El cuarto hijo
TAO CHI'EN no siempre tuvo ese nombre. En verdad no tuvo nombre hasta los once años, sus padres eran demasiado pobres para ocuparse de detalles como ese: se llamaba simplemente el Cuarto Hijo. Había nacido nueve años antes que Eliza, en una aldea de la provincia de Kuangtung, a un día y medio de marcha a pie de la ciudad de Cantón. Venía de una familia de curanderos. Por incontables generaciones los hombres de su sangre se transmitieron de padres a hijos conocimiento sobre plantas medicinales, arte para extraer malos humores, magia para espantar demonios y habilidad para regular la energía, qi. El año en que nació el Cuarto Hijo la familia se encontraba en la mayor miseria, había ido perdiendo la tierra en manos de prestamistas y tahúres. Los oficiales del Imperio recaudaban impuestos, se guardaban el dinero y luego aplicaban nuevos tributos para cubrir sus robos, además de cobrar comisiones ilegales y sobornos. La familia del Cuarto Hijo, como la mayoría de los campesinos, no podía pagarles. Si lograban salvar de los mandarines unas monedas de sus magros ingresos, las perdían de inmediato en el juego, una de las pocas diversiones al alcance de los pobres. Se podía apostar en carreras de sapos y saltamontes, peleas de cucarachas o en el fan tan, amén de muchos otros juegos populares.
El Cuarto Hijo era un niño alegre, que se reía por nada, pero también tenía una tremenda capacidad de atención y curiosidad por aprender. A los siete años sabía que el talento de un buen curandero consiste en mantener el equilibrio del yin y el yang, a los nueve conocía las propiedades de las plantas de la región y podía ayudar a su padre y hermanos mayores en la engorrosa preparación de los emplastos, pomadas, tónicos, bálsamos, jarabes, polvos y píldoras de la farmacopea campesina. Su padre y el Primer Hijo viajaban a pie de aldea en aldea ofreciendo curaciones y remedios, mientras los hijos Segundo y Tercero cultivaban un mísero pedazo de tierra, único capital de la familia. El Cuarto Hijo tenía la misión de recolectar plantas y le gustaba hacerlo, porque le permitía vagar por los alrededores sin vigilancia, inventando juegos e imitando las voces de los pájaros. A veces, si le quedaban fuerzas después de cumplir con las inacabables tareas de la casa, lo acompañaba su madre, quien por su condición de mujer no podía trabajar la tierra sin atraer las burlas de los vecinos. Habían sobrevivido a duras penas, cada vez más endeudados, hasta ese año fatal de 1834, cuando los peores demonios se abatieron sobre la familia. Primero se volcó una olla de agua hirviendo sobre la hermana menor, de apenas dos años, escaldándola de la cabeza a los pies. Le aplicaron clara de huevo sobre las quemaduras y la trataron con las yerbas indicadas para esos casos, pero en menos de tres días la niña se agotó de sufrir y murió. La madre no se repuso. Había perdido otros hijos en la infancia y cada uno le dejó una herida en el alma, pero el accidente de la pequeña fue como el último grano de arroz que vuelca el tazón. Empezó a decaer a ojos vista, cada día más flaca, la piel verdosa y los huesos quebradizos, sin que los brebajes de su marido lograran demorar el avance inexorable de su misteriosa enfermedad, hasta que una mañana la encontraron rígida, con una sonrisa de alivio y los ojos en paz, porque al fin iba a reunirse con sus niños muertos. Los ritos funerarios fueron muy simples, por tratarse de una mujer. No pudieron contratar a un monje ni tenían arroz para ofrecer a los parientes y vecinos durante la ceremonia, pero al menos se cercioraron de que su espíritu no se refugiara en el techo, el pozo o las cuevas de las ratas, desde donde podría acudir más tarde a penarles. Sin la madre, quien con su esfuerzo y su paciencia a toda prueba mantuvo a la familia unida, fue imposible detener la calamidad. Fue un año de tifones, malas cosechas y hambruna, el vasto territorio de la China se pobló de pordioseros y bandidos. La niña de siete años que quedaba en la familia, fue vendida a un agente y no se volvió a saber de ella. El Primer Hijo, destinado a reemplazar al padre en el oficio de médico ambulante, fue mordido por un perro enfermo y murió poco después con el cuerpo tenso como un arco y echando espumarajos por la boca. Los hijos Segundo y Tercero estaban ya en edad de trabajar y en ellos recayó la tarea de cuidar a su padre en vida, cumplir con los ritos funerarios a su muerte y honrar su memoria y la de sus otros antepasados varones por cinco generaciones. El Cuarto Hijo no era particularmente útil y tampoco había cómo alimentarlo, de modo que su padre lo vendió en servidumbre por diez años a unos comerciantes que pasaban en caravana por las cercanías de la aldea. El niño tenía once años.
