El secreto

LA TARDE en que Eliza salió de Valparaíso escondida en la panza del Emilia, los tres hermanos Sommers cenaron en el Hotel Inglés invitados por Paulina, la esposa de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, y regresaron tarde a su casa en Cerro Alegre. No supieron de la desaparición de la muchacha hasta una semana más tarde, porque la imaginaban en la hacienda de Agustín del Valle, acompañada por Mama Fresia.

Al día siguiente John Sommers firmó su contrato como capitán del Fortuna, el flamante vapor de Paulina. Un sencillo documento con los términos del acuerdo cerró el trato. Les bastó verse una vez para sentir confianza y no disponían de tiempo para perder en minucias legales, el frenesí por llegar a California era el único interés. Chile entero andaba enredado en lo mismo, a pesar de los llamados a la prudencia publicados en los periódicos y repetidos en apocalípticas homilías en los púlpitos de las iglesias. Al capitán le tomó tan sólo unas horas tripular su vapor, porque las largas filas de postulantes afiebrados con la peste del oro daban vueltas por los muelles. Había muchos que pasaban la noche durmiendo por el suelo para no perder su puesto. Ante el estupor de otros hombres de mar, que no podía imaginar sus razones, John Sommers se negó a llevar pasajeros, de modo que su barco iba prácticamente vacío. No dio explicaciones. Tenía un plan de filibustero para evitar que sus marineros desertaran al llegar a San Francisco, pero lo mantuvo callado, porque de haberlo divulgado no habría conseguido uno solo. Tampoco notificó a la tripulación que antes de dirigirse al norte darían un insólito rodeo por el sur. Esperaba encontrarse en alta mar para hacerlo.

—Así es que usted se siente capaz de manejar mi vapor y controlar a la tripulación, ¿no es así, capitán? —le preguntó una vez más Paulina al pasarle el contrato para la firma.

—Sí señora, no tema por eso. Puedo zarpar en tres días.

—Muy bien. ¿Sabe qué hace falta en California, capitán? Productos frescos: fruta, verduras, huevos, buenos quesos, embutidos. Eso es lo que vamos a vender nosotros allá.

—¿Cómo? Llegaría todo podrido…

—Vamos a llevarlo en hielo —dijo ella imperturbable.

—¿En qué?

—Hielo. Usted irá primero al sur a buscar hielo. ¿Sabe dónde queda la laguna de San Rafael?

—Cerca de Puerto Aisén.

—Me alegra que conozca por esos lados. Me han dicho que allí hay un glaciar azul de lo más bonito. Quiero que me llene el Fortuna con pedazos de hielo. ¿Qué le parece?

—Disculpe, señora, me parece una locura.

—Exactamente. Por eso no se le ha ocurrido a nadie. Lleve toneles de sal gruesa, una buena provisión de sacos y me envuelve trozos bien grandes. ¡Ah! Me imagino que necesitará abrigar a sus hombres para que no se congelen. Y de paso, capitán, hágame el favor de no comentar esto con nadie, para que no nos roben la idea.

John Sommers se despidió de ella desconcertado. Primero creyó que la mujer estaba desquiciada, pero mientras más lo pensaba, más gusto le tomaba a esa aventura. Además, nada tenía que perder. Ella arriesgaba su ruina; él en cambio cobraba su sueldo aunque el hielo se hiciera agua por el camino. Y si aquel disparate daba resultado, de acuerdo al contrato él recibiría un bono nada despreciable. A la semana, cuando explotó la noticia de la desaparición de Eliza, él iba rumbo al glaciar con las calderas resollando y no se enteró hasta la vuelta, cuando recaló en Valparaíso para cargar los productos que Paulina había preparado para transportar en un nido de nieve prehistórica hasta California, donde su marido y su cuñado los venderían a muchas veces su valor. Si todo salía como planeaba, en tres o cuatro viajes del Fortuna ella tendría más dinero del que jamás soñó; había calculado cuánto demorarían otros empresarios en copiar su iniciativa y fastidiarla con la competencia. Y en cuanto a él, bueno también llevaba un producto que pensaba rematar al mejor postor: libros.

