Los ingleses

EL COCHE enviado por Sommers llegó al hotel con media hora de atraso. El conductor llevaba bastante alcohol entre pecho y espalda, pera Jacob Todd no estaba en situación de elegir. El hombre lo condujo en dirección al sur. Había llovido durante un par de horas y las calles se habían vuelto intransitables en algunos trechos, donde los charcos de agua y lodo disimulaban las trampas fatales de agujeros capaces de tragarse un caballo distraído. A los costados de la calle aguardaban niños con parejas de bueyes, preparados para rescatar los coches empantanados a cambio de una moneda, pero a pesar de su miopía de ebrio el conductor consiguió eludir los baches y pronto comenzaron a ascender una colina. Al llegar a Cerro Alegre, donde vivía la mayor parte de la colonia extranjera, el aspecto de la ciudad daba un vuelco y desaparecían las casuchas y conventillos de más abajo. El coche se detuvo ante una quinta de amplias proporciones, pero de atormentado aspecto, un engendro de torreones pretenciosos y escaleras inútiles, plantada entre los desniveles del terreno y alumbrada con tantas antorchas, que la noche había retrocedido. Salió a abrir la puerta un criado indígena con un traje de librea que le quedaba grande, recibió su abrigo y sombrero y lo condujo a una sala espaciosa, decorada con muebles de buena factura y cortinajes algo teatrales de terciopelo verde, recargada de adornos, sin un centímetro en blanco para descanso de la vista. Supuso que en Chile, como en Europa, una pared desnuda se consideraba signo de pobreza y salió del error mucho después, cuando visitó las sobrias casas de los chilenos. Los cuadros colgaban inclinados para apreciarlos desde abajo y la vista se perdía en la penumbra de los techos altos. La gran chimenea encendida con gruesos leños y varios braseros con carbón repartían un calor disparejo que dejaba los pies helados y la cabeza afiebrada. Había algo más de una docena de personas vestidas a la moda europea y varias criadas de uniforme circulando bandejas. Jeremy y John Sommers se adelantaron a saludarlo.

—Le presento a mi hermana Rose —dijo Jeremy conduciéndolo hacia el fondo del salón.

Y entonces Jacob Todd vio sentada a la derecha de la chimenea a la mujer que le arruinaría la paz del alma. Rose Sommers lo deslumbró al instante, no tanto por bonita como por segura de sí misma y alegre. Nada tenía de la grosera exuberancia del capitán ni de la fastidiosa solemnidad de su hermano Jeremy, era una mujer de expresión chispeante como si estuviera siempre lista para estallar en una risa coqueta. Cuando lo hacía, una red de finas arrugas aparecía alrededor de sus ojos y por alguna razón eso fue lo que más atrajo a Jacob Todd. No supo calcular su edad, entre veinte y treinta tal vez, pero supuso que dentro de diez años se vería igual, porque tenía buenos huesos y porte de reina. Lucía un vestido de tafetán color durazno e iba sin adornos, salvo sencillos pendientes de coral en las orejas. La cortesía más elemental indicaba que se limitara a sugerir el gesto de besar su mano, sin tocarla con los labios, pero se le turbó el entendimiento y sin saber cómo le plantó un beso. Tan inapropiado resultó aquel saludo, que durante una pausa eterna se quedaron suspendidos en la incertidumbre, él sujetando su mano como quien agarra una espada y ella mirando el rastro de saliva sin atreverse a limpiarlo para no ofender a la visita, hasta que interrumpió una chica vestida como una princesa. Entonces Todd despertó de la zozobra y al enderezarse alcanzó a percibir cierto gesto de burla que intercambiaron los hermanos Sommers. Procurando disimular, se volvió hacia la niña con una atención exagerada, dispuesto a conquistarla.

—Esta es Eliza, nuestra protegida —dijo Jeremy Sommers.

Jacob Todd cometió la segunda torpeza.

—¿Cómo es eso, protegida? —preguntó.

—Quiere decir que no soy de esta familia —explicó Eliza pacientemente, en el tono de quien le habla a un tonto.

—¿No?

—Si me porto mal me mandan donde las monjas papistas.

—¡Qué dices, Eliza! No le haga caso, Mr. Todd. A los niños se les ocurren cosas raras. Por supuesto que Eliza es de nuestra familia —interrumpió Miss Rose, poniéndose de pie.

Eliza había pasado el día con Mama Fresia preparando la cena. La cocina quedaba en el patio, pero Miss Rose la hizo unir a la casa mediante un cobertizo para evitar el bochorno de servir los platos fríos o salpicados de paloma. Ese cuarto renegrido por la grasa y el hollín del fogón era el reino indiscutible de Mama Fresia. Gatos, perros, gansos y gallinas paseaban a su antojo por el piso de ladrillos rústicos sin encerar; allí rumiaba todo el invierno la cabra que amamantó a Eliza, ya muy anciana, que nadie se atrevió a sacrificar, porque habría sido como asesinar a una madre. A la niña le gustaba el aroma del pan crudo en los moldes cuando la levadura realizaba entre suspiros el misterioso proceso de esponjar la masa; el del azúcar de caramelo batida para decorar tortas; el del chocolate en peñascos deshaciéndose en la leche. Los miércoles de tertulia las mucamas —dos adolescentes indígenas, que vivían en la casa y trabajaban por la comida— pulían la plata, planchaban los manteles y sacaban brillo a los cristales. A mediodía mandaban al cochero a la pastelería a comprar dulces preparados con recetas celosamente guardadas desde los tiempos de la Colonia. Mama Fresia aprovechaba para colgar de un arnés de los caballos una bolsa de cuero con leche fresca, que en el trote de ida y vuelta se convertía en mantequilla.

