El viaje

ENCOGIDA en su madriguera de la bodega, Eliza comenzó a morir. A la oscuridad y la sensación de estar emparedada en vida se sumaba el olor, una mezcolanza del contenido de los bultos y cajas, pescado salado en barriles y la rémora de mar incrustada en las viejas maderas del barco. Su buen olfato, tan útil para transitar por el mundo a ojos cerrados, se había convertido en un instrumento de tortura. Su única compañía era un extraño gato de tres colores, sepultado como ella en la bodega para protegerla de los ratones. Tao Chi'en le aseguró que se acostumbraría al olor y al encierro, porque a casi todo se habitúa el cuerpo en tiempos de necesidad, agregó que el viaje sería largo y no podría asomarse al aire libre nunca, así es que más le valía no pensar para no volverse loca. Tendría agua y comida, le prometió, de eso se encargaría él cuando pudiera bajar a la bodega sin levantar sospechas. El bergantín era pequeño, pero iba atestado de gente y sería fácil escabullirse con diversos pretextos.

—Gracias. Cuando lleguemos a California le daré el broche de turquesas…

—Guárdelo, ya me pagó. Lo necesitará. ¿Para qué va a California?

—A casarme. Mi novio se llama Joaquín. Lo atacó la fiebre del oro y se fue. Dijo que volvería, pero yo no puedo esperarlo.

Apenas la nave abandonó la bahía de Valparaíso y salió a alta mar, Eliza comenzó a delirar. Durante horas estuvo echada en la oscuridad como un animal en su propia porquería, tan enferma que no recordaba dónde se encontraba ni por qué, hasta que por fin se abrió la puerta de la bodega y Tao Chi'en apareció alumbrado por un cabo de vela, trayéndole un plato de comida. Le bastó verla para darse cuenta que la muchacha nada podía echarse a la boca. Dio la cena al gato, partió a buscar un balde con agua y regresó a limpiarla. Empezó por darle a beber una fuerte infusión de jengibre y aplicarle una docena de sus agujas de oro, hasta que se le calmó el estómago. Poca cuenta se dio Eliza cuando él la desnudó por completo, la lavó delicadamente con agua de mar, la enjuagó con una taza de agua dulce y le dio un masaje de pies a cabeza con el mismo bálsamo recomendado para temblores de malaria. Momentos después ella dormía, envuelta en su manta de Castilla con el gato a los pies, mientras Tao Chi'en en la cubierta enjuagaba su ropa en el mar, procurando no llamar la atención, aunque a esa hora los marineros descansaban. Los pasajeros recién embarcados iban tan mareados como Eliza, ante la indiferencia de los que llevaban tres meses viajando desde Europa y ya habían pasado por esa prueba.

En los días siguientes, mientras los nuevos pasajeros del Emilia se acostumbraban al vapuleo de las olas y establecían las rutinas necesarias para el resto de la travesía, en el fondo de la cala Eliza estaba cada vez más enferma. Tao Chi'en bajaba cuantas veces podía para darle agua y tratar de calmar las náuseas, extrañado de que en vez de disminuir, el malestar fuera en aumento. Intentó aliviarla con los recursos conocidos para esos casos y otros que improvisó a la desesperada, pero Eliza poco lograba mantener en el estómago y se estaba deshidratando. Le preparaba agua con sal y azúcar y se la daba a cucharaditas con infinita paciencia, pero pasaron dos semanas sin mejoría aparente y llegó un momento en que la joven tenía la piel suelta como un pergamino y ya no pudo levantarse para hacer los ejercicios que Tao le imponía. «Si no te mueves se entumece el cuerpo y se ofuscan las ideas», le repetía. El bergantín tocó brevemente los puertos de Coquimbo, Caldera, Antofagasta, Iquique y Arica y en cada oportunidad trató de convencerla que desembarcara y buscara la forma de volver a su casa, porque la veía debilitarse por momentos y estaba asustado.

Habían dejado atrás el puerto del Callao, cuando la situación de Eliza dio un vuelco fatal. Tao Chi'en había conseguido en el mercado una provisión de hojas de coca, cuya reputación medicinal conocía bien, y tres gallinas vivas que pensaba mantener escondidas para sacrificarlas de a una, pues la enferma necesitaba algo más suculento que las magras raciones del barco. Cocinó la primera en un caldo saturado de jengibre fresco y bajó decidido a darle la sopa a Eliza aunque fuera a viva fuerza. Encendió un farol de sebo de ballena, se abrió paso entre los bultos y se acercó al cuchitril de la muchacha, que estaba con los ojos cerrados y pareció no percibir su presencia. Bajo su cuerpo se extendía una gran mancha de sangre. El zhong yi lanzó una exclamación y se inclinó sobre ella, sospechando que la desdichada se las había arreglado para suicidarse. No podía culparla, en semejantes condiciones él hubiera hecho lo mismo, pensó. Le levantó la camisa, pero no había ninguna herida visible y al tocarla comprendió que aún estaba viva. La sacudió hasta que abrió los ojos.

—Estoy encinta —admitió ella por fin con un hilo de voz.