Cuando Eliza y su nana no regresaron a casa el día señalado, Miss Rose mandó al cochero con una nota para averiguar si la familia del Valle aún estaba en su hacienda y si Eliza se encontraba bien. Una hora más tarde apareció en su puerta la esposa de Agustín del Valle, muy alarmada. Nada sabía de Eliza, dijo. La familia no se había movido de Valparaíso porque su marido estaba postrado con un ataque de gota. No había visto a Eliza en meses. Miss Rose tuvo suficiente sangre fría para disimular: era un error suyo, se disculpó, Eliza estaba en casa de otra amiga, ella se confundió, le agradecía tanto que se hubiera molestado en venir personalmente… La señora del Valle no le creyó una palabra, como era de esperar, y antes que Miss Rose alcanzara a avisar a su hermano Jeremy en la oficina, la fuga de Eliza Sommers se había convertido en el comidillo de Valparaíso.

El resto del día se le fue a Miss Rose en llanto y a Jeremy Sommers en conjeturas. Al revisar el cuarto de Eliza encontraron la carta de despedida y la releyeron varias veces rastreando en vano alguna pista. Tampoco pudieron ubicar a Mama Fresia para interrogarla y recién entonces se dieron cuenta de que la mujer había trabajado para ellos por dieciocho años y no conocían su apellido. Nunca le habían preguntado de dónde provenía o si tenía familia. Mama Fresia, como los demás sirvientes, pertenecía al limbo impreciso de los fantasmas útiles.

—Valparaíso no es Londres, Jeremy. No pueden haber ido muy lejos. Hay que buscarlas.

—¿Te das cuenta del escándalo cuando empecemos a indagar entre las amistades?

—¡Qué más da lo que diga la gente! Lo único que importa es encontrar a Eliza pronto, antes de que se meta en líos.

—Francamente, Rose, si nos ha abandonado de esta manera, después de todo lo que hemos hecho por ella, es que ya anda en problemas.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de problemas? —preguntó Miss Rose aterrada.

—Un hombre, Rose. Es la única razón por la cual una muchacha comete una tontería de esta magnitud. Tú sabes eso mejor que nadie. ¿Con quién puede estar Eliza?

—No puedo imaginarlo.

Miss Rose podía imaginarlo perfectamente. Sabía quién era el responsable de ese tremendo descalabro: aquel tipo de aspecto fúnebre que llevó unos bultos a la casa meses atrás, el empleado de Jeremy. No sabía su nombre, pero iba a averiguarlo. No se lo dijo a su hermano, sin embargo, porque creyó que aún estaba a tiempo de rescatar a la muchacha de las trampas del amor contrariado. Recordaba con precisión de notario cada detalle de su propia experiencia con el tenor vienés, la zozobra de entonces estaba todavía a flor de piel. No lo amaba ya, es cierto, se lo había sacado del alma hacía siglos, pero bastaba murmurar su nombre para sentir una campana estrepitosa en el pecho. Karl Bretzner era la llave de su pasado y de su personalidad, el fugaz encuentro con él había determinado su destino y la mujer en que se había convertido. Si volviera a enamorarse como entonces, pensó, volvería a hacer lo mismo, aun sabiendo cómo esa pasión le torció la vida. Tal vez Eliza correría mejor suerte y el amor le saldría derecho; tal vez en su caso el amante era libre, no tenía hijos y una esposa engañada. Debía encontrar a la chica, confrontar al maldito seductor, obligarlos a casarse y luego presentar los hechos consumados a Jeremy, quien a la larga terminaría por aceptarlos. Sería difícil, dada la rigidez de su hermano cuando de honor se trataba, pero si la había perdonado a ella, también podría perdonar a Eliza. Persuadirlo sería su tarea. No había hecho el papel de madre durante tantos años para quedarse cruzada de brazos cuando su única hija cometía un error, resolvió.

Mientras Jeremy Sommers se encerraba en un silencio taimado y digno que, sin embargo, no lo protegió de los chismes desatados, Miss Rose se puso en acción. A los pocos días descubrió la identidad de Joaquín Andieta, y, horrorizada, se enteró que se trataba nada menos que de un fugitivo de la justicia. Lo acusaban de haber embrollado la contabilidad de la Compañía Británica de Importación y Exportación y haber robado mercadería. Comprendió cuánto más grave de lo imaginado era la situación: Jeremy jamás aceptaría a semejante individuo en el seno de su familia. Peor aún, apenas pudiera echar el guante a su antiguo empleado seguramente lo mandaría a la cárcel, aunque para entonces fuera marido de Eliza. A menos que encuentre la forma de obligarlo a retirar los cargos contra esa sabandija y limpiarle el nombre por el bien de todos nosotros, masculló Miss Rose furiosa. Primero debía encontrar a los amantes, después vería cómo arreglaba lo demás. Se cuidó bien de mencionar su hallazgo y el resto de la semana se le fue haciendo indagaciones por aquí y por allá hasta que en la Librería Santos Tornero le mencionaron a la madre de Joaquín Andieta. Consiguió su dirección simplemente preguntando en las iglesias; tal como suponía, los sacerdotes católicos llevaban la cuenta de sus feligreses.

