Sing song girls
EN EL VERANO de 1851 Jacob Freemont decidió entrevistar a Joaquín Murieta. Los bandoleros y los incendios eran los temas de moda en California, mantenían a la gente aterrada y a la prensa ocupada. El crimen se había desatado y era conocida la corrupción de la policía, compuesta en su mayoría por malhechores más interesados en amparar a sus compinches que a la población. Después de otro violento incendio, que destruyó buena parte de San Francisco, se creó un Comité de Vigilantes formado por furibundos ciudadanos y encabezado por el inefable Sam Brannan, el mormón que en 1848 regó la noticia del descubrimiento de oro. Las compañías de bomberos corrían arrastrando con cuerdas los carros de agua cerro arriba y cerro abajo, pero antes de llegar a un edificio, el viento había impulsado las llamas al del lado. El fuego comenzó cuando los galgos australianos ensoparon de keroseno la tienda de un comerciante, que se negó a pagarles protección, y luego le atracaron una antorcha. Dada la indiferencia de las autoridades, el Comité decidió actuar por cuenta propia. Los periódicos clamaban: «¿Cuántos crímenes se han cometido en esta ciudad en un año? ¿Y quién ha sido ahorcado o castigado por ellos? ¡Nadie! ¿Cuántos hombres han sido baleados y apuñalados, aturdidos y golpeados y a quién se ha condenado por eso? No aprobamos el linchamiento, pero ¿quién puede saber lo que el público indignado hará para protegerse?». Linchamientos, esa fue exactamente la solución del público. Los vigilantes se lanzaron de inmediato a la tarea y colgaron al primer sospechoso. Los miembros del Comité aumentaban día a día y actuaban con tal frenético entusiasmo, que por primera vez los forajidos se cuidaban de actuar a plena luz del sol. En ese clima de violencia y venganza, la figura de Joaquín Murieta iba en camino a convertirse en un símbolo. Jacob Freemont se encargaba de atizar el fuego de su celebridad; sus artículos sensacionalistas habían creado un héroe para los hispanos y un demonio para los yanquis. Le atribuía una banda numerosa y el talento de un genio militar, decía que peleaba una guerra de escaramuzas contra la cual las autoridades resultaban impotentes. Atacaba con astucia y velocidad, cayendo sobre sus víctimas como una maldición y desapareciendo enseguida sin dejar rastro, para surgir poco después a cien millas de distancia en otro golpe de tan insólita audacia, que sólo podía explicarse con artes de magia. Freemont sospechaba que eran varios individuos y no uno solo, pero se cuidaba de decirlo, eso habría descalabrado la leyenda. En cambio tuvo la inspiración de llamarlo «el Robin Hood de California», con lo cual prendió de inmediato una hoguera de controversia racial. Para los yanquis Murieta encarnaba lo más detestable de los «grasientos»; pero se suponía que los mexicanos lo escondían, le daban armas y suministraban provisiones, porque robaba a los yanquis para ayudar a los de su raza. En la guerra habían perdido los territorios de Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah, medio Colorado y California; para ellos cualquier atentado contra los gringos era un acto de patriotismo. El gobernador advirtió al periódico contra la imprudencia de transformar en héroe a un criminal, pero el nombre ya había inflamado la imaginación del público. A Freemont le llegaban docenas de cartas, incluso la de una joven de Washington dispuesta a navegar medio mundo para casarse con el bandido, y la gente lo detenía en la calle para preguntarle detalles del famoso Joaquín Murieta. Sin haberlo visto nunca, el periodista lo describía como un joven de viril estampa, con las facciones de un noble español y coraje de torero. Había tropezado sin proponérselo con una mina más productiva que muchas a lo largo de la Veta Madre. Se le ocurrió entrevistar al tal Joaquín, si el tipo realmente existía, para escribir su biografía y si fuera una fábula, el tema daba para una novela. Su trabajo como autor consistiría simplemente en escribirla en un tono heroico para gusto del populacho. California necesitaba sus propios mitos y leyendas, sostenía Freemont, era un Estado recién nacido para los americanos, quienes pretendían borrar de un plumazo la historia anterior de indios, mexicanos y californios. Para esa tierra de espacios infinitos y de hombres solitarios, tierra abierta a la conquista y la violación, ¿qué mejor héroe que un bandido? Colocó lo indispensable en una maleta, se apertrechó de suficientes cuadernos y lápices y partió en busca de su personaje. Los riesgos no se le pasaron por la mente, con la doble arrogancia de inglés y de periodista se creía protegido de cualquier mal. Por lo demás, ya se viajaba con cierta comodidad, existían caminos y servicio regular de diligencia conectando los pueblos donde pensaba realizar su investigación, no era como antes, cuando recién comenzó su labor de reportero e iba a lomo de mula abriéndose paso en la incertidumbre de cerros y bosques, sin más guía que unos mapas demenciales con los cuales se podía andar en círculos para siempre. En el trayecto pudo ver los cambios en la región. Pocos se habían enriquecido con el oro, pero gracias a los aventureros llegados por millares, California se civilizaba. Sin la fiebre del oro la conquista del Oeste habría tardado un par de siglos, anotó el periodista en su cuaderno.