Tao Chi'en se agarró la cabeza a dos manos, perdido en una letanía de lamentos en el dialecto de su aldea natal, al cual no había recurrido en quince años: de haberlo sabido jamás la hubiera ayudado, cómo se le ocurría partir a California embarazada, estaba demente, lo que faltaba, un aborto, si se moría él estaba perdido, tamaño lío en que lo había metido, por tonto le pasa, cómo no adivinó la causa de su apuro por escapar de Chile. Agregó juramentos y maldiciones en inglés, pero ella había vuelto a desmayarse y se encontraba lejos de cualquier reproche. La sostuvo en sus brazos meciéndola como a un niño, mientras la rabia se le iba convirtiendo en una incontenible compasión. Por un instante se le ocurrió la idea de acudir al capitán Katz y confesarle todo el asunto, pero no podía predecir su reacción. Ese holandés luterano, que trataba a las mujeres de a bordo como si fueran apestadas, seguramente se pondría furioso al enterarse de que llevaba otra escondida y para colmo encinta y moribunda. ¿Y qué castigo reservaría para él? No, no podía decírselo a nadie. La única alternativa sería esperar que Eliza se despachara, si tal era su karma, y luego echar el cuerpo al mar junto con las bolsas de basura de la cocina. Lo más que podría hacer por ella, si la veía sufriendo demasiado, sería ayudarla a morir con dignidad.

Iba camino a la salida, cuando percibió en la piel una presencia extraña. Asustado, levantó el farol y vio con perfecta claridad en el círculo de trémula luz a su adorada Lin observándolo a poca distancia con esa expresión burlona en su rostro translúcido que constituía su mayor encanto. Llevaba su vestido de seda verde bordado con hilos dorados, el mismo que usaba para las grandes ocasiones, el cabello recogido en un sencillo moño sujeto con palillos de marfil y dos peonias frescas sobre las orejas. Así la había visto por última vez, cuando las mujeres del vecindario la vistieron antes de la ceremonia fúnebre. Tan real fue la aparición de su esposa en la bodega, que sintió pánico: los espíritus, por buenos que hubieran sido en vida, solían portarse cruelmente con los mortales. Trató de escapar hacia la puerta, pero ella le bloqueó el paso. Tao Chi'en cayó de rodillas, temblando, sin soltar el farol, su único asidero con la realidad. Intentó una oración para exorcizar a los diablos, en caso que hubieran tomado la forma de Lin para confundirlo, pero no pudo recordar las palabras y sólo un largo quejido de amor por ella y nostalgia por el pasado salió de sus labios. Entonces Lin se inclinó sobre él con su inolvidable suavidad, tan cerca que de haberse atrevido él hubiera podido besarla, y susurró que no había venido de tan lejos para meterle miedo, sino para recordarle los deberes de un médico honorable. También ella había estado a punto de irse en sangre como esa muchacha después de dar a luz a su hija y en esa ocasión él había sido capaz de salvarla. ¿Por qué no hacía lo mismo por aquella joven? ¿Qué le pasaba a su amado Tao? ¿Había perdido acaso su buen corazón y estaba convertido en una cucaracha? Una muerte prematura no era el karma de Eliza, le aseguró. Si una mujer está dispuesta a atravesar el mundo sepultada en un agujero de pesadilla para encontrar a su hombre, es porque tiene mucho qi.

—Debes ayudarla, Tao, si se muere sin ver a su amado nunca tendrá paz y su fantasma te perseguirá para siempre —le advirtió Lin, antes de esfumarse.

—¡Espera! —suplicó el hombre extendiendo una mano para sujetarla, pero sus dedos se cerraron en el vacío.

Tao Chi'en quedó postrado en el suelo por largo rato, procurando recuperar el entendimiento, hasta que su corazón demente dejó de galopar y el tenue aroma de Lin se hubo disipado en la bodega. No te vayas, no te vayas, repitió mil veces, vencido de amor. Por fin pudo ponerse de pie, abrir la puerta y salir al aire libre.

Era una noche tibia. El océano Pacífico refulgía como plata con los reflejos de la luna y una brisa leve hinchaba las viejas velas del Emilia. Muchos pasajeros ya se habían retirado o jugaban naipes en las cabinas, otros habían colgado sus hamacas para pasar la noche entre el desorden de máquinas, aperos de caballos y cajones que llenaban las cubiertas, y algunos se entretenían en la popa contemplando a los delfines juguetones en la estela de espuma de la nave. Tao Chi'en levantó los ojos hacia la inmensa bóveda del cielo, agradecido. Por primera vez desde su muerte, Lin lo visitaba sin timidez. Antes de iniciar su vida de marinero la había percibido cerca en varias ocasiones, sobre todo cuando se sumía en profunda meditación, pero entonces era fácil confundir la tenue presencia de su espíritu con su añoranza de viudo. Lin solía pasar por su lado rozándolo con sus dedos finos, pero él se quedaba con la duda de si sería ella realmente o sólo una creación de su alma atormentada. Momentos antes en la bodega, sin embargo, no tuvo dudas: el rostro de Lin se le había aparecido tan radiante y preciso como esa luna sobre el mar. Se sintió acompañado y contento, como en las noches remotas en que ella dormía acurrucada en sus brazos después de hacer el amor.

Tao Chi'en se dirigió al dormitorio de la tripulación, donde disponía de una angosta litera de madera, lejos de la única ventilación que se colaba por la puerta. Era imposible dormir en el aire enrarecido y la pestilencia de los hombres, pero no había tenido que hacerlo desde la salida de Valparaíso, porque el verano permitía echarse por el suelo en cubierta. Buscó su baúl, clavado al piso para protegerlo del vapuleo de las olas, se quitó la llave del cuello, abrió el candado y sacó su maletín y un frasco de láudano. Luego sustrajo sigilosamente una doble ración de agua dulce y buscó unos trapos de la cocina, que le servirían a falta de algo mejor.