El viernes a mediodía se presentó ante la mujer. Iba llena de ínfulas, animada por justa indignación y dispuesta a decirle unas cuantas verdades, pero se fue desinflando a medida que avanzaba por las callejuelas torcidas de ese barrio, donde nunca había puesto los pies. Se arrepintió del vestido que había escogido, lamentó su sombrero demasiado adornado y sus botines blancos, se sintió ridícula. Golpeó la puerta confundida por un sentimiento de vergüenza, que se tornó en franca humildad cuando vio a la madre de Andieta. No había imaginado tanta devastación. Era una mujercita de nada, con ojos afiebrados y expresión triste. Le pareció una anciana, pero al mirarla bien comprendió que aún era joven y antes había sido bella, pero no cabía duda de que estaba enferma. La recibió sin sorpresa, acostumbrada a las señoras ricas que acudían a encargarle trabajos de costura y bordado. Se pasaban el dato unas a otras, no era extraño que una dama desconocida tocara su puerta. Esta vez se trataba de una extranjera, podía adivinarlo por ese vestido color de mariposas, ninguna chilena osaba vestirse así. La saludó sin sonreír y la hizo entrar.

—Siéntese, por favor, señora. ¿En qué puedo servirla?

Miss Rose se sentó en el borde de la silla que le ofrecía y no pudo articular palabra. Todo lo planeado se esfumó de su mente en un relámpago de compasión absoluta por esa mujer, por Eliza y por ella, mientras le corrían las lágrimas como un río, lavándole la cara y el alma. La madre de Joaquín Andieta, turbada, le tomó una mano entre las suyas.

—¿Qué le pasa, señora? ¿Puedo ayudarla?

Y entonces Miss Rose le contó a borbotones en su español de gringa que su única hija había desaparecido hacía más de una semana, estaba enamorada de Joaquín, se habían conocido meses atrás y desde entonces la muchacha no era la misma, andaba enardecida de amor, cualquiera podía verlo, menos ella que de tan egoísta y distraída no se había preocupado a tiempo y ahora era tarde porque los dos se habían fugado, Eliza había arruinado su vida tal como ella arruinó la suya. Y siguió enhebrando una cosa tras otras sin poder contenerse, hasta que le contó a esa extraña lo que nunca le había dicho a nadie, le habló de Karl Bretzner y sus amores huérfanos y los veinte años transcurridos desde entonces en su corazón dormido y en su vientre deshabitado. Lloró a raudales las pérdidas calladas a lo largo de su vida, las rabias ocultas por buena educación, los secretos cargados a la espalda como hierros de preso para mantener las apariencias y la ardiente juventud malgastada por la simple mala suerte de haber nacido mujer. Y cuando por fin se le acabó el aire de los sollozos, se quedó allí sentada sin entender qué le había pasado ni de dónde provenía ese diáfano alivio que empezaba a embargarla.

—Tome un poco de té —dijo la madre de Joaquín Andieta después de un larguísimo silencio, poniéndole una taza desportillada en la mano.

—Por favor, se lo ruego, dígame si Eliza y su hijo son amantes. ¿No estoy loca, verdad? —murmuró Miss Rose.

—Puede ser, señora. También Joaquín andaba desquiciado, pero nunca me dijo el nombre de la muchacha.

—Ayúdeme, debo encontrar a Eliza…

—Se lo aseguro, ella no está con Joaquín.

—¿Cómo puede saberlo?

—¿No dice que la niña desapareció hace sólo una semana? Mi hijo se fue en diciembre.

—¿Se fue, dice? ¿Adónde?

—No lo sé.