A las tres de la tarde Miss Rose llamaba a Eliza a su aposento, donde el cochero y el valet instalaban una bañera de bronce con patas de león, que las mucamas forraban con una sábana y llenaban de agua caliente perfumada con hojas de menta y romero. Rose y Eliza chapoteaban en el baño como criaturas hasta que se enfriaba el agua y regresaban las criadas con los brazos cargados de ropa para ayudarlas a ponerse medias y botines, calzones hasta media pierna, camisa de batista, luego un refajo con relleno en las caderas para acentuar la esbeltez de la cintura, enseguida tres enaguas almidonadas y por fin el vestido, que las cubría enteramente, dejando al aire sólo la cabeza y las manos. Miss Rose usaba además un corsé tieso mediante huesos de ballena y tan apretado que no podía respirar a fondo ni levantar los brazos por encima de los hombros; tampoco podía vestirse sola ni doblarse porque se quebraban las ballenas y se le clavaban como agujas en el cuerpo. Ese era el único baño de la semana, una ceremonia sólo comparable a la de lavarse los cabellos el sábado, que cualquier pretexto podía cancelar, porque se consideraba peligroso para la salud. Durante la semana Miss Rose usaba jabón con cautela, prefería friccionarse con una esponja empapada en leche y refrescarse con eau de toilette perfumada a la vainilla, como había oído que estaba de moda en Francia desde los tiempos de Madame Pompadour; Eliza podía reconocerla a ojos cerrados en medio de una multitud por su peculiar fragancia a postre. Pasados los treinta años mantenía esa piel transparente y frágil de algunas jóvenes inglesas antes de que la luz del mundo y la propia arrogancia la vuelvan pergamino. Cuidaba su apariencia con agua de rosas y limón para aclarar la piel, miel de hamamelis para suavizarla, camomila para dar luz al cabello y una colección de exóticos bálsamos y lociones traídos por su hermano John del Lejano Oriente, donde estaban las mujeres más hermosas del universo, según decía. Inventaba vestidos inspirados en las revistas de Londres y los hacía ella misma en su salita de costura; a punta de intuición e ingenio modificaba su vestuario con las mismas cintas, flores y plumas que servían por años sin verse añejas. No usaba, como las chilenas, un manto negro para cubrirse cuando salía, costumbre que le parecía una aberración, prefería sus capas cortas y su colección de sombreros, a pesar de que en la calle solían mirarla como si fuera una cortesana.

Encantada de ver un rostro nuevo en la reunión semanal, Miss Rose perdonó el beso impertinente de Jacob Todd y tomándolo del brazo, lo condujo a una mesa redonda situada en un rincón de la sala. Le dio a escoger entre varios licores, insistiendo que probara su mistela, un extraño brebaje de canela, aguardiente y azúcar que él fue incapaz de tragar y lo vació disimuladamente en un macetero. Luego le presentó a la concurrencia: Mr. Appelgren, fabricante de muebles, acompañado por su hija, una joven descolorida y tímida; Madame Colbert, directora de un colegio inglés para niñas; Mr. Ebeling, dueño de la mejor tienda de sombreros para caballeros y su esposa, quien se abalanzó sobre Todd pidiéndole noticias de la familia real inglesa como si se tratara de sus parientes. También conoció a los cirujanos Page y Poett.

—Los doctores operan con cloroformo —aclaró admirada Miss Rose.

—Aquí todavía es una novedad, pero en Europa ha revolucionado la práctica de la medicina —explicó uno de los cirujanos.

—Entiendo que en Inglaterra se emplea regularmente en obstetricia. ¿No lo usó la reina Victoria? —añadió Todd por decir algo, puesto que nada sabía del tema.

—Aquí hay mucha oposición de los católicos para eso. La maldición bíblica sobre la mujer es parir con dolor, Mr. Todd.

—¿No les parece injusto, señores? La maldición del hombre es trabajar con el sudor de su frente, pero en este salón, sin ir más lejos, los caballeros se ganan la vida con el sudor ajeno —replicó Miss Rose sonrojándose violentamente.