Se encaminaba de vuelta a la bodega cuando lo atajó una mano sobre su brazo. Se volvió sorprendido y vio a una de las chilenas quien, desafiando la orden perentoria del capitán de recluirse después de la puesta del sol, había salido a seducir clientes. La reconoció al punto. De todas las mujeres a bordo, Azucena Placeres era la más simpática y la más atrevida. En los primeros días fue la única dispuesta a ayudar a los pasajeros mareados y también cuidó con esmero a un joven marinero que se cayó del mástil y se partió un brazo. Se ganó así el respeto incluso del severo capitán Katz, quien a partir de entonces hizo la vista gorda ante su indisciplina. Azucena prestaba gratis sus servicios de enfermera, pero quien se atreviera a poner una mano encima de sus firmes carnes debía pagar en dinero contante y sonante, porque no había que confundir el buen corazón con la estupidez, como decía. Este es mi único capital y si no lo cuido estoy jodida, explicaba, dándose alegres palmadas en las nalgas. Azucena Placeres se dirigió a él con cuatro palabras comprensibles en cualquier lengua: chocolate, café, tabaco, brandy. Como siempre hacía al cruzarse con él, le explicó con gestos atrevidos su deseo de canjear cualquiera de aquellos lujos por sus favores, pero el zhong yi se desprendió de ella con un empujón y siguió su camino.

Buena parte de la noche estuvo Tao Chi'en junto a la afiebrada Eliza. Trabajó sobre ese cuerpo exhausto con los limitados recursos de su maletín, su larga experiencia y una vacilante ternura, hasta que ella expulsó un molusco sanguinolento. Tao Chi'en lo examinó a la luz del farol y pudo determinar sin lugar a dudas que se trataba de un feto de varias semanas y estaba completo. Para limpiar el vientre a fondo colocó sus agujas en los brazos y piernas de la joven, provocando fuertes contracciones. Cuando estuvo seguro de los resultados suspiró aliviado: sólo quedaba pedir a Lin que interviniera para evitar una infección. Hasta esa noche Eliza representaba para él un pacto comercial y al fondo de su baúl estaba el collar de perlas para probarlo. Era sólo una muchacha desconocida por la cual creía no sentir interés personal, una fan güey de pies grandes y temperamento aguerrido a quien le habría costado mucho conseguir un marido, pues no mostraba disposición alguna para agradar o para servir a un hombre, eso se podía ver. Ahora, malograda por un aborto, no podría casarse jamás. Ni siquiera el amante, quien por lo demás ya la había abandonado una vez, la desearía por esposa, en el caso improbable de encontrarlo algún día. Admitía que para ser extranjera Eliza no era del todo fea, al menos había un leve aire oriental en sus ojos alargados y tenía el pelo largo, negro y lustroso, como la orgullosa cola de un caballo imperial. Si hubiera tenido una diabólica cabellera amarilla o roja, como tantas que había visto desde su salida de China, tal vez no se hubiera acercado a ella; pero ni su buen aspecto ni la firmeza de su carácter la ayudarían, su mala suerte estaba echada, no había esperanza para ella: terminaría de prostituta en California. Había frecuentado a muchas de esas mujeres en Cantón y en Hong Kong. Debía gran parte de sus conocimientos médicos a los años practicando sobre los cuerpos de aquellas desventuradas maltratados por golpes, enfermedades y drogas. Varias veces durante esa larga noche pensó si no sería más noble dejarla morir, a pesar de las instrucciones de Lin, y salvarla así de un destino horrible, pero le había pagado por adelantado y debía cumplir su parte del trato, se dijo. No, no era esa la única razón, concluyó, puesto que desde el comienzo había cuestionado sus propios motivos para embarcar a esa chica de polizón en el barco. El riesgo era inmenso, no estaba seguro de haber cometido tamaña imprudencia sólo por el valor de las perlas. Algo en la valiente determinación de Eliza lo había conmovido, algo en la fragilidad de su cuerpo y en el bravo amor que profesaba por su amante le recordaba a Lin…

Finalmente al amanecer Eliza dejó de sangrar. Se volaba de fiebre y tiritaba a pesar del calor insoportable de la bodega, pero tenía mejor pulso y respiraba tranquila en su sueño. Sin embargo, no estaba fuera de peligro. Tao Chi'en deseaba quedarse allí para vigilarla, pero calculó que faltaba poco para el amanecer y pronto repicaría la campana llamando a su turno para el trabajo. Se arrastró extenuado hasta la cubierta, se dejó caer de bruces sobre las tablas del piso y se durmió como una criatura, hasta que una amistosa patada de otro marinero lo despertó para recordarle sus obligaciones. Sumergió la cabeza en un balde de agua de mar para despercudirse y, aún aturdido, partió a la cocina a hervir la mazamorra de avena que constituía el desayuno a bordo. Todos la comían sin comentarios, incluso el sobrio capitán Katz, salvo los chilenos que protestaban en coro, a pesar de estar mejor apertrechados por haber sido los últimos en embarcarse. Los demás habían dado cuenta de sus provisiones de tabaco, alcohol y golosinas en los meses de navegación que soportaron antes de tocar Valparaíso. Se había corrido la voz que algunos chilenos eran aristócratas, por eso no sabían lavar sus propios calzoncillos o hervir agua para el té. Los que viajaban en la primera cámara llevaban sirvientes, a quienes pensaban utilizar en las minas de oro, porque la idea de ensuciarse las manos personalmente no se les pasaba por la mente. Otros preferían pagar a los marineros para que los atendieran, ya que las mujeres se negaron en bloque a hacerlo; podían ganar diez veces más recibiéndolos por diez minutos en la privacidad de su cabina, no había razón para pasar dos horas lavándoles la ropa. La tripulación y el resto de los pasajeros se burlaban de aquellos señoritos consentidos, pero nunca lo hacían de frente. Los chilenos tenían buenos modales, parecían tímidos y hacían alarde de gran cortesía y caballerosidad, pero bastaba la menor chispa para inflamarles la soberbia. Tao Chi'en procuraba no meterse con ellos. Esos hombres no disimulaban su desprecio por él y por dos viajeros negros embarcados en Brasil, quienes habían pagado su pasaje completo, pero eran los únicos que no disponían de camarote y no estaban autorizados a compartir la mesa con los demás. Prefería a las cinco humildes chilenas, con su sólido sentido práctico, su perenne buen humor y la vocación maternal que les afloraba en los momentos de emergencia.

