El Dorado
LLEVARON al oso entre cuatro hombres, dos de cada lado tirando de las gruesas cuerdas, en medio de una turba enardecida. Lo arrastraron hasta el centro de la arena y lo ataron por una pata a un poste con una cadena de veinte pies y luego echaron quince minutos en desatarlo, mientras lanzaba arañazos y mordiscos con una ira de fin de mundo. Pesaba más de seiscientos kilos, tenía la piel color pardo oscuro, un ojo tuerto, varias peladuras y cicatrices de antiguas peleas en el lomo, pero era aún joven. Una baba espumosa cubría sus fauces de enormes dientes amarillos. Erguido sobre las patas traseras, dando manotazos inútiles con sus garras prehistóricas, recorría la multitud con su ojo bueno, tironeando desesperado de la cadena.
Era un villorrio surgido en pocos meses de la nada, construido por tránsfugas en un suspiro y sin ambición de durar. A falta de una arena de toros, como las que había en todos los pueblos mexicanos de California, contaban con un amplio círculo despejado que servía para la doma de caballos y para encerrar mulas, reforzado con tablas y provisto de galerías de madera para acomodar al público. Esa tarde de noviembre el cielo color acero amenazaba con lluvia, pero no hacía frío y la tierra estaba seca. Detrás de la empalizada, centenares de espectadores respondían a cada rugido del animal con un coro de burlas. Las únicas mujeres, media docena de jóvenes mexicanas con vestidos blancos bordados y fumando sus eternos cigarritos, eran tan conspicuas como el oso y también a ellas las saludaban los hombres con gritos de olé, mientras las botellas de licor y las bolsas de oro de las apuestas circulaban de mano en mano. Los tahúres, con trajes de ciudad, chalecos de fantasía, anchas corbatas y sombreros de copa, se distinguían entre la masa rústica y desgreñada. Tres músicos tocaban en sus violines las canciones favoritas y apenas atacaron con bríos Oh Susana, himno de los mineros, un par de cómicos barbudos, pero vestidos de mujer, saltaron al ruedo y dieron una vuelta olímpica entre obscenidades y palmotazos, levantándose las faldas para mostrar piernas peludas y calzones con vuelos. El público los celebró con una generosa lluvia de monedas, y un estrépito de aplausos y carcajadas. Cuando se retiraron, un solemne toque de corneta y redoble de tambores anunció el comienzo de la lidia, seguido por un bramido de la multitud electrizada.
Perdida en la muchedumbre, Eliza seguía el espectáculo con fascinación y horror. Había apostado el escaso dinero que le quedaba, con la esperanza de multiplicarlo en los próximos minutos. Al tercer toque de corneta levantaron un portón de madera y un toro joven, negro y reluciente, entró resoplando. Por un instante reinó un silencio maravillado en las galerías y enseguida un ¡olé! a grito herido acogió al animal. El toro se detuvo desconcertado, la cabeza en alto, coronada por grandes cuernos sin limar, los ojos alertas midiendo las distancias, las pezuñas delanteras pateando la arena, hasta que un gruñido del oso captó su atención. Su contrincante lo había visto y estaba cavando a toda prisa un hoyo a pocos pasos del poste, donde se encogió, aplastado contra el suelo. A los alaridos del público el toro agachó la cerviz, tensionó los músculos y se lanzó a la carrera desprendiendo una nube de arena, ciego de cólera, resollando, echando vapor por la nariz y baba por el hocico. El oso lo estaba esperando. Recibió la primera cornada en el lomo, que abrió un surco sanguinolento en su gruesa piel, pero no logró moverlo ni una pulgada. El toro dio una vuelta al trote por el ruedo, confundido, mientras la turba lo azuzaba con insultos, enseguida volvió a cargar, tratando de levantar al oso con los cuernos, pero este se mantuvo agachado y recibió el castigo sin chistar, hasta que vio su oportunidad y de un zarpazo certero le destrozó la nariz. Chorreando sangre, trastornado de dolor y perdido el rumbo, el animal comenzó a atacar con cabezazos ofuscados, hiriendo a su contrincante una y otra vez, sin lograr sacarlo del hoyo. De pronto el oso se alzó y lo cogió por el cuello en un abrazo terrible, mordiéndole la nuca. Durante largos minutos danzaron juntos en el círculo que permitía la cadena, mientras la arena se iba empapando de sangre y en las galerías retumbaba el bramido de los hombres. Por fin logró desprenderse, se alejó unos pasos, vacilando, con las patas flojas y su piel de brillante obsidiana teñida de rojo, hasta que dobló las rodillas y se fue de bruces. Entonces un clamor inmenso acogió la victoria del oso. Entraron dos jinetes al ruedo, dieron un tiro de fusil entre los ojos al vencido, lo lacearon por las patas traseras y se lo llevaron a la rastra. Eliza se abrió paso hacia la salida, asqueada. Había perdido sus últimos cuarenta dólares.