Los cirujanos sonrieron incómodos, pero Todd la observó cautivado. Hubiera permanecido a su lado la noche entera, a pesar de que lo correcto en una tertulia de Londres, según recordaba Jacob Todd era partir a la media hora. Se dio cuenta que en esa reunión la gente parecía dispuesta a quedarse y supuso que el círculo social debía ser muy limitado y tal vez la única reunión semanal era la de los Sommers. Estaba en esas dudas cuando Miss Rose anunció la entretención musical. Las criadas trajeron más candelabros, iluminando la sala de día claro, colocaron sillas en torno a un piano, una vihuela y un arpa, las mujeres se sentaron en semicírculo y los hombres se colocaron atrás de pie. Un caballero mofletudo se instaló al piano y de sus manos de matarife brotó una melodía encantadora, mientras la hija del fabricante de muebles interpretaba una antigua balada escocesa con una voz tan exquisita, que Todd olvidó por completo su aspecto de ratón asustado. La directora de la escuela para niñas recitó un heroico poema, innecesariamente largo; Rose cantó un par de canciones pícaras a dúo con su hermano John, a pesar de la evidente desaprobación de Jeremy Sommers, y luego exigió a Jacob Todd que los regalara con algo de su repertorio. Eso dio oportunidad al visitante de lucir su buena voz.

—¡Usted es un verdadero hallazgo, Mr. Todd! No lo soltaremos. ¡Está usted condenado a venir todos los miércoles! —exclamó ella cuando cesó el aplauso, sin hacer caso de la expresión embobada con que la observaba el visitante.

Todd sentía los dientes pegados de azúcar y la cabeza le daba vueltas, no sabía si sólo de admiración por Rose Sommers o también a causa de los licores ingeridos y del potente cigarro cubano fumado en compañía del capitán Sommers. En esa casa no se podía rechazar un vaso o un plato sin ofender; pronto descubriría que esa era una característica nacional en Chile, donde la hospitalidad se manifestaba obligando a los invitados a beber y comer más allá de toda resistencia humana. A las nueve anunciaron la cena y pasaron en procesión al comedor, donde los aguardaba otra serie de contundentes platos y nuevos postres. Cerca de medianoche las mujeres se levantaron de la mesa y continuaron conversando en el salón, mientras los hombres tomaban brandy y fumaban en el comedor. Por fin, cuando Todd estaba a punto de desmayarse, los invitados comenzaron a pedir sus abrigos y sus coches. Los Ebeling, vivamente interesados en la supuesta misión evangelizadora en Tierra del Fuego, ofrecieron llevarlo a su hotel y él aceptó de inmediato, asustado ante la idea de regresar en plena oscuridad por esas calles de pesadilla con el cochero ebrio de los Sommers. El viaje le pareció eterno, se sentía incapaz de concentrarse en la conversación, iba mareado y con el estómago revuelto.

—Mi esposa nació en África, es hija de misioneros que allí difunden la verdadera fe; sabemos cuántos sacrificios eso significa, Mr. Todd. Esperamos que nos otorgue el privilegio de ayudarlo en su noble tarea entre los indígenas —dijo Mr. Ebeling solemne al despedirse.

Esa noche Jacob Todd no pudo dormir, la visión de Rose Sommers lo aguijoneaba con crueldad y antes del amanecer tomó la decisión de cortejarla en serio. Nada sabía de ella, pero no le importaba, tal vez su destino era perder una apuesta y llegar hasta Chile sólo para conocer a su futura esposa. Lo habría hecho a partir del día siguiente, pero no pudo levantarse de la cama, atacado por cólicos violentos. Así estuvo un día y una noche, inconsciente a ratos y agonizando en otros, hasta que logró reunir fuerzas para asomarse a la puerta y clamar por ayuda. A petición suya, el gerente del hotel mandó avisar a los Sommers, sus únicos conocidos en la ciudad, y llamó un mozo para limpiar la habitación, que olía a muladar. Jeremy Sommers se presentó al hotel a mediodía acompañado por el sangrador más conocido de Valparaíso, quien resultó poseer ciertos conocimientos de inglés y, después de sangrarlo en piernas y brazos hasta dejarlo exangüe, le explicó que todos los extranjeros al pisar Chile por primera vez se enfermaban.

—No hay razón para alarmarse, que yo sepa, son muy pocos los que se mueren —lo tranquilizó.

Le dio a tomar quinina en unas obleas de papel de arroz, pero él no pudo tragarlas, doblado por las náuseas. Había estado en la India y conocía los síntomas de la malaria y otras enfermedades tropicales tratables con quinina, pero este mal no se parecía ni remotamente. Apenas partió el sangrador volvió el mozo a llevarse los trapos y lavar el cuarto nuevamente. Jeremy Sommers había dejado los datos de los doctores Page y Poett, pero no hubo tiempo de llamarlos porque dos horas más tarde apareció en el hotel una mujerona que exigió ver al enfermo. Traía de la mano a una niña vestida de terciopelo azul, con botines blancos y un bonete bordado de flores, como una figura de cuentos. Eran Mama Fresia y Eliza, enviadas por Rose Sommers, quien tenía muy poca fe en las sangrías. Las dos irrumpieron en la habitación con tal seguridad, que el debilitado Jacob Todd no se atrevió a protestar. La primera venía en calidad de curandera y la segunda de traductora.

—Dice mi mamita que le va a quitar el pijama. Yo no voy a mirar —explicó la niña y se volteó contra la pared mientras la india lo desnudaba de dos zarpazos y procedía a friccionarlo entero con aguardiente.