—La comprendo, señora. En su lugar yo también trataría de protegerlo. Sé que su hijo tiene problemas con la justicia. Le doy mi palabra de honor que lo ayudaré, mi hermano es el director de la Compañía Británica y hará lo que yo le pida. No diré a nadie dónde está su hijo, sólo quiero hablar con Eliza.

—Su hija y Joaquín no están juntos, créame.

—Sé que Eliza lo siguió.

—No puede haberlo seguido, señora. Mi hijo se fue a California.

El día en que el capitán John Sommers regresó a Valparaíso con el Fortuna cargado de hielo azul, encontró a sus hermanos esperándolo en el muelle, como siempre, pero le bastó ver sus caras para comprender que algo muy grave había sucedido. Rose estaba demacrada y apenas lo abrazó se echó a llorar sin control.

—Eliza ha desaparecido —le informó Jeremy con tanta ira que apenas podía modular las palabras.

Tan pronto como se encontraron solos, Rose le contó a John lo averiguado con la madre de Joaquín Andieta. En esos días eternos esperando a su hermano favorito y tratando de atar cabos sueltos, se había convencido de que la chica había seguido a su amante a California, porque seguramente ella habría hecho lo mismo. John Sommers pasó el día siguiente indagando en el puerto y así se enteró que Eliza no había adquirido un pasaje en barco alguno ni figuraba en las listas de viajeros, en cambio las autoridades habían registrado a un tal Joaquín Andieta, embarcado en diciembre. Supuso que la muchacha podría haberse cambiado el nombre para despistar y volvió a hacer el mismo recorrido con su descripción detallada, mas nadie la había visto. Una joven, casi una niña, viajando sola o acompañada sólo por una india habría llamado de inmediato la atención, le aseguraron; además, muy pocas mujeres iban a San Francisco, sólo aquellas de vida liviana y de vez en cuando la esposa de un capitán o un comerciante.

—No puede haberse embarcado sin dejar huella, Rose —concluyó el capitán después de un recuento minucioso de sus pesquisas.

—¿Y Andieta?

—Su madre no te mintió. Aparece su nombre en una lista.

—Se apropió de unos productos de la Compañía Británica. Estoy segura que lo hizo sólo porque no podía financiar el viaje de otro modo. Jeremy no sospecha que el ladrón que anda buscando es el enamorado de Eliza y espero que no lo sepa nunca.

—¿No estás cansada de tantos secretos, Rose?

—¿Y qué quieres que haga? Mi vida está hecha de apariencias, no de verdades. Jeremy es como una piedra, lo conoces tan bien como yo. ¿Qué vamos a hacer respecto a la niña?

—Partiré mañana a California, el vapor ya está cargado. Si allá hay tan pocas mujeres como dicen, será fácil dar con ella.

—¡Eso no es suficiente, John!

—¿Se te ocurre algo mejor?

Esa noche a la hora de la cena Miss Rose insistió una vez más en la necesidad de movilizar todos los recursos disponibles para encontrar a la muchacha. Jeremy, quien se había mantenido marginado de la frenética actividad de su hermana, sin ofrecer un consejo o expresar sentimiento alguno, salvo fastidio por ser parte de un escándalo social, opinó que Eliza no merecía tanto alboroto.

—Este clima de histeria es muy desagradable. Sugiero que se calmen. ¿Para qué la buscan? Aunque la encuentren, no volverá a pisar esta casa —anunció.

—¿Eliza no significa nada para ti? —lo increpó Miss Rose.

—Ese no es el punto. Cometió una falta irrevocable y debe pagar las consecuencias.

—¿Como las he pagado yo durante casi veinte años?

Un silencio helado cayó en el comedor. Nunca habían hablado abiertamente del pasado y Jeremy ni siquiera sabía si John estaba al tanto de lo ocurrido entre su hermana y el tenor vienés, porque él se había cuidado bien de no decírselo.

—¿Qué consecuencias, Rose? Fuiste perdonada y acogida. No tienes nada que reprocharme.

—¿Por qué fuiste tan generoso conmigo y no puedes serlo también con Eliza?

—Porque eres mi hermana y mi deber es protegerte.

—¡Eliza es como mi hija, Jeremy!

—Pero no lo es. No tenemos obligación alguna con ella: no pertenece a esta familia.

—¡Sí pertenece! —gritó Miss Rose.

—¡Basta! —interrumpió el capitán dando un puñetazo sobre la mesa que hizo bailar los platos y las copas.