Gracias a uno de esos eventos fortuitos que a menudo habrían de hacerlo cambiar de rumbo, ese tiempo de esclavitud, que pudo ser un infierno para el muchacho, resultó en realidad mucho mejor que los años transcurridos bajo el techo paterno. Dos mulas arrastraban una carreta donde iba la carga más pesada de la caravana. Un enervante quejido acompañaba cada vuelta de las ruedas, que adrede no engrasaban con el fin de espantar a los demonios. Para evitar que escapara, ataron al Cuarto Hijo, que lloraba desconsolado desde que se separó de su padre y hermanos, con una cuerda a uno de los animales. Descalzo y sediento, con la bolsa de sus escasas pertenencias a la espalda, vio desaparecer los techos de su aldea y el paisaje familiar. La vida en esa choza era lo único que conocía y no había sido mala, sus padres lo trataban con dulzura, su madre le contaba historias y cualquier pretexto había servido para reírse y celebrar, aún en los tiempos de mayor pobreza. Trotaba tras la mula convencido de que cada paso lo adentraba más y más en el territorio de los espíritus malignos y temía que el chirrido de las ruedas y las campanillas colgadas de la carreta no fueran suficientes para protegerlo. Apenas lograba entender el dialecto de los viajeros, pero las pocas palabras agarradas al vuelo le iban metiendo en los huesos un miedo pavoroso. Comentaban de los muchos genios descontentos que deambulaban por la región, almas perdidas de muertos sin recibir un funeral apropiado. La hambruna, el tifus y el cólera habían sembrado la región de cadáveres y no quedaban vivos suficientes para honrar a tantos difuntos. Por suerte los espectros y demonios tenían reputación de lerdos: no sabían voltear una esquina y se distraían fácilmente con ofrecimientos de comida o regalos de papel. A veces, sin embargo, nada lograba apartarlos y podían materializarse dispuestos a ganar su libertad asesinando a los forasteros o introduciéndose en sus cuerpos para obligarlos a realizar impensables fechorías. Habían pasado unas horas de marcha; el calor del verano y la sed eran intensos, el chiquillo tropezaba cada dos pasos y sus nuevos amos impacientes lo azuzaban sin verdadera maldad con varillazos por las piernas. Al ponerse el sol decidieron detenerse y acampar. Aliviaron a los animales de la carga, hicieron un fuego, prepararon té y se dividieron en pequeños grupos para jugar fan tan y mah jong. Por fin alguien se acordó del Cuarto Hijo y le pasó una escudilla con arroz y un vaso de té, que él atacó con la voracidad acumulada en meses y meses de hambre. En eso los sorprendió un clamor de aullidos y se vieron rodeados por una polvareda. Al griterío de los asaltantes se sumó el de los viajeros y el chiquillo aterrorizado se arrastró bajo la carreta hasta donde dio la cuerda que llevaba atada. No se trataba de una legión infernal, como se supo de inmediato, sino una banda de salteadores de las muchas que, burlándose de los ineficientes soldados imperiales, azotaban los caminos en esos tiempos de tanta desesperanza. Apenas los mercaderes se recuperaron del primer impacto, cogieron sus armas y enfrentaron a los forajidos en una batahola de gritos, amenazas y disparos que duró tan sólo unos minutos. Al asentarse el polvo uno de los bandidos había escapado y los otros dos yacían por tierra mal heridos. Les quitaron los trapos de la cara y comprobaron que se trataba de adolescentes cubiertos de harapos y armados de garrotes y primitivas lanzas. Entonces procedieron a decapitarlos a toda prisa, para que sufrieran la humillación de dejar este mundo en pedazos y no enteros como llegaron, y empalaron las cabezas en picotas a ambos lados del camino. Cuando se tranquilizaron los ánimos, se vio que un miembro de la caravana se revolcaba por tierra con una brutal herida de lanza en un muslo. El Cuarto Hijo, quien había permanecido paralizado de terror bajo la carreta, salió reptando de su escondrijo y pidió respetuosamente permiso a los honorables comerciantes para atender al herido y, como no había alternativa, lo autorizaron a proceder. Pidió té para lavar la sangre, luego abrió su bolso y produjo un pomo con bai yao. Aplicó esa pasta blanca en la herida, vendó la pierna apretadamente y anunció sin la menor vacilación que en menos de tres días el corte habría cerrado. Así fue. Ese incidente lo salvó de pasar los diez años siguientes trabajando como esclavo y tratado peor que un perro, porque dada su habilidad, los comerciantes lo vendieron en Cantón a un afamado médico tradicional y maestro de acupuntura —un zhong yi— que necesitaba un aprendiz. Con ese sabio el Cuarto Hijo adquirió los conocimientos que jamás habría obtenido de su rústico padre.