En los meses del verano y el otoño de 1849, Eliza cabalgó a lo largo de la Veta Madre de sur a norte, desde Mariposa hasta Downieville y luego de vuelta, siguiendo la pista cada vez más confusa de Joaquín Andieta por cerros abruptos, desde los lechos de los ríos hasta los faldeos de la Sierra Nevada. Al preguntar por él al principio, pocos recordaban a una persona con ese nombre o descripción, pero hacia finales del año su figura fue adquiriendo contornos reales y eso le daba fuerza a la joven para continuar su búsqueda. Había echado a correr el rumor de que su hermano Elías andaba tras él y en varias ocasiones durante esos meses el eco le devolvió su propia voz. Más de una vez, al inquirir por Joaquín, la identificaron como su hermano aun antes que alcanzara a presentarse. En esa región salvaje el correo llegaba de San Francisco con meses de atraso y los periódicos tardaban semanas, pero nunca fallaba la noticia de boca en boca. ¿Cómo Joaquín no había oído que lo buscaban? Al no tener hermanos, debía preguntarse quién era el tal Elías y si poseía una pizca de intuición podía asociar ese nombre con el suyo, pensaba; pero si no lo sospechaba, al menos sentiría curiosidad por averiguar quién se hacía pasar por su pariente. Por las noches apenas lograba dormir, embrollada en conjeturas y con la duda pertinaz de que el silencio de su amante sólo podía explicarse con su muerte o porque no deseaba ser encontrado. ¿Y si en verdad estaba escapando de ella, como había insinuado Tao Chi'en? Pasaba el día a caballo y dormía tirada por el suelo en cualquier parte, con su manta de Castilla por abrigo y sus botas por almohada, sin quitarse la ropa. La suciedad y el sudor habían dejado de molestarla, comía cuando podía, sus únicas precauciones eran hervir el agua para beber y no mirar a los gringos a los ojos.
Para entonces había más de cien mil argonautas y seguían llegando más, desparramados a lo largo de la Veta Madre, dando vuelta el mundo al revés, moviendo montañas, desviando ríos, destrozando bosques, pulverizando rocas, trasladando toneladas de arena y cavando hoyos descomunales. En los puntos donde había oro, el territorio idílico, que había permanecido inmutable desde el comienzo de los tiempos, estaba convertido en una pesadilla lunar. Eliza vivía extenuada, pero había recuperado las fuerzas y perdido el miedo. Volvió a menstruar cuando menos le convenía, porque resultaba difícil disimularlo en compañía de hombres, pero lo agradeció como un signo de que su cuerpo había por fin sanado. «Tus agujas de acupuntura me sirvieron bien, Tao. Espero tener hijos en el futuro» escribió a su amigo, segura que él entendería sin más explicaciones. Nunca se separaba de sus armas, aunque no sabía usarlas y esperaba no encontrarse ante la necesidad de hacerlo. Sólo una vez las disparó al aire para ahuyentar a unos muchachos indios que se acercaron demasiado y le parecieron amenazantes, pero si se hubiera batido con ellos habría salido muy mal parada, pues era incapaz de dar a un burro a cinco pasos de distancia. No había afinado la puntería, pero sí su talento para volverse invisible. Podía entrar a los pueblos sin llamar la atención, mezclándose con los grupos de latinos, donde un muchacho con su aspecto pasaba desapercibido. Aprendió a imitar el acento peruano y el mexicano a la perfección, así se confundía con uno de ellos cuando buscaba hospitalidad. También cambió su inglés británico por el americano y adoptó ciertas palabrotas indispensables para ser aceptada entre los gringos. Se dio cuenta que si hablaba como ellos la respetaban; lo importante era no dar explicaciones, decir lo menos posible, nada pedir, trabajar por su comida, enfrentar las provocaciones y aferrarse a una pequeña Biblia que había comprado en Sonora. Hasta los más rudos sentían una reverencia supersticiosa por ese libro. Se extrañaban ante ese muchacho imberbe con voz de mujer que leía las Sagradas Escrituras por las tardes, pero no se burlaban abiertamente, por el contrario, algunos se convertían en sus protectores, prontos a batirse a golpes con cualquiera que lo hiciera. En esos hombres solitarios y brutales, que habían salido en busca de fortuna como los héroes míticos de la antigua Grecia, sólo para verse reducidos a lo elemental, a menudo enfermos, entregados a la violencia y el alcohol, había un anhelo inconfesado de ternura y de orden. Las canciones románticas les humedecían los ojos, estaban dispuestos a pagar cualquier precio por un trozo de tarta de manzana que les ofrecía un instante de consuelo contra la nostalgia de sus hogares; daban largos rodeos para acercarse a una vivienda donde hubiera un niño y se quedaban contemplándolo en silencio, como si fuera un prodigio.