Cumplió su jornada como un sonámbulo, con la mente puesta en Eliza, pero no tuvo un momento libre para verla hasta la noche. A media mañana los marineros lograron pescar un enorme tiburón, que agonizó sobre la cubierta dando terribles coletazos, pero nadie se atrevió a acercarse para ultimarlo a garrotazos. A Tao Chi'en en su calidad de cocinero, le tocó vigilar la faena de descuerarlo, cortarlo en pedazos, cocinar parte de la carne y salar el resto, mientras los marineros lavaban la sangre de la cubierta con cepillos y los pasajeros celebraban el horrendo espectáculo con las últimas botellas de champaña, anticipando el festín de la cena. Guardó el corazón para la sopa de Eliza y las aletas para secarlas, porque valían una fortuna en el mercado de los afrodisíacos. A medida que pasaban las horas ocupado con el tiburón, Tao Chi'en imaginaba a Eliza muerta en la cala del barco. Sintió una tumultuosa felicidad cuando pudo bajar y comprobó que aún estaba viva y parecía mejor. La hemorragia había cesado, el jarro de agua estaba vacío y todo indicaba que había tenido momentos de lucidez durante aquel largo día. Agradeció brevemente a Lin por su ayuda. La joven abrió los ojos con dificultad, tenía los labios secos y la cara arrebolada por la fiebre. La ayudó a incorporarse y le dio una fuerte infusión de tangkuei para reponer la sangre. Cuando estuvo seguro que la retenía en el estómago, le dio unos sorbos de leche fresca, que ella bebió con avidez. Reanimada, anunció que sentía hambre y pidió más leche. Las vacas que llevaban a bordo, poco acostumbradas a navegar, producían poco, estaban en los huesos y ya se hablaba de matarlas. A Tao Chi'en la idea de beber leche le parecía asquerosa, pero su amigo Ebanizer Hobbs lo había advertido sobre sus propiedades para reponer la sangre perdida. Si Hobbs la usaba en la dieta de heridos graves, debía tener el mismo efecto en este caso, decidió.

—¿Me voy a morir, Tao?

—No todavía —sonrió él, acariciándole la cabeza.

—¿Cuánto falta para llegar a California?

—Mucho. No pienses en eso. Ahora debes orinar.

—No, por favor —se defendió ella.

—¿Cómo que no? ¡Tienes que hacerlo!

—¿Delante de ti?

—Soy un zhong yi. No puedes tener vergüenza conmigo. Ya he visto todo lo que hay por ver en tu cuerpo.

—No puedo moverme, no podré aguantar el viaje, Tao, prefiero morirme… —sollozó Eliza apoyándose en él para sentarse en la bacinilla.

—¡Ánimo, niña! Lin dice que tienes mucho qi y no has llegado tan lejos para morirte a medio camino.

—¿Quién?

—No importa.

Esa noche Tao Chi'en comprendió que no podía cuidarla solo, necesitaba ayuda. Al día siguiente, apenas las mujeres salieron de su cabina y se instalaron en la popa, como siempre hacían para lavar ropa, trenzarse el pelo y coser las plumas y mostacillas de los vestidos de su profesión, le hizo señas a Azucena Placeres para hablarle. Durante el viaje ninguna había usado sus atuendos de meretriz, se vestían con pesadas faldas oscuras y blusas sin adornos, calzaban chancletas, se arropaban por las tardes en sus mantos, se peinaban con dos trenzas a la espalda y no usaban maquillaje. Parecían un grupo de sencillas campesinas afanadas en labores domésticas. La chilena hizo un guiño de alegre complicidad a sus compañeras y lo siguió a la cocina. Tao Chi'en le entregó un gran trozo de chocolate, robado de la reserva de la mesa del capitán, y trató de explicarle su problema, pero ella nada entendía de inglés y él empezó a perder la paciencia. Azucena Placeres olió el chocolate y una sonrisa infantil iluminó su redonda cara de india. Tomó la mano del cocinero y se la puso sobre un seno, señalándole la cabina de las mujeres, desocupada a esa hora, pero él retiró su mano, cogió la de ella y la condujo a la trampa de acceso a la bodega. Azucena, entre extrañada y curiosa, se defendió débilmente, pero él no le dio oportunidad de negarse, abrió la trampa y la empujó por la escalerilla, siempre sonriendo para tranquilizarla. Durante unos instantes permanecieron en la oscuridad, hasta que encontró el farol colgado de una viga y pudo encenderlo. Azucena se reía: al fin ese chino estrafalario había entendido los términos del trato. Nunca lo había hecho con un asiático y tenía gran curiosidad por saber si su herramienta era como la de otros hombres, pero el cocinero no hizo ademán de aprovechar la privacidad, en cambio la arrastró por un brazo abriéndose camino por aquel laberinto de bultos. Ella temió que el hombre estuviera desquiciado y empezó a dar tirones para desprenderse, pero no la soltó, obligándola a avanzar hasta que el farol alumbró el cuchitril donde yacía Eliza.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Azucena persignándose aterrada al verla.