El anciano maestro, era un hombre plácido, con la cara lisa de la luna, voz lenta y manos huesudas y sensibles, sus mejores instrumentos. Lo primero que hizo con su sirviente fue darle un nombre. Consultó libros astrológicos y adivinos para averiguar el nombre correspondiente al muchacho: Tao. La palabra tenía varios significados, como vía, dirección, sentido y armonía, pero sobre todo representaba el viaje de la vida. El maestro le dio su propio apellido.
—Te llamarás Tao Chi'en. Ese nombre te inicia en el camino de la medicina. Tu destino será aliviar el dolor ajeno y alcanzar la sabiduría. Serás un zhong yi, como yo.
Tao Chi'en… El joven aprendiz recibió su nombre agradecido. Besó las manos a su amo y sonrió por primera vez desde que saliera de su hogar. El impulso de alegría, que antes lo hacía bailar de contento sin motivo ninguno, volvió a palpitar en su pecho y la sonrisa no se le borró en semanas. Andaba por la casa a saltos, saboreando su nombre con fruición, como un caramelo en la boca, repitiéndolo en voz alta y soñándolo, hasta que se identificó plenamente con él. Su maestro, seguidor de Confucio en los aspectos prácticos y de Buda en materia ideológica, le enseñó con mano firme, pero con gran suavidad, la disciplina conducente a hacer de él un buen médico.
—Si logro enseñarte todo lo que pretendo, algún día serás un hombre ilustrado —le dijo.
Sostenía que los ritos y ceremonias son tan necesarios como las normas de buena educación y el respeto por las jerarquías. Decía que de poco sirve el conocimiento sin sabiduría, no hay sabiduría sin espiritualidad y la verdadera espiritualidad incluye siempre el servicio a los demás. Tal como le explicó muchas veces, la esencia de un buen médico consiste en la capacidad de compasión y el sentido de la ética, sin los cuales el arte sagrado de la sanación degenera en simple charlatanería. Le gustaba la sonrisa fácil de su aprendiz.
—Tienes un buen trecho ganado en el camino de la sabiduría, Tao. El sabio es siempre alegre —sostenía.
El año entero Tao Chi'en se levantaba al amanecer, como cualquier estudiante, para cumplir con una hora de meditación, cánticos y oraciones. Contaba con un solo día de descanso para la celebración del Año Nuevo, trabajar y estudiar eran sus únicas ocupaciones. Antes que nada, debió dominar a la perfección el chino escrito, medio oficial de comunicación en ese inmenso territorio de centenares de pueblos y lenguas. Su maestro era inflexible respecto a la belleza y precisión de la caligrafía, que distinguía al hombre refinado del truhan. También insistía en desarrollar en Tao Chi'en la sensibilidad artística que, según él, caracterizaba al ser superior. Como todo chino civilizado, sentía un desprecio irreprimible por la guerra y se inclinaba, en cambio, hacia las artes de la música, pintura y literatura. A su lado Tao Chi'en aprendió a apreciar el encaje delicado de una telaraña perlada de gotas de rocío a la luz de la aurora y expresar su deleite en inspirados poemas escritos en elegante caligrafía. En opinión del maestro, lo único peor que no componer poesía, era componerla mal. En esa casa el muchacho asistió a frecuentes reuniones donde los invitados creaban versos en la inspiración del instante y admiraban el jardín, mientras él servía té y escuchaba, maravillado. Se podía obtener la inmortalidad escribiendo un libro, sobre todo de poesía, decía el maestro, quien había escrito varios. A los rústicos conocimientos prácticos que Tao Chi'en había adquirido viendo trabajar, a su padre, añadió el impresionante volumen teórico de la ancestral medicina china. El joven aprendió que el cuerpo humano se compone de cinco elementos, madera, fuego, tierra, metal y agua, que están asociados a cinco planetas, cinco condiciones atmosféricas, cinco colores y cinco notas. Mediante el uso adecuado de las plantas medicinales, acupuntura y ventosas, un buen médico podía prevenir y curar diversos males, y controlar la energía masculina, activa y ligera, y la energía femenina, pasiva y oscura —yin y yang—. Sin embargo, el propósito de ese arte no era tanto eliminar enfermedades como mantener la armonía. «Debes escoger tus alimentos, orientar tu cama y conducir tu meditación según la estación del año y la dirección del viento. Así estarás siempre en resonancia con el universo», le aconsejaba el maestro.