Temas no le faltaban, como la historia de aquel joven minero, un chico de dieciocho años que después de pasar penurias durante un largo año, logró juntar diez mil dólares que necesitaba para regresar a Oklahoma y comprar una granja para sus padres. Bajaba hacia Sacramento por los faldeos de la Sierra Nevada en un día radiante, con la bolsa de su tesoro colgada a la espalda, cuando lo sorprendió un grupo de desalmados mexicanos o chilenos, no era seguro. Sólo se sabía con certeza que hablaban español, porque tuvieron el descaro de dejar un letrero en esa lengua, garabateado con un cuchillo sobre un trozo de madera: «mueran los yanquis». No se contentaron con darle una golpiza y robarle, lo ataron desnudo a un árbol y lo untaron con miel. Dos días más tarde, cuando lo encontró una patrulla, estaba alucinando. Los mosquitos le habían devorado la piel.
Freemont puso a prueba su talento para el periodismo morboso con el trágico fin de Josefa, una bella mexicana empleada en un salón de baile. El periodista entró al pueblo de Downieville el Día de la Independencia, y se encontró en medio de la celebración encabezada por un candidato a senador y regada con un río de alcohol. Un minero ebrio se había introducido a viva fuerza en la habitación de Josefa y ella lo había rechazado clavándole su cuchillo de monte medio a medio en el corazón. A la hora en que llegó Jacob Freemont el cuerpo yacía sobre una mesa, cubierto con una bandera americana, y una muchedumbre de dos mil fanáticos enardecidos por el odio racial exigía la horca para Josefa. Impasible, la mujer fumaba su cigarrito como si el griterío no le incumbiera, con su blusa blanca manchada de sangre, recorriendo los rostros de los hombres con abismal desprecio, consciente de la incendiaria mezcla de agresión y deseo sexual que en ellos provocaba. Un médico se atrevió a hablar en su favor, explicando que había actuado en defensa propia y que al ejecutarla también mataban al niño en su vientre, pero la multitud lo hizo callar amenazándolo con colgarlo también. Tres doctores aterrados fueron llevados a viva fuerza para examinar a Josefa y los tres opinaron que no estaba encinta, en vista de lo cual el improvisado tribunal la condenó en pocos minutos. «Matar a estos grasientos a tiros no está bien, hay que darles un juicio justo y ahorcarlos con toda la majestad de la ley», opinó uno de los miembros del jurado. A Freemont no le había tocado ver un linchamiento de cerca y pudo describir en exaltadas frases cómo a las cuatro de la tarde quisieron arrastrar a Josefa hacia el puente, donde habían preparado el ritual de la ejecución, pero ella se sacudió altiva y avanzó sola hacia el patíbulo. La bella subió sin ayuda, se amarró las faldas en torno a los tobillos, se colocó la cuerda al cuello, se acomodó las negras trenzas y se despidió con un valiente adiós señores, que dejó al periodista perplejo y a los demás avergonzados. «Josefa no murió por culpable, sino por mexicana. Es la primera vez que linchan a una mujer en California. ¡Qué desperdicio, cuando hay tan pocas!», escribió Freemont en su artículo.