—Dile que nos ayude —pidió Tao Chi'en a Eliza en inglés, sacudiéndola para que se reanimara.

Eliza demoró un buen cuarto de hora en traducir balbuceando las breves instrucciones de Tao Chi'en, quien había sacado el broche de turquesas del bolsito de las joyas y lo blandía ante los ojos de la temblorosa Azucena. El trato, le dijo, consistía en bajar dos veces al día a lavar a Eliza y darle de comer, sin que nadie se enterara. Si cumplía, el broche sería suyo en San Francisco, pero si decía una sola palabra a alguien, la degollaría. El hombre se había quitado el cuchillo del cinto y se lo pasaba ante la nariz, mientras en la otra mano enarbolaba el broche, de modo que el mensaje quedara bien claro.

—¿Entiendes?

—Dile a este chino desgraciado que entiendo y que guarde ese cuchillo, porque en un descuido me va a matar sin querer.

Durante un tiempo que pareció interminable, Eliza se debatió en los desvaríos de la fiebre, atendida por Tao Chi'en de noche y Azucena Placeres de día. La mujer aprovechaba la primera hora de la mañana y la de la siesta, cuando la mayoría de los pasajeros dormitaba, para escabullirse sigilosa a la cocina, donde Tao le entregaba la llave. Al principio bajaba a la bodega muerta de miedo, pero pronto su natural buena índole y el broche pudieron más que el susto. Empezó por refregar a Eliza con un trapo enjabonado hasta quitarle el sudor de la agonía, luego la obligaba a comer las papillas de leche con avena y los caldos de gallina con arroz reforzados con tangkuei que preparaba Tao Chi'en, le administraba las yerbas tal como él le ordenaba, y por propia iniciativa le daba una taza al día de infusión de borraja. Confiaba a ciegas en ese remedio para limpiar el vientre de un embarazo; borraja y una imagen de la Virgen del Carmen eran lo primero que ella y sus compañeras de aventura habían colocado en sus baúles de viaje, porque sin aquellas protecciones los caminos de California podían ser muy duros de recorrer. La enferma anduvo perdida en los espacios de la muerte hasta la mañana en que atracaron en el puerto de Guayaquil, apenas un caserío medio devorado por la exuberante vegetación ecuatorial, donde pocos barcos atracaban, salvo para negociar con frutos tropicales o café, pero el capitán Katz había prometido entregar unas cartas a una familia de misioneros holandeses. Esa correspondencia llevaba en su poder más de seis meses y no era hombre capaz de eludir un compromiso. La noche anterior, en medio de un calor de hoguera, Eliza sudó la calentura hasta la última gota, durmió soñando que trepaba descalza por la refulgente ladera de un volcán en erupción y despertó ensopada, pero lúcida y con la frente fresca. Todos los pasajeros, incluyendo las mujeres, y buena parte de la tripulación descendieron por unas horas a estirar las piernas, bañarse en el río y hartarse de fruta, pero Tao Chi'en se quedó en el barco para enseñar a Eliza a encender y fumar la pipa que él llevaba en su baúl. Tenía dudas sobre la forma de tratar a la muchacha, esa era una de las ocasiones en que hubiera dado cualquier cosa por los consejos de su sabio maestro. Comprendía la necesidad de mantenerla tranquila para ayudarla a pasar el tiempo en la prisión de la bodega, pero había perdido mucha sangre y temía que la droga le aguara la que le quedaba. Tomó la decisión vacilando, después de suplicar a Lin que vigilara de cerca el sueño de Eliza.

—Opio. Te hará dormir, así el tiempo pasará rápido.

—¡Opio! ¡Esto produce locura!

—Tú estás loca de todos modos, no tienes mucho que perder —sonrió Tao.

—Quieres matarme, ¿verdad?

—Cierto. No me resultó cuando estabas desangrándote y ahora lo haré con opio.

—Ay, Tao, me da miedo…

—Mucho opio es malo. Poco es un consuelo y te voy a dar muy poco.

La joven no supo cuánto era mucho o poco. Tao Chi'en le daba a beber sus pócimas —hueso de dragón y concha de ostra— y le racionaba el opio para darle unas pocas horas de misericordiosa duermevela, sin permitirle que se perdiera por completo en un paraíso sin retorno. Pasó las semanas siguientes volando en otras galaxias, lejos de la madriguera insalubre donde su cuerpo yacía postrado, y despertaba sólo cuando bajaban a darle de comer, lavarla y obligarla a dar unos pasos en el estrecho laberinto de la bodega. No sentía el tormento de pulgas y piojos, tampoco el olor nauseabundo que al principio no podía tolerar, porque las drogas aturdían su prodigioso olfato. Entraba y salía de sus sueños sin control alguno y tampoco podía recordarlos, pero Tao Chi'en tenía razón: el tiempo pasó rápido. Azucena Placeres no entendía por qué Eliza viajaba en esas condiciones. Ninguna de ellas había pagado su pasaje, se habían embarcado con un contrato con el capitán, quien obtendría el importe del pasaje al llegar a San Francisco.

—Si los rumores son ciertos, en un solo día puedes echarte al bolsillo quinientos dólares. Los mineros pagan en oro puro. Llevan meses sin ver mujeres, están desesperados. Habla con el capitán y págale cuando llegues —insistía en los momentos en que Eliza se incorporaba.

—No soy una de ustedes —replicaba Eliza aturdida en la dulce bruma de las drogas.