Pusieron en su cama ladrillos calientes, lo envolvieron en mantas y le dieron a beber a cucharaditas una infusión de yerbas amargas endulzada con miel para apaciguar los dolores de la indigestión.

—Ahora mi mamita va a romancear la enfermedad —dijo la niña.

—¿Qué es eso?

—No se asuste, no duele.

Mama Fresia cerró los ojos y empezó a pasarle las manos por el torso y la barriga mientras susurraba encantamientos en lengua mapuche. Jacob Todd sintió que lo invadía una modorra insoportable, antes que la mujer terminara dormía profundamente y no supo cuando sus dos enfermeras desaparecieron. Durmió dieciocho horas y despertó bañado en sudor. A la mañana siguiente Mama Fresia y Eliza regresaron para administrarle otra vigorosa fricción y un tazón de caldo de gallina.

—Dice mi mamita que nunca más beba agua. Sólo tome té bien caliente y que no coma fruta, porque le volverán las ganas de morirse —tradujo la chiquilla.

A la semana, cuando pudo ponerse en pie y se miró al espejo, comprendió que no podía presentarse con ese aspecto ante Miss Rose: había perdido varios kilos, estaba demacrado y no podía dar dos pasos sin caer jadeando sobre una silla. Cuando estuvo en condiciones de mandarle una nota para agradecer que le salvara la vida y chocolates para Mama Fresia y Eliza, supo que la joven había partido con una amiga y su mucama a Santiago en un viaje arriesgado, dadas las malas condiciones del camino y del clima. Miss Rose hacía el trayecto de treinta y cuatro leguas una vez al año, siempre a comienzos del otoño o en plena primavera, para ver teatro, escuchar buena música y hacer sus compras anuales en el Gran Almacén Japonés, perfumado a jazmín e iluminado con lámparas a gas con globos de vidrio rosado, donde adquiría las bagatelas difíciles de conseguir en el puerto. Esta vez, sin embargo, había una buena razón para ir en invierno: posaría para un retrato. Había llegado al país el célebre pintor francés Monvoisin, invitado por el gobierno para hacer escuela entre los artistas nacionales. El maestro sólo pintaba la cabeza, el resto era obra de sus ayudantes y para ganar tiempo hasta los encajes se aplicaban directamente sobre la tela, pero a pesar de esos recursos truhanes, nada daba tanto prestigio como un retrato firmado por él. Jeremy Sommers insistió en tener uno de su hermana para presidir el salón. El cuadro costaba seis onzas de oro y una más por cada mano, pero no se trataba de ahorrar en un caso así. La oportunidad de tener una obra auténtica del gran Monvoisin no se presentaba dos veces en la vida, como decían sus clientes.

—Si el gasto no es problema, quiero que me pinte con tres manos. Será su cuadro más famoso y acabará colgado en un museo, en vez de hacerlo sobre nuestra chimenea —comentó Miss Rose.

Ese fue el año de las inundaciones, que quedaron registradas en los textos escolares y en la memoria de los abuelos. El diluvio arrasó con centenares de viviendas y cuando finalmente amainó el temporal y empezaron a bajar las aguas, una serie de temblores menores, que se sintieron como un hachazo de Dios, acabaron de destruir lo reblandecido por el aguacero. Rufianes recorrían los escombros y aprovechaban la confusión para robar en las casas y los soldados recibieron instrucciones de ejecutar sin miramientos a quienes sorprendieran en tales tropelías, pero entusiasmados con la crueldad, empezaron a repartir sablazos por el gusto de oír los lamentos y se debió revocar la orden antes que acabaran también con los inocentes. Jacob Todd, encerrado en el hotel cuidándose un resfrío y todavía débil por la semana de cólicos, pasaba las horas desesperado por el incesante ruido de campanas de las iglesias llamando a penitencia, leyendo periódicos atrasados y buscando compañía para jugar naipes. Hizo una salida a la botica en busca de un tónico para fortalecer el estómago, pero la tienda resultó ser un sucucho caótico, atestado de polvorientos frascos de vidrio azules y verdes, donde un dependiente alemán le ofreció aceite de alacranes y espíritu de lombrices. Por primera vez lamentó encontrarse tan lejos de Londres.