Siguiendo las huellas de Joaquín Murieta descubrió pueblos establecidos, con escuela, biblioteca, templo y cementerio; otros sin más signos de cultura que un burdel y una cárcel. Saloons había en cada uno, eran los centros de la vida social. Allí se Instalaba Jacob Freemont indagando y así fue construyendo con algunas verdades y un montón de mentiras la trayectoria —o la leyenda— de Joaquín Murieta. Los taberneros lo pintaban como un español maldito, vestido de cuero y terciopelo negro, con grandes espuelas de plata y un puñal al cinto, montado en el alazán más brioso que jamás habían visto. Decían que entraba impunemente con una sonajera de espuelas y su séquito de bandoleros, colocaba sus dólares de plata sobre el mesón y ordenaba una ronda de tragos para cada parroquiano. Nadie se atrevía a rechazar el vaso, hasta los hombres más corajudos bebían callados bajo la mirada relampagueante del villano. Para los alguaciles, en cambio, nada había de rumboso en el personaje, se trataba sólo de un vulgar asesino capaz de las peores atrocidades, que había logrado escabullirse de la justicia porque lo protegían los grasientos. Los chilenos lo creían uno de ellos, nacido en un lugar llamado Quillota, decían que era leal con sus amigos y jamás olvidaba pagar los favores recibidos, por lo mismo era buena política ayudarlo; pero los mexicanos juraban que provenía del estado de Sonora y era un joven educado, de antigua y noble familia, convertido en malhechor por venganza. Los tahúres lo consideraban experto en monte, pero lo evitaban porque tenía una suerte loca en las barajas y un puñal alegre que ante la menor provocación aparecía en su mano. Las prostitutas blancas se morían de curiosidad, pues se rumoreaba que aquel mozo, guapo y generoso, poseía una incansable pinga de potro; pero las hispanas no lo esperaban: Joaquín Murieta solía darles propinas inmerecidas, puesto que jamás utilizaba sus servicios, permanecía fiel a su novia, aseguraban. Lo describían de mediana estatura, cabello negro y ojos brillantes como tizones, adorado por su banda, irreductible ante la adversidad, feroz con sus enemigos y gentil con las mujeres. Otros sostenían que tenía el aspecto grosero de un criminal nato y una cicatriz pavorosa le atravesaba la cara; de buen mozo, hidalgo o elegante, nada tenía. Jacob Freemont fue seleccionando las opiniones que se ajustaban mejor a su imagen del bandido y así fue reflejándolo en sus escritos, siempre con suficiente ambigüedad como para retractarse en caso de que alguna vez se topara cara a cara con su protagonista. Anduvo de alto a bajo durante los cuatro meses del verano sin encontrarlo por parte alguna, pero con las diversas versiones construyó una fantástica y heroica biografía. Como no quiso admitirse derrotado, en sus artículos inventaba breves reuniones entre gallos y medianoche, en cuevas de las montañas y en claros del bosque. Total ¿quién iba a contradecirlo? Hombres enmascarados lo conducían a caballo con los ojos vendados, no podía identificarlos pero hablaban español, decía. La misma fervorosa elocuencia que años antes empleaba en Chile para describir a unos indios patagones en Tierra del Fuego, donde nunca había puesto los pies, ahora le servía para sacar de la manga a un bandolero imaginario. Se fue enamorando del personaje y acabó convencido de que lo conocía, que los encuentros clandestinos en las cuevas eran reales y que el fugitivo en persona le había encargado la misión de escribir sus proezas, porque se consideraba el vengador de los españoles oprimidos y alguien debía asumir la tarea de dar a él y a su causa el lugar correspondiente en la naciente historia de California. De periodismo había poco, pero de literatura había suficiente para la novela que Jacob Freemont planeaba escribir ese invierno.