Por fin en un momento de lucidez Azucena Placeres consiguió que Eliza le confesara parte de su historia. Al punto la idea de ayudar a una fugitiva de amor se apoderó de la imaginación de la mujer y a partir de entonces cuidó a la enferma con mayor esmero. Ya no sólo cumplía con el trato de alimentarla y lavarla, también se quedaba junto a ella por el gusto de verla dormir. Si estaba despierta le contaba su propia vida y le enseñaba a rezar el rosario que, según decía, era la mejor forma de pasar las horas sin pensar y al mismo tiempo ganar el cielo sin mucho esfuerzo. Para una persona de su profesión, explicó, era un recurso inmejorable. Ahorraba rigurosamente una parte de sus ingresos para comprar indulgencias a la Iglesia, reduciendo así los días de purgatorio que debería pasar en la otra vida, aunque según sus cálculos, nunca serían suficientes para cubrir todos sus pecados. Transcurrieron semanas sin que Eliza supiera del día o la noche. Tenía la sensación vaga de contar a ratos con una presencia femenina a su lado, pero luego se dormía y despertaba confundida, sin saber si había soñado a Azucena Placeres o en verdad existía una mujercita de trenzas negras, nariz chata y pómulos altos, que parecía una versión joven de Mama Fresia.

El clima refrescó algo al dejar atrás Panamá, donde el capitán prohibió bajar a tierra por temor al contagio de fiebre amarilla, limitándose a enviar un par de marineros en un bote a buscar agua dulce, pues la poca que les quedaba se había vuelto pantano. Pasaron México y cuando el Emilia navegaba en las aguas del norte de California, entraron en la estación del invierno. El sofoco de la primera parte del viaje se transformó en frío y humedad; de las maletas surgieron gorros de piel, botas, guantes y refajos de lana. De vez en cuando el bergantín se cruzaba con otras naves y se saludaban de lejos, sin disminuir la marcha. En cada servicio religioso el capitán agradecía al cielo los vientos favorables, porque sabía de barcos desviados hasta las costas de Hawái o más allá en busca de impulso para las velas. A los delfines juguetones se sumaron grandes ballenas solemnes acompañándolos por largos trechos. Al atardecer, cuando el agua se teñía de rojo con los reflejos de la puesta del sol, los inmensos cetáceos se amaban en un fragor de espuma dorada, llamándose unos a otros con profundos bramidos submarinos. Y a veces, en el silencio de la noche, tanto se acercaban al barco, que se podía oír con nitidez el rumor pesado y misterioso de sus presencias. Las provisiones frescas habían desaparecido y las raciones secas escaseaban; salvo jugar a las cartas y pescar, no había más diversiones. Los viajeros pasaban horas discutiendo los pormenores de las sociedades formadas para la aventura, algunas con estrictos reglamentos militares y hasta con uniformes, otras más relajadas. Todas consistían básicamente en unirse para financiar el viaje y el equipo, trabajar las minas, transportar el oro y luego repartirse las ganancias con equidad. Nada sabían del terreno o las distancias. Una de las sociedades estipulaba que cada noche los miembros debían regresar al barco, donde pensaban vivir durante meses, y depositar el oro del día en una caja fuerte. El capitán Katz les explicó que el Emilia no se alquilaba como hotel, porque él pensaba regresar a Europa lo antes posible, y las minas quedaban a cientos de millas del puerto, pero lo ignoraron. Llevaban cincuenta y dos días de viaje, la monotonía del agua infinita alteraba los nervios y las peleas estallaban al menor pretexto. Cuando un pasajero chileno estuvo a punto de descargar su trabuco sobre un marinero yanqui con quien Azucena Placeres coqueteaba demasiado, el capitán Vincent Katz confiscó las armas, incluso las navajas de afeitar, con la promesa de devolverlas a la vista de San Francisco. El único autorizado para manejar cuchillos fue el cocinero, quien tenía la ingrata tarea de matar uno a uno a los animales domésticos. Una vez que la última vaca fue a parar a las ollas, Tao Chi'en improvisó una elaborada ceremonia para obtener el perdón de los animales sacrificados y limpiarse de la sangre vertida, luego desinfectó su cuchillo, pasándolo varias veces por la llama de una antorcha.

Tan pronto la nave entró en las aguas de California, Tao Chi'en suspendió paulatinamente la yerbas tranquilizantes y el opio a Eliza, se dedicó a alimentarla y la obligó a hacer ejercicios para que pudiera salir de su encierro por sus propios pies. Azucena Placeres la jabonaba con paciencia y hasta improvisó la manera de lavarle el pelo con tacitas de agua, mientras le contaba de su triste vida de meretriz y su alegre fantasía de hacerse rica en California y volver a Chile convertida en una señora, con seis baúles de vestidos de reina y un diente de oro. Tao Chi'en dudaba de qué medio se valdría para desembarcar a Eliza, pero si había podido introducirla en un saco, seguramente podría emplear el mismo método para bajarla. Y una vez en tierra, la chica ya no era su responsabilidad. La idea de desprenderse definitivamente de ella le producía una mezcla de tremendo alivio y de incomprensible ansiedad.