El zhong yi estaba contento de su suerte, aunque la falta de descendientes pesaba como una sombra en la serenidad de su espíritu. No había tenido hijos, a pesar de las yerbas milagrosas ingeridas regularmente durante una vida entera para limpiar la sangre y fortalecer el miembro, y de los remedios y encantamientos aplicados a sus dos esposas, muertas en la juventud, así como a las numerosas concubinas que las siguieron. Debía aceptar con humildad que no había sido culpa de esas abnegadas mujeres, sino de la apatía de su licor viril. Ninguno de los remedios para la fertilidad que le habían servido para ayudar a otros dio resultado en él y por fin se resignó al hecho innegable de que sus riñones estaban secos. Dejó de castigar a sus mujeres con exigencias inútiles y las gozó a plenitud, de acuerdo con los preceptos de los hermosos libros de almohada de su colección. Sin embargo, el anciano se había alejado de esos placeres hacía mucho tiempo, más interesado en adquirir nuevos conocimientos y explorar el angosto sendero de la sabiduría, y se había deshecho una a una de las concubinas, cuya presencia lo distraía en sus afanes intelectuales. No necesitaba tener ante sus ojos a una muchacha para describirla en elevados poemas, le bastaba el recuerdo. También había desistido de los hijos propios, pero debía ocuparse del futuro. ¿Quién lo ayudaría en la última etapa y a la hora de morir? ¿Quién limpiaría su tumba y veneraría su memoria? Había entrenado aprendices antes y con cada uno alimentó la secreta ambición de adoptarlo, pero ninguno fue digno de tal honor. Tao Chi'en no era más inteligente ni más intuitivo que los otros, pero llevaba por dentro una obsesión por aprender que el maestro reconoció al punto, porque era idéntica a la suya. Además era un chiquillo dulce y divertido, resultaba fácil encariñarse con él. En los años de convivencia le tomó tanto aprecio, que a menudo se preguntaba cómo era posible que no fuese hijo de su sangre. Sin embargo, la estima por su aprendiz no lo cegaba, en su experiencia los cambios en la adolescencia suelen ser muy profundos y no podía predecir qué clase de hombre sería. Como dice el proverbio chino: «Si eres brillante de joven, no significa que de adulto sirvas para algo». Temía equivocarse de nuevo, como le había sucedido antes, y prefería esperar con paciencia que la verdadera naturaleza del chico se revelara. Entretanto lo guiaría, tal como hacía con los árboles jóvenes de su jardín, para ayudarlo a crecer derecho. Al menos este aprende rápido, pensaba el anciano médico, calculando cuántos años de vida le quedaban. De acuerdo a los signos astrales y a la observación cuidadosa de su propio cuerpo, no tendría tiempo para entrenar a otro aprendiz.
Pronto Tao Chi'en supo escoger los materiales en el mercado y en las tiendas de yerbas —regateando como correspondía— y pudo preparar los remedios sin ayuda. Observando trabajar al médico llegó a conocer los intrincados mecanismos del organismo humano, los procedimientos para refrescar a los afiebrados y a los de temperamento fogoso, dar calor a los que padecían el frío anticipado de la muerte, promover los jugos en los estériles y secar a aquellos agotados por flujos. Hacía largas excursiones por los campos buscando las mejores plantas en su punto preciso de máxima eficacia, que luego transportaba envueltas en trapos húmedos para preservar frescas durante el camino a la ciudad. Cuando cumplió los catorce años su maestro lo consideró maduro para practicar y lo mandaba regularmente a atender prostitutas, con la orden terminante de abstenerse de comercio con ellas, porque tal como él mismo podía comprobarlo al examinarlas, llevaban la muerte encima.