Por las noches apenas lograba dormir debido a las parrandas y riñas de borrachos y a los entierros, que se realizaban entre las doce y las tres de la madrugada. El flamante cementerio quedaba en lo alto de un cerro, asomado encima de la ciudad. Con el temporal se abrieron huecos y rodaron tumbas por las laderas en una confusión de huesos que emparejó a todos los difuntos en la misma indignidad. Muchos comentaban que mejor estaban los muertos diez años antes, cuando la gente pudiente se enterraba en las iglesias, los pobres en las quebradas y los extranjeros en la playa. Este es un país estrafalario, concluyó Todd, con un pañuelo atado en la cara porque el viento acarreaba el tufo nauseabundo de la desgracia, que las autoridades combatieron con grandes hogueras de eucalipto. Apenas se sintió mejor se asomó a ver las procesiones. En general no llamaban la atención, porque cada año se repetían iguales durante los siete días de la Semana Santa y en otras fiestas religiosas, pero en esa ocasión se convirtieron en actos masivos para clamar al cielo el fin del temporal. Salían de las iglesias largas filas de fieles, encabezadas por cofradías de caballeros vestidos de negro, cargando en parihuelas las estatuas de los santos con espléndidos trajes bordados de oro y piedras preciosas. Una columna cargaba un Cristo clavado en la cruz con su corona de espinas en torno al cuello. Le explicaron que se trataba del Cristo de Mayo, traído especialmente de Santiago para la ocasión, porque era la imagen más milagrosa del mundo, única capaz de modificar el clima. Doscientos años antes, un pavoroso terremoto echó por tierra la capital y se desplomó enteramente la iglesia de San Agustín, menos el altar donde se encontraba aquel Cristo. La corona se deslizó de la cabeza al cuello, donde aún permanecía, porque cada vez que intentaban ponerla en su lugar, volvía a temblar. Las procesiones reunían innumerables frailes y monjas, beatas exangües de tanto ayuno, pueblo humilde rezando y cantando a grito herido, penitentes con burdos sayos y flagelantes azotándose las espaldas desnudas con disciplinas de cuero terminadas en filudas rosetas metálicas. Algunos caían desmayados y eran atendidos por mujeres que les limpiaban las carnes abiertas y les daban refrescos, pero apenas se recuperaban los empujaban de vuelta a la procesión. Pasaban filas de indios martirizándose con fervor demente y bandas de músicos tocando himnos religiosos. El rumor de rezos plañideros parecía un torrente de agua brava y el aire húmedo hedía a incienso y sudor. Había procesiones de aristócratas vestidos con lujo, pero de oscuro y sin joyas, y otras de populacho descalzo y en harapos, que se cruzaban en la misma plaza sin tocarse ni confundirse. A medida que avanzaban aumentaba el clamor y las muestras de piedad se volvían más intensas; los fieles aullaban clamando perdón por sus pecados, seguros que el mal tiempo era el castigo divino por sus faltas. Los arrepentidos acudían en masa, las iglesias no daban abasto y se instalaron hileras de sacerdotes bajo tenderetes y paraguas para atender las confesiones. Al inglés el espectáculo le resultó fascinante, en ninguno de sus viajes había presenciado nada tan exótico ni tan tétrico. Acostumbrado a la sobriedad protestante, le parecía haber retrocedido a plena Edad Media; sus amigos en Londres jamás le creerían. Aun a prudente distancia podía percibir el temblor de bestia primitiva y sufriente que recorría en oleadas a la masa humana. Se encaramó con esfuerzo sobre la base de un monumento en la plazuela, frente a la Iglesia de la Matriz, donde podía obtener una visión panorámica de la muchedumbre. De pronto sintió que lo tironeaban de los pantalones, bajó la vista y vio a una niña asustada, con un manto sobre la cabeza y la cara manchada de sangre y lágrimas. Se apartó bruscamente, pero ya era tarde, le había ensuciado los pantalones. Lanzó un juramento y trató de echarla con gestos, ya que no pudo recordar las palabras adecuadas para hacerlo en español, pero se llevó una sorpresa cuando ella replicó en perfecto inglés que estaba perdida y acaso él podía llevarla a su casa. Entonces la miró mejor.

—Soy Eliza Sommers. ¿Se acuerda de mí? —murmuró la niña.

Aprovechando que Miss Rose estaba en Santiago posando para el retrato y Jeremy Sommers escasamente aparecía por la casa en esos días, porque se habían inundado las bodegas de su oficina, había discurrido ir a la procesión y tanto molestó a Mama Fresia, que la mujer acabó por ceder. Sus patrones le habían prohibido mencionar ritos católicos o de indios delante de la niña y mucho menos exponerla a que los viera, pero también ella moría de ganas de ver al Cristo de Mayo al menos una vez en su vida. Los hermanos Sommers no se enterarían nunca, concluyó. De modo que las dos salieron calladamente de la casa, bajaron el cerro a pie, se montaron en una carreta que las dejó cerca de la plaza y se unieron a una columna de indios penitentes. Todo habría resultado de acuerdo a lo planeado si en el tumulto y el fervor de ese día, Eliza no se hubiera soltado de la mano de Mama Fresia, quien contagiada por la histeria colectiva no se dio cuenta. Empezó a gritar, pero su voz se perdió en el clamor de los rezos y de los tristes tambores de las cofradías. Echó a correr buscando a su nana, pero todas las mujeres parecían idénticas bajo los mantos oscuros y sus pies resbalaban en el empedrado cubierto de lodo, de cera de velas y sangre. Pronto las diversas columnas se juntaron en una sola muchedumbre que se arrastraba como animal herido, mientras repicaban enloquecidas las campanas y sonaban las sirenas de los barcos en el puerto. No supo cuánto rato estuvo paralizada de terror, hasta que poco a poco las ideas empezaron a aclararse en su mente. Entretanto la procesión se había calmado, todo el mundo estaba de rodillas y en un estrado frente a la iglesia el obispo en persona celebraba una misa cantada. Eliza pensó encaminarse hacia Cerro Alegre, pero temió que la sorprendiera la oscuridad antes de dar con su casa, nunca había salido sola y no sabía orientarse. Decidió no moverse hasta que se dispersara la turba, tal vez entonces Mama Fresia la encontraría. En eso sus ojos tropezaron con un pelirrojo alto colgado del monumento de la plaza y reconoció al enfermo que había cuidado con su nana. Sin vacilar se abrió camino hasta él.