—Sí pertenece, Jeremy. Eliza es de nuestra familia —repitió Miss Rose sollozando con la cara entre las manos—. Es hija de John…

Entonces Jeremy escuchó de sus hermanos el secreto que habían guardado por dieciséis años. Ese hombre de pocas palabras, tan controlado que parecía invulnerable a la emoción humana, explotó por primera vez y todo lo callado en cuarenta y seis años de perfecta flema británica salió a borbotones, ahogándolo en un torrente de reproches, de rabia y de humillación, porque hay que ver qué tonto he sido, Dios mío, viviendo bajo el mismo techo en un nido de mentiras sin sospecharlo, convencido que mis hermanos son gente decente y reina la confianza entre nosotros, cuando lo que hay es una costumbre de patrañas, un hábito de falsedades, quién sabe cuántas cosas más me han ocultado sistemáticamente, pero esto es el colmo, por qué diablos no me lo dijeron, qué he hecho para que me traten como a un monstruo, para merecer que me manipulen de este modo, para que se aprovecharan de mi generosidad y al mismo tiempo me desprecien, porque no puede llamarse otra cosa si no desprecio esta forma de enredarme en embustes y excluirme, sólo me necesitan para pagar las cuentas, toda la vida había sido igual, desde que éramos niños ustedes se han burlado a mis espaldas…

Mudos, sin encontrar cómo justificarse, Rose y John, aguantaron el chapuzón y cuando a Jeremy se le agotó la cantaleta reinó un silencio largo en el comedor. Los tres estaban extenuados. Por primera vez en sus vidas se enfrentaban sin la máscara de las buenas maneras y la cortesía. Algo fundamental, que los había sostenido en el frágil equilibrio de una mesa de tres patas, parecía roto sin remedio; sin embargo a medida que Jeremy recuperaba el aliento, sus facciones volvieron a la expresión impenetrable y arrogante de siempre, mientras se acomodaba un mechón caído sobre la frente y la corbata torcida. Entonces Miss Rose se puso de pie, se acercó por detrás de la silla y le puso una mano en el hombro, el único gesto de intimidad que se atrevió a hacer, mientras sentía que el pecho le dolía de ternura por ese hermano solitario, ese hombre silencioso y melancólico que había sido como su padre y a quien no se había dado nunca el trabajo de mirar a los ojos. Sacó la cuenta de que en verdad nada sabía de él y que en toda su vida jamás lo había tocado.

Dieciséis años antes, la mañana del 15 de marzo de 1832, Mama Fresia salió al jardín y tropezó con una caja ordinaria de jabón de Marsella cubierta con papel de periódico. Intrigada, se acercó a ver de qué se trataba y al levantar el papel descubrió una criatura recién nacida. Corrió a la casa dando gritos y un instante después Miss Rose se inclinaba sobre el bebé. Tenía entonces veinte años, era fresca y bella como un durazno, vestía un traje color topacio y el viento le alborotaba los cabellos sueltos, tal como Eliza la recordaba o la imaginaba. Las dos mujeres levantaron la caja y la llevaron a la salita de costura, donde quitaron los papeles y sacaron del interior a la niña mal envuelta en un chaleco de lana. No había permanecido a la intemperie por mucho rato, dedujeron, porque a pesar de la ventisca de la mañana su cuerpo estaba tibio y dormía plácida. Miss Rose ordenó a la india que fuera a buscar una manta limpia, sábanas y tijeras para improvisar pañales. Cuando Mama Fresia regresó, el chaleco había desaparecido y el bebé desnudo chillaba en brazos de Miss Rose.

—Reconocí el chaleco de inmediato. Yo misma se lo había tejido a John el año anterior. Lo escondí porque tú lo hubieras reconocido también —explicó a Jeremy.

—¿Quién es la madre de Eliza, John?

—No recuerdo su nombre…

—¡No sabes cómo se llama! ¿Cuántos bastardos has sembrado por el mundo? —exclamó Jeremy.

—Era una muchacha del puerto, una joven chilena, la recuerdo muy bonita. Nunca volví a verla y no supe que estaba encinta. Cuando Rose me mostró el chaleco, un par de años más tarde, me acordé que se lo había puesto a esa joven en la playa porque hacía frío y luego olvidé pedírselo. Tienes que entender, Jeremy, así es la vida de los marinos. No soy una bestia…

—Estabas ebrio.