—Las enfermedades de los burdeles matan más gente que el opio y el tifus. Pero si cumples con tus obligaciones y aprendes a buen ritmo, en su debido momento te compraré una muchacha virgen —le prometió el maestro.
Tao Chi'en había pasado hambre de niño, pero su cuerpo estiró hasta alcanzar mayor altura que cualquier otro miembro de su familia. A los catorce años no sentía atracción por las muchachas de alquiler, sólo curiosidad científica. Eran tan diferentes a él, vivían en un mundo tan remoto y secreto, que no podía considerarlas realmente humanas. Más tarde, cuando el súbito asalto de su naturaleza lo sacó de quicio y andaba como un ebrio tropezando con su sombra, su preceptor lamentó haberse desprendido de las concubinas. Nada distraía tanto a un buen estudiante de sus responsabilidades como el estallido de las fuerzas viriles. Una mujer lo tranquilizaría y de paso serviría para darle conocimientos prácticos, pero como la idea de comprar una le resultaba engorrosa —estaba cómodo en su universo únicamente masculino— obligaba a Tao a tomar infusiones para calmar los ardores. El zhong yi no recordaba el huracán de las pasiones carnales y con la mejor intención daba a leer a su alumno los libros de almohada de su biblioteca como parte de su educación, sin medir el efecto enervante que tenían sobre el pobre muchacho. Lo hacía memorizar cada una de las doscientas veintidós posturas del amor con sus poéticos nombres y debía identificarlas sin vacilar en las exquisitas ilustraciones de los libros, lo cual contribuía notablemente a la distracción del joven.
Tao Chi'en se familiarizó con Cantón tan bien como antes había conocido su pequeña aldea. Le gustaba esa antigua ciudad amurallada, caótica, de calles torcidas y canales, donde los palacios y las chozas se mezclaban en total promiscuidad y había gente que vivía y moría en botes en el río, sin pisar jamás tierra firme. Se acostumbró al clima húmedo y caliente del largo verano azotado por tifones, pero agradable en el invierno, desde octubre hasta marzo. Cantón estaba cerrado a los forasteros, aunque solían caer de sorpresa piratas con banderas de otras naciones. Existían algunos puestos de comercio, donde los extranjeros podían intercambiar mercancía solamente de noviembre a mayo, pero eran tantos los impuestos, regulaciones y obstáculos, que los comerciantes internacionales preferían establecerse en Macao. Temprano en las mañanas, cuando Tao Chi'en partía al mercado, solía encontrar niñas recién nacidas tiradas en la calle o flotando en los canales, a menudo destrozadas a dentelladas por perros o ratas. Nadie las quería, eran desechables. ¿Para qué alimentar a una hija que nada valía y cuyo destino era terminar sirviendo a la familia de su marido? «Preferible es un hijo deforme que una docena de hijas sabias como Buda», sostenía el dicho popular. De todos modos había demasiados niños y seguían naciendo como ratones. Burdeles y fumaderos de opio proliferaban por todas partes. Cantón era una ciudad populosa, rica y alegre, llena de templos, restaurantes y casas de juego, donde se celebraban ruidosamente las festividades del calendario. Incluso los castigos y ejecuciones se convertían en motivo de fiesta. Se juntaban multitudes a vitorear a los verdugos, con sus delantales ensangrentados y colecciones de afilados cuchillos, rebanando cabezas de un solo tajo certero. La justicia se aplicaba en forma expedita y simple, sin apelación posible ni crueldad innecesaria, excepto en el caso de traición al emperador, el peor crimen posible, pagado con muerte lenta y relegación de todos los parientes, reducidos a la esclavitud. Las faltas menores se castigaban con azotes o con una plataforma de madera ajustada al cuello de los culpables por varios días, así no podían descansar ni tocarse la cabeza con las manos para comer o rascarse. En plazas y mercados se lucían los contadores de historias que, como los monjes mendicantes, viajaban por el país preservando una milenaria tradición oral. Los malabaristas, acróbatas, encantadores de serpientes, travestís, músicos itinerantes, magos y contorsionistas se daban cita en las calles, mientras