—¡Qué haces aquí! ¿Estás herida? —exclamó el hombre.

—Estoy perdida; ¿puede llevarme a mi casa?

Jacob Todd le limpió la cara con su pañuelo y la revisó brevemente, comprobando que no tenía daño visible. Concluyó que la sangre debía ser de los flagelantes.

—Te llevaré a la oficina de Mr. Sommers.

Pero ella le rogó que no lo hiciera, porque si su protector se enteraba que había estado en la procesión, despediría a Mama Fresia. Todd salió en busca de un coche de alquiler, nada fácil de encontrar en esos momentos, mientras la niña caminaba callada y sin soltarle la mano. El inglés sintió por primera vez en su vida un estremecimiento de ternura ante esa mano pequeña y tibia aferrada a la suya. De vez en cuando la miraba con disimulo, conmovido por ese rostro infantil de ojos negros almendrados. Por fin dieron con un carretón tirado por dos mulas y el conductor aceptó llevarlos cerro arriba por el doble de la tarifa acostumbrada. Hicieron el viaje en silencio y una hora más tarde Todd dejaba a Eliza frente a su casa. Ella se despidió dándole las gracias, pero sin invitarlo a entrar. La vio alejarse, pequeña y frágil, cubierta hasta los pies por el manto negro. De pronto la niña dio media vuelta, corrió hacia él, le echó los brazos al cuello y le plantó un beso en la mejilla. Gracias, dijo, una vez más. Jacob Todd regresó a su hotel en el mismo carretón. De vez en cuando se tocaba la mejilla, sorprendido por ese sentimiento dulce y triste que la chica le inspiraba.

Las procesiones sirvieron para aumentar el arrepentimiento colectivo y también, como pudo comprobarlo el mismo Jacob Todd, para atajar las lluvias, justificando una vez más la espléndida reputación del Cristo de Mayo. En menos de cuarenta y ocho horas se despejó el cielo y asomó un sol tímido, poniendo una nota optimista en el concierto de desdichas de esos días. Por culpa de los temporales y las epidemias pasaron en total nueve semanas antes que se reanudaran las tertulias de los miércoles en casa de los Sommers y varias más antes que Jacob Todd se atreviera a insinuar sus sentimientos románticos a Miss Rose. Cuando por fin lo hizo, ella fingió no haberlo oído, pero ante su insistencia salió con una respuesta apabullante.

—Lo único bueno de casarse es enviudar —dijo.

—Un marido, por tonto que sea, siempre viste —replicó él, sin perder el buen humor.

—No es mi caso. Un marido sería un estorbo y no podría darme nada que ya no tenga.

—¿Hijos, tal vez?

—Pero ¿cuántos años cree usted que tengo, Mr. Todd?

—¡No más de diecisiete!

—No se burle. Por suerte tengo a Eliza.

—Soy testarudo, Miss Rose, nunca me doy por vencido.

—Se lo agradezco, Mr. Todd. No es un marido lo que viste, sino muchos pretendientes.

En todo caso, Rose fue la razón por la cual Jacob Todd se quedó en Chile mucho más de los tres meses designados para vender sus biblias. Los Sommers fueron el contacto social perfecto, gracias a ellos se le abrieron de par en par las puertas de la próspera colonia extranjera, dispuesta a ayudarlo en la supuesta misión religiosa en Tierra del Fuego. Se propuso aprender sobre los indios patagones, pero después de echar una mirada somnolienta a unos libracos en la biblioteca, comprendió que daba lo mismo saber o no saber, porque la ignorancia al respecto era colectiva. Bastaba decir aquello que la gente deseaba oír y para eso él contaba con su lengua de oro. Para colocar el cargamento de biblias entre potenciales clientes chilenos debió mejorar su precario español. Con los dos meses vividos en España y su buen oído, logró aprender más rápido y mejor que muchos británicos llegados al país veinte años antes. Al comienzo disimuló sus ideas políticas demasiado liberales, pero notó que en cada reunión social lo acosaban a preguntas y siempre lo rodeaba un grupo de asombrados oyentes. Sus discursos abolicionistas, igualitarios y democráticos sacudían la modorra de aquellas buenas gentes, daban motivo para eternas discusiones entre los hombres y horrorizadas exclamaciones entre las damas maduras, pero atraían irremediablemente a las más jóvenes. La opinión general lo catalogaba de chiflado y sus incendiarias ideas resultaban divertidas, en cambio sus burlas a la familia real británica cayeron pésimo entre los miembros de la colonia inglesa, para quienes la reina Victoria, como Dios y el Imperio, era intocable. Su renta modesta, pero no despreciable, le permitía vivir con cierta holgura sin haber trabajado jamás en serio, eso lo colocaba en la categoría de los caballeros. Apenas descubrieron que estaba libre de ataduras, no faltaron muchachas en edad de casarse esmeradas en atraparlo, pero después de conocer a Rose Sommers, él no tenía ojos para otras. Se preguntó mil veces por qué la joven permanecía soltera y la única respuesta que se le ocurrió a aquel agnóstico racionalista fue que el cielo se la tenía destinada.