Al llegar a San Francisco un año antes, Tao Chi'en se dedicó a establecer los contactos necesarios para ejercer su oficio de zhong yi por unos meses. Tenía algo de dinero, pero pensaba triplicarlo rápidamente. En Sacramento la comunidad china contaba con unos setecientos hombres y nueve o diez prostitutas, pero en San Francisco habían miles de clientes potenciales. Además, tantos barcos cruzaban constantemente el océano, que algunos caballeros enviaban sus camisas a lavar a Hawái o a China porque en la ciudad no había agua corriente, eso le permitía encargar sus yerbas y remedios a Cantón sin ninguna dificultad. En esa ciudad no estaría tan aislado como en Sacramento, allí practicaban varios médicos chinos con quienes podría intercambiar pacientes y conocimientos. No planeaba abrir su propio consultorio, porque se trataba de ahorrar, pero podía asociarse con otro zhong yi ya establecido. Una vez que se hubo instalado en un hotel, partió a recorrer el barrio, que había crecido en todas direcciones como un pulpo. Ahora era una ciudadela con edificios sólidos, hoteles, restaurantes, lavanderías, fumaderos de opio, burdeles, mercados y fábricas. Donde antes sólo se ofrecían artículos de pacotilla, se alzaban tiendas de antigüedades orientales, porcelanas, esmaltes, joyas, sedas y marfiles. Allí acudían los ricos comerciantes, no sólo chinos, también americanos que compraban para vender en otras ciudades. Se exhibía la mercadería en abigarrado desorden, pero las mejores piezas, aquellas dignas de entendidos y coleccionistas, no estaban expuestas a la vista, se mostraban en la trastienda sólo a los clientes serios. En cuartos ocultos algunos locales albergaban garitos donde se daban cita jugadores audaces. En esas mesas exclusivas, lejos de la curiosidad del público y el ojo de las autoridades, se apostaban sumas extravagantes, se hacían negocios turbios y se ejercía el poder. El gobierno de los americanos nada controlaba entre los chinos, que vivían en su propio mundo, en su lengua, con sus costumbres y sus antiquísimas leyes. Los celestiales no eran bienvenidos en ninguna parte, los gringos los consideraban los más abyectos entre los indeseables extranjeros que invadían California y no les perdonaban que prosperaran. Los explotaban como podían, los agredían en la calle, les robaban, les quemaban las tiendas y las casas, los asesinaban con impunidad, pero nada amilanaba a los chinos. Operaban cinco tongs que se repartían a la población; todo chino al llegar se incorporaba a una de estas hermandades, única forma de protección, de conseguir trabajo y de asegurar que a su muerte el cuerpo seria repatriado a China. Tao Chi'en, quien había eludido asociarse a un tong, ahora debió hacerlo y escogió el más numeroso, donde se afiliaba la mayoría de los cantoneses. Pronto lo pusieron en contacto con otros zhong yi y le revelaron las reglas del juego. Antes que nada, silencio y lealtad: lo que sucedía en el barrio quedaba confinado a sus calles. Nada de recurrir a la policía, ni siquiera en caso de vida o muerte; los conflictos se resolvían dentro de la comunidad, para eso estaban los tongs. El enemigo común eran siempre los fan güey. Tao Chi'en se encontró de nuevo prisionero de las costumbres, las jerarquías y las restricciones de sus tiempos en Cantón. En un par de días no quedaba nadie sin conocer su nombre y empezaron a llegarle más clientes de los que podía atender. No necesitaba buscar un socio, decidió entonces, podía abrir su propio consultorio y hacer dinero en menos tiempo del imaginado. Alquiló dos cuartos en los altos de un restaurante, uno para vivir y otro para trabajar, colgó un letrero en la ventana y contrató a un joven ayudante para pregonar sus servicios y recibir a los pacientes. Por primera vez utilizó el sistema del doctor Ebanizer Hobbs para seguir la pista de los enfermos. Hasta entonces confiaba en su memoria y su intuición, pero dado el creciente número de clientes, inició un archivo para anotar el tratamiento de cada cual.
Una tarde a comienzos del otoño se presentó su ayudante con una dirección anotada en un papel y la demanda de presentarse lo antes posible. Terminó de atender a la clientela del día y partió. El edificio de madera, de dos pisos, decorado con dragones y lámparas de papel, quedaba en pleno centro del barrio. Sin mirar dos veces supo que se trataba de un burdel. A ambos lados de la puerta había ventanucos con barrotes, donde asomaban rostros infantiles llamando en cantonés: «Entre aquí y haga lo que quiera con niña china muy bonita». Y repetían en un inglés imposible, para beneficio de visitantes blancos y marineros de todas las razas: «dos por mirar, cuatro por tocar, seis por hacerlo», a tiempo que mostraban unos pechitos de lástima y tentaban a los pasantes con gestos obscenos que, viniendo de aquellas criaturas, eran una trágica pantomima. Tao Chi'en las había visto muchas veces, pasaba a diario por esa calle y los maullidos de las sing song girls lo perseguían, recordándole a su hermana. ¿Qué sería de ella? Tendría veintitrés años, en el caso improbable de seguir viva, pensaba. Las prostitutas más pobres entre las pobres empezaban muy temprano y rara vez alcanzaban los dieciocho años; a los veinte, si habían tenido la mala suerte de sobrevivir, ya eran ancianas. El recuerdo de esa hermana perdida le impedía recurrir a los establecimientos chinos; si el deseo no lo dejaba en paz, buscaba mujeres de otras razas. Le abrió la puerta una vieja siniestra con el pelo renegrido y las cejas pintadas con dos rayas a carbón, que lo saludó en cantonés. Una vez aclarado que pertenecían al mismo tong, lo condujo al interior. A lo largo de un corredor maloliente vio los cubículos de las muchachas, algunas estaban atadas a las camas con cadenas en los tobillos. En la penumbra del pasillo se cruzó con dos hombres, que salían ajustándose los pantalones. La mujer lo llevó por un laberinto de pasajes y escaleras, atravesaron la manzana completa y descendieron por unos carcomidos escalones hacia la oscuridad. Le indicó que esperara y por un rato que le pareció interminable, aguardó en la negrura de aquel agujero, oyendo en sordina el ruido de la calle cercana. Sintió un chillido débil y algo le rozó un tobillo, lanzó una patada y creyó haberle dado a un animal, tal vez una rata. Volvió la vieja con una vela, y lo guio por otros pasillos tortuosos hasta una puerta cerrada con candado. Sacó la llave del bolsillo y forcejeó con la cerradura hasta abrirlo. Levantó la vela y alumbró un cuarto sin ventanas, donde por único mueble había una litera de tablas a pocas pulgadas del suelo. Una oleada fétida les dio en la cara y debieron cubrirse la nariz y la boca para entrar. Sobre la litera había un pequeño cuerpo encogido, un tazón vacío y una lámpara de aceite apagada.
