mediocre era que el primero poseía intuición para diagnosticar y el don de aliviar con sus manos. Los doctores occidentales, sin embargo, hacían estudios muy exigentes, permanecían en contacto entre ellos y estaban al día con nuevos conocimientos, disponían de laboratorios y morgues para experimentación y se sometían al desafío de la competencia. La ciencia lo fascinaba, pero su entusiasmo no tenía eco en su comunidad, apegada a la tradición. Vivía pendiente de los más recientes adelantos y compraba cuanto libro y revista sobre esos temas caía en sus manos. Era tanta su curiosidad por lo moderno, que debió escribir en la pared el precepto de su venerable maestro: «De poco sirve el conocimiento sin sabiduría y no hay sabiduría sin espiritualidad». No todo es ciencia, se repetía, para no olvidarlo. En todo caso, necesitaba la ciudadanía americana, muy difícil de obtener para alguien de su raza, pero sólo así podría quedarse en ese país sin ser siempre un marginal, y necesitaba un diploma, así podría hacer mucho bien, pensaba. Los fan güey nada sabían de acupuntura o de las yerbas usadas en Asia durante siglos, a él lo consideraban una especie de curandero brujo y era tal el desprecio por otras razas, que los dueños de esclavos en la plantaciones del sur llamaban al veterinario cuando se enfermaba un negro. No era diferente su opinión sobre los chinos, pero existían algunos doctores visionarios que habían viajado o leído sobre otras culturas y se interesaban en las técnicas y las mil drogas de la farmacopea oriental. Continuaba en contacto con Ebanizer Hobbs en Inglaterra y en las cartas ambos solían lamentar la distancia que los separaba. «Venga a Londres, doctor Chi'en, y haga una demostración de acupuntura en el Royal Medical Society, los dejaría boquiabiertos, se lo aseguro», le escribía Hobbs. Tal como decía, si combinaran los conocimientos de ambos podrían resucitar a los muertos.