«No temas, Tao, no viajo sola, sería una locura», escribía Eliza a su amigo. «Hay que andar en grupos grandes, bien armados y alertas, porque en los últimos meses se han multiplicado las bandas de forajidos. Los indios son más bien pacíficos, aunque tienen un aspecto aterrador, pero a la vista de un jinete desvalido pueden quitarle sus más codiciadas posesiones: caballos, armas y botas. Me junto con otros viajeros: comerciantes que van de un pueblo a otro con sus productos, mineros en busca de nuevas vetas, familias de granjeros, cazadores, empresarios y agentes de propiedades que empiezan a invadir California, jugadores, pistoleros, abogados y otros canallas, que por lo general son los compañeros de viaje más entretenidos y generosos. También andan predicadores por estos caminos, son siempre jóvenes y parecen locos iluminados. Imagínate cuánta fe se requiere para viajar tres mil millas a través de praderas vírgenes con el fin de combatir vicios ajenos. Salen de sus pueblos pletóricos de fuerza y pasión, decididos a traer la palabra de Cristo a estos andurriales, sin preocuparse por los obstáculos y desdichas del camino porque Dios marcha a su lado. Llaman a los mineros los adoradores del becerro de oro. Tienes que leer la Biblia, Tao, o nunca vas a entender a los cristianos. A esos pastores no los derrotan las vicisitudes materiales, pero muchos sucumben con el alma rota, impotentes ante la fuerza avasalladora de la codicia. Es reconfortante verlos cuando recién llegan, todavía inocentes, y es triste toparse con ellos cuando están desamparados por Dios, viajando penosamente de un campamento a otro, con un sol tremendo sobre sus cabezas y sedientos, predicando en plazas y tabernas ante una concurrencia indiferente, que los oye sin quitarse el sombrero y cinco minutos más tarde está embriagándose con mujerzuelas. Conocí a un grupo de artistas itinerantes, Tao, eran unos pobres diablos que se detenían en los pueblos para deleitar a la gente con pantomimas, canciones picarescas y comedias burdas. Anduve con ellos varias semanas y me incorporaron al espectáculo. Si conseguíamos un piano, yo tocaba, pero si no era la dama joven de la compañía y todo el mundo se maravillaba de lo bien que hacía el papel de mujer. Tuve que dejarlos porque la confusión me estaba enloqueciendo, ya no sabía si soy mujer vestida de hombre, hombre vestido de mujer o una aberración de la naturaleza».
Hizo amistad con el cartero y cuando era posible cabalgaba con él, porque viajaba rápido y tenía contactos; si alguien podía encontrar a Joaquín Andieta sería él, pensaba. El hombre acarreaba el correo a los mineros y regresaba con las bolsas de oro para guardar en los bancos. Era uno de los muchos visionarios enriquecidos con la fiebre del oro sin haber tenido jamás una pala o una picota en las manos. Cobraba dos dólares y medio por llevar una carta a San Francisco y, aprovechando la ansiedad de los mineros por recibir noticias de sus casas, pedía una onza de oro por entregar las cartas que les llegaban. Ganaba una fortuna con ese negocio, le sobraban clientes y ninguno reclamaba por los precios, puesto que no había alternativa, no podían abandonar la mina para ir a buscar correspondencia o depositar sus ganancias a cien millas de distancia. Eliza también buscaba la compañía de Charley, un hombrecito lleno de historias, que competía con los arrieros mexicanos transportando mercadería en mulas. Aunque no temía ni al Diablo, siempre agradecía ser escoltado, porque necesitaba oídos para sus cuentos. Mientras más lo observaba, más segura estaba Eliza de que se trataba de una mujer vestida de hombre, como ella. Charley tenía la piel curtida por el sol, mascaba tabaco, juraba como un bandolero y no se separaba de sus pistolas ni de sus guantes, pero una vez alcanzó a verle las manos y eran pequeñas y blancas, como las de una doncella.