—Es posible. Cuando comprendí que Eliza era mi hija, traté de ubicar a la madre, pero había desaparecido. Tal vez murió, no lo sé.

—Por alguna razón esa mujer decidió que nosotros debíamos criar a la niña, Jeremy, y nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Le dimos cariño, una buena vida, educación. Tal vez la madre no podía darle nada, por eso nos trajo a Eliza envuelta en el chaleco, para que supiéramos quién era el padre —agregó Miss Rose.

—¿Eso es todo? ¿Un mugriento chaleco? ¡Eso no prueba absolutamente nada! Cualquiera puede ser el padre. Esa mujer se deshizo de la criatura con mucha astucia.

—Temía que reaccionaras así, Jeremy. Justamente por eso no te lo dije entonces —replicó su hermana.

Tres semanas después de despedirse de Tao Chi'en, Eliza estaba con cinco mineros lavando oro a orillas del Río Americano. No había viajado sola. El día en que salió de Sacramento se unió a un grupo de chilenos que partía hacia los placeres. Habían comprado cabalgaduras, pero ninguno sabía de animales y los rancheros mexicanos disfrazaron hábilmente la edad y los defectos de los caballos y las mulas. Eran unas bestias patéticas con las peladuras disimuladas con pintura y drogadas, que a las pocas horas de marcha perdieron ímpetu y arrastraban las patas cojeando. Llevaba cada jinete un cargamento de herramientas, armas y tiestos de latón, de modo que la triste caravana avanzaba a paso lento en medio de un estrépito de metales. Por el camino iban desprendiéndose de la carga, que quedaba desparramada junto a las cruces salpicadas en el paisaje para indicar a los difuntos. Ella se presentó con el nombre de Elías Andieta, recién llegado de Chile con el encargo de su madre de buscar a su hermano Joaquín y dispuesto a recorrer California de arriba abajo hasta cumplir con su deber.

—¿Cuántos años tienes, mocoso? —le preguntaron.

—Dieciocho.

—Pareces de catorce. ¿No eres muy joven para buscar oro?

—Tengo dieciocho y no ando buscando oro, sólo a mi hermano Joaquín —repitió.

Los chilenos eran jóvenes, alegres y todavía mantenían el entusiasmo que los había impulsado a salir de su tierra y aventurarse tan lejos, aunque empezaban a darse cuenta de que las calles no estaban empedradas de tesoros, como les habían contado. Al principio Eliza no les daba la cara y mantenía el sombrero encima de los ojos, pero pronto notó que los hombres poco se miran entre ellos. Asumieron que se trataba de un muchacho y no se les extrañó la forma de su cuerpo, su voz o sus costumbres. Ocupados cada uno de lo suyo, no se fijaron en que no orinaba con ellos y cuando tropezaban con un charco de agua para refrescarse, mientras ellos se desnudaban, ella se zambullía vestida y hasta con el sombrero puesto, alegando que así aprovechaba de lavar su ropa en el mismo baño. Por otra parte, la limpieza era lo de menos y a los pocos días estaba tan sucia y sudada como sus compañeros. Descubrió que la mugre empareja a todos en la misma abyección; su nariz de sabueso apenas distinguía el olor de su cuerpo del de los demás. La tela gruesa de los pantalones le raspaba las piernas, no tenía costumbre de cabalgar por largos trechos y al segundo día apenas podía dar un paso con las posaderas en carne viva, pero los otros también eran gente de ciudad y andaban tan adoloridos como ella. El clima seco y caliente, la sed, la fatiga y el asalto permanente de los mosquitos, les quitaron pronto el ánimo para la chacota. Avanzaban callados, con su sonajera de trastos, arrepentidos antes de empezar. Exploraron durante semanas tras un lugar propicio donde instalarse a buscar oro, tiempo que Eliza aprovechó para inquirir por Joaquín Andieta. Ni los indicios recogidos ni los mapas mal trazados servían de mucho y cuando alcanzaban un buen lavadero se encontraban con cientos de mineros llegados antes. Cada uno tenía derecho a reclamar cien pies cuadrados, marcaba su sitio trabajando a diario y dejando allí sus herramientas cuando se ausentaba, pero si se iba por más de diez días, otros podían ocuparlo y registrarlo a sus nombres. Los peores crímenes, invadir una pertenencia ajena antes del plazo y robar, se pagaban con la horca o con azotes, después de un juicio sumario en que los mineros hacían de jueces, jurado y verdugos. Por todos lados encontraron partidas de chilenos. Se reconocían por la ropa y el acento, se abrazaban entusiasmados, compartían el mate, el aguardiente y el charqui, se contaban en vívidos colores las mutuas desventuras y cantaban canciones nostálgicas bajo las estrellas, pero al día siguiente se despedían, sin tiempo para excesos de hospitalidad. Por el acento de lechuguinos y las conversaciones, Eliza dedujo que algunos eran señoritos de Santiago, currutacos medio aristócratas que pocos meses antes usaban levita, botas de charol, guantes de cabritilla y pelo engominado, pero en los placeres resultaba casi imposible diferenciarlos de los más rústicos patanes, con quienes trabajaban de igual a igual. Los remilgos y prejuicios de clase se hacían humo en contacto con la realidad brutal de las minas, pero no así el odio de razas, que al menor pretexto explotaba en peleas. Los chilenos, más numerosos y emprendedores que otros hispanos, atraían el odio de los gringos. Eliza se enteró que en San Francisco un grupo de australianos borrachos había atacado Chilecito, desencadenando una batalla campal. En los placeres funcionaban varias compañías chilenas que habían traído peones de los campos, inquilinos que por generaciones habían estado bajo un sistema feudal y trabajaban por un sueldo ínfimo y sin extrañarse de que el oro no fuese de quien lo encuentra, sino del patrón. A los ojos de los yanquis, eso era simple esclavitud. Las leyes americanas favorecían a los individuos: cada propiedad se reducía al espacio que un hombre solo podía explotar. Las compañías chilenas burlaban la ley registrando los derechos a nombre de cada uno de los peones para abarcar más terreno.