—¿Hasta cuándo me atormenta, Miss Rose? ¿No teme que me aburra de perseguirla? —bromeaba con ella.

—No se aburrirá, Mr. Todd. Perseguir al gato es mucho más divertido que atraparlo —replicaba ella.

La elocuencia del falso misionero fue una novedad en aquel ambiente y tan pronto se supo que había estudiado a conciencia las Sagradas Escrituras, le ofrecieron la palabra. Existía un pequeño templo anglicano, mal visto por la autoridad católica, pero la comunidad protestante se juntaba también en casas particulares. «¿Dónde se ha visto una iglesia sin vírgenes y diablos? Los gringos son todos herejes, no creen en el Papa, no saben rezar, se lo pasan cantando y ni siquiera comulgan», mascullaba Mama Fresia escandalizada cuando tocaba el turno de realizar el servicio dominical en casa de los Sommers. Todd se preparó para leer brevemente sobre la salida de los judíos de Egipto y enseguida referirse a la situación de los inmigrantes que, como los judíos bíblicos, debían adaptarse en tierra extraña, pero Jeremy Sommers lo presentó a la concurrencia como misionero y le pidió que hablara de los indios en Tierra del Fuego. Jacob Todd no sabía ubicar la región ni por qué tenía ese nombre sugerente, pero logró conmover a los oyentes hasta las lágrimas con la historia de tres salvajes cazados por un capitán inglés para llevarlos a Inglaterra. En menos de tres años esos infelices, que vivían desnudos en el frío glacial y solían cometer actos de canibalismo, dijo, andaban vestidos con propiedad, se habían transformado en buenos cristianos y aprendido costumbres civilizadas, incluso toleraban la comida inglesa. No aclaró, sin embargo, que apenas fueron repatriados volvieron de inmediato a sus antiguos hábitos, como si jamás hubieran sido tocados por Inglaterra o la palabra de Jesús. Por sugerencia de Jeremy Sommers se organizó allí mismo una colecta para la empresa de divulgación de la fe, con tan buenos resultados que al día siguiente Jacob Todd pudo abrir una cuenta en la sucursal del Banco de Londres en Valparaíso. La cuenta se alimentaba semanalmente con las contribuciones de los protestantes y crecía a pesar de los giros frecuentes de Todd para financiar sus propios gastos, cuando su renta no alcanzaba a cubrirlos. Mientras más dinero entraba, más se multiplicaban los obstáculos y pretextos para postergar la misión evangelizadora. Así transcurrieron dos años.

Jacob Todd llegó a sentirse tan cómodo en Valparaíso como si hubiera nacido allí. Chilenos e ingleses tenían varios rasgos de carácter en común: todo lo resolvían con síndicos y abogados; sentían un apego absurdo por la tradición, los símbolos patrios y las rutinas; se jactaban de individualistas y enemigos de la ostentación, que despreciaban como un signo de arribismo social; parecían amables y controlados, pero eran capaces de gran crueldad. Sin embargo, a diferencia de los ingleses, los chilenos sentían horror de la excentricidad y nada temían tanto como hacer el ridículo. Si hablara correcto castellano, pensó Jacob Todd estaría como en mi casa. Se había instalado en la pensión de una viuda inglesa que amparaba gatos y horneaba las más célebres tartas del puerto. Dormía con cuatro felinos sobre la cama, mejor acompañado de lo que nunca antes estuvo, y desayunaba a diario con las tentadoras tartas de su anfitriona. Se conectó con chilenos de todas clases, desde los más humildes, que conocía en sus andanzas por los barrios bajos del puerto, hasta los más empingorotados. Jeremy Sommers lo presentó en el Club de la Unión, donde fue aceptado como miembro invitado. Sólo los extranjeros de reconocida importancia social podían vanagloriarse de tal privilegio, pues se trataba de un enclave de terratenientes y políticos conservadores, donde se medía el valor de los socios por el apellido. Se le abrieron las puertas gracias a su habilidad con barajas y dados; perdía con tanta gracia, que pocos se daban cuenta de lo mucho que ganaba. Allí se hizo amigo de Agustín del Valle, dueño de tierras agrícolas en esa zona y rebaños de ovejas en el sur, donde jamás había puesto los pies, porque para eso contaba con capataces traídos de Escocia. Esa nueva amistad le dio ocasión de visitar las austeras mansiones de familias aristocráticas chilenas, edificios cuadrados y oscuros de grandes piezas casi vacías, decoradas sin refinamiento, con muebles pesados, candelabros fúnebres y una corte de crucifijos sangrantes, vírgenes de yeso y santos vestidos como antiguos nobles españoles. Eran casas volcadas hacia adentro, cerradas a la calle, con altas rejas de hierro, incómodas y toscas, pero provistas de frescos corredores y patios internos sembrados de jazmines, naranjos y rosales.