Se enamoró de la libertad. Había vivido entre cuatro paredes en casa de los Sommers, en un ambiente inmutable, donde el tiempo rodaba en círculos y la línea del horizonte apenas se vislumbraba a través de atormentadas ventanas; creció en la armadura impenetrable de las buenas maneras y las convenciones, entrenada desde siempre para complacer y servir, limitada por el corsé, las rutinas, las normas sociales y el temor. El miedo había sido su compañero: miedo a Dios y su impredecible justicia, a la autoridad, a sus padres adoptivos, a la enfermedad y la maledicencia, a lo desconocido y lo diferente, a salir de la protección de la casa y enfrentar los peligros de la calle; miedo de su propia fragilidad femenina, la deshonra y la verdad. La suya había sido una realidad almibarada, hecha de omisiones, silencios corteses, secretos bien guardados, orden y disciplina. Su aspiración había sido la virtud, pero ahora dudaba del significado de esa palabra. Al entregarse a Joaquín Andieta en el cuarto de los armarios había cometido una falta irreparable a los ojos del mundo, pero ante los suyos el amor todo lo justificaba. No sabía qué había perdido o ganado con esa pasión. Salió de Chile con el propósito de encontrar a su amante y convertirse en su esclava para siempre, creyendo que así apagaría la sed de sumisión y el anhelo recóndito de posesión, pero ya no se sentía capaz de renunciar a esas alas nuevas que comenzaban a crecerle en los hombros. Nada lamentaba de lo compartido con su amante ni se avergonzaba por esa hoguera que la trastornó, por el contrario, sentía que la hizo fuerte de golpe y porrazo, le dio arrogancia para tomar decisiones y pagar por ellas las consecuencias. No debía explicaciones a nadie, si cometió errores fue de sobra castigada con la pérdida de su familia, el tormento sepultada en la cala del barco, el hijo muerto y la incertidumbre absoluta del futuro. Cuando quedó encinta y se vio atrapada, escribió en su diario que había perdido el derecho a la felicidad, sin embargo en esos últimos meses cabalgando por el dorado paisaje de California, sintió que volaba como un cóndor. Despertó una mañana con el relincho de su caballo y la luz del amanecer en la cara, se vio rodeada de altivas secoyas, que como guardias centenarios habían velado su sueño, de suaves cerros y a la distancia altas cumbres moradas; entonces la invadió una dicha atávica jamás antes experimentada. Se dio cuenta que ya no tenía esa sensación de pánico siempre agazapada en la boca del estómago, como una rata lista para morderla. Los temores se habían diluido en la abrumadora grandiosidad de ese territorio. A medida que enfrentaba los riesgos, iba adquiriendo arrojo: le había perdido el miedo al miedo. «Estoy encontrando nuevas fuerzas en mí, que tal vez siempre tuve, pero no conocía porque hasta ahora no había necesitado ejercerlas. No sé en qué vuelta del camino se me perdió la persona que yo antes era, Tao. Ahora soy uno más de los incontables aventureros dispersos por las orillas de estos ríos translúcidos y los faldeos de estos montes eternos. Son hombres orgullosos, con sólo el cielo por encima de sus sombreros, que no se inclinan ante nadie porque están inventando la igualdad. Y yo quiero ser uno de ellos. Algunos caminan victoriosos con una bolsa de oro a la espalda y otros derrotados sólo cargan con desilusiones y deudas, pero todos se sienten dueños de sus destinos, de la tierra que pisan, del futuro, de su propia irrevocable dignidad. Después de conocerlos no puedo volver a ser una señorita como Miss Rose pretendía. Al fin entiendo a Joaquín, cuando robaba horas preciosas de nuestro amor para hablarme de libertad. De modo que era esto… Era esta euforia, esta luz, esta dicha tan intensa como la de los escasos momentos de amor compartido que puedo recordar. Te echo de menos, Tao. No hay con quien hablar de lo que veo, de lo que siento. No tengo un amigo en estas soledades y en mi papel de hombre me cuido mucho de lo que digo. Ando con el ceño fruncido, para que me crean bien macho. Es un fastidio ser hombre, pero ser mujer es un fastidio peor».