Había blancos de varias nacionalidades con camisas de franela, pantalones metidos en las botas y un par de revólveres; chinos con sus chaquetas acolchadas y calzones amplios; indios con ruinosas chaquetas militares y el trasero pelado; mexicanos vestidos de algodón blanco y enormes sombreros; sudamericanos con ponchos cortos y anchos cinturones de cuero donde llevaban su cuchillo, el tabaco, la pólvora y el dinero; viajeros de las Islas Sandwich descalzos y con fajas de brillantes sedas; todos en una mezcolanza de colores, culturas, religiones y lenguas, con una sola obsesión común. A cada uno Eliza preguntaba por Joaquín Andieta y pedía que corrieran la voz de que su hermano Elías lo buscaba. Al internarse más y más en ese territorio, comprendía cuán inmenso era y cuán difícil sería encontrar a su amante en medio de cincuenta mil forasteros pululando de un lado a otro.

El grupo de extenuados chilenos decidió por fin instalarse. Habían llegado al valle del Río Americano bajo un calor de fragua, con sólo dos mulas y el caballo de Eliza, los demás animales habían sucumbido por el camino. La tierra estaba seca y partida, sin más vegetación que pinos y robles, pero un río claro y torrentoso bajaba a saltos por las piedras desde las montañas, atravesando el valle como un cuchillo. En ambas orillas había hileras y más hileras de hombres cavando y llenando baldes con la tierra fina, que luego arneaban en un artefacto parecido a la cuna de un infante. Trabajaban con la cabeza al sol, las piernas en el agua helada y la ropa empapada; dormían tirados por el suelo sin soltar sus armas, comían pan duro y carne salada, bebían agua contaminada por las centenares de excavaciones río arriba y licor tan adulterado, que a muchos les reventaba el hígado o se volvían locos. Eliza vio morir a dos hombres en pocos días, revolcándose de dolor y cubiertos del sudor espumoso del cólera y agradeció la sabiduría de Tao Chi'en, que no le permitía beber agua sin hervir. Por mucha que fuera la sed, ella esperaba hasta la tarde, cuando acampaban, para preparar té o mate. De vez en cuando se oían gritos de júbilo: alguien había encontrado una pepa de oro, pero la mayoría se contentaba con separar unos gramos preciosos entre toneladas de tierra inútil. Meses antes aún podían ver las escamas brillando bajo el agua límpida, pero ahora la naturaleza estaba trastornada por la codicia humana, el paisaje alterado con cúmulos de tierra y piedras, hoyos enormes, ríos y esteros desviados de sus cursos y el agua distribuida en incontables charcos, millares de troncos amputados donde antes había bosque. Para llegar al metal se necesitaba determinación de titanes.