—Revísela —le ordenó la mujer.
Tao Chi'en volteó el cuerpo y comprobó que ya estaba rígido. Era una niña de unos trece años, con dos patacones de rouge en las mejillas, los brazos y las piernas marcados de cicatrices. Por toda vestidura llevaba una delgada camisa. Era evidente que estaba en los huesos, pero no había muerto de hambre o de enfermedad.
—Veneno —determinó sin vacilar.
—¡No me diga! —rio la mujer, como si hubiera oído la cosa más graciosa.
Tao Chi'en debió firmar un papel declarando que la muerte se debía a causas naturales. La vieja se asomó al pasillo, dio un par de golpes en un pequeño gong y pronto apareció un hombre, metió el cadáver en un saco, se lo echó al hombro y se lo llevó sin decir palabra, mientras la alcahueta colocaba veinte dólares en la mano del zhong yi. Luego lo condujo por otros laberintos y lo depositó finalmente ante una puerta. Tao Chi'en se encontró en otra calle y le costó un buen rato ubicarse para regresar a su vivienda.
Al día siguiente volvió a la misma dirección. Allí estaban otra vez las niñas con sus caras pintarrajeadas y sus ojos dementes, llamando en dos idiomas. Diez años antes en Cantón había comenzado su práctica de medicina con prostitutas, las había utilizado como carne de alquiler y de experimentación para las agujas de oro de su maestro de acupuntura, pero nunca se había detenido a pensar en sus almas. Las consideraba una de las inevitables desgracias del universo, uno más de aquellos errores de la Creación, seres ignominiosos que sufrían para pagar las faltas de vidas anteriores y limpiar su karma. Sentía lástima por ellas, pero no se le había ocurrido que su suerte podía modificarse. Aguardaban el infortunio en sus cubículos sin alternativa, tal como las gallinas lo hacían en las jaulas del mercado, era su destino. Así era el desorden del mundo. Había pasado por esa calle mil veces sin fijarse en los ventanucos, en los rostros tras los barrotes o en las manos asomadas. Tenía una noción vaga de su condición de esclavas, pero en China las mujeres más o menos lo eran todas, las más afortunadas de sus padres, maridos o amantes, otras de patrones bajo los cuales servían de sol a sol y muchas eran como esas niñas. Esa mañana, sin embargo, no las vio con la misma indiferencia, porque algo había cambiado en él.