Vagando de un lado a otro llegó a conocer el abrupto terreno como si hubiera nacido allí, podía ubicarse y calcular las distancias, distinguía las serpientes venenosas de las inocuas y los grupos hostiles de los amistosos, adivinaba el clima por la forma de las nubes y la hora por el ángulo de su sombra, sabía qué hacer si se le atravesaba un oso y cómo aproximarse a una cabaña aislada para no ser recibida a tiros. A veces se encontraba con jóvenes recién llegados arrastrando complicadas máquinas de minería cerro arriba, que por último quedaban abandonadas por inservibles, o se cruzaba con grupos de hombres afiebrados que bajaban de las sierras después de meses de trabajo inútil. No podía olvidar aquel cadáver picoteado por los pájaros colgando de un roble con un letrero de advertencia… En su peregrinaje vio americanos, europeos, kanakas, mexicanos, chilenos, peruanos, también largas filas de chinos silenciosos al mando de un capataz, que siendo de su misma raza, los trataba como siervos y les pagaba en migajas. Llevaban un atado a la espalda y botas en la mano, porque siempre habían usado zapatillas y no soportaban el peso en los pies. Era gente ahorrativa, vivían con nada y gastaban lo menos posible, compraban las botas grandes porque las suponían más valiosas y se pasmaban al comprobar que el precio era el mismo de las más pequeñas. A Eliza se le afinó el instinto para eludir el peligro. Aprendió a vivir al día sin hacer planes, como le había aconsejado Tao Chi'en. Pensaba en él a menudo y le escribía seguido, pero sólo podía enviarle las cartas cuando llegaba a un pueblo con servicio de correo a Sacramento. Era como lanzar mensajes en botellas al mar, porque no sabía si él continuaba viviendo en esa ciudad y la única dirección segura que poseía era del restaurante chino. Si hasta allí sus cartas llegaban, sin duda se las darían.
Le contaba del paisaje magnífico, del calor y la sed, de los cerros de curvas voluptuosas, los gruesos robles y esbeltos pinos, los ríos helados de aguas tan límpidas que se podía ver el oro brillando en sus lechos, los gansos salvajes graznando en el cielo, los venados y los grandes osos, de la vida ruda de los mineros y el espejismo de la fortuna fácil. Le decía lo que ambos ya sabían: que no valía la pena gastar la vida persiguiendo un polvo amarillo. Y adivinaba la respuesta de Tao: que tampoco tenía sentido gastarla persiguiendo un amor ilusorio, pero ella continuaba su marcha porque no podía detenerse. Joaquín Andieta empezaba a esfumarse, su buena memoria no alcanzaba a precisar con claridad los rasgos del amante, debía releer las cartas de amor para estar cierta de que en verdad él había existido, se habían amado y las noches en el cuarto de los armarios no eran un infundio de su imaginación. Así renovaba el tormento dulce del amor solitario. A Tao Chi'en describía la gente que iba conociendo por el camino, las masas de inmigrantes mexicanos instalados en Sonora, único pueblo donde correteaban niños por las calles, las humildes mujeres que solían acogerla en sus casas de adobe sin sospechar que era una de ellas, los miles de jóvenes americanos que acudían a los placeres ese otoño, después de haber cruzado por tierra el continente desde las costas del Atlántico hasta las del Pacífico. Calculaban en cuarenta mil los recién llegados, cada uno de ellos dispuesto a enriquecerse en un pestañear y volver triunfante a su pueblo. Se llamaban «los del 49», nombre que se hizo popular y fue adoptado también por quienes llegaron antes o después. Al este quedaron pueblos enteros sin hombres, habitados sólo por mujeres, niños y presos.
«Veo muy pocas mujeres en las minas, pero hay unas cuantas con agallas suficientes para acompañar a sus maridos en esta vida de perros. Los niños se mueren de epidemias o accidentes, ellas los entierran, los lloran y siguen trabajando de sol a sol para impedir que la barbarie arrase con todo vestigio de decencia. Se arremangan las faldas y se meten al agua para buscar oro, pero algunas descubren que lavar ropa ajena u hornear galletas y venderlas es más productivo, así ganan más en una semana que sus compañeros partiéndose las espaldas en los placeres durante un mes. Un hombre solitario paga contento diez veces su valor por un pan amasado por manos femeninas, si yo trato de vender lo mismo vestida de Elías Andieta, me darán apenas unos centavos, Tao. Los hombres son capaces de caminar muchas millas para ver a una mujer de cerca. Una muchacha instalada tomando sol frente a una taberna en pocos minutos tendrá sobre sus rodillas una colección de bolsitas de oro, regalo de los hombres embobados ante la evocadora visión de unas faldas. Y los precios siguen subiendo, los