bullía a su alrededor el comercio de seda, té, jade, especias, oro, conchas de tortuga, porcelana, marfil y piedras preciosas. Los vegetales, las frutas y las carnes se ofrecían en alborotada mezcolanza: repollos y tiernos brotes de bambú junto a jaulas de gatos, perros y mapaches que el carnicero mataba y descueraba de un solo movimiento a pedido de los clientes. Había largos callejones sólo de pájaros, pues en ninguna casa podían faltar aves y jaulas, desde las más simples hasta las de fina madera con incrustaciones de plata y nácar. Otros pasajes del mercado se destinaban a peces exóticos, que atraían la buena suerte. Tao Chi'en siempre curioso, se distraía observando y haciendo amigos y luego debía correr para cumplir su cometido en el sector donde se vendían los materiales de su oficio. Podía identificarlo a ojos cerrados por el penetrante olor de especias, plantas y cortezas medicinales. Las serpientes disecadas se apilaban enrolladas como polvorientas madejas; sapos, salamandras y extraños animales marinos colgaban ensartados en cuerdas, como collares; grillos y grandes escarabajos de duras conchas fosforescentes languidecían en cajas; monos de todas clases aguardaban turno de morir; patas de oso y de orangután, cuernos de antílopes y rinocerontes, ojos de tigre, aletas de tiburón y garras de misteriosas aves nocturnas se compraban al peso.
Para Tao Chi'en los primeros años en Cantón se fueron en estudio, trabajo y servicio a su anciano preceptor, a quien llegó a estimar como a un abuelo. Fueron años felices. El recuerdo de su propia familia se esfumó y llegó a olvidar los rostros de su padre y sus hermanos, pero no el de su madre, porque ella se le aparecía con frecuencia. El estudio pronto dejó de ser una tarea y se convirtió en una pasión. Cada vez que aprendía algo nuevo volaba donde el maestro a contárselo a borbotones. «Mientras más aprendas, más pronto sabrás cuán poco sabes» se reía el anciano. Por propia iniciativa Tao Chi'en decidió dominar mandarín y cantonés, porque el dialecto de su aldea resultaba muy limitado. Absorbía los conocimientos de su maestro a tal velocidad, que el viejo solía acusarlo en broma de robarle hasta los sueños, pero su propia pasión por la enseñanza lo hacía generoso. Compartió con el muchacho cuanto este quiso averiguar, no sólo en materia de medicina, también otros aspectos de su vasta reserva de conocimiento y su refinada cultura. Bondadoso por naturaleza, era sin embargo severo en la crítica y exigente en el esfuerzo, porque como decía, «no me queda mucho tiempo y al otro mundo no puedo llevarme lo que sé, alguien ha de usarlo a mi muerte». Sin embargo, también lo advertía contra la voracidad de conocimientos, que puede encadenar a un hombre tanto como la gula o la lujuria. «El sabio nada desea, no juzga, no hace planes, mantiene su mente abierta y su corazón en paz», sostenía. Lo reprendía con tal tristeza cuando fallaba, que Tao Chi'en hubiera preferido una azotaina, pero esa práctica repugnaba al temperamento del zhong yi, quien jamás permitía que la cólera guiara sus acciones. Las únicas ocasiones en que lo golpeó ceremoniosamente con una varilla de bambú, sin enfado pero con firme ánimo didáctico, fue cuando pudo comprobar sin la menor duda que su aprendiz había cedido a la tentación del juego o pagado por una mujer. Tao Chi'en solía embrollar las cuentas del mercado para hacer apuestas en las casas de juego, cuya atracción le resultaba imposible de resistir, o para un consuelo breve con descuento de estudiante en brazos de alguna de sus pacientes en los burdeles. Su amo no demoraba en descubrirlo, porque si perdía en el juego no podía explicar dónde estaba el dinero del vuelto y si ganaba resultaba incapaz de disimular su euforia. A las mujeres las olía en la piel del muchacho.
—Quítate la camisa, tendré que darte unos vergajazos, a ver si por fin entiendes, hijo. ¿Cuántas veces te he dicho que los peores males de la China son el juego y el burdel? En el primero los hombres pierden el producto de su trabajo y en el segundo pierden la salud y la vida. Nunca serás buen médico ni buen poeta con tales vicios.