La noche anterior no había intentado dormir. Al salir del burdel se dirigió a un baño público, donde se remojó largamente para desprenderse de la energía oscura de sus enfermos y de la tremenda desazón que lo agobiaba. Al llegar a su vivienda despidió al ayudante y preparó té de jazmín, para purificarse. No había comido en muchas horas, pero no era ese el momento de hacerlo. Se desnudó, encendió incienso y una vela, se arrodilló con la frente en el suelo y dijo una oración por el alma de la muchacha muerta. Enseguida se sentó a meditar durante horas en completa inmovilidad, hasta que logró separarse del bullicio de la calle y los olores del restaurante y pudo sumirse en el vacío y silencio de su propio espíritu. No supo cuánto rato permaneció abstraído llamando y llamando a Lin, hasta que por fin el delicado fantasma lo escuchó en la misteriosa inmensidad que habitaba y lentamente fue encontrando el camino, acercándose con la ligereza de un suspiro, primero casi imperceptible y poco a poco más sustancial, hasta que él sintió con nitidez su presencia. No percibió a Lin entre las paredes del cuarto, sino dentro de su propio pecho, instalada al centro mismo de su corazón en calma. Tao Chi'en no abrió los ojos ni se movió. Durante horas permaneció en la misma postura, separado de su cuerpo, flotando en un espacio luminoso en perfecta comunicación con ella. Al amanecer, una vez que ambos estuvieron seguros de que no volverían a perderse de vista, Lin se despidió con suavidad. Entonces llegó el maestro de acupuntura, sonriente e irónico, como en sus mejores tiempos, antes que lo golpearan los desvaríos de la senilidad, y se quedó con él, acompañándolo y contestando sus preguntas, hasta que salió el sol, despertó el barrio y se oyeron los golpecitos discretos del ayudante en la puerta. Tao Chi'en se levantó, fresco y renovado, como después de un apacible sueño, se vistió y fue a abrir la puerta.
—Cierre el consultorio. No atenderé pacientes hoy, tengo otras cosas que hacer —anunció al ayudante.
Ese día las averiguaciones de Tao Chi'en cambiaron el rumbo de su destino. Las niñas tras los barrotes provenían de China, recogidas en la calle o vendidas por sus propios padres con la promesa de que irían a casarse a la Montaña Dorada. Los agentes las seleccionaban entre las más fuertes y baratas, no entre las más bellas, salvo si se trataba de encargos especiales de clientes ricos, quienes las adquirían como concubinas. Ah Toy, la astuta mujer que inventara el espectáculo de los agujeros en la pared para ser atisbada, se había convertido en la mayor importadora de carne joven de la ciudad. Para su cadena de establecimientos compraba a las chicas en la pubertad, porque resultaba más fácil domarlas y de todos modos duraban poco. Se estaba haciendo famosa y muy rica, sus arcas reventaban y había comprado un palacete en China para retirarse en la vejez. Se ufanaba de ser la madama oriental mejor relacionada, no sólo entre chinos, sino también entre americanos influyentes. Entrenaba a sus chicas para sonsacar información y así conocía los secretos personales, las maniobras políticas y las debilidades de los hombres en el poder. Si le fallaban los sobornos recurría al chantaje. Nadie se atrevía a desafiarla, porque desde el gobernador para abajo tenían tejado de vidrio. Los cargamentos de esclavas entraban por el muelle de San Francisco sin tropiezos legales y a plena luz del mediodía. Sin embargo, ella no era la única traficante, el vicio era de los negocios más rentables y seguros de California, tanto como las minas de oro. Los gastos se reducían al mínimo, las niñas eran baratas y viajaban en la cala de los barcos en grandes cajones acolchados. Así sobrevivían durante semanas, sin saber adónde iban ni por qué, sólo veían la luz del sol cuando les tocaba recibir lecciones de su oficio. Durante la travesía los marineros se encargaban de entrenarlas y al desembarcar en San Francisco ya habían perdido hasta el último trazo de inocencia. Algunas morían de disentería, cólera o deshidratación; otras lograban saltar al agua en los momentos en que las subían a cubierta para lavarlas con agua de mar. Las demás quedaban atrapadas, no hablaban inglés, no conocían esa nueva tierra, no tenían a quién recurrir. Los agentes de inmigración recibían soborno, hacían la vista gorda ante el aspecto de las chicas y sellaban sin leer los falsos papeles de adopción o de matrimonio. En el muelle las recibía una antigua prostituta, a quien el oficio había dejado una piedra negra en lugar del corazón. Las conducía arreándolas con una varilla, como ganado, por pleno centro de la ciudad, ante los ojos de quien quisiera mirar. Apenas cruzaban el umbral del barrio chino desaparecían para siempre en el laberinto subterráneo de cuartos ocultos, corredores falsos, escaleras torcidas, puertas disimuladas y paredes dobles, donde los policías jamás incursionaban, porque cuanto allí ocurría era «cosa de amarillos», una raza de pervertidos con la cual no había necesidad de meterse, opinaban.