mineros cada vez más pobres y los comerciantes cada vez más ricos. En un momento de desesperación pagué un dólar por un huevo y me lo comí crudo con un chorro de brandy, sal y pimienta, como me enseñó Mama Fresia: remedio infalible para la desolación. Conocí a un muchacho de Georgia, un pobre lunático, pero me dicen que no siempre fue así. A comienzos del año dio con una veta de oro y raspó de las rocas nueve mil dólares con una cuchara, pero los perdió en una tarde jugando al monte. Ay, Tao, no te imaginas las ganas que tengo de bañarme, preparar té y sentarme contigo a conversar. Me gustaría ponerme un vestido limpio y los pendientes que me regaló Miss Rose, para que alguna vez me veas bonita y no creas que soy un marimacho. Estoy anotando en mi diario lo que me sucede, así podré contarte los detalles cuando nos encontremos, porque de eso al menos estoy segura, volveremos a estar juntos un día. Pienso en Miss Rose y en cuán enojada estará conmigo, pero no puedo escribirle antes de encontrar a Joaquín, porque hasta ese momento nadie debe saber dónde estoy. Si Miss Rose sospechara las cosas que he visto y he oído, se moriría. Esta es la tierra del pecado, diría Mr. Sommers, aquí no hay moral ni leyes, imperan los vicios del juego, el licor y los burdeles, pero para mí este país es una hoja en blanco, aquí puedo escribir mi nueva vida, convertirme en quien desee, nadie me conoce salvo tú, nadie sabe mi pasado, puedo volver a nacer. Aquí no hay señores ni sirvientes, sólo gente de trabajo. He visto antiguos esclavos que han juntado suficiente oro para financiar periódicos, escuelas e iglesias para los de su raza, combaten la esclavitud desde California. Conocí uno que compró la libertad de su madre; la pobre mujer llegó enferma y envejecida, pero ahora gana lo que quiere vendiendo comida, adquirió un rancho y va a la iglesia los domingos vestida de seda en coche con cuatro caballos. ¿Sabes que muchos marineros negros han desertado de los barcos, no sólo por el oro, sino porque aquí encuentran una forma única de libertad? Me acuerdo de las esclavas chinas que me mostraste en San Francisco asomadas tras unos barrotes, no puedo olvidarlas, me penan como ánimas. Por estos lados la vida de las prostitutas también es brutal, algunas se suicidan. Los hombres esperan horas para saludar con respeto a la nueva maestra, pero tratan mal a las muchachas de los saloons. ¿Sabes cómo las llaman? Palomas mancilladas. Y también los indios se suicidan, Tao. Los echan de todas partes, andan hambrientos y desesperados. Nadie los emplea, luego los acusan de vagabundos y los encadenan en trabajos forzados. Los alcaldes pagan cinco dólares por indio muerto, los matan por deporte y a veces les arrancan el cuero cabelludo. No faltan gringos que coleccionan esos trofeos y los exhiben colgados de sus monturas. Te gustará saber que hay chinos que se han ido a vivir con los indios. Parten lejos, a los bosques del norte, donde todavía hay caza. Quedan muy pocos búfalos en las praderas, dicen».
Eliza salió de la pelea del oso sin dinero y con hambre, no había comido desde el día anterior y decidió que nunca más apostaría sus ahorros con el estómago vacío. Cuando ya no tuvo nada que vender, pasó un par de días sin saber cómo sobrevivir, hasta que salió en busca de trabajo y descubrió que ganarse la vida era más fácil de lo sospechado, en todo caso preferible a la tarea de conseguir a otro que pagara las cuentas. Sin un hombre que la proteja y la mantenga, una mujer está perdida, le había machacado Miss Rose, pero descubrió que no siempre era así. En su papel de Elías Andieta conseguía trabajos que también podría hacer en ropa de mujer. Emplearse de peón o de vaquero era imposible, no sabía usar una herramienta o un lazo y las fuerzas no le alcanzaban para levantar una pala o voltear a un novillo, pero había otras ocupaciones a su alcance. Ese día recurrió a la pluma, tal como tantas veces había hecho antes. La idea de escribir cartas fue un buen consejo de su amigo, el cartero. Si no podía hacerlo en una taberna, tendía su manta de Castilla al centro de una plaza, instalaba encima tintero y papel, luego pregonaba su oficio a voz en cuello. Muchos mineros escasamente podían leer de corrido o firmar sus nombres, no habían escrito una carta en sus vidas, pero todos esperaban el correo con una vehemencia conmovedora, era el único contacto con las familias lejanas. Los vapores del Pacific Mail llegaban a San Francisco cada dos semanas con los sacos de la correspondencia y tan pronto se perfilaban en el horizonte, la gente corría a ponerse en fila ante la oficina del correo. Los empleados demoraban diez o doce horas en sortear el contenido de los sacos, pero a nadie