Faltando pocas leguas para llegar a destino el Emilia fue bordeando la costa del norte de California. Según Azucena Placeres era tan parecida a la de Chile, que seguro habían andado en círculos como las langostas y estaban otra vez en Valparaíso. Millares de lobos marinos y focas se desprendían de las rocas y caían pesadamente al agua, en medio de la agobiante algazara de gaviotas y pelícanos. No se vislumbraba un alma en los acantilados, ni rastro de algún poblado, ni sombra de los indios que, según decían, habitaban esas regiones encantadas desde hacía siglos. Por fin se aproximaron a los farallones que anunciaban la cercanía de la Puerta de Oro, la famosa Golden Gate, umbral de la bahía de San Francisco. Una espesa bruma envolvió al barco como un manto, no se veía a medio metro de distancia y el capitán ordenó detener la marcha y echar el ancla por temor a estrellarse. Estaban muy cerca y la impaciencia de los pasajeros se había convertido en alboroto. Todos hablaban al mismo tiempo, preparándose para pisar tierra firme y salir disparados rumbo a los placeres en busca del tesoro. La mayoría de las sociedades para explotar las minas se había deshecho en los últimos días, el tedio de la navegación había creado enemigos entre quienes antes fueran socios y cada hombre pensaba sólo en sí mismo, sumido en propósitos de inmensa riqueza. No faltaron quienes declararon su amor a las prostitutas, dispuestos a pedir al capitán que los casara antes de desembarcar, porque oyeron que lo más escaso en aquellas tierras bárbaras eran las mujeres. Una de las peruanas aceptó la proposición de un francés, quien llevaba tanto tiempo en el mar que ya no recordaba ni su propio nombre, pero el capitán Vincent Katz se negó a celebrar la boda al enterarse que el hombre tenía esposa y cuatro hijos en Avignon. Las otras rechazaron de plano a los pretendientes, pues habían hecho tan penoso viaje para ser libres y ricas, dijeron, no para convertirse en sirvientas sin sueldo del primer pobretón que les propusiera casamiento.

El entusiasmo de los hombres se fue apaciguando a medida que pasaban las horas inmóviles, sumergidos en la lechosa irrealidad de la neblina. Por fin al segundo día se despejó súbitamente el cielo, pudieron levantar ancla y lanzarse con velas desplegadas a la última etapa del largo viaje. Pasajeros y tripulantes salieron a cubierta para admirar la estrecha apertura del Golden Gate, seis millas de navegación impulsados por el viento de abril, bajo un cielo diáfano. A ambos lados se alzaban cerros costaneros coronados de bosques, cortados como una herida por el trabajo eterno de las olas, atrás quedaba el océano Pacífico y al frente se extendía la espléndida bahía como un lago de aguas de plata. Una salva de exclamaciones saludó el fin de la ardua travesía y el principio de la aventura del oro para esos hombres y mujeres, así como para los veinte tripulantes, quienes decidieron en ese mismo instante abandonar la nave a su suerte y lanzarse ellos también a las minas. Los únicos impasibles fueron el capitán holandés Vincent Katz, quien permaneció en su puesto junto al timón sin revelar ni la menor emoción porque el oro no lo conmovía, sólo deseaba regresar a Ámsterdam a tiempo para pasar la Navidad con su familia, y Eliza Sommers en el vientre del velero, quien no supo que habían llegado hasta muchas horas más tarde.

Lo primero que asombró a Tao Chi'en al entrar a la bahía, fue un bosque de mástiles a su derecha. Era imposible contarlos, pero calculó más de cien barcos abandonados en un desorden de batalla. Cualquier peón en tierra ganaba en un día más que un marinero en un mes de navegación; los hombres no sólo desertaban por el oro, también por la tentación de hacer dinero cargando sacos, horneando pan o forjando herraduras. Algunas embarcaciones vacías se alquilaban como bodegas o improvisados hoteles, otras se deterioraban cubiertas de algas marinas y nidos de gaviotas. Una segunda mirada reveló a Tao Chi'en la ciudad tendida como un abanico en las laderas de los cerros, un revoltijo de tiendas de campaña, cabañas de tablas y cartón y algunos edificios sencillos, pero de buena factura, los primeros en aquella naciente población. Después de botar el ancla acogieron al primer bote, que no fue de la capitanía del puerto, como supusieron, sino de un chileno presuroso por dar la bienvenida a sus compatriotas y recoger el correo. Era Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien había cambiado su resonante nombre por Felix Cross, para que los yanquis pudieran pronunciarlo. A pesar de que varios viajeros eran sus amigos personales, nadie lo reconoció, porque del petimetre con levita y bigote engominado que habían visto por última vez en Valparaíso, nada quedaba; ante ellos apareció un cavernícola hirsuto, con la piel curtida de un indio, ropa de montañés, botas rusas hasta medio muslo y dos pistolones al cinto, acompañado por un negro de aspecto igualmente salvaje, también armado como un bandolero. Era un esclavo fugitivo que al pisar California se había convertido en hombre libre, pero como no fue capaz de soportar las penurias de la minería, prefirió ganarse la vida como matón a sueldo. Cuando Feliciano se identificó fue recibido con gritos de entusiasmo y llevado prácticamente en andas hasta la primera cámara, donde los pasajeros en masa le pidieron noticias. Su único interés consistía en saber si el mineral abundaba como decían, a lo cual replicó que había mucho más y produjo de su bolsa una sustancia amarilla en forma de caca aplastada y anunció que era una pepa de medio kilo de peso y estaba dispuesto a canjearla mano a mano por todo el licor de a bordo, pero no hubo trato porque sólo quedaban tres botellas, el resto había sido consumido en el viaje. La pepa había sido hallada, dijo, por los bravos mineros traídos de Chile, que ahora laboraban para él en los márgenes del Río Americano. Una vez que brindaron con la última reserva de alcohol y el chileno recibió las cartas de su mujer, procedió a informarles sobre cómo sobrevivir en esa región.

—Hace unos meses teníamos un código de honor y hasta los peores rufianes se comportaban con decencia. Se podía dejar el oro en una carpa sin vigilancia, nadie lo tocaba, pero ahora todo ha cambiado. Impera la ley de la selva, la única ideología es la codicia. No se separen de sus armas y anden en parejas o en grupos, esto es tierra de forajidos —explicó.