Tao Chi'en tenía dieciséis años en 1839, cuando estalló la Guerra del Opio entre China y Gran Bretaña. Para entonces el país estaba invadido de mendigos. Masas humanas abandonaban los campos y aparecían con sus harapos y sus pústulas en las ciudades, donde eran repelidas a la fuerza, obligándolos a vagar como manadas de perros famélicos por los caminos del Imperio. Bandas de forajidos y rebeldes se batían con las tropas del gobierno en una interminable guerra de emboscadas. Era un tiempo de destrucción y pillaje. Los debilitados ejércitos imperiales, al mando de oficiales corruptos que recibían de Pekín órdenes contradictorias, no pudieron hacer frente a la poderosa y bien disciplinada flota naval inglesa. No contaban con apoyo popular, porque los campesinos estaban cansados de ver sus sembrados destruidos, sus villorrios en llamas y sus hijas violadas por la soldadesca. Al cabo de casi cuatro años de lucha, China debió aceptar una humillante derrota y pagar el equivalente a veintiún millones de dólares a los vencedores, entregarles Hong Kong y otorgarles el derecho a establecer concesiones, barrios residenciales amparados por leyes de extraterritorialidad. Allí vivían los extranjeros con su policía, servicios, gobierno y leyes, protegido por sus propias tropas; eran verdaderas naciones foráneas dentro del territorio chino, desde las cuales los europeos controlaban el comercio, principalmente del opio. A Cantón no entraron hasta cinco años más tarde, pero al comprobar la degradante derrota de su venerado emperador y ver la economía y la moral de su patria desplomarse, el maestro de acupuntura decidió que no había razón para seguir viviendo.
En los años de la guerra al viejo zhong yi se le descompuso el alma y perdió la serenidad tan arduamente conseguida a lo largo de su existencia. Su desprendimiento y distracción respecto a los asuntos materiales se agudizó al punto que Tao Chi'en debía darle de comer en la boca cuando pasaban los días sin alimentarse. Se le enmarañaron las cuentas y empezaron los acreedores a golpear su puerta, pero los desdeñó sin mayores consideraciones, pues todo lo referente al dinero le parecía una carga oprobiosa de la cual los sabios estaban naturalmente libres. En la confusión senil de esos últimos años olvidó las buenas intenciones de adoptar a su aprendiz y conseguirle una esposa; en verdad estaba tan ofuscado que a menudo se quedaba mirando a Tao Chi'en con expresión perpleja, incapaz de recordar su nombre o de ubicarlo en el laberinto de rostros y eventos que asaltaban su mente sin orden ni concierto. Pero tuvo ánimo sobrado para decidir los detalles de su entierro, porque para un chino ilustre el evento más importante en la vida era su propio funeral. La idea de poner fin a su desaliento por medio de una muerte elegante lo rondaba desde hacía tiempo, pero esperó hasta el desenlace de la guerra con la secreta e irracional esperanza de ver el triunfo de los ejércitos del Celeste Imperio. La arrogancia de los extranjeros le resultaba intolerable, sentía un gran desprecio por esos brutales fan güey fantasmas blancos que no se lavaban, bebían leche y alcohol, eran totalmente ignorantes de las normas elementales de buena educación e incapaces de honrar a sus antepasados en la forma debida. Los acuerdos comerciales le parecían un favor otorgado por el emperador a esos bárbaros ingratos, que en vez de doblarse en alabanzas y gratitud, exigían más. La firma del tratado de Nankín fue el último golpe para el zhong yi. El emperador y cada habitante de la China, hasta el más humilde, habían perdido el honor. ¿Cómo se podría recuperar la dignidad después de semejante afrenta?
El anciano sabio se envenenó tragando oro. Al regresar de una de sus excursiones al campo a buscar plantas, su discípulo lo encontró en el jardín reclinado en cojines de seda y vestido de blanco, como señal de su propio luto. Al lado estaban el té aún tibio y la tinta del pincel fresca. Sobre su pequeño escritorio había un verso inconcluso y una libélula se perfilaba en la suavidad del pergamino. Tao Chi'en besó las manos de ese hombre que tanto le había dado, luego se detuvo un instante para apreciar el diseño de las alas transparentes del insecto en la luz del atardecer, tal como su maestro hubiera deseado.