le importaba esperar el día entero. Desde allí hasta las minas la correspondencia demoraba varias semanas más. Eliza ofrecía sus servicios en inglés y español, leía las cartas y las contestaba. Si al cliente apenas se le ocurrían dos frases lacónicas expresando que aún estaba vivo y saludos para los suyos, ella lo interrogaba con paciencia y añadía un cuento más florido hasta llenar por lo menos una página. Cobraba dos dólares por carta, sin fijarse en el largo, pero si le incorporaba frases sentimentales que al hombre jamás se le habrían ocurrido, solía recibir una buena propina. Algunos le traían cartas para que se las leyera y también las decoraba un poco, así el desdichado recibía el consuelo de unas palabras de cariño. Las mujeres, cansadas de esperar al otro lado del continente, solían escribir sólo quejas, reproches o un sartal de consejos cristianos, sin acordarse que sus hombres estaban enfermos de soledad. Un lunes triste llegó un sheriff a buscarla para que escribiera las últimas palabras de un preso condenado a muerte, un joven de Wisconsin acusado esa misma mañana de robar un caballo. Imperturbable, a pesar de sus diecinueve años recién cumplidos, dictó a Eliza: «Querida Mamá, espero que se encuentre bien cuando reciba esta noticia y le diga a Bob y a James que me van a ahorcar hoy. Saludos, Theodore». Eliza trató de suavizar un poco el mensaje, para ahorrar un síncope a la desdichada madre, pero el sheriff dijo que no había tiempo para zalamerías. Minutos después varios honestos ciudadanos condujeron al reo al centro del pueblo, lo sentaron en un caballo con una cuerda al cuello, pasaron el otro extremo por la rama de un roble, luego dieron un golpe en las ancas al animal y Theodore quedó colgando sin más ceremonias. No era el primero que veía Eliza. Al menos ese castigo era rápido, pero si el acusado era de otra raza solía ser azotado antes de la ejecución y aunque ella se iba lejos, los gritos del condenado y la zalagarda de los espectadores la perseguían durante semanas.
Ese día se disponía a preguntar en la taberna si podía instalar su negocio de escribiente, cuando un alboroto llamó su atención. Justo cuando salía el público de la pelea del oso, por la única calle del pueblo entraban unos vagones tirados por mulas y precedidos por un chiquillo indio tocando un tambor. No eran vehículos comunes, las lonas estaban pintarrajeadas, de los techos colgaban flecos, pompones y lámparas chinas, las mulas iban decoradas como bestias de circo y acompañadas por una sonajera imposible de cencerros de cobre. Sentada al pescante del primer carruaje iba una mujerona de senos hiperbólicos, con ropa de hombre y una pipa de bucanero entre los dientes. El segundo vagón lo conducía un tipo enorme cubierto con unas pieles raídas de lobo, la cabeza afeitada, argollas en las orejas y armado como para ir a la guerra. Cada vagón llevaba otro a remolque, donde viajaba el resto de la comparsa, cuatro jóvenes ataviadas de ajados terciopelos y mustios brocados, tirando besos a la asombrada concurrencia. El estupor duró sólo un instante, tan pronto reconocieron los carromatos, una salva de gritos y tiros al aire animó la tarde. Hasta entonces las palomas mancilladas habían reinado sin competencia femenina, pero la situación cambió cuando en los nuevos pueblos se instalaron las primeras familias y los predicadores, que sacudían las conciencias con amenazas de condenación eterna. A falta de templos, organizaban servicios religiosos en los mismos saloons donde florecían los vicios. Se suspendía por una hora la venta de licor, se guardaban las barajas y se daban vuelta los cuadros lascivos, mientras los hombres recibían las amonestaciones del pastor por sus herejías y desenfrenos. Asomadas al balcón del segundo piso, las pindongas resistían filosóficamente el chapuzón, con el consuelo de que una hora más tarde todo volvería a su cauce normal. Mientras el negocio no decayera, poco importaba si quienes les pagaban por fornicar, luego las culparan por recibir la paga, como si el vicio no fuera de ellos, sino de quienes los tentaban. Así se establecía una clara frontera entre las mujeres decentes y las de vida airada. Cansadas de sobornar a las autoridades y soportar humillaciones, algunas partían con sus baúles a otra parte, donde tarde o temprano el ciclo se repetía. La idea de un servicio itinerante ofrecía la ventaja de eludir el asedio de las esposas y los religiosos, además se extendía el horizonte a las zonas más remotas, donde se cobraba el doble. El negocio prosperaba en buen clima, pero ya estaban a las puertas del invierno, pronto caería nieve y los caminos serían intransitables; ese era uno de los últimos viajes de la caravana.