Eliza no pretendía quedarse, pero estaba agotada y se encontró incapaz de continuar cabalgando sola a la deriva. Sus compañeros ocuparon un pedazo al final de la hilera de mineros, bastante lejos del pequeño pueblo que empezaba a emerger en el lugar, con su taberna y su almacén para satisfacer las necesidades primordiales. Sus vecinos eran tres oregoneses que trabajaban y bebían alcohol con descomunal resistencia y no perdieron tiempo en saludar a los recién llegados, por el contrario, les hicieron saber de inmediato que no reconocían el derecho de los grasientos a explotar el suelo americano. Uno de los chilenos los enfrentó con el argumento de que tampoco ellos pertenecían allí, la tierra era de los indios, y se habría armado camorra si no intervienen los demás a calmar los ánimos. El ruido era una continua algarabía de palas, picotas, agua, rocas rodando y maldiciones, pero el cielo era límpido y el aire olía a hojas de laurel. Los chilenos se dejaron caer por tierra muertos de fatiga, mientras el falso Elías Andieta armaba una pequeña fogata para preparar café y daba agua a su caballo. Por lástima, dio también a las pobres mulas, aunque no eran suyas, y descargó los bultos para que pudieran reposar. La fatiga le nublaba la vista y apenas podía con el temblor de las rodillas, comprendió que Tao Chi'en tenía razón cuando le advertía la necesidad de recuperar fuerzas antes de lanzarse en esa aventura. Pensó en la casita de tablas y lona en Sacramento, donde a esa hora él estaría meditando o escribiendo con un pincel y tinta china en su hermosa caligrafía. Sonrió, extrañada de que su nostalgia no evocara la tranquila salita de costura de Miss Rose o la tibia cocina de Mama Fresia. Cómo he cambiado, suspiró, mirando sus manos quemadas por el sol inclemente y llenas de ampollas.

Al otro día sus camaradas la mandaron al almacén a comprar lo indispensable para sobrevivir y una de aquellas cunas para arnear la tierra, porque vieron cuánto más eficiente era ese artilugio que sus humildes bateas. La única calle del pueblo, si así podía llamarse ese caserío, era un lodazal sembrado de desperdicios. El almacén, una cabaña de troncos y tablas, era el centro de la vida social en esa comunidad de hombres solitarios. Allí se vendía de un cuanto hay, se servía licor a destajo y algo de comida; por las noches, cuando acudían los mineros a beber, un violinista animaba el ambiente con sus melodías, entonces algunos hombres se colgaban un pañuelo en el cinturón, en señal de que asumían el papel de las damas, mientras los otros se turnaban para sacarlos a bailar. No había una sola mujer en muchas millas a la redonda, pero de vez en cuando pasaba un vagón tirado por mulas cargado de prostitutas. Las esperaban con ansias y las compensaban con generosidad. El dueño del almacén resultó ser un mormón locuaz y bondadoso, con tres esposas en Utah, que ofrecía crédito a quien se convirtiera a su fe. Era abstemio y mientras vendía licor predicaba contra el vicio de beberlo. Sabía de un tal Joaquín y el apellido le sonaba como Andieta, informó a Eliza cuando ella lo interrogó, pero había pasado por allí hacía un buen tiempo y no podía decir cuál dirección había tomado. Lo recordaba porque estuvo involucrado en una pelea entre americanos y españoles a propósito de una pertenencia. ¿Chilenos? Tal vez, sólo estaba seguro que hablaba castellano, podría haber sido mexicano, dijo, a él todos los grasientos le parecían iguales.

—¿Y qué pasó al final?

—Los americanos se quedaron con el predio y los otros se tuvieron que marchar. ¿Qué otra cosa podía pasar? Joaquín y otro hombre permanecieron aquí en el almacén dos o tres días. Puse unas mantas allí en un rincón y los dejé descansar hasta que se repusieran un poco, porque estaban muy golpeados. No eran mala gente. Me acuerdo de tu hermano, era un chico de pelo negro y ojos grandes, bastante guapo.

—El mismo —dijo Eliza, con el corazón disparado al galope.