Al funeral del sabio acudió un enorme gentío, porque en su larga vida había ayudado a miles de personas a vivir en salud y a morir sin angustia. Los oficiales y dignatarios del gobierno desfilaron con la mayor solemnidad, los literatos recitaron sus mejores poemas y las cortesanas se presentaron ataviadas de seda. Un adivino determinó el día propicio para el entierro y un artista de objetos funerarios visitó la casa del difunto para copiar sus posesiones. Recorrió la propiedad lentamente sin tomar medidas ni notas, pero bajo sus voluminosas mangas hacía marcas con la uña en una tablilla de cera; luego construyó miniaturas en papel de la casa, con sus habitaciones y muebles, además de los objetos favoritos del difunto, para ser quemados junto con fajos de dinero también de papel. No debía faltarle en el otro mundo lo que había gozado en este. El ataúd, enorme y decorado como un carruaje imperial, pasó por las avenidas de la ciudad entre dos filas de soldados en uniforme de gala, precedidos por jinetes ataviados de brillantes colores y una banda de músicos provistos de címbalos, tambores, flautas, campanas, triángulos metálicos y una serie de instrumentos de cuerda. La algarabía resultaba insoportable, tal como correspondía a la importancia del extinto. En la tumba apilaron flores, ropa y comida; encendieron velas e incienso y quemaron finalmente el dinero y los prolijos objetos de papel. La tablilla ancestral de madera cubierta de oro y grabada con el nombre del maestro se colocó sobre la tumba para recibir al espíritu, mientras el cuerpo volvía a la tierra. Al hijo mayor correspondía recibir la tablilla, colocarla en su hogar en un sitio de honor junto a las de sus otros antepasados masculinos, pero el médico no tenía quien cumpliera esa obligación. Tao Chi'en era sólo un sirviente y hubiera sido una absoluta falta de etiqueta ofrecerse para hacerlo. Estaba genuinamente conmovido, en la multitud era el único cuyas lágrimas y gemidos correspondían a un auténtico dolor, pero la tablilla ancestral fue a parar a manos de un sobrino lejano, quien tendría la obligación moral de colocar ofrendas y rezar ante ella cada quince días y en cada festividad anual.
Una vez realizados los solemnes ritos funerarios, los acreedores se dejaron caer como chacales sobre las posesiones del maestro. Violaron los sagrados textos y el laboratorio, revolvieron las yerbas, arruinaron las preparaciones medicinales, destrozaron los cuidadosos poemas, se llevaron los muebles y objetos de arte, pisotearon el bellísimo jardín y remataron la antigua mansión. Poco antes Tao Chi'en había puesto a salvo las agujas de oro para la acupuntura, una caja con instrumentos médicos y algunos remedios esenciales, así como algo de dinero sustraído poco a poco en los últimos tres años, cuando su patrón comenzó a perderse en los vericuetos de la demencia senil. Su intención no fue robar al venerable zhong yi, a quien estimaba como a un abuelo, sino usar ese dinero para alimentarlo, porque veía acumularse las deudas y temía por el futuro. El suicidio precipitó las cosas y Tao Chi'en se encontró en posesión de un recurso inesperado. Apoderarse de esos fondos podía costarle la cabeza, pues sería considerado crimen de un inferior a un superior, pero estaba seguro de que nadie lo sabría, salvo el espíritu del difunto, quien sin duda aprobaría su acción. ¿No preferiría premiar a su fiel sirviente y discípulo en vez de pagar una de las muchas deudas de sus feroces acreedores? Con ese modesto tesoro y una muda de ropa limpia, Tao Chi'en escapó de la ciudad. La idea de volver a su aldea natal se le ocurrió fugazmente, pero la descartó al punto. Para su familia él sería siempre el Cuarto Hijo, debía sumisión y obediencia a sus hermanos mayores. Tendría que trabajar para ellos, aceptar la esposa que le escogieran y resignarse a la miseria. Nada lo llamaba en esa dirección, ni siquiera las obligaciones filiales con su padre y sus antepasados, que recaían en sus hermanos mayores. Necesitaba irse lejos, donde no lo alcanzara el largo brazo de la justicia china. Tenía veinte años, le faltaba uno para cumplir los diez de servidumbre y cualquiera de los acreedores podía reclamar el derecho a utilizarlo como esclavo por ese tiempo.