Los vagones recorrieron la calle y se detuvieron a la salida del pueblo, seguidos por una procesión de hombres envalentonados por el alcohol y la pelea del oso. Hacia allá se dirigió también Eliza para ver de cerca la novedad. Comprendió que le faltarían clientes para su oficio epistolar, necesitaba encontrar otra forma de ganarse la cena. Aprovechando que el cielo estaba despejado, varios voluntarios se ofrecieron para desenganchar las mulas y ayudar a bajar un aporreado piano, que instalaron sobre la yerba bajo las órdenes de la madama, a quien todos conocían por el nombre primoroso de Joe Rompehuesos. En un dos por tres despejaron un pedazo de terreno, colocaron mesas y aparecieron por encantamiento botellas de ron y pilas de tarjetas postales de mujeres en cueros. También dos cajones con libros en ediciones vulgares, que fueron anunciadas como romances de alcoba con las escenas más calientes de Francia. Se vendían a diez dólares, un precio de ganga, porque con ellas podían excitarse cuantas veces quisieran y además prestarlas a los amigos, eran mucho más rentables que una mujer de verdad, explicaba la Rompehuesos y para probarlo leyó un párrafo que el público escuchó en sepulcral silencio, como si se tratara de una revelación profética. Un coro de risotadas y chistes acogió el final de la lectura y en pocos minutos no quedó un solo libro en las cajas. Entretanto había caído la noche y debieron alumbrar la fiesta con antorchas. La madama anunció el precio exorbitante de las botellas de ron, pero bailar con las chicas costaba la cuarta parte. ¿Hay alguien que sepa tocar el condenado piano? preguntó. Entonces Eliza, a quien le crujían las tripas, avanzó sin pensarlo dos veces y se sentó frente al desafinado instrumento, invocando a Miss Rose. No había tocado en diez meses y no tenía buen oído, pero el entrenamiento de años con la varilla metálica en la espalda y los palmotazos del profesor belga acudieron en su ayuda. Atacó una de las canciones pícaras que Miss Rose y su hermano, el capitán, solían cantar a dúo en los tiempos inocentes de las tertulias musicales, antes que el destino diera un coletazo y su mundo quedara vuelto al revés. Asombrada, comprobó cuán bien recibida era su torpe ejecución. En menos de dos minutos surgió un rústico violín para acompañarla, se animó el baile y los hombres se arrebataban a las cuatro mujeres para dar carreras y trotes en la improvisada pista. El ogro de las pieles quitó el sombrero a Eliza y lo puso sobre el piano con un gesto tan resuelto, que nadie se atrevió a ignorarlo y pronto fue llenándose de propinas.
Uno de los vagones se usaba para todo servicio y dormitorio de la madama y su hijo adoptivo, el niño del tambor, en otro viajaban hacinadas las demás mujeres y los dos remolques estaban convertidos en alcobas. Cada uno, forrado con pañuelos multicolores, contenía un catre de cuatro pilares y baldaquín con colgajo de mosquitero, un espejo de marco dorado, juego de lavatorio y palangana de loza, alfombras persas desteñidas y algo apolilladas, pero aún vistosas, y palmatorias con velones para alumbrarse. Esta decoración teatral animaba a los parroquianos, disimulaba el polvo de los caminos y el estropicio del uso. Mientras dos de las mujeres bailaban al son de la música, las otras conducían a toda prisa su negocio en los carromatos. La madama, con dedos de hada para los naipes, no descuidaba las mesas de juego ni su obligación de cobrar los servicios de sus palomas por adelantado, vender ron y animar la parranda, siempre con la pipa entre los dientes. Eliza tocó las canciones que sabía de memoria y cuando se le agotaba el repertorio empezaba otra vez por la primera, sin que nadie notara la repetición, hasta que se le nubló la vista de fatiga. Al verla flaquear, el coloso anunció una pausa, recogió el dinero del sombrero y se lo metió a la pianista en los bolsillos, luego la tomó de un brazo y la llevó prácticamente en vilo al primer vagón, donde le puso un vaso de ron en la mano. Ella lo rechazó con un gesto desmayado, beberlo en ayunas equivalía a un garrotazo en plena nuca; entonces él escarbó en el desorden de cajas y tiestos y produjo un pan y unos trozos de cebolla, que ella atacó temblando de anticipación. Cuando los hubo devorado levantó la vista y se encontró ante el tipo de las pieles observándola desde su tremenda altura. Lo iluminaba una sonrisa inocente con los dientes más blancos y parejos de este mundo.
—Tienes cara de mujer —le dijo y ella dio un respingo.
—Me llamo Elías Andieta —replicó, llevándose la mano a la pistola, como si estuviera dispuesta a defender su nombre de macho a tiros.
—Yo soy Babalú, el Malo.
—¿Hay un Babalú bueno?
—Había.
—¿Qué le pasó?
—Se encontró conmigo. ¿De dónde eres, niño?
—De Chile. Ando buscando a mi hermano. ¿No ha oído mentar a Joaquín Andieta?
—No he oído de nadie. Pero si tu hermano tiene los cojones bien puestos, tarde o temprano vendrá a visitarnos. Todo el mundo conoce a las chicas de Joe Rompehuesos.