En un enorme recinto bajo tierra, llamado por ironía «Sala de la Reina», las niñas enfrentaban su suerte. Las dejaban descansar una noche, las bañaban, les daban de comer y a veces las obligaban a tragar una taza de licor para aturdirlas un poco. A la hora del remate las llevaban desnudas a un cuarto atestado de compradores de todas las cataduras imaginables, quienes las manoseaban, les inspeccionaban los dientes, les metían los dedos donde les daba la gana y finalmente hacían sus ofertas. Algunas se remataban para los burdeles de más categoría o para los harenes de los ricos; las más fuertes solían ir a parar a manos de fabricantes, mineros o campesinos chinos, para quienes trabajarían por el resto de sus breves existencias; la mayoría se quedaba en los cubículos del barrio chino. Las viejas les enseñaban el oficio: debían aprender a distinguir el oro del bronce, para que no las estafaran en el pago, atraer a los clientes y complacerlos sin quejarse, por humillantes o dolorosas que fueran sus exigencias. Para dar a la transacción un aire de legalidad, firmaban un contrato que no podían leer, vendiéndose por cinco años, pero estaba bien calculado para que nunca pudieran librarse. Por cada día de enfermedad se le agregaban dos semanas a su tiempo de servicio y si intentaban escapar se convertían en esclavas para siempre. Vivían hacinadas en cuartos sin ventilación, divididos por una cortina gruesa, cumpliendo como galeotes hasta morir. Allí se dirigió Tao Chi'en aquella mañana, acompañado por los espíritus de Lin y de su maestro de acupuntura. Una adolescente vestida apenas con una blusa lo llevó de la mano tras la cortina, donde había un jergón inmundo, estiró la mano y le dijo que pagara primero. Recibió los seis dólares, se echó de espaldas y abrió las piernas con los ojos fijos en el techo. Tenía las pupilas muertas y respiraba con dificultad; él comprendió que estaba drogada. Se sentó a su lado, le bajó la camisa e intentó acariciarle la cabeza, pero ella lanzó un chillido y se encogió mostrando los dientes dispuesta a morderlo. Tao Chi'en se apartó, le habló largamente en cantonés, sin tocarla, hasta que la letanía de su voz la fue calmando, mientras observaba los magullones recientes. Por fin ella empezó a contestar a sus preguntas con más gestos que palabras, como si hubiera perdido el uso del lenguaje, y así se enteró de algunos detalles de su cautiverio. No pudo decirle cuánto tiempo llevaba allí, porque medirlo resultaba un ejercicio inútil, pero no debía ser mucho, porque aún recordaba a su familia en China con lastimosa precisión.
Cuando Tao Chi'en calculó que los minutos de su turno tras la cortina habían terminado, se retiró. En la puerta aguardaba la misma vieja que lo había recibido la noche anterior, pero no dio muestras de reconocerlo. De allí se fue a preguntar en tabernas, salas de juego, fumaderos de opio y por último partió a visitar a otros médicos del barrio, hasta que poco a poco pudo encajar las piezas de aquel puzzle. Cuando las pequeñas sing song girls estaban demasiado enfermas para seguir sirviendo, las conducían al «hospital», como llamaban los cuartos secretos donde había estado la noche anterior, y allí las dejaban con una taza de agua, un poco de arroz y una lámpara con aceite suficiente para unas horas. La puerta volvía abrirse unos días más tarde, cuando entraban a comprobar la muerte. Si las encontraban vivas, se encargaban de despacharlas: ninguna volvía a ver la luz del sol. Llamaron a Tao Chi'en porque el zhong yi habitual estaba ausente.
La idea de ayudar a las muchachas no fue suya, le diría nueve meses más tarde a Eliza, sino de Lin y su maestro de acupuntura.
—California es un estado libre, Tao, no hay esclavos. Acude a las autoridades americanas.
—La libertad no alcanza para todos. Los americanos son ciegos y sordos, Eliza. Esas niñas son invisibles, como los locos, los mendigos y los perros.
—¿Y a los chinos tampoco les importa?
—A algunos sí, como yo, pero nadie está dispuesto a arriesgar la vida desafiando a las organizaciones criminales. La mayoría considera que si durante siglos en China se ha practicado lo mismo, no hay razón para criticar lo que pasa aquí.
—¡Qué gente tan cruel!
—No es crueldad. Simplemente la vida humana no es valiosa en mi país. Hay mucha gente y siempre nacen más niños de los que se pueden alimentar.
—Pero para ti esas niñas no son desechables, Tao…
—No. Lin y tú me han enseñado mucho sobre las mujeres.
—¿Qué vas a hacer?
—Debí hacerte caso cuando me decías que buscara oro, ¿te acuerdas? Si fuera rico las compraría.