Varios botes habían rodeado la nave, tripulados por hombres que proponían a gritos diversos tratos, decididos a comprar cualquier cosa, pues en tierra la vendían en cinco veces su valor. Pronto los incautos viajeros descubrirían el arte de la especulación. En la tarde apareció el capitán del puerto acompañado de un agente de aduana y atrás dos botes con varios mexicanos y un par de chinos que se ofrecieron para trasladar la carga del barco al muelle. Cobraban una fortuna, pero no había alternativa. El capitán de puerto no demostró intención alguna de revisar pasaportes o averiguar la identidad de los pasajeros.

—¿Documentos? ¡Nada de eso! Han llegado al paraíso de la libertad. Aquí no existe el papel sellado —anunció.

Las mujeres, en cambio, le interesaron vivamente. Se vanagloriaba de ser el primero en catar a todas y cada una de las que desembarcaban en San Francisco, aunque no eran tantas como desearía. Contó que las primeras en aparecer por la ciudad, hacía ya varios meses, fueron recibidas por una muchedumbre de hombres eufóricos, que hicieron cola por horas para ocupar su turno a precio de oro en polvo, en pepitas, en monedas y hasta en lingotes. Se trataba de dos valientes muchachas yanquis, quienes habían hecho el viaje desde Boston cruzando al Pacífico por el Istmo de Panamá. Remataron sus servicios al mejor postor, ganando en un día los ingresos normales de un año. Desde entonces habían llegado más de quinientas, casi todas mexicanas, chilenas y peruanas, salvo unas cuantas norteamericanas y francesas, aunque su número resultaba insignificante comparado con la creciente invasión de hombres jóvenes y solos.

Azucena Placeres no oyó las noticias del yanqui, porque Tao Chi'en la llevó a la bodega apenas se enteró de la presencia del agente de aduana. No podría bajar a la muchacha en un saco al hombro de un estibador, como había subido, porque seguramente los bultos serían revisados. Eliza se sorprendió al verlo, ambos estaban irreconocibles: él lucía blusón y pantalones recién lavados, su apretada trenza brillaba como aceitada y se había afeitado cuidadosamente hasta el último pelo de la frente y la cara, mientras Azucena Placeres había cambiado su ropa de campesina por atuendos de batalla y llevaba un vestido azul con plumas en el escote, un peinado alto coronado por un sombrero y carmín en labios y mejillas.

—Terminó el viaje y aún estás viva, niña —le anunció alegremente.

Pensaba prestar a Eliza uno de sus rumbosos vestidos y sacarla del barco como si fuera una más de su grupo, idea nada descabellada, pues seguramente ese sería su único oficio en tierra firme, como explicó.

—Vengo a casarme con mi novio —replicó Eliza por centésima vez.

—No hay novio que valga en este caso. Si para comer, hay que vender el poto, se vende. No puedes fijarte en detalles a estas alturas, niña.

Tao Chi'en las interrumpió. Si durante dos meses había siete mujeres a bordo, no podían bajar ocho, razonó. Se había fijado en el grupo de mexicanos y chinos que habían subido a bordo para descargar y que esperaba en cubierta las órdenes del capitán y del agente de aduana. Le indicó a Azucena que peinara el largo cabello de Eliza en una coleta como la suya, mientras él iba a buscar una muda de su propia ropa. Vistieron a la chica con unos pantalones, un blusón amarrado a la cintura con una cuerda y un sombrero de paja aparasolado. En esos dos meses chapoteando en los médanos del infierno, Eliza había perdido peso y se veía escuálida y pálida como papel de arroz. Con las ropas de Tao Chi'en, muy grandes para ella, parecía un niño chino desnutrido y triste. Azucena Placeres la envolvió en sus robustos brazos de lavandera y le plantó un beso emocionado en la frente. Le había tomado cariño y en el fondo se alegraba que tuviera un novio esperándola, porque no podía imaginarla sometida a las brutalidades de la vida que ella soportaba.

—Te ves como una lagartija —se rio Azucena Placeres.

—¿Y si me descubren?

—¿Qué es lo peor que puede pasar? Que Katz te obligue a pagar el pasaje. Puedes pagarlo con tus joyas, ¿no es para eso que las tienes? —opinó la mujer.

—Nadie debe saber que estás aquí. Así el capitán Sommers no te buscará en California —dijo Tao Chi'en.

—Si me encuentra, me llevará de vuelta a Chile.

—¿Para qué? De todos modos ya estás deshonrada. Los ricos no aguantan eso. Tu familia debe estar muy contenta de que hayas desaparecido, así no tendrán que echarte a la calle.

—¿Sólo eso? En China te matarían por lo que has hecho.

—Bueno, chino, no estamos en tu país. No asustes a la chiquilla. Puedes salir tranquila, Eliza. Nadie se fijará en ti. Estarán distraídos mirándome a mí —le aseguró Azucena Placeres, despidiéndose en un remolino de plumas azules, con el broche de turquesas prendido en el escote.

Así fue. Las cinco chilenas y las dos peruanas, en sus más exuberantes atuendos de conquista, fueron el espectáculo del día. Bajaron a los botes por escalas de cuerda, precedidas por siete afortunados marineros, quienes se habían rifado el privilegio de sostener sobre la cabeza las posaderas de las mujeres, en medio de un coro de rechiflas y aplausos de centenares de curiosos amontonados en el puerto para recibirlas. Nadie prestó atención a los mexicanos y a los chinos que, como una fila de hormigas, se pasaban los bultos de mano en mano. Eliza ocupó uno de los últimos botes junto a Tao Chi'en, quien anunció a sus compatriotas que el muchacho era sordomudo y un poco imbécil, así es que resultaba inútil intentar comunicarse con él.