Al despuntar la primavera Agustín del Valle invitó a los Sommers y a Jacob Todd a uno de sus fundos. El camino resultó una pesadilla; un jinete podía hacerlo a caballo en cuatro o cinco horas, pero la caravana con la familia y sus huéspedes salió de madrugada y no llegó hasta bien entrada la noche. Los del Valle se trasladaban en carretas tiradas por bueyes, donde colocaban mesas y divanes de felpa. Seguían una recua de mulas con el equipaje y peones a caballo, armados de primitivos trabucos para defenderse de los bandoleros, que solían esperar agazapados en las curvas de los cerros. A la enervante lentitud de los animales se sumaban los baches del camino, donde se trancaban las carretas, y las frecuentes paradas a descansar, en que los sirvientes servían las viandas de los canastos en medio de una nube de moscas. Todd nada sabía de agricultura, pero bastaba una mirada para comprender que en esa tierra fértil todo se daba en abundancia; la fruta caía de los árboles y se pudría en el suelo sin que nadie se diera el trabajo de recogerla. En la hacienda encontró el mismo estilo de vida que había observado años antes en España: una familia numerosa unida por intrincados lazos de sangre y un inflexible código de honor. Su anfitrión era un patriarca poderoso y feudal que manejaba en un puño los destinos de su descendencia y ostentaba, arrogante, un linaje trazable hasta los primeros conquistadores españoles. Mis tatarabuelos, contaba, anduvieron más de mil kilómetros enfundados en pesadas armaduras de hierro, cruzaron montañas, ríos y el desierto más árido del mundo, para fundar la ciudad de Santiago. Entre los suyos era un símbolo de autoridad y decencia, pero fuera de su clase se lo conocía como un rajadiablos. Contaba con una prole de bastardos y con la mala fama de haber liquidado a más de uno de sus inquilinos en sus legendarios arrebatos de mal humor, pero esas muertes, como tantos otros pecados, no se ventilaban jamás. Su esposa estaba en los cuarenta, pero parecía una anciana trémula y cabizbaja, siempre vestida de luto por los hijos fallecidos en la infancia y sofocada por el peso del corsé, la religión y aquel marido que le tocó en suerte. Los hijos varones pasaban sus ociosas existencias entre misas, paseos, siestas, juegos y parrandas, mientras las hijas flotaban como ninfas misteriosas por aposentos y jardines, entre susurros de enaguas, siempre bajo el ojo vigilante de sus dueñas. Las habían preparado desde pequeñas para una existencia de virtud, fe y abnegación; sus destinos eran matrimonios de conveniencia y la maternidad.

En el campo asistieron a una corrida de toros que no se parecía ni remotamente al brillante espectáculo de valor y muerte de España; nada de trajes de luces, fanfarria, pasión y gloria, sino una pelotera de borrachos atrevidos atormentando al animal con lanzas e insultos, revolcados a cornadas en el polvo entre maldiciones y carcajadas. Lo más peligroso de la corrida fue sacar del ruedo a la bestia enfurecida y maltrecha, pero con vida. Todd agradeció que ahorraran al toro la indignidad última de una ejecución pública, pues su buen corazón de inglés prefería ver muerto al torero que al animal. Por las tardes los hombres jugaban tresillo y rocambor, atendidos como príncipes por un verdadero ejército de criados oscuros y humildes, cuyas miradas no se elevaban del suelo ni sus voces por encima de un murmullo. Sin ser esclavos, lo parecían. Trabajaban a cambio de protección, techo y una parte de las siembras; en teoría eran libres, pero se quedaban con el patrón, por déspota que este fuese y por duras que resultaran las condiciones, dado que no tenían adónde ir. La esclavitud se había abolido hacía más de diez años sin mayor bulla. El tráfico de africanos nunca fue rentable por esos lados, donde no existían grandes plantaciones, pero nadie mencionaba la suerte de los indios, despojados de sus tierras y reducidos a la miseria, ni de los inquilinos en los campos, que se vendían y se heredaban con los fundos, como los animales. Tampoco se hablaba de los cargamentos de esclavos chinos y polinésicos destinados a las guaneras de las Islas Chinchas. Si no desembarcaban no había problema: la ley prohibía la esclavitud en tierra firme, pero nada decía del mar. Mientras los hombres jugaban naipes, Miss Rose se aburría discretamente en compañía de la señora del Valle y sus numerosas hijas. Eliza, en cambio, galopaba a campo abierto con Paulina, la única hija de Agustín del Valle que escapaba al modelo lánguido de las mujeres de esa familia. Era varios años mayor que Eliza, pero ese día se divirtió con ella como si fueran de la misma edad, ambas con el pelo al viento y la cara al sol fustigando sus cabalgaduras.