—Pero no lo eres. Además todo el oro de California no alcanzaría para comprar a cada una de ellas. Hay que impedir ese tráfico.
—Eso es imposible, pero si me ayudas puedo salvar algunas…
Le contó que en los últimos meses había logrado rescatar once muchachas, pero sólo dos habían sobrevivido. Su fórmula era arriesgada y poco efectiva, pero no podía imaginar otra. Se ofrecía para atenderlas gratis cuando estaban enfermas o embarazadas, a cambio de que le entregaran a las agonizantes. Sobornaba a las mujeronas para que lo llamaran cuando llegaba el momento de mandar a una sing song girl al «hospital», entonces se presentaba con su ayudante, colocaban la moribunda en una parihuela y se la llevaban. «Para experimentos», explicaba Tao Chi'en, aunque muy rara vez le hacían preguntas. La chica ya nada valía y la extravagante perversión de ese doctor les ahorraba el problema de deshacerse de ella. La transacción beneficiaba a ambas partes. Antes de llevarse a la enferma, Tao Chi'en entregaba un certificado de muerte y exigía que le devolvieran el contrato de servicio firmado por la muchacha, para evitar reclamos. En nueve casos las jóvenes estaban más allá de cualquier forma de alivio y su papel había sido simplemente sostenerlas en sus últimas horas, pero dos habían sobrevivido.
—¿Qué hiciste con ellas? —preguntó Eliza.
—Las tengo en mi pieza. Están todavía débiles y una parece medio loca, pero se repondrán. Mi ayudante quedó cuidándolas mientras yo venía a buscarte.
—Ya veo.
—No puedo tenerlas más tiempo encerradas.
—Tal vez podamos mandarlas de vuelta a sus familias en China…
—¡No! Volverían a la esclavitud. En este país pueden salvarse, pero no sé cómo.
—Si las autoridades no ayudan, la gente buena lo hará. Vamos a recurrir a las iglesias y a los misioneros.
—No creo que a los cristianos les importen esas niñas chinas.
—¡Qué poca confianza tienes en el corazón humano, Tao!
Eliza dejó a su amigo tomando té con la Rompehuesos, envolvió uno de sus panes recién horneados y se fue a visitar al herrero. Encontró a James Morton con medio cuerpo desnudo, un delantal de cuero y un trapo amarrado en la cabeza, sudando ante la forja. Adentro hacía un calor insoportable, olía a humo y metal caliente. Era un galpón de madera con suelo de tierra y una doble puerta, que invierno y verano permanecía abierta durante las horas de trabajo. Al frente se alzaba un gran mesón para atender a los clientes y más atrás la fragua. De las paredes y vigas del techo colgaban instrumentos del oficio, herramientas y herraduras fabricadas por Morton. En la parte posterior, una escala de mano daba acceso al altillo que servía de dormitorio, protegido de los ojos de los clientes con una cortina de osnaburgo encerada. Abajo el mobiliario consistía en una tinaja para bañarse y una mesa con dos sillas; la única decoración eran una bandera americana en la pared y tres flores silvestres en un vaso sobre la mesa. Esther planchaba una montaña de ropa bamboleando una enorme barriga y bañada de transpiración, pero levantaba las pesadas planchas a carbón canturreando. El amor y el embarazo la habían embellecido y un aire de paz la iluminaba como un halo. Lavaba ropa ajena, trabajo tan arduo como el de su marido con el yunque y el martillo. Tres veces a la semana cargaba una carretela con ropa sucia, iba al río y pasaba buena parte del día de rodillas jabonando y cepillando. Si había sol, secaba la ropa sobre las piedras, pero a menudo debía regresar con todo mojado, enseguida venía la faena de almidonar y planchar. James Morton no había logrado que desistiera de su brutal empeño, ella no quería que su bebé naciera en ese lugar y ahorraba cada centavo para trasladar su familia a una casa del pueblo.
—¡Chilenito! —exclamó y fue a recibir a Eliza con un apretado abrazo—. Hace tiempo que no me vienes a visitar.
—¡Qué linda estás, Esther! En realidad vengo a ver a James —dijo pasándole el pan.
El hombre soltó sus herramientas, se secó el sudor con un paño y llevó a Eliza al patio, donde se les reunió Esther con tres vasos de limonada. La tarde estaba fresca y el cielo nublado, pero todavía no se anunciaba el invierno. El aire olía a paja recién cortada y a tierra húmeda.